75 EL PRIMER SEMINARIO

75 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA 

Es un día frío, sereno y nublado y la muchedumbre que espera a Jesús, ha aumentado considerablemente. 

Hay también personas de clases menos comunes. Algunos han venido en burros y ahora están ingiriendo su comida bajo el cobertizo, en cuyos palos han atado sus asnos, en espera del Maestro.

La gente cuchichea; los más doctos dan explicaciones de quién es y por qué el Maestro habla en ese lugar.

En un pequeño grupo, uno pregunta;

–     Pero, ¿Supera a Juan?

–     No. Es distinto. Aquél – yo era de Juan – es el Precursor y es la voz de la justicia; éste es el Mesías, y es la voz de la sabiduría y la misericordia.

Varios se interesan:

–    ¿Cómo lo sabes? 

–     Me lo han dicho tres discípulos del Bautista de los que están siempre con él.

¡Si supierais qué cosas! Ellos lo vieron nacer. Fijaos: nació de la luz. La luz era tan fuerte, que ellos, que eran pastores, abandonaron corriendo el redil, entre el ganado enloquecido de terror. 

Y vieron que toda Belén estaba en llamas.

Luego descendieron del cielo unos ángeles y apagaron el fuego con sus alas y sobre el suelo estaba Él, el Niño nacido de la luz.

Todo el fuego se transformó en una estrella…

Uno objeta:

–     ¡No, hombre, no, no es así!

–     Sí, es así. Me lo ha dicho uno que era mozo de cuadra en Belén cuando yo era niño y que ahora que el Mesías es hombre se gloría de ello.

–     No es así. La estrella vino después.

Vino con aquellos magos de Oriente, aquellos de los que uno era descendiente de Salomón y por tanto, pariente del Mesías, porque Él es de David.

Y David es padre de Salomón y Salomón amó a la reina de Saba porque era hermosa. Y por los regalos que le había traído, tuvo de ella un hijo, que es de Judá a pesar de ser de más allá del Nilo.

Varios contradicen:

–    ¿Pero qué estás diciendo? 

–     ¿Estás loco?

–     No.

–     ¿Pretendes decir que no es cierto que su pariente le trajo los aromas como es costumbre entre reyes, y más aún de esa estirpe?

Otro declara:

–     Yo sé cómo sucedió verdaderamente.

Lo sé porque Isaac es uno de los pastores y es amigo mío, así fue: el Niño nació en un establo de la casa de David. Estaba profetizado…

–    ¿Pero no es de Nazaret?

–    Dejadme hablar.

Nació en Belén porque es de David, y era tiempo de edicto. Los pastores vieron una luz de insuperablebelleza, y el más pequeño, porque era inocente, fue el primero que vio al ángel del Señor,

el cual habló con música de arpa diciendo: “Ha nacido el Salvador. Id y adorad”, y, a continuación, una muchedumbre de ángeles cantó “Gloria a Dios y paz a los hombres buenos”.

Entonces los pastores fueron y vieron a un niñito en un pesebre entre un buey y un asno, y a la Madre y al padre.

Y lo adoraron y luego lo condujeron a casa de una buena mujer. Y el Niño crecía como todos, hermoso, bueno, todo amor.

Luego vinieron los magos del otro lado del Eufrates y más allá  del Nilo, porque habían visto una estrella y reconocido en ella la estrella de Balaam.

Pero el Niño ya podía andar. El rey Herodes ordenó el exterminio por celos de poder. Pero el ángel del Señor había advertido del peligro y los pequeñuelos de Belén murieron, pero no Él, que había huido más allá de Matarea.

Después volvió a Nazaret, a trabajar como carpintero y habiendo llegado a su tiempo, después de haber sido anunciado por el Bautista, primo suyo, ha comenzado la misión y primero ha buscado a sus pastores.

A Isaac lo liberó de una parálisis, después de treinta años de enfermedad.

E Isaac le predica incansablemente. Esto es.

El primero replica disgustado:

–     ¡Pues, no obstante, los tres discípulos del Bautista me han dicho verdaderamente esas palabras!» 

–     Y son verdaderas. Lo que no es verdadero es la descripción del mozo de cuadra.

¿Se gloría? Haría bien en decir a los betlemitas que fueran buenos. Ni en Belén ni en Jerusalén puede predicar.

–     Pero hombre, ¿Cómo piensas que los escribas y fariseos deseen sus palabras?

Esos son víboras y hienas, como los llama el Bautista.

Uno más explica:

–     Yo querría que me curase. ¿Ves?

Tengo una pierna con gangrena. He sufrido lo indecible para venir aquí en burro. Pero lo he buscado en Sión y ya no estaba… 

Otro responde:

–     Lo han amenazado de muerte… 

–     ¡Perros!

–     Sí. ¿De dónde vienes?

–     De Lida.

–     ¡Un largo camino!

Un tercero muy angustiado, confiesa:

–     Yo… yo quisiera expresarle un pecado mío…

Se lo he manifestado al Bautista… pero me ha recriminado de tal modo, que he huido. Creo que ya no podré ser perdonado… 

–     ¿Pues qué es lo que has hecho?

–      Mucho mal. A Él se lo manifestaré.

¿Qué decís? ¿Me maldecirá?

Un anciano de aspecto grave responde:

–      No. Lo he oído hablar en Betsaida.

Casualmente me encontraba allí. ¡Qué palabras! Hablaba de una pecadora.

¡Ah…, casi habría deseado ser ella para merecerlas!… 

En eso gritan muchos:

–     ¡Ahí viene! 

El hombre que se siente culpable, dice:

–     ¡Misericordia! ¡Me da vergüenza! – y trata de huir.  

Al pasar Jesús junto a ellos, dice:

–     ¿A dónde huyes, hijo mío?

¿Tanta negrura tienes en el corazón, que odias la Luz hasta el punto de tener que huir de ella? ¿Has pecado tanto como para tener miedo de mí Perdón?

¿Pero qué pecado puedes haber cometido? Ni aun en el caso de que hubieras matado a Dios deberías tener miedo, si en ti hubiera verdadero arrepentimiento.

¡No llores! O ven, lloremos juntos.

Jesús que, alzando una mano, había hecho que se detuviera el fugitivo, ahora lo tiene estrechado contra sí.

Y dirigiéndose hacia quienes están esperando,

les  dice:

–     Un momento sólo, para aliviar a este corazón. Después estoy con vosotros.

Y se aleja hasta más allá de la casa, chocándo al volver la esquina, contra la mujer velada, que está en su lugar de escucha.

Jesús la mira fijamente un instante, luego continúa una docena de metros más allá y se detiene.

Con mucho amor le pregunta:

–     ¿Qué has hecho, hijo?

El hombre cae de rodillas.

Es un hombre que tiene unos cincuenta años; un rostro quemado por muchas pasiones y devastado por un tormento secreto.

Tiende los brazos y grita:

–     Para gozarme con las mujeres dilapidé toda la herencia paterna, he matado a mi madre y a mi hermano…

Desde entonces no he vuelto a tener paz… Mi alimento… ¡sangre! Mi sueño… ¡pesadillas!… Mi placer…

¡Ah! en el seno de las mujeres, en su gemido de lujuria, sentía el hielo de mi madre muerta y el jadeo agonizante de mi hermano envenenado.

¡Malditas las mujeres de placer! ¡Aspides, medusas, murenas insaciables! ¡Perdición, perdición, mi perdición! 

Jesús dice:

–    No maldigas. Yo no te maldigo…

–    ¿No me maldices?

–    No. ¡Lloro y cargo sobre Mí tu pecado!…

Cuánto pesa! Me quiebra los miembros, pero aun así lo abrazo estrechamente para anularlo por ti…

y a ti te concedo el perdón. Sí. Yo te perdono tu gran pecado.

Extiende Jesús las manos sobre la cabeza del hombre, que está sollozando,

Y ora:

–    Padre, mi Sangre será derramada también por él. Por ahora, llanto y oración. Padre, perdona, porque está arrepentido.

¡Tu Hijo, a cuyo juicio todo ha sido remitido, así lo quiere!…

Permanece así durante unos minutos…

Luego se agacha para levantar al hombre y le dice:

–    La culpa queda perdonada.

Está en ti ahora el expiar, con una vida de penitencia, cuanto queda de tu delito».

–    ¿Dios me ha perdonado?

¿Y mi madre? ¿Y mi hermano?

–    Lo que Dios perdona queda perdonado por todos, quienes sean. Ve y no vuelvas a pecar nunca.

El hombre llora aún con más intensidad y le besa la mano.

Jesús lo deja con su llanto y vuelve hacia la casa.

La mujer velada hace ademán como de ir a su encuentro, mas luego baja la cabeza y no se mueve.

Jesús pasa delante de ella sin mirarla.

Cuando llega al lugar elegido para su magisterio…

Empieza a hablar:

–    Un alma ha vuelto al Señor.

Bendita sea su omnipotencia, que arranca de las circunvoluciones de la serpiente demoníaca a sus almas creadas, y las conduce de nuevo por el camino de los Cielos.

¿Por qué esa alma se había perdido? Porque había perdido de vista la Ley.

Dice el Libro que el Señor se manifestó en la cima del Sinaí con toda su terrible potencia, para, valiéndose también de ella, decir:

“Yo soy Dios. Ésta es mi voluntad. Éstos son los rayos que tengo preparados para aquellos que se muestren rebeldes a la voluntad de Dios”.

Y antes de hablar impuso que nadie del pueblo subiera para contemplar a Aquel que es, y que incluso los sacerdotes se purificasen antes de acercarse al limen de Dios, para no recibir castigo.

Esto fue así porque era tiempo de justicia y de prueba. Los Cielos estaban cerrados como por una losa que cubría el misterio del Cielo y el desdén de Dios.

Y sólo las saetas de la justicia alcanzaban, provenientes de los Cielos, a los hijos culpables.

Mas ahora no es así. Ahora el Justo ha venido a consumar toda justicia y ha llegado el tiempo en que sin rayos y sin límites, la Palabra divina habla al hombre para darle Gracia y Vida.

La primera palabra del Padre y Señor es ésta: “Yo soy el Señor Dios tuyo”.

En todo instante del día la voz de Dios pronuncia esta palabra y su dedo la escribe. ¿Dónde? Por todas partes. Todo lo dice continuamente: desde la hierba a la estrella,

desde el agua al fuego, desde la lana al alimento, desde la luz a las tinieblas, desde el estar sano hasta la enfermedad, desde la riqueza a la pobreza.

Todo dice: “Yo soy el Señor.

Por mí tienes esto. Un pensamiento mío te lo da, otro te lo quita, y no hay fuerza de ejércitos ni de defensas que te pueda preservar de mi voluntad”.

Grita en la voz del viento, canta en la risa del agua, perfuma en la fragancia de la flor, se incide sobre las cúspides de las montañas. Y susurra, habla, llama, grita en las conciencias: “Yo soy el Señor Dios tuyo”.

¡No os olvidéis nunca de ello! No cerréis los ojos, los oídos; no estranguléis la conciencia para no oír esta palabra.

Es inútil, ella es; y llegará el momento en que en la pared de la sala del banquete, o en la agitada ola del mar, o en el labio del niño que ríe,

o en la palidez del anciano que se muere, en la fragante rosa o en la fétida tumba, será escrita por el dedo de fuego de Dios.

Es inútil, llega el momento en que en medio de las embriagueces del vino y del placer, en medio del torbellino de los negocios, durante el descanso de la noche, en un solitario paseo… ella alza su voz y dice: “Yo soy el Señor Dios tuyo”

Y no esta carne que besas ávido, y no este alimento que, glotón, engulles, y no este oro que, avaro, acumulas, y no este lecho sobre el que te solazas.

Y de nada sirve el silencio, o el estar solo, o durmiendo, para hacerla callar.

“Yo soy el Señor Dios tuyo“, el Compañero que no te abandona, el Huésped que no puedes echar. ¿Eres bueno? Pues el huésped y compañero es el Amigo bueno.

¿Eres perverso y culpable? Pues el huésped y compañero pasa a ser el Rey airado, y no concede tregua. Mas no deja, no deja, no deja.

Sólo a los réprobos les es concedido el separarse de Dios. Pero la separación es el tormento insaciable y eterno.

“Yo soy el Señor Dios tuyo”, y añade: “que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de la esclavitud”. ¡Oh, con qué verdad, ahora, realmente lo dice!

¿De qué Egipto, de qué Egipto te saca, hacia la tierra prometida, que no es este lugar, sino el Cielo, el eterno Reino del Señor en que no habrá ya hambre o sed, frío ni muerte, sino que todo rezumará alegría y paz?

¡Y de paz y de alegría, se verá saciado todo espíritu!

De la esclavitud verdadera ahora os saca. He aquí el Libertador. Yo soy. Vengo a romper vuestras cadenas.

Cualquier dominador humano puede conocer la muerte, y por su muerte quedar libres los pueblos esclavos. Pero Satanás no muere. Es eterno.

Y es él el dominador que os ha puesto grilletes para arrastraros hacia donde desea.

El Pecado está en vosotros, y el Pecado es la cadena con que Satanás os tiene cogidos. Yo vengo a romper la cadena.

En nombre del Padre vengo, y por deseo mío. He aquí que por tanto, se cumple la no comprendida promesa: “te saqué de Egipto y de la esclavitud”.

Ahora esto tiene espiritualmente cumplimiento. El Señor Dios vuestro os saca de la tierra del ídolo que sedujo a vuestros progenitores, os arranca de la esclavitud de la Culpa, os reviste de Gracia, os admite en su Reino.

En verdad os digo que quienes vengan a mí podrán, con dulzura de paterna voz, oír al Altísimo decir en su corazón bienaventurado: “Yo soy el Señor Dios tuyo y te traigo hacia mí, libre y feliz”.

Venid. Volved al Señor corazón y rostro, oración y voluntad. La hora de la Gracia ha llegado.

Jesús ha terminado.

Pasa bendiciendo y acariciando a una viejecita y a una niñita morenita y risueña.  

El enfermode gangrena le implora:

–     Cúrame, Maestro. ¡Me aflige un mal grave! 

–     Primero el alma, primero el alma. Haz penitencia…

–     Dame el bautismo como Juan. No puedo ir a él. Estoy enfermo.

–     Ven.

Jesús baja hacia el río que se encuentra después de atravesar dos grandísimos prados y el bosque que lo oculta.

Se descalza, como también lo hace el hombre que hasta allí se ha arrastrado con las muletas.

Descienden a la orilla.

Y Jesús, haciendo copa con las dos manos unidas, esparce el agua sobre la cabeza del hombre, que está dentro del agua hasta la mitad de las espinillas. 

Jesús le ordena:

–     Ahora quítate las vendas.

Mientras vuelve a subir al sendero.

El hombre obedece.

La pierna está curada. La multitud grita su estupor.

Y muchos también gritan:

–     ¡Yo también!

–     ¡Yo también!

–     ¡Yo también el bautismo dado por Ti! 

Jesús, que ya está a medio camino, se vuelve,

y les dice:

–     Mañana. Ahora marchaos y sed buenos. La paz sea con vosotros.

Después de despedirlos, Jesús vuelve a casa, a la cocina que está oscura a pesar de que sean todavía las primeras horas de la tarde.

Los discípulos se aglomeran a su alrededor.

Y Pedro pregunta

–    ¿Ese hombre al que has llevado detrás de la casa, qué tenía?

–     Necesidad de purificación.

–     No ha vuelto, de todas formas, y no estaba entre los que pedían el bautismo.

–     Ha ido a donde lo he mandado.

–    ¿A dónde?

–    A expiar, Pedro.

–    ¿A la cárcel?

–     No. A hacer penitencia por todo el resto.

–    ¿No se purifica entonces con el agua?

–     Es agua también el llanto.

–     Sí, cierto.

Ahora que has hecho el milagro, ¿Qsabe cuántos vendrán!… Eran ya el doble hoy…

–     Sí. Si tuviera Yo que hacer todo, no podría.

Vais a bautizar vosotros. Primero uno cada vez, luego seréis dos, tres, muchos.

Y Yo predicaré y curaré a los enfermos y a los pecadores.

–    ¿Nosotros, bautizar? ¡Oh, yo no soy digno de ello!

¡Quítame, Señor, esta misión! ¡Tengo yo necesidad de ser bautizado!

Pedro se ha puesto de rodillas y está en actitud suplicante.

Pero Jesús se inclina hacia él y dice:

–     Pues tú vas a ser el primero en bautizar. Desde mañana.

–     ¡No, Señor! ¿Cómo puedo hacerlo, si estoy más negro que esa chimenea?

Jesús sonríe ante la sinceridad humilde del apóstol, que se puesto de rodillas contra sus rodillas, sobre las cuales tiene unidas sus gruesas manos de pescador.

Y lo besa en la frente, en el límite de su cabello entrecano que, áspero, se riza:

–     Eso es. Te bautizo con un beso. ¿Estás contento?

–     ¡Cometería inmediatamente otro pecado para recibir otro beso!

–     No, eso no. Nadie se burla de Dios, abusando de sus dones».

Judas dice muy despacio:

–     Y ¿A mí no me das un beso? También yo tengo uno que otro pecado.

Jesús lo mira atentamente.

Su mirada que estaba tan llena de alegría mientras hablaba con Pedro, se nubla con una cansada severidad…

Y dice:

–     Sí… a ti también. Ven.

Yo no actúo injustamente con nadie. Sé bueno, Judas. ¡Si tú quisieras!…

Eres joven. Toda una vida para subir y subir, hasta la perfección de la santidad…»

Y lo besa.

Luego los llama a todos para comunicarles con un beso, el Espíritu Santo:

–    Ahora tú, Simón amigo mío.

Y tú Mateo; mi victoria.

Y tú, sabio Bartolomé. Y tú, Felipe, fiel. Y tú Tomás; el de la pronta voluntad.

Ven. Andrés; el del silencio activo. Y tú, Santiago; el del primer encuentro.

Y ahora tú; alegría de tu Maestro y tú Judas, compañero de infancia y de juventud.

Y tú, Santiago que me recuerdas al Justo; en sus facciones y en su corazón.

Venid todos, todos… Pero, acordaos de que mi amor es mucho, pero es necesaria también vuestra buena voluntad.

Desde mañana daréis un paso más hacia adelante, en vuestra vida de discípulos míos.

Pensad, no obstante, que cada paso hacia adelante es un honra y una obligación.

Pedro dice:

–     Maestro… un día me dijiste a mí, a Juan, a Santiago y a Andrés, que nos enseñarías a orar.

Creo que si orásemos como Tú oras; seremos capaces de ser dignos del trabajo que requieres de nosotros.

–    En aquella ocasión te respondí:

Cuando estéis fuertemente formados, os enseñaré la plegaria sublime; para dejaros mi plegaria.

Pero también ella no tendrá ningún valor, sí se le dice sólo con la boca. Por ahora levantad el alma y la voluntad hacia Dios. La plegaria es un don que Dios concede. Y que el hombre da a Dios.

Judas de Keriot pregnta:

–    ¿Cómo es esto?

¿Todavía no somos dignos de orar? Todo Israel ora… 

–    Sí, Judas.

  Pero puedes ver por sus obras, cómo ora Israel. No quiero hacer de vosotros traidores. Quién ora externamente y por dentro está en contra del Bien; es un Traidor.

Judas piensa…

Y luego dice:

–    ¿Y los milagros? ¿Cuándo nos capacitas para que los hagamos?

Pedro se escandaliza:

–    ¿Milagros? ¿Nosotros?… ¡Misericordia Eterna!… pero muchacho. ¿Estás loco?

Pedro está asustado, fuera de sí y agrega:

–    ¡Y eso que bebemos agua pura! ¿Nosotros, milagros?

Judas reafirma:

–     ¡Él nos lo dijo, en Judea! ¿0 acaso no es verdad?

Jesús responde:

–     Sí, es verdad, lo dije. Y lo haréis.

Pero, mientras en vosotros haya demasiada carne, no tendréis milagros.

Judas declara:

–   ¡Ayunaremos!

–   De nada sirve. Por carne me refiero a las pasiones corrompidas.

La Triple concupiscencia. Y detrás de esta pérfida trinidad, la secuela con sus vicios… iguales a los hijos de una unión lujuriosa bígama.

La soberbia de la inteligencia engendra; con la avidez de la carne y del poder; todo el mal que hay en el hombre y en el mundo.

Judas objeta:

–    Nosotros lo hemos dejado todo por Ti.

–    Pero no a vosotros mismos.

–   ¿Entonces debemos morir? Con tal de estar contigo lo haríamos; yo al menos…

–    No. No pido vuestra muerte material.

Pido que muera en vosotros lo animal y satánico. Y esto no muere, mientras la carne esté satisfecha y haya en vosotros mentira, orgullo, ira, soberbia, gula, avaricia y pereza.

Bartolomé suspira:

–    ¡Somos tan frágiles cerca de Ti que eres tan santo!

El primo Santiago, declara:

–    Y Él siempre fue santo. Lo podemos afirmar.

Juan dice:

–     Él sabe cómo somos. No debemos perder los ánimos.

Lo único que debemos decirle, es: ‘Danos diariamente la fuerza para servirte. Somos débiles y pecadores. Ayúdanos con tu fuerza y tu perdón’.

Dios no nos desilusionará y en su Bondad y Justicia; nos perdonará y purificará de la iniquidad de nuestros pobres corazones.

Jesús se acerca al rincón en donde está el joven apóstol y atrayéndolo hacia Él, dice:

–    Eres bienaventurado, Juan. Porque la verdad habla en tus labios, que tienen perfume de inocencia y sólo besan al adorable Amor – dice Jesús levantándose,

Y atrae hacia su corazón al predilecto, que ha hablado desde el rincón oscuro.

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