Y en efecto, Petronio cumplió su promesa. Al día siguiente se fue al Palatino y tuvo con Nerón una entrevista privada. Y al tercer día se apareció en la casa de Publio, un centurión al frente de una decuria de pretorianos.
En este tiempo de incertidumbre y de terror, los enviados de este género son por lo general, mensajeros de muerte. Cuando el centurión llegó a la casa de Publio Quintiliano y el vigilante del atrium anunció que había soldados allí, el espanto invadió toda la casa. La familia rodeó a su jefe, pues todos creyeron que venían por él.
Después de unos momentos de pánico, Publio restableció la calma. Acallando el rumor que se había levantado por todas partes, dijo:
– Déjame marchar Fabiola. Si mi fin ha llegado tendremos tiempo para despedirnos.- Y la apartó suavemente a un lado.
Fabiola contestó:
– Permita Dios, ¡Oh, Publio amado! Que sean uno mismo, tu destino y el mío.
Y empezó a orar con la vehemencia que solo puede infundir el temor que se siente por la suerte del ser más querido.
Publio pasó enseguida al atrium donde lo esperaba el centurión.
Éste era el viejo Máximo, su antiguo y subordinado compañero de armas en Jerusalén.
– Salve general. –Dijo con respeto, al entregarle la tablilla con el sello imperial- Soy portador de una orden y de un saludo del César.
Publio replicó:
– Presenta mi agradecimiento al César por su saludo. Y en cuanto a la orden, estoy listo para cumplirla. Sé bienvenido Máximo y dime cuál es esa orden de la que eres portador.
– Publio Quintiliano, el César sabe que en tu casa vive la familia de Vardanes I, rey de Partia. La cual fue entregada como prenda de que las fronteras del imperio, jamás serían violadas por los partos. El divino Nerón te está agradecido, ¡Oh, general! Por la hospitalidad que les has dado estos años; pero hay un rehén que el César desea tomar bajo su custodia y la del senado. Y te ordena que me entregues dicha doncella en sus manos.
Publio es un soldado bastante disciplinado y demasiado veterano para permitirse manifestar ningún sentimiento, ni expresar palabras vanas o quejas, ante una orden tan perentoria. No obstante, una ligera arruga de súbita cólera y de dolor se dibujó en su frente y Máximo se dio cuenta. Pero a la vista de la orden está indefenso.
Permaneció por unos segundos mirando fijamente la tablilla de Nerón y murmurando como para sí mismo, dijo:
– Conque la hija menor, ¿Heee? –Y agregó con voz firme- Aguarda aquí. En breve te será entregado el rehén.
Después de decir esto se dirigió al otro extremo de la casa y llegó con Fabiola que estaba llena de zozobra y de temor.
Carraspeó un poco y aclarándose la voz declaró:
– La muerte a nadie amenaza. Tampoco el destierro a tierras lejanas. No obstante el mensajero del César, es un heraldo de infortunio. Se trata de Alexandra.
Un coro de voces repitió asombrado
– ¡¡De Alexandra!!
Publio ordenó a la aya:
– Llámala, Marcela. Y dile que venga inmediatamente.
Fabiola exclamó atónita:
– Pero ¿Alexandra?
– Precisamente de ella. –contestó muy serio Publio.
Y volviéndose a la doncella que acaba de llegar, agregó:
– Alexandra, has sido criada en esta casa como hija nuestra. Y como a tal, te amamos tanto Fabiola como yo. Pero la verdad es que eres un rehén entregado a Roma por tu pueblo y tu custodia corresponde al César. Así pues como propiedad de él, es el mismo César quién te arranca de nuestra casa y debemos obedecerlo. Tus hermanos permanecerán aquí, mientras no sea otra la voluntad del emperador.
El general dijo estas palabras con acento tranquilo, pero con una insólita y extraña inflexión en su voz.
Alexandra lo escuchó petrificada. Como si no comprendiera de lo que se trata.
Fabiola palideció intensamente. Y otro murmullo recorrió nuevamente la casa.
Publio confirmó:
– La voluntad del César debe ser cumplida.
Fabiola protestó:
– ¡Oh, no! -Y abrazando a Alexandra, como si quisiera protegerla- ¡Preferible para ella sería la muerte!
Alexandra gritó:
– ¡Oh no! ¡Madre! ¡Madre!- Y buscó refugio en Fabiola, estremecida por los sollozos.
De nuevo se dibujaron la ira y el dolor en el semblante de Publio.
Y dijo con impotencia:
– Hoy mismo veré al César y le imploraré que modifique su mandato. Ignoro sí mi súplica será escuchada. Mientras tanto, adiós Alexandra y debes saber que Fabiola y yo bendecimos el día en que llegaste a ocupar un lugar a nuestro lado, en esta casa.
Y al decir esto puso una mano en la cabeza de la joven e hizo un gran esfuerzo para conservar su calma habitual.
Pero cuando Alexandra lo miró con sus ojos llenos de lágrimas, tomando su mano la llevó a sus labios para besarla y se quebró la voz del anciano…
Con ternura paternal en una voz llena de dulzura, agregó:
– ¡Adiós, alegría nuestra! Eres la luz de nuestros ojos. –Y abrazándola, lloró con ella.
Con inmenso dolor, pero con voz serena, Fabiola dijo:
– La hora ha llegado. La casa del César es un antro de infamia, depravación y crimen. Pero nadie tenemos derecho de levantar la mano sobre nadie; ni siquiera sobre nosotros mismos, disponiendo de nuestra vida. No debemos cometer ninguna tontería.
Alexandra llorando, contestó:
– Me aflijo por ti, madre. Por mi padre y mis hermanos. Pero sé bien que la resistencia es inútil y que solo conduciría a la destrucción de todos nosotros. ¡Dios cuidará de nosotros! ¡Te amo!
Fabiola replicó afligida:
– Mientras arreglan tus cosas, vamos a que te despidas de todos. -Y la conduce suavemente a hacer lo que ha dicho.
Entonces un hombre muy alto y robusto llamado Bernabé, que había servido en otro tiempo a la reina y madre de Alexandra, se postró a los pies de Fabiola y dijo:
– ¡Oh, domina! Permíteme que siga a mi ama, la sirva y vele por ella en la casa del César.
Fabiola lo miró con cariño y dijo:
– Bernabé, tú no eres siervo nuestro, sino de Alexandra. Pero si no te permiten cruzar los umbrales del Palatino ¿Cómo podrás velar por ella?
Bernabé suplicó:
– No lo sé domina. Pero necesito ir con ella.
Entonces Margarita, la hermana mayor de Alejandra, intervino:
– Yo también iré con ella.
La angustia palpita en la voz temblorosa de Fabiola al contestar:
– ¡Dios mío! ¿Acaso también deberé agonizar por ti? Eres una virgen consagrada y tu belleza puede ser tu perdición. ¿No acabas de oír lo que he dicho sobre la Domus Transitoria? ¿Qué puedes hacer tú para proteger a Alexandra de los motivos que han impulsado a esta orden imperial?
Hija mía, sólo eres una doncella tres años más grande que tu hermana… Por favor… – un sollozo le impide continuar.
Margarita replicó serenamente:
– Lo sé. Pero yo no he sido solicitada y confío ciegamente en que Jesús me defenderá de todo peligro. Yo también pienso que el poder del que se siente el amo del mundo, está sujeto a la Voluntad Divina de nuestro Señor. Además, iré como dama de compañía y creo que eso no me lo pueden impedir.
Fabiola admitió:
– Es verdad. ¡Sí! La Ley que nos gobierna es otra más grandiosa. Por ahora hay que ofrecer todo a Dios. Hay que esperar y confiar en Él, creyendo que existe un poder superior al de Nerón y una misericordia más grande que su cólera.
Publio intervino:
– Si han enviado por Alexandra como un rehén reclamado por César, están obligados a aceptar su séquito y el centurión no puede negarse a recibirlos.
Fabiola aceptó:
– Está bien. -Y volviéndose hacia la otra joven doncella, agregó- Margarita, prepara tus cosas. Marcela irá con ustedes. – y da las órdenes pertinentes, para que la aya las acompañe.
El general está consternado y preguntó:
– ¿Qué otra cosa podemos hacer además de orar?
– Mientras ellas se despiden yo le escribiré a Actea y ella sabrá qué hacer.
– Es una idea excelente. Yo también veré las opciones que nos quedan.
Y Fabiola enseguida escribió una carta a Actea, colocando a Alexandra bajo su custodia.
La liberta de Nerón es la única persona confiable en aquel palacio…
Cuando llegó el momento de partir, los pretorianos los condujeron al Palatino.
Mientras tanto, el viejo general dio orden de que le preparen su cisio y dijo a su esposa:
– Escúchame Fabiola. Iré a ver al César aun cuando sé que mi visita será inútil. Y aunque la palabra de Séneca ya nada significa para Nerón, iré a ver a Séneca. Ahora los que tienen más influencia son Petronio, Tigelino, Haloto y Vitelio. En cuanto al César, ni siquiera creo que le importe Alexandra. Creo que ‘alguien’ ha intervenido para que esto sucediera. Y creo que es fácil adivinar quién es.
Fabiola preguntó asombrada:
– ¿Petronio?…
Publio contestó con voz contenida:
– ¿Quién más? Él fue. ¿Ves las consecuencias que trae el admitir que gente sin conciencia, ni honor, traspasen el umbral de nuestro hogar? ¡Maldito el día en que Marco Aurelio estuvo en esta casa! Ha sido él quien trajo a Petronio. ¡Pobre Alexandra! ¡Estos hombres no buscan en ella un rehén, sino una concubina!
La voz del general está llena de ira impotente y de dolor, por la pérdida de su hija adoptiva. Con sus puños apretados exclama:
– ¿Por qué Dios permite que triunfe ese monstruo malvado y protervo llamado Nerón?
Fabiola contestó suavemente:
– Publio… Nerón es apenas un puñado de fango, ante la infinita majestad de Dios.
Pero Publio se siente muy humillado. Pesa sobre él, el poder de una mano que desprecia profundamente. Y su impotencia aumenta porque ante esto, él no puede hacer absolutamente nada. Cierra los ojos. Aspira profundo y ora en silencio.
Cuando logra dominar la cólera que lo invade dice:
– Creo que Petronio no nos la ha arrebatado para llevársela al César, pues estoy seguro que él no querría provocar la ira de Popea. La ha tomado para sí o para Marco Aurelio. Y eso, hoy mismo lo voy a averiguar.
Y dando un beso a Fabiola, salió y se dirigió al Palatino.
No se equivocó al pensar que no sería admitido a la presencia del emperador. Le dijeron que el César estaba ocupado en cantar con Terpnum, su director musical y un virtuoso del laúd. Que no recibe más que a las personas que él mismo ha citado. En otras palabras: que en lo sucesivo ni siquiera debe intentar que el César le de audiencia.
Publio no está dispuesto a rendirse tan fácilmente. Y dio orden al auriga de que lo lleve a la casa de Séneca.
Séneca lo recibió con afecto y al enterarse del motivo de su visita, le dijo:
– A menudo es mejor olvidarse de un insulto, que vengarlo. Ella es sólo un rehén y sabes que es propiedad del emperador. El mejor servicio que puedo ofrecerte Publio, es no dejar que Nerón descubra que mi corazón te compadece. No se te ocurra buscar ayuda con Tigelino, Haloto o Vitelio. Aunque odian a Petronio y están más que dispuestos a aniquilarlo, pues buscan por todos los medios minar su influencia con Nerón; lo más seguro es que van a ir a contárselo al César. Y cuando él sepa cuánto te importa esa joven, la retendrá con más obstinación.
Publio le preguntó con angustia:
– ¿Entonces qué hago? ¿Cómo impido que se cometa esta infamia?
Séneca no pudo contener una respuesta llena de ironía:
– ¿Sabes cuál ha sido tu error? Publio, has permanecido mudo años enteros. Y César no quiere a los que callan. ¿Cómo te has atrevido a no entusiasmarte con su talento, su virtuosismo, su declamación, su canto, sus versos y su modo de guiar las cuadrigas? Además… ¡Tampoco lo has glorificado por la muerte de Claudio, de Británico, de Octavia y de Agripina!
– ¡No entiendo cómo lo soportas! Ese hombre es un monstruo de perversión…
Por unos instantes, el tiempo pareció detenerse. Luego, el filósofo agarró un vaso, lo llenó con agua del implovium… después de refrescar sus labios, mirándolo fijamente a los ojos, añadió:
– ¿Ves? Estoy convencido de que esta agua no está envenenada y la bebo con toda confianza. El vino es menos seguro. Si tienes sed, puedes beber de esta agua. Los acueductos la traen aquí desde la montaña y para envenenarla es preciso envenenar todas las fuentes de Roma.
– Por lo que veo, ya te has resignado a tu suerte.
– El primer arte que se aprende en el ejercicio del poder, es la capacidad para soportar el odio; porque incierto es el lugar en donde nos espera la muerte y por eso hay que estar preparados y esperarla en todo lugar.
– Con un desquiciado gobernándonos, ¿Quién puede estar seguro de nada? ¿Por qué permaneces junto a él?
– Nerón tiene un corazón agradecido.-ríe con sarcasmo y agrega – Te quiere porque has servido gloriosamente al imperio. A mí me quiere porque fui el maestro de su juventud… Y el amor de Nerón es lo más peligroso de este mundo. Agripina lo sabe mejor que nadie.
– ¿Cómo puedes vivir así?
– Vencer sin peligro es ganar sin gloria. Los que jugamos en esta arena no podemos salirnos voluntariamente.
– Bueno, fue tonto de mi parte preguntarte esto, cuando los militares y los cristianos es para lo primero que nos preparamos. ¿No es verdad? Tú eres un hombre muy sabio y un experto en política. Yo soy como Vespasiano y no sirvo para la diplomacia.
– En esta vida he recibido demasiado y ya es hora de retribuir. Yo no le tengo miedo a morir, me he preparado para todo… Lo único que me preocupa, es irme sin haber alcanzado el objetivo principal por el que Dios me tiene todavía aquí. Tú y yo sabemos muy bien cómo se deben administrar nuestros dones.
– Nerón no vacila para obtener lo que quiere, ni los medios usados para lograrlo. Eres uno de los hombres más ricos del imperio. Me sorprende que su codicia no te haya destruido todavía.
– Aun así, lo que Nerón no sabe es que he repartido en secreto todas mis riquezas y en su momento esta será una buena broma que no se esperan mis enemigos. ¿Sabías que se las ofrecí para que me dejara retirarme y las rechazó haciéndome profundas muestras de afecto? ¡Tú sabes lo que en realidad eso significa!… Pero cuando decidan mi muerte, ya no encontrarán nada. Yo estoy como Petronio…
Publio interrumpe estas amargas reflexiones:
– Precisamente noble Anneus, el autor de este traslado es Petronio. Dime qué debo hacer. ¿No puedes ayudarme?
Séneca lo miró con afecto y respondió:
– Petronio y yo jugamos en campos opuestos. Yo no conozco nada que puedas usar en contra suya. Y él no cede ante nada. Acaso con toda su depravación es el más digno de todos esos bribones que forman la camarilla de íntimos de Nerón. Pero intentar demostrar que lo que hizo es una mala acción, es perder el tiempo. Creo que lo único que te resta es orar… Cuando yo lo vea le diré: “Lo que hiciste es propio de delincuentes”. Si eso no logra avergonzarlo, ninguna otra cosa tendrá mayor poder. Espero que te sirva de algo.
Publio lo miró derrotado y una luz de esperanza brilló como una chispa en lo más profundo de sus ojos:
– Gracias también por eso. –Y se despidió de Séneca.
Enseguida ordenó que le condujeran a la casa de Marco Aurelio.
Lo encontró haciendo ejercicios de equitación.
Publio se estremeció de ira al verlo tan feliz y tranquilo, después de la vileza con que había perpetrado el ataque contra Alexandra.
Y al verlo bajar del caballo y dirigirse despreocupadamente hacia él; esa ira estalló en un amargo torrente de reproches y de injurias.
Marco Aurelio se paralizó por el asombro, al saber que Alexandra había sido sacada de la casa de Publio y se puso tan pálido y descompuesto, que el general ya no pudo acusarlo de haber participado en la intriga para apoderarse de ella.
La frente del joven tribuno se cubrió de sudor y su rostro se sonrojó violentamente. Pareció como si su semblante tuviera una oleada de fuego. Sus ojos empezaron a despedir chispas y lanzó bruscas interrogantes incoherentes. Sus manos temblaron. Los celos y la cólera lo sacudían como una furiosa tempestad.
En el huracán de sus sentimientos, le pareció que Alexandra una vez traspasados los dinteles de la Domus Transitoria, se hallaba completamente pérdida para él. Y lágrimas de rabia y de angustia descendieron por sus mejillas, sin poderlas contener.
Cuando Publio mencionó el nombre de Petronio, cruzó como un rayo por la mente de Marco Aurelio, la sospecha de que Petronio se había burlado de él y que intentaba guardarla para sí, porque estaba convencido de que ver a Alexandra y desearla, eran una misma cosa. La impetuosidad de su carácter lo arrastraba como a un potro indómito y estaba perdiendo el control.
– General. Vuelve a tu casa y espérame. Debes saber que aun cuando Petronio fuera mi padre, en él habría de vengar el agravio hecho a Alexandra. Quédate tranquilo. Ella no será ni de Petronio, ni del César.
Enseguida se dirigió al lararium y con los puños cerrados, exclamó:
– ¡Por mis antepasados te juro que primero la mataría y me mato yo mismo que permitirlo!
Fue entonces cuando Publio se dio cuenta cuán enamorado estaba Marco Aurelio de Alexandra y no dudó un segundo de que haría lo que decía.
Y Publio admitió:
– Ya veo que tú no tuviste que ver nada en esta vileza. Yo también preferiría verla muerta que convertida en juguete de los caprichos del César.
– Voy a averiguar qué sucedió. Vuelve a tu casa y espérame. Yo solucionaré esto.
– Estaré aguardando tu informe.
Cuando el general se marchaba, le repitió de nuevo que lo esperase.
Y Publio regresó a su casa un poco más tranquilo.
Pensó ahora que si Petronio había inducido al César a que reclamara a Alexandra para darla a Marco Aurelio, éste la devolverá a su hogar.
Así pues, tranquilizó a Fabiola y la hizo participar de sus esperanzas. Y ambos se dispusieron a esperar las noticias de Marco Aurelio.
Muy avanzada la tarde, llegó un mensajero con una carta escrita en un pergamino.
El general la recibió con manos temblorosas y la leyó con precipitación…
Inmediatamente se oscureció su semblante y extendiéndola a su esposa la invitó a que la leyera.
Fabiola la recibió y leyó:
Marco Aurelio Petronio a Publio Quintiliano:
Salve.
Lo ocurrido ha sido por la voluntad del César. Ante lo cual inclinad vuestras cabezas, tal como Petronio y yo inclinamos las nuestras.
Adiós.
Después de esto, se hizo un dolorosísimo silencio…
HERMANO EN CRISTO JESUS: