49 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
Jesús sale de la casa de la suegra de Pedro junto con sus discípulos a excepción de Judas Tadeo.
El primero que lo ve es un muchacho, el cual lo dice incluso a quien no desea saberlo.
Jesús va a la orilla del lago y se sienta en el borde de la barca de Pedro.
Se ve inmediatamente rodeado de gente de la ciudad que lo acoge en modo festivo, por haber vuelto.
Y le hace mil preguntas, a las que Jesús responde con su insuperable paciencia, sonriente y tranquilo, como si todo ese vocerío fuera una armonía celeste.
Viene también el arquisinagogo.
Jesús se levanta para saludarlo.
Es un recíproco saludo lleno de respeto oriental.
El hombre dice:
– Maestro, ¿Puedo esperar que vengas para la instrucción al pueblo?
Jesús responde:
– Sin duda, si tú y el pueblo lo deseáis.
– Lo hemos deseado durante todo este tiempo. Ellos te lo pueden decir.
El pueblo, efectivamente, asiente con nuevos gritos.
– Si es así, iré durante el crepúsculo. Ahora marchaos todos. Tengo que ir a ver a una persona que está deseosa de Mí.
La gente se aleja a regañadientes, mientras Jesús, Pedro y Andrés emprenden la travesía por el lago.
Los otros discípulos se quedan en la orilla.
La barca navega a vela por un breve espacio. Luego los dos pescadores la dirigen hacia una pequeña ensenada, entre dos bajas colinas que originalmente parecen haber sido una sola.
La ensenada está hundida en el centro por erosión de aguas o por movimiento telúrico y forma un minúsculo fiordo que no es noruego y no tiene abetos;
sino sólo despeinados olivos, nacidos quién sabe cómo en esas paredes escarpadas, entre peñas desmoronadas y cortantes rocas salientes.
Olivos que entrelazan sus frondas, retorcidas por los vientos del lago, que aquí parecieran muy activos, hasta formar una especie de techo, bajo el cual espumea un pequeño torrente caprichoso.
Todo rumor porque es todo cascadas, todo espuma porque cae de metro en metro; formando un encantador curso de agua.
Andrés salta al agua para arrastrar la barca lo más posible contra la orilla y atarla a un tronco.
Mientras Pedro ata la vela y asegura una tabla como puente para Jesús.
Pedro dice:
– No obstante, te aconsejo descalzarte, quitarte la túnica y hacer como nosotros. Ese loco (y señala al riachuelo) agita enormemente el agua del lago y con ese balanceo el puente no está seguro.
Jesús obedece sin discutir.
En tierra calzan de nuevo las sandalias.
Jesús se pone también la túnica.
Los otros dos permanecen con las prendas cortas de debajo, que son oscuras.
Jesús pregunta:
– ¿Dónde está?
– Se habrá adentrado en la espesura al oír voces. Ya sabes… con lo que tiene encima y con su pasado…
– Llámala.
Pedro grita fuerte:
– ¡Soy el discípulo del Rabí de Cafarnaúm! ¡Está aquí el Rabí! ¡Ven fuera!
Nadie da señales de vida.
Andrés explica:
– No se fía. Un día hubo quien la llamó diciendo: “Ven, que hay comida“, y luego le tiró piedras.
Nosotros la vimos entonces por primera vez, porque yo al menos, no la recordaba cuando era la Beldad de Corazín.
– ¿Y qué hicisteis entonces?
– Le arrojamos un pan y algo de pescado.
Y un trapo hecho un pedazo de vela rota que teníamos para secarnos, porque estaba desnuda. Luego huimos para no contaminarnos.
– ¿Cómo es que volvisteis entonces?
– Maestro… Tú estabas fuera y nosotros pensábamos en qué podíamos hacer, para darte a conocer cada vez más. Pensamos en todos los enfermos, en todos los ciegos, lisiados, mudos… y también en ella.
Dijimos: “Probemos”. Ya sabes… muchos… por culpa nuestra claro, nos han considerado locos y no nos han querido escuchar. Otros, por el contrario, nos han creído.
A ella le he hablado yo en persona. He venido solo con la barca durante varias noches de luna. La llamaba, le decía: “Encima de la piedra, al pie del olivo, hay pan y pescado. Ven sin miedo”, y me marchaba.
Ella yo creo que debía esperar a verme desaparecer para venir, porque nunca la veía.
La sexta vez la vi en pie sobre la orilla, exactamente ahí donde estás Tú. Me estaba esperando…
¡Qué horror! No me eché a correr porque pensé en TÍ… dijo: “¿Quién eres? ¿Por qué esta piedad?”.
Dije: “Porque soy discípulo de la Piedad”.
“¿Quién es?”
“Es Jesús de Galilea.”
“¿Y os enseña a tener piedad de nosotros?”
“De todos”.
“¿Sabes quién soy?”
Eres la Beldad de Corazín; ahora, la leprosa”.
“¿Y para mí también hay piedad?”.
“Él dice que su piedad llega a todos y nosotros, para ser como Él, la debemos tener con todos.”
A1 llegar a este punto Maestro, la leprosa blasfemó sin querer. Dijo: “Entonces también Él debe haber sido un gran pecador”.
Le dije: “No. Es el Mesías, el Santo de Dios”. Habría querido decirle: “Maldita seas por tu lengua”, pero no dije sino eso porque me hice este razonamiento: “Destruida como está, no puede pensar en la misericordia divina”.
Entonces se echó a llorar y dijo: “Si es el Santo, no puede, no puede tener piedad de la Beldad. De la leprosa podría… pero de la Beldad no. Y yo que esperaba…”.
Le pregunté: “¿Qué esperabas, mujer?”.
“La curación… volver al mundo… entre los hombres… morir como una mendiga, pero entre los hombres…, no como un animal salvaje en una guarida de fieras a las que incluso causo horror”.
Le dije: “¿Me juras que, si vuelves al mundo, serás honesta?”.
Y ella: “Sí. Dios me ha herido justamente, por haber pecado. Estoy arrepentida. Mi alma lleva consigo su expiación, pero aborrece el pecado para siempre”.
Me pareció entonces que podía prometerle salvación en tu nombre.
Me dijo: “Vuelve, vuelve… Háblame de Él. Que mi alma lo conozca antes que mi ojo…”.
Y venía a hablarle de ti… como sé hacerlo.
– Y Yo vengo a dar la salvación a la primera convertida de mi Andrés»
Porque es Andrés quien ha estado hablando, mientras Pedro ha remontado el torrente, saltando de piedra en piedra y llamando a la leprosa.
Al fin ella muestra su horrendo rostro entre las ramas de un olivo. Ve. Se le escapa un grito.
Pedro exclama:
– ¡Venga, baja! ¡No quiero lapidarte! Allí está el Rabí Jesús. ¿Lo ves?
La mujer se deja caer, casi rodando por la pendiente y llega a los pies de Jesús, antes de que Pedro regrese junto al Maestro.
Y con voz gutural implora:
– Piedad, Señor!
Jesús dice misericordioso:
– ¿Puedes creer que Yo te la puedo dar?
– Sí, porque eres santo y yo estoy arrepentida.
Yo soy el Pecado, pero Tú eres la Misericordia. Tu discípulo ha sido el primero que ha tenido misericordia de mí y ha venido a darme pan y Fe.
Límpiame, Señor; antes el alma que la carne. Porque soy tres veces impura y si me concedieras una limpieza, una sola, te pido la de mi alma pecadora.
Antes de oír tus palabras repetidas por él, yo decía: “Curarme para volver entre los hombres”. Ahora que sé y digo: “Ser perdonada para tener vida eterna”.
– Te concedo perdón. Pero nada más aparte de esto…
– ¡Bendito seas! Viviré en la paz de Dios en mi escondrijo… libre…
Libre de remordimientos y de temores. ¡No más temor a la muerte, ahora que he sido perdonada;! ¡No más miedo a Dios, ahora que Tú me has absuelto!
– Ve al lago y lávate. Estate dentro hasta que te llame.
Ella, misérrimo espectro de mujer esquelética, corroída, de cabellera despeinada, dura, canosa; se levanta del suelo y baja.
Y se mete en el agua del lago, con su harapo de vestido que bien poco cubre.
Pedro dice:
– ¿Por qué le has dicho que se lave? Es cierto que su hedor apesta; pero… no comprendo.
– Mujer, sal y ven aquí. Coge ese pedazo de tela que está en esa rama.
Es el trozo de tela usado por Jesús para secarse, después del breve paso de la barca a tierra.
La mujer obedece y emerge, completamente desnuda, habiendo quedado despojada de su andrajo dentro del agua, para tomar el pedazo de tela seco.
Pedro, que la estaba mirando, es el primero que grita.
Andrés, más tímido, le había dado la espalda, pero ante el grito de su hermano se vuelve y grita a su vez.
La mujer, que tenía los ojos tan fijos en Jesús, que no se ocupaba de nada más; ante esos gritos, ante esas manos que la señalan, se mira…
Y ve que con su vestido hecho jirones se ha quedado en el lago también su lepra.
Y en lugar de correr se agacha, acurrucándose en la orilla, llena de vergüenza por su desnudez.
Emocionada hasta tal punto, que sólo se siente capaz de llorar con un lamento largo y extenuado, que es más desgarrador que cualquier grito.
Jesús se dirige hacia ella…
Llega y la cubre con el pedazo de tela.
Le acaricia ligeramente la cabeza y…
Le dice:
– Adiós. Sé buena. Has merecido la gracia por la sinceridad de tu arrepentimiento. Crece en la Fe del Cristo y obedece a la ley de la purificación.
La mujer sigue llorando, llorando, llorando sin parar.
Sólo al oír el roce que hace la tabla al meterla Pedro de nuevo en la barca, levanta la cabeza, tiende los brazos y grita:
– ¡Gracias, Señor. Gracias, bendito! ¡Oh, bendito, bendito!…
Jesús le hace un gesto de adiós, antes de que la barca vuelva el espolón del pequeño fiordo y desaparezca…
Hacia el atardecer Jesús, ahora con todos los discípulos, entra en la sinagoga de Cafarnaúm después de recorrer la plaza y la calle que a ella conducen.
La noticia del nuevo milagro debe haber corrido ya, porque se oye mucho murmullo y muchos comentarios.
Justo en el umbral de la puerta de la sinagoga está el futuro apóstol Mateo.
Está ahí quieto, medio dentro y medio fuera, como si estuviese turbado por todas las miradas que le lanzan.
O incluso con disgusto por algún epíteto poco agradable que le dirigen.
Dos fariseos togados recogen premeditadamente sus amplios mantos, como si temieran pescarse la peste con sólo rozarlos con el vestido de Mateo.
Jesús al entrar, lo mira fijamente durante un instante y durante un instante se detiene.
Mateo se limita a bajar la cabeza.
Pedro, apenas traspasada la puerta, le dice en voz baja a Jesús:
– ¿Sabes quién es ese hombre más acicalado y perfumado que una mujer?
Es Mateo, nuestro recaudador… ¿A qué viene aquí? Es la primera vez. Quizás no ha encontrado a los compañeros y sobre todo a las compañeras, con los que pasa el sábado,
gastándose en orgías lo que nos chupa en tasas duplicadas y triplicadas… para el fisco y para el vicio.
Jesús mira a Pedro tan severamente, que Pedro se pone más colorado que una amapola y baja la cabeza, deteniéndose de modo que de ser el primero, pasa a ser último en el grupo apostólico.
Cuando Jesús está ya en su puesto, después de los cantos y las oraciones con el pueblo, se vuelve para hablar.
El arquisinagogo le pregunta si quiere algún rollo,
Pero Jesús responde:
– No hace falta. Ya tengo el tema.
Y comienza:
– El gran rey de Israel, David de Belén, después de haber pecado lloró, contrito su corazón, gritando a Dios su arrepentimiento y solicitando de Dios perdón.
David había tenido el espíritu oscurecido por la niebla de la lujuria y esto le había impedido continuar viendo el Rostro de Dios y comprender su Palabra. “El Rostro” he dicho.
En el corazón del hombre hay un punto que se acuerda del Rostro de Dios, es el punto más preciado, nuestro Sancta Sanctorum,
aquel del cual vienen las santas inspiraciones y las santas decisiones; el que perfuma como un altar, resplandece como una hoguera, canta como sede de serafines.
Pero, cuando el pecado produce humo en nosotros, entonces ese punto se entenebrece tanto, que cesa la luz, el perfume, el canto,
quedando sólo un mal olor de denso humo, sabor amargo de sensualidad satisfecha y un sabor acre de ceniza.
Mas cuando vuelve la luz, porque un siervo de Dios la lleva consigo a quien ha quedado en la oscuridad, he aquí que entonces éste ve su fealdad, su condición inferior y horrorizado de sí, exclama como el rey David:
“Ten piedad de mí, Señor, según tu gran misericordia; por tu infinita bondad, lávame de mi pecado” y no dice: “No puedo ser perdonado; por tanto, insisto en pecar”
Sino que dice: “Me siento humillado, contrito sí, pero te lo suplico: Tú que sabes cómo he nacido en la culpa, aspérjame y límpiame, para que vuelva a ser como nieve de las cimas”.
Y dice: “Mi holocausto no consistirá en carneros y bueyes, sino en la verdadera contrición del corazón, porque sé que es esto lo que quieres de nosotros y no lo desprecias.
Esto decía David después del pecado. Y después de que el siervo del Señor, Natán, le hubiera llamado al arrepentimiento.
Con mayor razón los pecadores deben decir esto ahora que el Señor no les manda un siervo suyo, sino al Redentor Mismo, su Verbo, el Cuál justo y dominador no sólo de los hombres sino también del Cielo y del Abismo,
ha emergido en medio de su pueblo como la luz de la aurora que brilla sin nubes cuando el sol sale por la mañana.
Ya habéis leído cómo el hombre, en manos de Satanás, es más débil que un tísico moribundo, aunque primero fuera el “fuerte”.
Sabéis cómo Sansón quedó reducido a nada tras haber cedido a la lujuria. Quiero que conozcáis la lección de Sansón, hijo de Manué, destinado a vencer a los filisteos opresores de Israel.
Condición primera para ser tal, era que desde su concepción fuera mantenido virgen de lo que estimula la sensualidad sin freno y une en connubio las entrañas del hombre con carnes impuras.
O sea, vino, licores y carnes grasas, que encienden en los costados un fuego impuro.
Condición segunda: que para ser el libertador fuera consagrado al Señor desde su infancia y permaneciese tal con continua castidad y celibato.
Consagrado es aquel que no sólo externamente, sino también internamente se conserva santo. Entonces Dios está con él.
Pero la carne es carne y Satanás es Tentación.
Y la Tentación toma como instrumento, para combatir a Dios en un corazón y en sus santos decretos, la carne que excita al hombre: la mujer.
He aquí que entonces tiembla la fuerza del “fuerte” y viene a ser un ser débil que despilfarra el don que Dios le ha dado.
Escuchad: Sansón fue atado con siete cuerdas de nervios frescos, con siete cuerdas nuevas, fue fijado al suelo con siete trenzas de sus cabellos. Y él siempre había vencido.
Pero no se tienta en vano al Señor, ni siquiera en su bondad. No es lícito. Él perdona una y otra vez; pero para continuar perdonando, exige la voluntad de abandonar el pecado.
Necio quien dice: “¡Señor, perdón!” y luego no evita lo que le induce a un continuo pecado.
Sansón, tres veces victorioso, no evita a Dalila, la lujuria, el pecado. Y completamente harto – dice el Libro – y habiendo decaído de ánimo – dice el Libro – develó el secreto: “Mi fuerza está en mis siete trenzas”
¿No hay ninguno entre vosotros que, cansado, con el gran cansancio del pecado, sienta que pierde el ánimo – porque nada abate como la mala conciencia y esté para entregarse vencido al Enemigo?
No, quienquiera que seas, no, no lo hagas.
Sansón dio a la Tentación el secreto de someter sus siete virtudes: las siete simbólicas trenzas, sus virtudes, o sea, su fidelidad de nazareo. Se durmió cansado, sobre el seno de la mujer y fue vencido:
Ciego, esclavo, incapaz, por haber negado la fidelidad a su voto. Y no volvió a ser el “fuerte”, el “libertador”, sino cuando en el dolor de un arrepentimiento verdadero, encontró de nuevo su fuerza…
Arrepentimiento, paciencia, constancia, heroísmo… y Yo os prometo, ¡Oh pecadores!, que seréis los libertadores de vosotros mismos.
En verdad os digo que ningún bautismo vale, ni ningún rito sirve, si no hay arrepentimiento y voluntad de renunciar al pecado.
En verdad os digo que no hay pecador tan pecador que no pueda hacer renacer con su llanto las virtudes que el pecado le ha arrancado de su corazón.
Hoy una mujer, una culpable de Israel, castigada por Dios por su pecado, ha obtenido misericordia por su arrepentimiento.
He dicho misericordia. Menos misericordia obtendrán aquellos que hacia ella no la tuvieron y se ensañaron sin piedad con esta mujer que ya había sido castigada.
¿Éstos no tenían lepra de culpa en sí mismos? Que cada cual se examine… y tenga piedad para obtener piedad.
Yo os tiendo la mano por esta arrepentida que vuelve con los vivos después de una segregación de muerte.
Simón de Jonás no Yo, retirará el óbolo por la arrepentida que en el umbral de la muerte, vuelve a la Vida verdadera.
Y no murmuréis, vosotros, los grandes. No murmuréis.
Yo no estaba cuando ella era “la Beldad”, pero vosotros sí estabais. Y no quiero decir más.
Uno de los dos viejos, reclama:
– ¿Nos acusas de haber sido sus amantes?
– Que cada cual se ponga frente a su corazón y a sus acciones. Yo no acuso, hablo en nombre de la Justicia.
Vámonos…
Jesús sale con los suyos.
Pero a Judas lo paran los dos que parecen conocerlo bastante.
Y le dicen:
– ¿Tú también estás con Él?
– ¿Es santo realmente?
Judas Iscariote respinga, con una de esas reacciones suyas que desorientan:
– Os deseo que lleguéis al menos a entender su santidad.
– Sí, pero ha curado en sábado.
– No. Ha perdonado en sábado.
Y ¿Qué día más apto para el perdón que el sábado? ¿No me dais nada para la redimida?
– No damos nuestro dinero a las meretrices.
– Porque es dinero ofrecido al Templo santo.
Judas se ríe irreverentemente y los deja plantados.
Llega hasta donde el Maestro cuando está entrando de nuevo en la casa de Pedro.
El cual le está diciendo:
– Mira: el pequeño Santiago, nada más salir de la sinagoga; me ha dado hoy dos bolsas en vez de una.
Como siempre por encargo de ese desconocido. ¿Quién es, Maestro? Tú lo sabes… Dímelo.
Jesús sonríe:
– Te lo diré cuando hayas aprendido a no murmurar de nadie.
Y todo termina.