9.- EL REHÉN28 min read

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         En la casa de Petronio en un extremo del pórtico, hay una habitación muy amplia que da al triclinium. A través de unos ventanales puede verse el jardín. Por otros, el bosque. Y justo debajo de las ventanas frontales, hay un estanque tan agradable a la vista, como al oído es el susurro del agua; que cayendo de la parte superior como en una cascada, vierte su espuma en la piscina de mármol.

Cerca del baño, hay unas escaleras conducen a una galería porticada que lleva a una hermosa terraza con jardín, desde donde se aprecia la pista de equitación.

En el unctorium de los baños, están Petronio y  Marco Aurelio conversando. Y éste dice a su tío:

–           Yo te quiero mucho. Tú has sido siempre bueno conmigo. Voy a ordenar que coloquen tu estatua entre mis lares (dioses domésticos) Mi Lararium se adornará con una tan hermosa como ésta y colocaré una ofrenda ante ella.- y señala una que adorna la entrada y en la cual se ve a Petronio montado sobre un caballo.

Luego exclama-  ¡Por Júpiter! No tienes nada que envidiarle a Apolo. Las mujeres te deben sobrar. Verdaderamente no entiendo cómo es que no te has casado.

Y en esta exclamación hay a la vez tanta sinceridad como elogio, porque Petronio aunque es mayor y de cuerpo menos atlético, es mucho más señorial que el propio Marco Aurelio.  Las mujeres de Roma admiran en él no solo su belleza apolínea; también su ingenio, su aguda inteligencia, su elegancia y su gusto exquisito.

Y esta admiración se trasluce en los ojos de Aurora, una de las doncellas que se ocupa en arreglar los pliegues de su toga y que le ama en silencio. Pero…  ¡Es solamente una esclava y el patricio es tan orgulloso, que ni siquiera se ha fijado en ella!

Petronio se limita a responder:

–           Y también los hombres…  Pero ese es un territorio que no me interesa… Y no he conocido a ninguna mujer que me haya hecho desear el renunciar a mi soltería. Todavía no me enamoro a ese grado.  Me siento muy cómodo así.

Cuando terminan de ataviarse, el tío pone una mano sobre el hombro de su sobrino y  lo conduce al triclinium.

Después del almuerzo dieron un paseo por el pórtico y llegaron hasta el último jardín, que termina donde comienza el pequeño lago.

–          Se me ocurre… –dijo Petronio pensativo- Que si tu diosa incomparable no es una esclava, podrías llevarla a tu casa para colmarla de amor y de riquezas.

Marco Aurelio movió la cabeza negando.

Petronio preguntó:

–           ¿No lo crees? ¿Por qué?

–           Tú no conoces a Alexandra. Ella jamás lo consentiría.

–          Tu relación con ella…  ¿Ha sido solo de vista o le has hablado? ¿Le has confesado tu amor?

Marco Aurelio confiesa:

–           La vi por primera vez en el estanque. Después me la encontré en dos ocasiones. La víspera del día que anuncié mi partida, me encontré con ella en la cena. Pero no le pude decir ni una palabra, porque Publio estuvo hablando de su estancia en Asia con Poncio Pilatos, para reforzar la pacificación de los judíos.

Luego la volví a encontrar en el puentecillo que une el estanque con el jardín… Llevaba en la mano una caña de pescar. ¡Por Pólux!…Te juro que las rodillas no me templaron tanto, cuando las legiones de partos cayeron como nubes sobre nosotros, lanzando terribles aullidos de guerra.

Pero en la cisterna me estremecí de tal forma, que pensé que no podría sostenerme en pie…Y entonces, más confundido que un adolescente, hice lo más tonto de mi vida: me sentí tan turbado… Tanto, que lo único que pude hacer fue implorarle compasión con los ojos, porque me fue imposible decir una sola palabra.

¡Me quedé mudo! ¿Puedes creerlo?…

Petronio le contempló casi con envidia y exclamó:

–           Aunque el mundo y la existencia fueran peores de lo que son ¡Eres dichoso! Pues tienes algo muy bueno: ¡La juventud y el amor!- después de un breve silencio, preguntó.- ¿Y no le hablaste?

–           Cuando logré recuperarme un poco y pude dominar mis emociones, le dije que había regresado del Asia. Que me había dislocado un brazo y había sufrido cruelmente; pero que en el instante de abandonar tan hospitalaria casa, comprendía que el sufrimiento en ella era más deseable, que el placer en otro lugar. Que la enfermedad allí, era preferible a la salud en otra parte.

Confusa, ella a su vez me escuchaba con la cabeza inclinada, mientras que trazaba algo en la arena con la caña de pescar. Después levantó la cara, me miró y enseguida volvió a observar las líneas trazadas en el suelo. Luego volvió a mirarme a los ojos con una mirada interrogante, que no supe cómo interpretar.

Por último huyó de repente, como una ninfa que estuviese delante de un fauno estúpido.

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Petronio detuvo el paseo y después de una pausa, dijo:

–           Deben ser muy bellos sus ojos.

Marco Aurelio respondió lacónico:

–          Tienen una mirada profunda y misteriosa como el océano. – un suspiro profundo y agregó- Y como en el mar, me he ahogado en ellos. Créeme Petronio. Enseguida vino el pequeño Publio y me hizo una pregunta. Pero no entiendo por qué, ya no lo oí y menos lo entendí.

Petronio exclamó:

–           ¡Oh, Minerva! Arranca de los ojos de este hombre la venda que Eros ha puesto sobre ellos. Si no, se romperá la cabeza contra las columnas del templo de Venus. – Luego preguntó con interés- Dime Marco Aurelio, ¿Qué fue lo que ella trazó en la arena?

–           Un pescado.

–           ¡¿Qué dijiste?!

–           Lo que oyes. Un pescado. Así:

Uniendo la acción a la palabra, Marco Aurelio lo dibuja a su vez con el dedo, sobre la tierra del jardín donde pasean.

Y luego pregunta:

–           ¿Sabes lo que significa este emblema?

Petronio contestó perplejo:

–          ¿Yo?… ¡Oh, no! Pregúntale a Plinio. Él sabe de pescados, pues le fascina la naturaleza y está escribiendo un tratado sobre eso. Creo que ya es hora de irnos.

Petronio ha mirado que el mayordomo viene hacia ellos y anuncia que el cisio per volare (Carro ligero tirado por un caballo) los espera…

Y Petronio ordena que los lleven a la casa de Publio Quintiliano.

Cuando llegaron a ésta, un joven y fornido portero los recibió y fue a llamar al tribuno. Mientras esperan, un loro encerrado en una jaula les dio una chillona bienvenida, gritando la palabra ‘¡Salve!’.

En el camino al atrium, Marco Aurelio dijo:

–           ¿Has notado que el portero de esta casa no lleva grilletes?

Petronio, mirando a su alrededor con asombro, contestó:

–          Esta es una casa admirable.

Los rayos de sol penetran por el lucernario y se rompen en una miríada de destellos sobre el impluvium (fuente con estatuas) que se encuentra en el centro de una plazoleta rodeada de columnas muy altas, que recibe la lluvia que penetra desde lo alto cuando hace mal tiempo y en cuyo estanque hay una gran cantidad de lirios y anémonas.

Es evidente que los dueños de esta casa sienten una preferencia por los lirios pues hay grandes grupos blancos, rojos y gladiolos azules, cuyas hojas están salpicadas por las gotas de la fuente. Entre el húmedo musgo hay macizos de violetas de diferentes colores y en medio se alzan pequeñas estatuas de bronce que representan niños, delfines y aves acuáticas.

En un extremo, un cervatillo está inclinado como para beber. El pavimento es de mármol gris y rosado. Los muros de mármol rojo y en parte de madera, sobre los cuales hay pinturas de mosaico con aves, peces y escenas familiares, de bellos colores y armoniosos contrastes que atraen la vista y reflejan la hermosura de la naturaleza.

También hay muchos adornos de carey y de marfil. Y a pesar de que no hay derroche, ni ostentación; es una casa hermosa, elegante y extrañamente acogedora; con una atmósfera de paz realmente invitadora.

Y Petronio que vive en una forma mucho más lujosa, se sorprende de que en aquella aparente austeridad, no haya nada que menoscabe su elegante y refinado gusto.

El portero regresó y los llevó al tablinum (sala de recibo) desde el cual pudieron observar por una ventana en el primer peristilo, a una niña que alimentaba las palomas.

Luego oyeron los pasos que se acercaban  y vieron a Publio que venía hacia ellos.

Es un hombre con la cabeza completamente blanca y un rostro sin arrugas todavía joven y enérgico, un tanto serio. Sus ojos tienen una mirada inteligente, que en este momento llenan su semblante con una expresión mezcla tanto de asombro, como de un velado recelo a causa de la inesperada visita del compañero, amigo y consejero de Nerón.

Petronio es demasiado perspicaz para no darse cuenta de ello.

Y por eso, después de las primeras frases de saludo; se apresura a aclarar con toda desenvoltura:

–          El único móvil de nuestra visita, estimado general; es agradecerte los cuidados que prodigaste en esta casa a mi querido sobrino Marco Aurelio.

Publio, respira profundamente y declara con evidente alivio:

–          Tú siempre serás un huésped bienvenido. Fue una alegría ayudar a Marco Aurelio en tan penoso trance y en cuanto a gratitud, yo también me alegro por la oportunidad que me brindas, para manifestarte a mi vez mi profundo agradecimiento; aunque estoy seguro de que tú ni siquiera adivinarías la causa…

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Petronio lo mira a su vez completamente sorprendido, pues está verdaderamente perplejo y no tiene la menor idea de lo que habla Publio. No recuerda haberle prestado ni el más mínimo servicio, aun ni siquiera involuntariamente.

Publio sonrió y le dijo:

–            Era yo un tribuno muy joven, cuando me enviaron a Palestina con Poncio Pilatos. En Tiberiades te ví y te ganaste mi respeto y mi admiración, por la forma como manejaste el asunto de las estatuas de Calígula en el Templo de Jerusalén.

Petronio abrió asombrado sus grandes ojos gris acero. Y como un relámpago llegó una avalancha de recuerdos…    Suspiró y dijo:

–           ¿Tú estabas allí?

Publio confirmó:

–            Estuve ahí. Comandaba una legión para Pilatos. Además, quiero mucho a mi amigo Vespasiano, cuya vida salvaste cuando tuvo la desgracia de dormirse mientras escuchaba los versos de Nerón.

Petronio soltó una sonora carcajada y luego dijo:

–           Ese incidente estuvo a punto de tener un desenlace fatal. Barba de Bronce había decidido enviarle un centurión portador de una orden para que se abriera las venas.

Publio hizo eco de la risa y luego contestó:

–           Lo sé, conozco bien al César y sé que ese descuido de Tito, pudo haberle costado la vida. Pero tú le hiciste desistir de su empeño, haciendo mofa del asunto. Vespasiano me lo relató: dijiste a Nerón que si Orfeo hacía dormir con su canto a las bestias feroces, el triunfo suyo era igual puesto que había logrado adormecer a Vespasiano.

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Petronio contestó reflexivo:

–           A Enobarbo puede censurársele a condición de que a una ligera crítica, se le agregue una gran lisonja. Nuestra graciosa augusta Popea, sabe hacer esto a la perfección.

–           ¡A qué tiempos hemos llegado! Estamos gobernados por un bufón.

Esta sinceridad le dio la medida a Petronio, del respeto que Publio le manifestaba al no considerarlo un delator y por lo mismo era posible hablar con él en la más absoluta seguridad.

Aun así, consideró conveniente cambiar de tema:

–          Tienes una casa muy hermosa. Y aunque aquí también se observa que mantienes tu austeridad militar, la has decorado con elegancia y buen gusto. – y empezó a elogiar los detalles que preponderaban en ella.

El general replicó:

–          Es una domus ancestral en la que no se ha hecho ningún cambio desde que la heredé.

Al oír unas risas juveniles que llegan hasta el atrium, Publio ve la expresión inquisitiva en el rostro de Petronio y dice:

–           Son  mis hijos que están jugando con la pelota. Venid. Os presentaré a mi familia.

Y conversando animadamente, recorren toda la casa hasta llegar al jardín que está bordeado de altísimos árboles que forman un bosquecillo en tres de sus lados.

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Hay también un arroyuelo cuyas orillas están bordeadas por setos de flores diversas;  que desemboca en una hermosa fuente y luego en un pequeño lago de agua cristalina con peces de colores, variadas especies de aves y bordeado por juncos.

En medio del parque, una docena de alegres adolescentes, juegan con una pelota que se lanzan unos a otros.

Cuando ellos llegan, un niño se separa del grupo y corre a saludar a Marco Aurelio con entusiasmo. Como hijo de militar, admira las hazañas de su padre y le encantan las anécdotas del joven tribuno y de su estancia en Armenia.

Pero éste mira absorto a una de las jóvenes que están allí y la saluda con una inclinación de cabeza y casi sin prestar atención a las palabras del niño.

A Petronio, esto no le pasa desapercibido y  le dirige una mirada rápida a una doncella que está de pie, con una pelota en la mano y el cabello negro en completo desorden; anhelante por la agitación del juego y con las mejillas arreboladas.

En el triclinium del jardín, que está en un quiosco sombreado por una vid y madreselvas con hiedras alrededor de las columnas, está sentada Fabiola y se acercan a saludarla.

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Petronio la conoce porque la ha visto en casa de Séneca y la admira por su bello semblante, dulce y apacible; por la dignidad y la elegancia de su porte y sus ademanes y palabras, siempre suaves y pausadas. Sin saber por qué, ella lo perturba a tal grado, que este hombre corrompido, despreocupado y cínico; en presencia de Fabiola no solo se siente inclinado a estimarla, sino que le trastorna el dominio de sí mismo, que es su cualidad más sobresaliente.

Y esto es lo más incomprensible para Petronio.  Ahora, al agradecerle las atenciones que ha prodigado a Marco Aurelio la llama ‘domina’ (señora) cosa que jamás haría con ninguna otra de las mujeres de la alta sociedad que frecuenta.

Después del intercambio de saludos, Petronio preguntó:

–                Muy raramente se te ve. Ni siquiera en el circo o el anfiteatro. ¿Tampoco visitas ya la casa de Séneca?

Ella pone cariñosamente la mano sobre la de su esposo y contesta:

–           Estamos llegando a viejos y ambos de día en día, nos apegamos más a nuestro reposo doméstico.

Publio agregó:

–           Y cada día nos sentimos más extranjeros en un pueblo que da nombres griegos a nuestras divinidades romanas.

Petronio replica con aire negligente:

–          Desde hace algún tiempo, los dioses han llegado a convertirse en meras figuras de retórica. – Y mirando significativamente a Fabiola, agregó- Cierto es que se envejece rápidamente. Pero hay personas tan privilegiadas que en sus rostros pareciera que Saturno los hubiera relegado al olvido.

Petronio dijo estas palabras con sinceridad; porque Fabiola, aunque es mayor que él; conserva todavía una frescura juvenil en sus facciones delicadas.

Mientras tanto Publio se ha alejado para llamar a los jóvenes.

Todos acuden y son presentados a sus visitantes.

Luego el general les dice amoroso:

–           Vamos hijos míos. Vuelvan a lo que estaban haciendo.

Ellos se retiran; menos Margarita la mayor, que se dirige al interior de la casa, para traer agua fresca y frutas.

Entonces el pequeño Publio que se ha hecho gran amigo de Marco Aurelio, se aproxima al joven tribuno y le pide que juegue con ellos; él se levanta y lo sigue, para integrarse al equipo.

Alexandra también entró en el triclinium detrás de Paulina, la más pequeña de toda la familia. Y bajo la enredadera llena de flores, con los destellos de luz que iluminan su rostro y su figura, a Petronio le parece mucho más hermosa que a primera vista.

Y comprendió porqué su sobrino está locamente enamorado de tan primaveral belleza.

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Como hasta ese momento no le había hablado; se levantó, inclinó ante ella la cabeza y en vez de dirigirle las usuales palabras de cortesía, pronunció éstas que fueron con las que Ulises saludara a Nausica:

–           Te suplico ¡Oh, reina! ¡Que me digas si eres diosa o mortal! Y si eres una de las hijas de los hombres que en la tierra moran, sean tres veces bendecidos tu padre y tu madre.

La exquisita cortesía de este hombre de mundo, es grata aún a la misma Fabiola. En cuanto a Alexandra, se ruborizó intensamente y quedó confundida por un instante, sin atreverse a levantar la mirada. Pero de pronto una sutil sonrisa asomó a sus labios y su rostro delató la lucha entre la timidez y el deseo de dar una respuesta.

Triunfó éste último y mirando a Petronio con sus bellísimos ojos de color verde-azul, que destellan con una aguda inteligencia; le contestó con las mismas palabras de Nausica, repitiéndolas de un tirón y con una entonación encantadora:

–           Extranjero, no pareces ni hombre avieso, ni de juicio escaso.- Se dio la vuelta de repente y corrió veloz como una gacela.

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Esta vez fue Petronio el que quedó totalmente asombrado, pues no esperaba escuchar versos de Homero en los labios de la doncella. Se volvió con una mirada interrogante a Fabiola.

Pero ésta miraba sonriente a su esposo, en cuyo rostro había una expresión de orgullo, que le fue imposible ocultar.

Su satisfacción era inmensa. Primero porque amaba muchísimo a Alexandra, con un afecto paternal. Y segundo, porque dominar el griego era la cumbre del pulimento social. Y el que la joven respondiera en este idioma a este hombre de tan exquisita cultura, tanto en las letras como en sus modales, le hizo sentir muy complacido.

Y Publio replicó con sencillez:

–           Tenemos en casa un pedagogo griego que da lecciones a nuestros hijos.

Petronio miró a través de las ramas de la madreselva al grupo que estaba jugando…

Marco Aurelio se había quitado la toga, quedando solo con la túnica y le lanzaba la pelota a Alexandra.

Petronio la observó detenidamente y aquilató sus dones…

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Es bella como la aurora. No hay nada de vulgar en aquella criatura: su piel es tersa y muy blanca. Sus mejillas sonrosadas y sus labios tan perfectamente dibujados, que parecen reclamar un beso… El incomparable color de sus ojos, su frente lisa y alta, la nariz perfecta.

Su abundante cabellera negra y ondulada; aún despeinada, es un gran marco  para  su rostro perfecto y su cuello es largo sobre su talle flexible. Su alta figura, grácil como una palmera y fascinante como la estatua de una diosa griega; tiene toda la frescura y el esplendor de las flores recién abiertas.

Él aprecia todas estas perfecciones con ojos expertos. Y como adorador de la belleza, vio en aquella virgen incomparable, todos los dones de Afrodita.

Y algo más misterioso, aumenta el encanto de aquella criatura: un alma radiante que destella a través de su cuerpo de rosa en plenitud, como la llama a través del cristal de una lámpara.

–           Marco Aurelio tiene razón.-pensó- Todo lo vale por obtenerla.

Y entonces volviéndose hacia Fabiola y señalando hacia el jardín, dijo:

–          Comprendo ahora domina, porqué tú y tu marido prefieren esta casa al circo y a las fiestas del Palatino.

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Fabiola contestó sonriente, mirando con amor hacia donde juegan los jóvenes:

–           Sí. -Este es el mundo que yo amo.

El viejo general comenzó a contar la historia de cómo la familia del rey Vardanes I, había perdido su patria y había llegado finalmente hasta él. Sus seis miembros, con el transcurso del tiempo, se integraron a sus propios hijos y ya no había ninguna diferencia para los amos de la casa.

Los amaban por igual y todos eran parte de su hogar. Dos ya se habían casado y habían formado su propia familia, al igual que tres de sus propios hijos. Quedaban solamente los que estaban en edad casadera y los dos más pequeños: Publio de diez años y Paulina de ocho.

En el jardín, tres jugadores decidieron terminar el juego y se dirigieron hacia el lago; paseando por los senderos  a cuya vera está una muralla de mirtos y cipreses.

Alexandra lleva de la mano a Paulina y los tres se sientan en una banca cercana al estanque. Luego llega el pequeño Publio y los dos niños se ponen a jugar con los peces de colores que nadan en el agua transparente.

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Marco Aurelio aprovecha la inesperada privacidad y en voz baja, temblorosa y suave, dice a Alexandra:

–           Sí. Apenas dejé la pretexta (vestidura talar adornada en su parte inferior con una tira púrpura, que llevan en Roma los jóvenes nobles de ambos sexos hasta la edad de diecisiete años) cuando fui enviado a las legiones de Asia. Y con los entrenamientos y la vida complicada por los rebeldes, no hubo mucho tiempo para profundizar en frivolidades.  Sé de memoria un poco de Anacreonte y de Horacio, pero no puedo como Petronio, repetir versos.

Cuando la inteligencia está obnubilada por la admiración, es incapaz de encontrar siquiera las palabras precisas para expresar los sentimientos…

Cuando era niño aprendí que la felicidad consiste en desear y alcanzar lo que los dioses desean y que por lo mismo, ello depende de nuestra voluntad. Creo sin embargo que existe algo mejor que eso. Algo más precioso y de mayor magnitud, que no está subordinado a la voluntad. Que brota desde lo más profundo del corazón, algo que solo el amor puede conquistar. Los dioses mismos persiguen esa felicidad y es algo que yo también anhelo fervientemente.

¡Oh, Alexandra! Hasta hoy yo no había conocido el amor. Y también yo trato de alcanzar lo que ha de darme la verdadera felicidad…

Marco Aurelio calla.

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Por unos momentos solo se escucha el ruido del viento que ulula suave entre los árboles, el canto de las aves y las piedrecillas que los niños arrojan al lago.

Después de un rato, Marco Aurelio dice con voz aún más baja y contenida:

–           Pero tú conoces a Tito, el hijo de Vespasiano ¿Verdad? Dicen que era muy joven cuando se enamoró de Berenice de tal forma que se sentía morir. También yo podría amar así… ¡Oh, Alexandra!

¡La fortuna, la gloria, el poder, son tan solo humo y vanidad! Porque, ¿Quién podría experimentar deleite mayor o mayor felicidad que la del instante en que se puede estrechar contra el pecho y sentir el latido del corazón del ser amado? ¿O beber de sus labios el aliento perfumado, que es más necesario que el aire que da la vida?

Por eso el amor nos hace iguales a los dioses. ¡Oh, Alexandra!…- y su voz se desvanece en un suspiro anhelante y la mira con sus ojos torturados e interrogantes.

Ella lo ha escuchado con asombro y cierta alarma. Al mismo tiempo el sonido de sus palabras, ha sido como una arrobadora armonía que Marco Aurelio ha estado entonando con un canto maravilloso que se infiltraba a través de sus oídos, estremeciendo todo su ser; corriendo por toda su sangre y agitando su corazón en un loco golpeteo que la hace sentir al mismo  tiempo, desmayo y temor.

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Es un maravilloso deleite apenas comprensible y que no había experimentado jamás. Le parece que Marco Aurelio le está cantando algo que también existe dentro de ella, pero que no comprende totalmente y al darse cuenta de lo que está despertando en su alma; que como un nebuloso ensueño se le presenta con formas más definidas y maravillosamente encantadoras, la cautiva y la hace estremecer.

El hermoso crepúsculo del atardecer tiñe de rojo el horizonte. Y con los últimos rayos del sol que iluminan todo a su alrededor, el tiempo parece haberse detenido…

Alexandra levanta hacia Marco Aurelio, su bello rostro fascinado. Y él se inclina hacia ella y la mira con una súplica silenciosa.

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Ella lo contempla su vez, a través de los reflejos de la tarde y le parece el más perfecto de los hombres. Es más bello que todos los dioses griegos o romanos, cuyas estatuas ha visto en las fachadas de los templos.

Marco Aurelio le oprime ligeramente el brazo. Con los dedos alrededor y más arriba de  la muñeca…

Ansioso, le pregunta:

–           ¿No adivinas lo que te estoy diciendo Alexandra?…

Ella contesta con un murmullo que él apenas alcanza a oír:

–           No.

Marco Aurelio toma la mano de la joven e iba a ponerla sobre su corazón, el cual bajo la influencia de los deseos despertados por aquella doncella de hermosura inigualable, palpita fuertemente como el golpeteo de un martillo.

Y un torrente de frases llenas de fuego para expresarle su apasionado amor, es detenido en ese instante…

Cuando Publio Quintiliano aparece de repente y dice:

–           Se está poniendo el sol. No hay que jugar con Proserpina. (La muerte)

     Y el encanto quedó roto…

–           ¿No tienes frío?

–           No.-contestó Marco Aurelio- Por eso no me he puesto la toga.

Publio dice, señalando hacia el firmamento:

–          Pero mirad… Apenas si se ve ahora la mitad el disco solar tras la colina. Esto me recuerda el suave clima de Sicilia, donde las gentes se reúnen en la plaza al atardecer y se despiden del agonizante Febo con un canto coral.

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Y olvidando que hasta hace un momento, acaba de ponerlos en guardia contra Proserpina; sigue hablando de Sicilia, donde posee extensas propiedades; con campos cultivados por los que siente un gran apego.

Concluye diciendo:

–           Estoy pensando en trasladarme a vivir allá. Para terminar apaciblemente mis días, disfrutando con toda mi familia de la belleza espectacular del paisaje, el mar y la isla.

Marco Aurelio le pregunta súbitamente alarmado:

–           ¿Pronto dejarás Roma?

–          Sí. Desde hace mucho tiempo quiero hacerlo, porque en Sicilia está uno más tranquilo y más seguro. –y de nuevo empezó a elogiar, añorando sus ganados, huertos y hortalizas; sus colmenas y su villa junto al mar con sus bellos jardines, oculta entre el verde de las colinas…

Pero Marco Aurelio ya no le presta la menor atención. Un solo pensamiento le domina y lo tiene aterrorizado: ¡Puede perder a Alexandra! Y con solo imaginarlo, se siente morir. Voltea su rostro hacia donde está su tío. Dirige miradas llenas de ansiedad y de angustia a Petronio, implorándole en silencio una ayuda urgente.

Petronio mientras tanto, sentado cerca de Fabiola; mira alternativamente el espectáculo de la puesta de sol, los jóvenes que juegan y el pequeño grupo que está junto al estanque.

En el firmamento, las postreras luces del atardecer; dan reflejos áureos, purpúreos y violetas, cambiantes como un ópalo.

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Las siluetas oscuras de los cipreses se van haciendo más pronunciadas cada vez. En las personas, en los árboles, en toda la atmósfera del jardín, hay ahora una dulce calma vespertina.

El augustano se siente impresionado por la paz que reina en esta casa y por algo que sus habitantes irradian y que no sabe cómo definir. Con gran asombro, piensa que podría existir una belleza cuya emanación misteriosa, no había conocido hasta entonces. Y sin poder contenerse dice a Fabiola:

–           Estoy considerando cuán diferente es este mundo vuestro, del mundo que gobierna nuestro Nerón. Hasta el aire que se respira aquí, es diferente.

Ella alzó su bello semblante y contestó con suavidad:

–           No Nerón, sino Dios; es quién gobierna al mundo.

–           ¡Oh! Pero entonces… ¿Tú si crees en los dioses, Fabiola?

–           Creo en Dios. QUE ES UNO, BUENO, SANTO Y TODOPODEROSO.Y desviando la conversación, empieza a hablar de los goces que representa el tener una familia unida y regida por el amor.

Más tarde…

Cuando se encuentran de nuevo en el cisio para el regreso, los dos conversan sobre lo sucedido.

Petronio dice a su sobrino:

–           Ella cree en Dios, que es Uno, Todopoderoso y Justo. –aspira profundamente y agrega con impotencia- Yo me considero en dialéctica, igual que Sócrates. Y en cuanto a las mujeres ¡Es imposible entenderlas! Yo deseaba hablar con ella y con Publio de otro asunto… –Petronio está realmente enojado- ¡Por Zeus! Si les hubiera manifestado abiertamente cuál era el objeto de nuestra visita, estoy seguro de que su virtud hubiera armado un escándalo.

¡Y no me atreví a decírselo! ¿Puedes creerlo? ¡No me atreví, Marco Aurelio! Temí un estallido que hiciera un fiasco con nuestras intenciones. Pero debo hacerte el cumplido elogio de tu elección. Ella es una verdadera manifestación de Venus y realmente no me sorprende tu anhelo. Pero debes saber que te has enamorado de un imposible, porque tanto Fabiola como Publio, te destrozarán antes que dártela.

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Sigue un largo silencio, en el que Marco Aurelio se queda con la cabeza inclinada. Y en su mente recuerda la imagen de la doncella amada…

Luego dice apasionado:

–           La deseo ahora, mucho más que nunca. Cuando la tomé del brazo me sentí envuelto en llamas. Es necesario que sea mía. Si yo fuera Júpiter, caería sobre ella convertido en lluvia, como lo hizo con Dánae. ¡Y la besaría en los labios hasta que éstos le dolieran!

¡Cómo quisiera hacerla gemir de pasión entre mis brazos, hasta hacerla desfallecer de amor y tenerla aprisionada contra mi pecho sin soltarla jamás! No podré dormir esta noche ¡Oh! ¡Cómo quisiera hacer desaparecer a Publio y a Fabiola!…

–           ¡Tranquilízate! No has de manifestar tus anhelos como una bestia.

–           ¡Yo quiero que Alexandra sea mía! Te busqué para que me ayudes. Publio la ama  como a una hija ¿Cómo podría yo considerarla como una esclava? Y sin embargo, si no hay otro remedio…  ¡Me casaré con ella!

Petronio lo reprende con ímpetu:

–           ¡Cálmate! ¡Insensato descendiente de cónsules! No traemos a los bárbaros atados detrás de nuestros carros de victoria, para hacer de sus hijas nuestras esposas. Aunque sea la hija de un rey, no olvides que los de su dinastía fueron rehenes de Augusto. No exageres. Agota primero los medios naturales. Dame tiempo para poder hacer lo necesario y lograr nuestro objetivo.

También Silvia me pareció en algún tiempo hija de Venus y sin embargo, no me casé con ella; de la misma forma que Nerón no se casó con Actea, aunque fuera la hija del rey Átalo. ¡Relájate! Piensa que si Alexandra por amor a ti, desea abandonar a Publio, éste no tendrá derecho alguno para retenerla. Además, no solo eres tú el que está ardiendo en el fuego del amor. Eros ha encendido también en ella la amorosa llama.

Yo he visto eso y harás bien en creerme. Ten paciencia, siempre hay una forma para realizar las cosas.  Pero hoy he pensado demasiado y me siento fatigado. Mañana me preocuparé por tu amor y te prometo que descubriré el medio más conveniente para que Alexandra esté contigo.

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Los dos quedan silenciosos y pensativos por largo rato. Mientras avanzan despacio por las hermosas avenidas de Roma, hacia la casa de Petronio.

Solo se escucha el golpeteo de los cascos del caballo sobre el pavimento. Y solo cuando falta poco para llegar, Petronio dice con aire reflexivo:

–           Me parece que ya tengo un plan y es infalible…

Marco Aurelio se sobresalta y se le enciende una luz de esperanza en su mirada.

Y al punto  dice con anhelo:

–           ¡Oh! Te escucho hombre sabio… ¡Y que los dioses sean pródigos contigo!

Con firme decisión, Petronio declara:

–           Pues bien. Dentro de pocos días tu divina Alexandra compartirá contigo en tu casa, el grano de Deméter. Pero primero tengo que hacer algo…

–           ¡Ay Petronio! ¡Te lo voy a agradecer toda la vida! –replicó Marco Aurelio lleno de entusiasmo.

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA

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