56 EL COLEGIO APOSTÓLICO13 min read

56 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA

En Nazareth Jesús  ha atravesado el huerto de Alfeo para ir a su casa y cuando está a punto de poner pie en la calle, entran Pedro y detrás de él, Juan; jadeantes, como quien ha corrido.

Pedro dice:

–      ¡Maestro! Pero, ¿Qué ha sucedido? Santiago me ha dicho: «Ve corriendo a mi casa. ¿Quién sabe qué trato recibirá Jesús!».

Juan rebate:

–      ¡No, no es así! Ha entrado Alfeo, el de la fuente y le ha dicho a Judas: `Jesús está en tu casa» y entonces Santiago ha dicho eso…

Pedro concluye:

 –      Tus primos están abatidos. Yo no comprendo nada, pero… te veo… y me siento confortado. 

Jesús declara:

–      Nada, Pedro. Un pobre enfermo al que los dolores le hacen ser impaciente. Ya ha terminado todo.

–      ¡Oh, me alegro!

Judas de Keriot también ha llegado detrás y… 

Pedro lo interpela muy áspero:

–      ¿Y tú, por qué estás aquí?

Judas contesta a la defensiva:

–      Me parece que también estás tú.

–      A mí han pedido que viniera y he venido.

–      También yo he venido. Si el Maestro estaba en peligro y en su patria; yo, que ya lo he defendido en Judea, podía defenderlo también en Galilea.

–      Para eso bastamos nosotros. Pero no hay necesidad de ello en Galilea.

–      ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Exacto!

Su patria lo echa fuera como si se tratase de una comida indigesta. Bien. Me alegro por ti, que te escandalizaste por un pequeño incidente sucedido en Judea, donde no lo conocen.  Aquí, sin embargo… – y Judas concluye con un silbido que es un poema de sátira.

–      Mira, muchacho. Me siento en pocas condiciones de soportarte. Corta por tanto, si en algo tienes… algo. Maestro, ¿Te han hecho algún daño?

–      ¡No, hombre, no, Pedro mío! Te lo aseguro. Vamos más deprisa a consolar a mis primos.

Van. Entran en el amplio taller.

Judas y Santiago están junto al vasto banco de carpintero:

 Santiago, en pie; Judas, sentado en un taburete con el codo apoyado en el banco y la cabeza apoyada en la mano.

 Jesús va hacia ellos sonriente para darles inmediatamente la certeza de que su corazón los ama.

Y trata de consolarlos:

–      Alfeo está más sereno ahora. Los dolores se están calmando y todo vuelve a sosegarse. Estad tranquilos también vosotros.

Los dos preguntan al mismo tiempo:

–      ¿Lo has visto?

–      ¿Y a nuestra madre?

–      He visto a todos.

Tadeo pregunta:

–     ¿También a nuestros hermanos?

–      No. No estaban.

–      Estaban. No han querido que los vieras.

¡Pero… nosotros! Ni aunque hubiéramos cometido un delito habríamos sido tratados de esa forma. ¡Y nosotros, que volábamos desde Caná por la alegría de volver a verlo y traerle lo que a él le gusta!  

Judas dobla el brazo y llora con la cabeza sobre el banco.

Santiago se muestra más fuerte, pero su rostro manifiesta un interno martirio.   –    

Solamente añade abatido:

–     Lo queremos y… y ya no nos entiende… ya no nos cree.

Jesús dice:

–     No llores, Judas. Y tú, no sufras.

Santiago exclama:

–       ¡Oh! ¡Jesús! Somos hijos… y nos ha maldecido.

Pero, aunque esto nos acongoje, no, no volvemos hacia atrás. Somos tuyos y tuyos seremos, aunque nos amenazaran de muerte para separarnos de Tí.

–       ¿Y decías que no eras capaz de heroísmo? Yo lo sabía, pero tú, por ti mismo, ahora lo manifiestas. En verdad, serás fiel incluso contra la muerte. Y tú también.

Jesús los acaricia… pero ellos sufren.

El llanto de Judas llena la bóveda de piedra.

Y nunca mejor que con este episodio, se manifiesta plenamente el alma de los discípu1os.

Pedro, cuyo honesto rostro se muestra apenado, exclama:

–    ¡Claro! Es una cosa dolorosa… Cosas tristes. Pero, muchachos – y les da unos pequeños zarandeos con afecto.

Agregando:

–    No todos pueden merecer esas palabras… Yo… yo me doy cuenta de que he sido una persona afortunada en mi llamada.

Esa buena mujer que es mi esposa me dice siempre: «Es como si hubiera sido repudiada, porque tú ya no eres mío. Y yo digo: ¡Oh, dichoso repudio!»‘.

Decidlo igualmente vosotros. Perdéis un padre, pero ganáis a Dios.

El pastor José, desde su ignorante condición de huérfano, asombrado de que un padre pueda ser motivo de llanto, dice:

–      Creía ser el más infeliz porque me falta el padre. Me doy cuenta de que es mejor llorarlo por muerto que por enemigo.

Juan se limita a besar y a acariciar a los compañeros.

Andrés suspira y calla. Se consume por el deseo de hablar, pero, como si de una mordaza se tratara, su timidez se lo impide.

Tomás, Felipe, Mateo, Natanael hablan bajo en un rincón, con el respeto propio de quien se encuentra ante un dolor genuino e inconsolable.

Santiago de Zebedeo ora apenas perceptiblemente, para que Dios conceda paz.

Simón Zelote  deja su rincón y viene junto a los dos afligidos, pone una mano sobre la cabeza de Judas, el otro brazo en torno a la cintura de Santiago,

 Y dice:

–      No llores, hijo. Él nos lo había dicho a mí y a ti: «Os uno: a ti, que por mí pierdes un padre; a ti, que tienes corazón de padre sin tener hijos».

Y no entendimos cuánto había de profecía en esas palabras. Pero Él sabía.

Pues os lo ruego: Soy viejo y siempre he soñado con ser llamado «padre«; aceptadme como tal y yo, mañana y tarde, os bendeciré. Os lo ruego: Aceptadme como tal.

Los dos hacen un gesto de aceptación entre sollozos aún más fuertes.

Entra María y corre hasta donde los dos afligidos.

Acaricia la cabeza de un moreno intenso de Judas y a Santiago lo acaricia en la mejilla. Está blanca como una azucena.

Judas le toma la mano, la besa y pregunta:

–     Qué hace?

María contesta:

–     Duerme, hijo. Vuestra madre os manda su beso.

Y Ella los besa a ambos.

La voz áspera de Pedro se deja oír bruscamente:

–     Mira, ven aquí un momento, que quiero decirte una cosa.

 Y Pedro aferra con su robusta mano un brazo de Judas Iscariote y se lo lleva afuera, a la calle.   Luego vuelve solo.

Jesús pregunta:

–      ¿A dónde lo has mandado?

–      ¿A dónde? A tomar el aire; si no, acababa dándole yo el aire de otra manera… cosa que no he hecho por atención a Tí. ¡Ah!…, ¡Ahora se está mejor!

Quien se ríe ante un dolor, es un áspid y yo a las serpientes las aplasto… Aquí estás Tú… y por eso lo he mandado sólo a contemplar la luz de la luna.

¡No, no te lo tomes a mal! ¡Qué gran alivio para él, el librarse de esta tristeza!

Creo que yo me haré primero un escriba, con un milagro de Dios; a que él, ni siquiera con la ayuda divina, se haga bueno. Es más seco y duro que una piedra, bajo el sol de Agosto.

Te lo asegura Simón de Jonás. Y no me equivoco. 

¡Venga, muchachos! Aquí hay una Madre, que más dulce que Ella no la tiene ni siquiera el Cielo.

Aquí hay un Maestro que es más bueno que todo el Paraíso, aquí hay muchos corazones honestos que os aman sinceramente.

Las borrascas benefician, hacen caer el polvo. Mañana estaréis más frescos que unas flores, os sentiréis más ligeros que los pájaros, para seguir a nuestro Jesús.

Y con estas simples y buenas palabras de Pedro todo finaliza.

Unas horas después, por la noche terminada la cena, cuando los demás se retiraron a descansar.

Junto a la pequeña habitación que da al huerto que está lleno de follaje, con todo el esplendor del verano; Jesús está con María.

Están sentados juntos en la banca de piedra adosada a la pared. 

La Madre y el Hijo se sienten felices de estar cerca y de trabar una dulce conversación. Hablan de lo sucedido durante su separación:

Del bautismo. Del ayuno en el desierto. De la formación del Colegio Apostólico.

Jesús ha contado a su Madre sus primeras jornadas de evangelización. Sus primeras conquistas de corazones…

Y María está pendiente de cada palabra de su Jesús.

Está más pálida y más delgada, evidenciando el sufrimiento de este tiempo.

Sus bellísimos ojos azules, tienen las ojeras de quien ha llorado mucho y no oculta su preocupación. Pero ahora está feliz.

Y sonríe acariciando la mano de su Hijo. Ha vuelto a tenerlo ahí, corazón con corazón; en el silencio de la noche que comienza.

La higuera tiene ya sus primeros frutos maduros, que se extienden hasta la casa.

Y Jesús se pone de pie, a cortar algunos. Da los más bonitos a su Madre; limpiándolos con cuidado.

Se los presenta como si fueran cálices blancos de estrías rojas, con su corona de pétalos blancos por dentro y púrpura por fuera.

Los presenta en la palma de su mano y sonríe al ver que le gustan a su Mamá.

Después le pregunta a quemarropa:

–    Mamá, ¿Has visto a mis discípulos? ¿Qué piensas de ellos?

María, que está a punto de llevarse a la boca el tercer higo, levanta la cabeza.

Suspende su movimiento, se sobresalta y mira a Jesús.

Él recalca:

–           ¿Qué piensas de ellos ahora que te los he presentado?

Ella contesta:

–           Creo que te aman y que podrás obtener mucho de ellos.

Juan… Ama a Juan, como solo Tú puedes amar. Es un ángel y estoy tranquila cuando pienso que está contigo.

También Pedro es bueno. Es duro porque ya es viejo. Pero franco y de convicción. Igual su hermano Andrés; Felipe y Natanael.

Y también Tomás… te aman como ahora son capaces de hacerlo. Después te amarán más.

Zelote es agradecido y también Mateo. Así como los primos, ahora que se han convencido; te serán fieles. 

María suspira profundamente, antes de continuar:

–       Pero el hombre de Keriot… Ese no me gusta, Hijo. Su ojo no es limpio y mucho menos su corazón. Me causa miedo.

–      Contigo es respetuoso.

–      Demasiado respetuoso.

También contigo es muy respetuoso. Pero no es por ti, Maestro. Es por Ti, futuro rey de quien espera utilidades y gloria.

Era un donnadie. Apenas un poco más que los demás de Keriot. Pero ahora espera desempeñar a tu lado, un papel de gran importancia y…

¡Oh, Jesús!… No quiero faltar a la caridad. Pero pienso, aun cuando no quiero pensarlo; que en caso de que lo desilusiones, no dudará en reemplazarte.

O en tratar de hacerlo. Es ambicioso; avariento y vicioso. Está más preparado para ser ministro de un rey terrenal, que no un apóstol tuyo, Hijo mío. ¡Me causa mucho miedo!

Y la Mamá, mira a su Jesús con los ojos aterrorizados en su pálida cara…

María, la plena de Gracia por el poder del Espíritu santo; ha leído en el corazón de judas, como en un libro abierto.

Jesús lanza un suspiro. Piensa por un largo momento. Luego mira a su Madre.

Le sonríe para darle fuerzas.

Y dice:

–      También esto es necesario, Mamá. Si no fuese él, sería otro. 

Mi Colegio debe representar el mundo. Y en el mundo no todos son ángeles. Y no todos son del temple de Pedro y de Andrés.

Si escogiese todas las perfecciones, ¿Cómo podrían las pobres almas enfermas; atreverse a poder llegar a ser mis discípulos? He venido a salvar lo que estaba perdido.

Mamá; Juan por sí ya está a salvo. Pero, ¡Cuántos otros no lo están!

–     No tengo miedo de Leví. Se redimió porque quiso redimirde. Dejó su pecado, junto con su banco de tasador. Y se hizo un alma nueva para venir contigo. 

Pero Judas de Keriot, no. Y además el orgullo satura su alma manchada.

Pero Tú sabes todas estas cosas, Hijo. ¿Por qué me las preguntas? No puedo sino rogar y llorar por Ti. Tú eres el Maestro y maestro también de tu pobre Mamá.

El coloquio continúa…  

Y el tiempo sigue su curso…

Jesús dice:

«Llegados a este punto, las figuras morales de los apóstoles han dado ya suficientes destellos, sin crear escándalo para nada.  Yo no necesitaba el consejo de nadie.

Pero, cuando estábamos solos, mientras los discípulos estaban acá o allá con familias amigas o por los caseríos cercanos, durante mis estancias en Nazaret,

¡Qué delicioso me era el hablar y pedir consejo a mi dulce Amiga, mi Madre¡ ¡Y obtener confirmación, de su boca de gracia y sabiduría, de cuanto ya había visto Yo!

No he sido nunca sino «el Hijo» para con Ella.

Y entre los nacidos de mujer no hubo una madre más «madre» que Ella, en todas las perfecciones de las maternas virtudes humanas y morales; ni hubo hijo más «hijo» que Yo, en el respeto, en la confianza, en el amor.

Y ahora, que también vosotros habéis tenido un mínimo de trato con los Doce, de conocimiento de sus virtudes y de sus defectos, de su carácter, de sus luchas,

¿Hay todavía alguno que diga que me fue fácil unirlos, elevarlos, formarlos?

¿Hay todavía alguno que juzgue fácil la vida del apóstol y por ser un apóstol, frecuentemente por creerse tal, juzgue tener derecho a una vida llana, sin dolores, obstáculos, derrotas?

¿Hay todavía alguno que, por el hecho de que me sirva, pretenda que Yo sea su siervo y que haga milagros sin interrupción en favor suyo, haciendo de su vida una alfombra florida, fácil, humanamente gloriosa?

Mi Camino, mi Trabajo, mi servicio es la Cruz, el Dolor, las Renuncias, el Sacrificio.

Yo lo hice, háganlo quienes quieren decirse «míos». Esto no va para los Juanes, sino para los doctores insatisfechos y difíciles.

Y digo para los doctores de la argucia, que he usado el término “tío» y «tía», inusitado en las lenguas palestinas;

para aclarar y definir una irrespetuosa cuestión sobre mi condición de Unigénito de María y sobre la Virginidad «pre» y «post» parto de mi Madre,

Quien me tuvo por espiritual y divino connubio y repítase una vez más: NO conoció otras uniones, ni tuvo otros partos.

Carne inviolada, la cual ni siquiera Yo laceré, cerrada sobre el Misterio de un seno-tabernáculo, Trono de la Trinidad y del Verbo Encarnado.

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