El Anfiteatro ha sido terminado y todo está listo para que comiencen ‘Los Ludus Matutinus’ (Juegos de la mañana)
Pero esta vez, a consecuencia del increíble número de víctimas, parece que continuarán muchas semanas más que lo acostumbrado y lo programado para esta ocasión en particular.
Ya no hay en donde poner tantos cristianos.
Las prisiones están atestadas y la fiebre hace estragos en ellas. Muchos están muriendo y las fosas comunes empiezan a llenarse de cadáveres.
Todas estas noticias llegan a oídos de Marco Aurelio, extinguiendo hasta los últimos restos de su esperanza.
Ya no abriga el propósito de sobrevivir a su esposa y ha resuelto morir junto con ella.
En esta hora tremenda, lo único que lo sostiene, es la Gracia de Dios.
Por motivos diferentes, Petronio y todos sus amigos piensan lo mismo y creen que cualquier día se abrirá para él, la Mansión de las Tinieblas.
Dos días antes del inicio de los Juegos, Marco Aurelio fue como siempre a acompañar a Alexandra, para verla aunque solo sea a través de la pequeña abertura por la cual le pasan los alimentos.
Ella, después de saludarlo, en un dulce coloquio lo instó a que fuera al Tullianum y él protestó:
– Pero mi amor ¿Por qué quieres que vaya a ese pútrido calabozo?
Ella le contestó con dulzura:
– Anoche mi ángel me dijo que te dijera que vayas ahí. Dios te tiene una respuesta.
Marco Aurelio no dice una palabra más.
Va al lugar mencionado y es testigo de las condiciones infrahumanas en que viven los cristianos, en las terribles cárceles romanas.
En una edificación que parece un pozo circular de escasos cinco metros de ancho y otros tantos de alto que no tiene ventanas, una puerta de hierro estrecha y pequeña, parece embutida en un murallón que tiene casi un metro de espesor.
En el centro del techo hay un agujero circular como de noventa centímetros de diámetro y que sirve tanto para la ventilación, como para evacuar las inmundicias de la celda que hay arriba.
En el pavimento de tierra batida hay otro agujero del que exhala un hedor que indica el paso de una cloaca que desemboca en el río.
El sitio es malsano, húmedo y pestilente… Los muros resuman agua y el suelo está impregnado de materias pútridas.
En este horrendo lugar en el que reina una densa penumbra que apenas permite entrever lo más preciso, hay dos personas…
Una de ellas se encuentra tendida en el suelo húmedo, junto a la pared y encadenado a un pie, sin que haga ningún movimiento.
La otra está sentada cerca de ella, con la cabeza entre las manos.
En la celda de arriba se oye un murmullo en el que se mezclan voces de hombres y de mujeres, de niños y de ancianos. Voces frescas de jovencitos, junto con otras, fuertes de adultos.
De vez en cuando entonan himnos melancólicos o triunfantes, que aún dentro de su suave melodía, muestran una gran paz.
Las voces resuenan contra los gruesos muros, como en una sala de conciertos.
Y el Himno se levanta armonioso:
Condúcenos hasta tus frescas aguas
Llévanos a tus huertos floridos
Da tu Paz a los mártires que esperan,
Que esperan en Ti, Señor Jesús.
Sobre tu promesa santa
Hemos fundamentado nuestra Fe.
Porque hemos esperado en Ti
No nos defraudes, Jesús, Salvador.
Marchamos gozosos al Martirio
Para así seguirte hasta el bello Paraíso.
Por aquella Patria lo dejamos todo
Y a otro no queremos sino a Ti.
En Dios solo descansa el alma mía
De ÉL viene mi salvación
Él es mi Roca salvadora,
Mi Fortaleza. No he de vacilar.
En Dios está mi gloria y salvación
La Roca de mi Fuerza.
Levanto mis ojos a los montes
¿De dónde me vendrá el auxilio?
El auxilio me viene del Señor
Que hizo el Cielo y la Tierra.
No permitirá que tropiece tu pie
Tu Guardián no duerme
Jamás lo rinde el sueño ni reposa
El Guardián de Israel.
Ten piedad de nosotros, Jesús
Ten piedad, mi Salvador
Porque estamos hartos de injurias
Y nuestra alma está saturada
Del sarcasmo de los insolentes.
El Señor es tu Guardián
Es tu sombra protectora
Que te preserva de todo mal
Y protege tu vida.
A Ti levanto mis ojos
A Ti que moras en el Cielo…
Y al apagarse lentamente esta última estrofa, aparece una luz en el agujero…
Un brazo que lleva una lamparita suspendida y una figura se asoma.
Entonces se hace visible el rostro de un hombre que al mirar observa que el hombre tendido en el suelo, no se mueve.
Y que el otro que está con la cabeza entre las manos, está tan sumergido en la Oración que no ve la luz.
Entonces lo llama:
– ¡Lautaro! ¡Lautaro! ¡Es la Hora!
El que estaba sentado se pone de pie y arrastrando su larga cadena se coloca bajo la claraboya.
– La paz sea contigo, Alejandro.
– Y también contigo, Lautaro.
– ¿Tienes todo?
– Sí. Todo. Priscila se aventuró a venir vestida de hombre. Se ha cortado los cabellos, para parecer un fosor…
Y nos ha traído todo lo necesario para celebrar el ‘Misterio’. ¿Qué hace Ramón?
– Ya no se lamenta. No sé si duerme o ya expiró. Quisiera comprobarlo, para recitarle las preces de los mártires.
– Te bajaré la lámpara para que puedas verlo. Será un gozo para él asistir al Misterio.
Atándole un cordón de los que se usan para ceñir la cintura, bajan el farolillo hasta las manos de Lautaro.
Es un anciano de rostro afilado y austero. Palidísimo y de escasos cabellos blancos. Tiene unos ojos bondadosos y espléndidos en su expresión.
Dentro de su miseria de encadenado en aquel fétido cubil, posee una dignidad de rey.
Desata el farolillo del cordón y va hacia el compañero. Se inclina sobre él. Lo observa detenidamente y lo toca.
Y después de poner la lámpara en el suelo, abre los brazos, en un ademán prolongado de conmiseración y ora en silencio por un minuto.
Luego pliega las manos ya casi rígidas del cadáver y se las cruza sobre el pecho.
Pobres manos heladas y esqueléticas de un hombre anciano también, muerto de inanición.
Se vuelve hacia quién espera junto al orificio y dice:
– ¡Ramón ha muerto! ¡Gloria al mártir de la pútrida fosa!
– ¡Gloria! ¡Gloria! ¡Gloria! ¡Para el fiel de Cristo! –responden en la celda de arriba.
– Bajad lo necesario para celebración del Misterio. No falta el altar.
Sus manos entrelazadas ya no podrán servir de sostén, pero sí su pecho inmóvil que hasta el último momento palpitó por nuestro Señor Jesús.
Bajan una bolsa de preciosa tela y Lautaro extrae de ella un pequeño lienzo, un pan ancho y delgado, un ánfora y un cáliz pequeño.
Dispone todo sobre el pecho del muerto, celebra y consagra, recitando las oraciones de memoria, a las cuales responden los de arriba.
Una vez realizada la consagración, Lautaro vuelve a verter en el ánfora el vino del cáliz.
Introduce nuevamente las Sagradas Especies en la bolsa y lo lleva todo a donde espera el cordón colgante, para subir de nuevo la bolsa a la celda de arriba.
Al tiempo que ésta asciende izada con precaución, Lautaro absuelve a su compañero de Fe con el Sacramento de la Reconciliación.
Y mientras los cristianos comulgan, vuelve a entonarse dulce y suave, el canto modulado en su mayor parte, por un coro de niños.
Cuando cesa el canto, Lautaro habla así:
“Hermanos, comprendo que ha llegado la hora del Circo y de la Victoria Eterna. Ésta ya llegó para Ramón. Para vosotros lo será mañana. Manteneos fuertes, hermanos. El tormento será de un instante; más la bienaventuranza no conocerá término.
Con nosotros está Jesús que no os abandonará, aún cuando las Especies se hayan consumido en nosotros. Él NO abandona a sus confesores, sino que permanece con ellos para recibir sin demora sus almas, lavadas con el amor y con la sangre.
¡Adelante! Rogad en el trance de la muerte por vuestros verdugos y por vuestro sacerdote. El Señor por mi mano os imparte la última absolución. No abriguéis ningún temor. Vuestras almas están ahora más blancas que un copo de nieve desprendido del cielo.”
Varias voces dicen:
– ¡Lautaro! ¡Adiós! ¡Asístenos tú santo, con tu Oración! ¡Le diremos a Jesús que venga por ti! Te precedemos para prepararte el camino. Ruega por nosotros…
Los cristianos turnándose, se asoman al agujero. Saludan, son saludados y van desapareciendo.
Por último, izan de nuevo el farolillo, tornando más densa la oscuridad de aquel antro, en el que uno muere lentamente, junto al otro que ya murió; en medio del hedor y del rumor profundo, en las aguas subterráneas.
Arriba vuelven a resonar los cantos lentos y suaves, acompañados ahora por el anciano de venerable aspecto, el valiente sacerdote Lautaro…
Marco Aurelio, que ha asistido a toda la celebración. En un rincón se ha arrodillado y lágrimas silenciosas se deslizan por sus mejillas, mientras ora con la cabeza inclinada y los ojos cerrados.
De pronto siente un toque muy delicado posarse sobre su hombro.
Es una mano pequeña.
Y al levantar el rostro, ve frente a sí a un niño muy hermoso que le mira con dulzura y le ofrece las Sagradas Especies: un pedazo de Pan y el ánfora…
Mientras le dice:
– No llores. Jesús te ama muchísimo y a ella también. ¿No tienes Fe?
Marco Aurelio lo mira asombrado y le pregunta:
– ¿Quién eres?
– Mi nombre es Cástulo. Si amas a Jesús, debes confiar en Él. Dice Antonio el diácono que comulgues y también le lleves la Comunión a tu esposa.
¿Acaso no sabes que esto es lo que nos hace fuertes y entonces Satanás no puede hacernos ningún daño?…
¡Oh! ¡Jesús es tan Bueno! Después que ella haya bebido, traes el ánfora y se la das a Priscila. Mira, es ella. –y señala a la joven que está recargada en el murallón.
Y el niño lo mira con una increíble sonrisa llena de confianza y alegría.
Marco Aurelio se levanta. Y sin decir nada, totalmente pasmado regresa a la celda de Alexandra.
Donde los dos comulgan y oran con absoluta adoración y recogimiento.
Luego, el joven tribuno regresa a devolver el ánfora.
Su rostro está totalmente transformado.
Es la primera vez que recibe la Comunión y su cara es radiante: llena de alegría y de una absoluta paz.
Se acerca a Cástulo, con ternura y agradecimiento le acaricia el rostro…
Y le dice:
– ¡Gracias! ¡Muchas gracias!…
Cástulo lo mira con sus enormes y radiantes ojos azules, sonríe y dice con su vocecita firme:
– Mañana estaré con Jesús y le pediré a Dios que se realice lo que más quieres.
– Gracias Cástulo. Yo me llamo Marco Aurelio. Y estoy listo para hacer la Voluntad del Padre. Dios te bendiga por tu caridad. Y ruega por mí, para que yo también sea valiente como tú.
El pequeño patricio se encoge de hombros, como diciendo que no es para tanto.
Y se aleja corriendo alegre como si no le importara el lugar en donde están.
Marco Aurelio regresa con Alexandra. Bernabé también ha regresado de la celebración.
Y entre los tres conversan de lo sucedido en la Misa, la muerte de Ramón y la exhortación de Lautaro, la conversación con Cástulo y lo que significó para Marco Aurelio el recibir la Primera Comunión…
– ¡Esta Paz! –exclama extasiado- ¡Esta paz!… ¡La Presencia del Señor es gloriosa! En estos momentos me siento tan bien, que no me importaría morir. Y me siento dispuesto a todo. ¡Es absolutamente maravilloso!
Alexandra le dice:
– Mi amor, necesitas descansar. Llevas varios días sin dormir y sin comer bien. Vete a casa y descansa.
Nosotros estaremos bien. El Creador del Universo, vela sobre nosotros…
Y saca sus manos por entre la pequeña abertura para acariciarlo…
Él se las toma y las besa.
Luego con voz resignada, dice:
– Tienes razón carísima. Tenemos que estar listos para mañana. No les daré el gusto a nuestros enemigos de vernos vencidos. ¡Mañana temprano regresaré!
Y despidiéndose también de Bernabé, se retiró hacia la casa de Petronio.
En el camino se dijo a sí mismo con renovada fortaleza:
– Creo en la Bondad de Dios, así tenga que verla entre las fauces de un león. Y si Tú lo quieres Señor Jesús, también toma mi vida, porque soy completamente tuyo, Dios mío… ¡Hágase tu Voluntad!
HERMANO EN CRISTO JESUS: