64 UN SALUDO DIFERENTE15 min read

64 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA

En  el llano de Esdrelón; un día medio nublado de finales de otoño, ha debido caer durante la noche una de las primeras lluvias de los tristes meses invernales, porque la tierra está mojada.

Sopla un viento calado que se lleva las hojas amarillentas y penetra hasta los huesos, con su frialdad cargada de humedad.

En los campos hay escasas yuntas de bueyes tirando del arado. Levantan fatigosamente la tierra densa y pesada de esta fértil llanura para prepararla a recibir la semilla.

Lo que es doloroso ver, que en ciertos lugares son los mismos hombres los que hacen el trabajo de los bueyes, empujando la reja del arado con toda la fuerza de sus brazos.

E incluso del pecho, apretando fuertemente los pies contra el suelo removido, trabajando como esclavos en esta operación que cansa incluso a los robustos novillos.

También Jesús los mira y se entristece tanto su rostro, que se le escapan silenciosas lágrimas y ruedan por sus mejillas.

Los discípulos, once porque Judas aún no ha vuelto y los pastores ya no están, hablan entre sí…

Y Pedro dice:

–     Pequeña, pobre, fatigosa es también la barca…

¡Pero cien veces mejor que este servicio de animales de tiro! 

Y pregunta:

–     Maestro, ¿Serán ya siervos de Doras?

Simón Zelote responde:

–     No lo creo.

Me parece que sus campos están al otro lado de aquellos árboles frutales. Todavía no los vemos.  

Pero Pedro, curioso siempre, deja el camino y va por un lindero entre dos parcelas.

En los bordes se han sentado un momento cuatro fatigados y sudorosos agricultores. Están jadeantes por el esfuerzo realizado.

Pedro les pregunta:

–     ¿Sois de Doras?

–     No. Pero somos de su pariente, de Jocanán. ¿Y tú quién eres?

–     Soy Simón de Jonás, pescador de Galilea hasta la luna de Ziv. Ahora, Pedro de Jesús de Nazaret, el Mesías de la Buena Nueva.

Pedro ha hablado con el respeto y la gloria con que uno diría: «Pertenezco al alto y divino César de Roma» y mucho más todavía.

Su honesto rostro resplandece por la alegría de profesarse de Jesús. 

Los cuatro infelices responden: 

–     ¡Oh, el Mesías! ¿Dónde, dónde está?

–     Aquél es. Aquél, alto y rubio, vestido de rojo oscuro. Aquél, el que mira ahora hacia aquí esperándome sonriente.

–     ¿Si fuéramos nosotros… nos rechazaría?

–     ¿Rechazaros? ¿Por qué?

Es el amigo de los desdichados, de los pobres, de los oprimidos, y me da la impresión de que vosotros… sí, realmente sois de ésos…

Los cuatro responden simultáneamente:

–     ¡Claro que lo somos!

–     ¡Y cómo! De todas formas, de ninguna manera como los de Doras. 

–    Al menos disponemos del pan que queramos. 

–     Y no nos azotan sino en el caso de que interrumpamos nuestro trabajo, pero…

Pedro cuestiona:

–     De modo que si ahora ese señorito de Jocanán os encuentra aquí hablando, os…

–     Nos azotaría como no lo hace ni con sus perros…

Pedro silba en modo significativo.

Luego dice:

–     Entonces será mejor así…

Y abocinando las manos en torno a la boca, llama fuerte:

–     “¡Maestro! ¡Ven aquí! ¡Que hay corazones que sufren y te necesitan!

Los cuatro exclaman:

–     ¿Pero qué estás diciendo?

–    ¿Él?

–    ¡¿Aquí, donde nosotros?!

–     !Pero si nosotros no somos más que unos despreciables siervos!

Los cuatro hombres están aterrorizados de tanta osadía. 

Pedro comenta riendo:

–      A nadie le gusta que lo azoten.

Y si pasa por aquí ese «distinguido» fariseo, no quisiera recibir yo también una ración… – mientras zarandea con su manota al más aterrorizado de los cuatro.

Jesús, con su largo paso, ya está llegando.

Los cuatro hombres no saben qué hacer.

Quisieran correr a su encuentro, pero el respeto los paraliza, son unos pobres individuos a quienes la maldad humana ha transformado en seres atemorizados de todo.

Caen rostro en tierra, adorando desde ahí al Mesías, que se acerca a ellos.

Y los saluda:

–      La paz a todos los que me anhelan.

El que me anhela, anhela el bien, y Yo lo quiero como a un amigo. Levantaos. ¿Quiénes sois?

Pero los cuatro apenas alzan el rostro del suelo, permaneciendo de rodillas y mudos.

Habla Pedro y dice:

–      Son cuatro siervos del fariseo Jocanán, familiar de Doras.

Querrían hablarte, pero… si llega él les dan de palos; por eso te he dicho: «Ven».

Y volviéndose hacia los campesinos asustados, agrega:   

–     ¡Venga, muchachos, que no os come! Tened confianza. Considerad que es un amigo vuestro.

Finalmente el más osado balbucea:

–     Nosotros… nosotros sabemos de Tí… por Jonás… 

Jesús sonriendo con dulzura dice:

–     Por él vengo. Sé que me ha anunciado. ¿Qué sabéis de Mí?

–     Que eres el Mesías. Que te vio cuando eras niño.

Que los ángeles, con tu venida, cantaron la paz a los buenos. Que fuiste perseguido… pero que te salvaste, y que ahora has buscado a tus pastores y… y los quieres.

Esto lo decía ahora, esto último. Y nosotros pensábamos: si es bueno como para amar y buscar a unos pastores, sin duda también a nosotros nos querrá un poco…

Necesitamos verdaderamente a alguien que nos quiera…

–     Yo os quiero. ¿Sufrís mucho?

–     ¡Oh!… Pero más todavía los de Doras.

¡Si Jocanán nos encontrase aquí hablando!… Pero hoy está en Gerguesa. Todavía no ha vuelto de los Tabernáculos. 

No obstante, su intendente esta noche vendrá a medir el trabajo y luego nos dará la ración de alimento.

Pero no importa, recuperaremos el tiempo no descansando para la comida de la hora sexta.

Pedro pregunta:

–     Dime, muchacho. ¿No sería yo capaz de empujar ese apero? ¿Es un trabajo difícil? 

–     Difícil no, pero sí fatigoso. Se requiere fuerza.

–     La tengo. Déjame ver. Si soy capaz, tú hablas y yo hago de buey.

Entonces Pedro llama a los apóstoles: 

–     Tú, Juan, Andrés y Santiago, ¡Vengan!, a la lección.

Pasamos de los peces a los gusanos del suelo. ¡Hala!

Pedro pone su mano sobre el eje transversal del timón. Por cada arado hay dos hombres, uno a este lado, el otro al otro lado de la larga barra del timón.

Mira e imita todos los movimientos del campesino. Siendo fuerte y estando descansado, trabaja bien. El hombre lo alaba.

Pedro exclama contento:

–      Soy todo un maestro de la aradura.

Y da las instrucciones pertinentes: 

–      ¡Venga, Juan, ven aquí! Un toro y un novillo por arado.

En el otro. Santiago y el mudo ternero de mi hermano. ¡Venga! ¡Ah… eup!»

Los dos pares de aradores van parejos removiendo la tierra y trazando los surcos por el largo campo. Llegados al linde, vuelven el arado y hacen el nuevo surco.

Parece como si hubieran trabajado siempre en el campo.  

El más audáz de los siervos de Yocanán dice:

–     ¡Qué buenos son tus amigos! ¿Los has hecho tú así?

Jesús contesta:

–     Yo he dado una regla a su bondad.

Como tú haces con las tijeras de podar. Pero la bondad ya estaba en ellos. Ahora florece bien, porque hay quien la cuida.

–     También son humildes. ¡Amigos tuyos y servir así a unos pobres siervos…!

–     Conmigo sólo puede estar quien ama la humildad, la mansedumbre, la honestidad y el amor.

Sobre todo el amor, porque quien ama a Dios y al prójimo posee como consecuencia todas las virtudes y consigue el Cielo.

–     ¿Nosotros también podremos conseguirlo?

¿Nosotros que no tenemos tiempo para rezar, para ir al Templo, para ni siquiera levantar la cabeza del surco?

–     Responded: ¿Guardáis odio a quien tan duramente os trata? ¿Hay en vosotros rebelión y acusación contra Dios por haberos colocado entre los ínfimos de la Tierra?

–     ¡No, no, Maestro! Es nuestro destino.

Pero cuando cansados, nos dejamos caer sobre el jergón de paja, decimos: «Bien, pues el Dios de Abraham sabe que estamos tan agotados que no podemos decirle más que: ` ¡Bendito sea el Señor!»‘

También decimos: «Un día más hemos vivido sin pecar»… Ya sabes… podríamos robar un poquito, comer con el pan un fruto, o echar algo de aceite en las verduras cocidas.

Pero el patrón ha dicho:

A los siervos les basta el pan y las verduras cocidas y durante la recolección un poco de vinagre en el agua para calmar la sed y dar energía«.

Y nosotros lo hacemos. En fin… se podría estar peor.

–     Os digo que en verdad el Dios de Abraham sonríe por vuestros corazones, mientras que muestra rostro acerbo a quienes lo insultan en el Templo con engañosas oraciones mientras no aman a sus semejantes.

–     ¡Pero entre iguales se aman!

Al menos… eso parece, porque se veneran recíprocamente con regalos y reverencias. Es con nosotros con quienes no tienen amor.

Pero nosotros somos distintos de ellos, y es justo.

–     No. En el Reino del Padre mío no es justo, y distinto será el modo de juzgar.

No recibirán honores los ricos y poderosos por el hecho de serlo, sino sólo aquellos que hayan amado siempre a Dios, queriéndolo por encima de sí mismos y por encima de cualquier otra cosa, como el dinero, el poder, la mujer, la mesa.

Y amando a sus propios semejantes, que son todos los hombres, sean ricos o pobres, conocidos o desconocidos, doctos o sin cultura, buenos o malvados.

Sí, también hay que amar a los malvados. No por su maldad, sino por piedad hacia su alma, herida de muerte por ellos mismos. Hay que amarlos con un amor que suplique al Padre celeste curarlos y redimirlos.

En el Reino de los Cielos serán bienaventurados los que hayan honrado al Señor con verdad y justicia y hayan amado a los padres y a los familiares por respeto.

Los que no hayan robado en modo alguno ni nada, o sea, los que hayan dado y pretendido lo justo incluso en el trabajo de los servidores; los que no hayan matado ni reputaciones ni criaturas.

Y no hayan deseado matar, aunque los modos de actuar de los demás hayan sido crueles como para soliviantar el corazón en actitud desdeñosa y de sublevación;

Quienes no hayan jurado lo falso, dañando al prójimo y lesionando la verdad. Quienes no hayan cometido adulterio o cualquier otro acto vicioso carnal.

Quienes mansa y resignadamente hayan aceptado su suerte sin envidias hacia los demás.

De éstos es el Reino de los Cielos. El mendigo puede ser un rey bienaventurado allí arriba, mientras que el Tetrarca con su poder no será nada.

Es más, más que nada: será pasto de Satanás si ha actuado contra la Ley eterna del Decálogo.

Los hombres le están escuchando con la boca abierta de admiración.

Con Jesús están Bartolomé, Mateo, Simón, Felipe, Tomás, Santiago y Judas de Alfeo.

Los otros cuatro continúan su trabajo, colorados, sudorosos, pero alegres. Basta Pedro para tenerlos alegres a todos.

–     ¡Qué razón tenía Jonás llamándote Santo!

En Tí todo es santo: las palabras, la mirada, la sonrisa; ¡Jamás hemos sentido el alma tanto!

–     ¿Hace mucho que no veis a Jonás?

–     Desde que está enfermo.

–     ¿Enfermo?

–     Sí, Maestro. No puede más.

Antes a duras penas lograba moverse, después de las faenas estivas y de la vendimia ya realmente es que no se tiene en pie. Y a pesar de todo… le hace trabajar ese… ¡Oh…!

¡Dices que hay que amar a todos, pero es muy difícil amar a las hienas, y Doras es peor que una hiena!

–    Jonás lo ama…

–    Sí, Maestro. Pienso que es tan santo como aquéllos a quienes, por fidelidad al Señor Dios nuestro, han matado con martirio.

–    Dices bien. ¿Cómo te llamas?

Y señalando a sus compañeros: 

–    Miqueas y éste Saulo y éste Joel y éste Isaías.

–    Le recordaré vuestros nombres al Padre. ¿Y decís que Jonás se encuentra muy enfermo?

–    Sí, nada más terminar el trabajo se deja caer sobre el forraje y nosotros no lo vemos. Nos lo dicen otros siervos de Doras.

–    ¿Está trabajando a esta hora?

–     Si está en pie, sí. Debería estar al otro lado de aquel manzanar.

–    ¿Ha sido buena la cosecha de Doras?

–    Se ha hablado de ella en toda la región.

Los árboles estaban apuntalados porque los frutos tenían un tamaño verdaderamente milagroso.

Doras ha tenido que mandar hacer nuevos lagares, porque la uva, de tanta como había, no habrían podido meterla en los que se venían usando.

–     ¿Entonces Doras habrá premiado a su siervo?

–     ¿Premiado? ¡Señor, qué mal lo conoces!

–     Pero si Jonás me dijo que hace años le dio una paliza mortal por haber desaparecido algunos racimos.

Y que pasó a ser esclavo por deudas habiéndole acusado el patrón de pérdidas por la escasa cosecha. Este año, que ha tenido una abundancia milagrosa, habría debido premiarlo.

–     No. Lo azotó ferozmente, acusándole de no haber obtenido los años precedentes la misma abundancia por no haber cuidado la tierra como se debía.  

Mateo exclama: 

–     ¡Este hombre es una fiera salvaje! 

Jesús dice:

–     No. Es un hombre sin alma. Os dejo, hijos, con una bendición. ¿Tenéis pan y comida para hoy?

–     Tenemos este pan. 

Y sacan un pan oscuro de un talego que estaba en el suelo, se lo enseñan.  

–      Tomad mi comida. No tengo más que esto. Pero Yo hoy estaré en casa de Doras y…

–     ¿Tú en casa de Doras?

–     Sí. Para rescatar a Jonás. ¿No lo sabíais?

–     Aquí ninguno sabe nada.

Pero… no te fíes, Maestro; serás como una oveja en el antro del lobo.

–     No podrá hacerme nada. Tomad mi comida.

Se vuelve hacia sus discípulos diciendo:   

–     Santiago, da cuanto tenemos, incluso nuestro vino.

Que haya un poco de gozo también para vosotros, pobres amigos, en el alma y en el cuerpo. ¡Pedro, vámonos!

Pedro contesta;

–     Voy, Maestro. Sólo queda este surco por terminar.

Y corre hacia Jesús, congestionado por la fatiga. Se seca con el manto que se había quitado, se lo vuelve a poner y ríe contento.

Los cuatro no cesan de dar las gracias.

–     ¿Pasarás por aquí, Maestro?

–     Sí, esperadme. Saludaréis incluso a Jonás. ¿Podéis hacerlo?

–     ¡Claro! La tierra debía estar arada para la noche. Están hechos más de dos tercios de ella.   

–     ¡Y qué bien y qué rápido! 

–      ¡Son fuertes tus amigos!… 

–      Que Dios os bendiga. Hoy para nosotros es más que la fiesta de los Ázimos. 

–      ¡Que Dios os bendiga a todos, a todos, a todos!

Jesús va derecho hacia el huerto señalado, lo cruzan y llegan a los campos de Doras.

Más campesinos al arado o agachados para limpiar los surcos de las hierbas arrancadas; pero Jonás no está.

Reconocen a Jesús, y sin dejar de trabajar, lo saludan.

Jesús pregunta:

–      ¿Dónde está Jonás?  

Ellos contestan: 

–     Después de dos horas ha caído sobre el surco y lo han llevado a casa.

–     ¡Pobre Jonás! Poco tiempo más deberá sufrir.

–     Está realmente en las últimas. Jamás tendremos un amigo mejor.

Jesús responde:

–      Me tenéis a Mí en la Tierra y a él en el seno de Abraham.

Los muertos quieren a los vivos con dúplice amor: el propio y el que asumen estando con Dios, por tanto es un amor perfecto.

–     ¡Ve enseguida con él! ¡Que te vea ahora que sufre!

Jesús bendice y continúa su camino.

Los dicípulos preguntan:

–     ¿Y ahora qué piensas hacer?

–     ¿Qué le piensas decir a Doras? 

–     Voy a ir como si no supiera nada. Si se siente descubierto, es capaz de cebarse en Jonás y en sus siervos.  

Pedro dice a Simón cananeo:

–     Tiene razón tu amigo: es un chacal.

Simón contesta:

–     Lázaro siempre dice la verdad y nunca habla mal de nadie. ¡Cuando lo conozcas, lo querrás!

Siguen caminando hasta que se distingue la casa del fariseo.

Es una casa bien construida en medio de un huerto de árboles frutales, ya sin fruta.

Es una casa campirana rica y cómoda.

Pedro con Simón, van por delante para avisar.

Pedro y Simón se adelantan para avisar.  

Sale Doras.

Es un viejo de semblante duro, propio de un anciano avaricioso:

Con ojos irónicos, boca de sierpe que esboza bruscamente una sonrisa falsa, detrás de una barba más blanca que negra. 

Saluda a Jesús con un tono familiar y con clara ostentación de benevolencia:

–     Salud, Jesús. 

Jesús no dice: «Paz». Sólo responde:

–     Que ella vuelva a tí.

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