80 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
Es el mediodía de un invierno que comienza y en la soleada ribera del río Jordán, los apóstoles han terminado su cometido asignado.
Vuelven Bartolomé y Mateo con los bautizados.
Jesús comienza a hablar:
“La paz sea con vosotros todos.
He pensado hablaros de Dios por la mañana, puesto que ahora venís aquí ya desde por la mañana y os es más cómodo partir al mediodía.
He pensado también hospedar a los peregrinos que no puedan volver a sus casas antes de que anochezca
Yo también soy peregrino y no poseo sino lo mínimo indispensable que la piedad de un amigo me ha dado.
Juan posee aún menos que Yo. Pero a Juan van personas sanas o simplemente poco enfermas, tullidos, ciegos, mudos; no moribundos o personas febriles, como vienen a Mí.
Van a él para bautismo de penitencia; a Mí venís también para curación de cuerpos. La Ley dice: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”.
Yo pienso y digo: ¿Cómo mostraría mi amor hacia los hermanos, si cerrara mi corazón a sus necesidades, incluso físicas?
Y concluyo: les daré a ellos lo que me ha sido dado. Extendiendo la mano hacia los ricos, pediré para el pan de los pobres.
Desprendiéndome de mi propio lecho, acogeré en él a quien esté cansado o se sienta mal. Somos todos hermanos y el amor no se demuestra con palabras sino con hechos.
Aquel que cierra su corazón a su semejante tiene corazón de Caín. Aquel que no tiene amor es un rebelde respecto al precepto de Dios. Somos todos hermanos.
Y no obstante Yo veo, y vosotros veis que incluso dentro de las familias – donde la sangre común remarca, incluso consigo misma y con la carne, la hermandad que nos viene de Adán, hay odios o roces.
Los hermanos están contra los hermanos, los hijos contra los padres; los consortes, enemigos el uno del otro.
Pero, para no ser malvados hermanos siempre, y adúlteros esposos un día, hay que aprender ya desde la primera edad el respeto hacia la familia, que es el más pequeño y a la vez el más grande organismo del mundo:
el más pequeño respecto al organismo de una ciudad, de una región, de una nación, de un continente; pero el mayor porque es el más antiguo, pues lo puso Dios cuando aún el concepto de patria, de país, no existía,
viviendo sin embargo ya y siendo activo el núcleo familiar, manantial de la raza humana y de las distintas razas, pequeño reino en que el hombre es rey, la mujer reina, súbditos los hijos.
¿Puede acaso un reino dividido, en que sus habitantes entre sí son enemigos, subsistir? No puede.
Pues así, en verdad, una familia no subsiste si no hay obediencia, respeto, economía, buena voluntad, laboriosidad, amor.
“Honra al padre y a la madre” dice el Decálogo.
¿Cómo se honran? ¿Por qué se deben honrar?
Se honran con verdadera obediencia, con exacto amor, con confidente respeto, con un temor reverencial que no cierra las puertas a la confidencia,
como tampoco nos hace tratar a nuestros mayores como si fuéramos siervos e inferiores.
Se les debe honrar porque, después de Dios, quienes dan la vida y proveen a todas las necesidades materiales de la vida, los primeros maestros, los primeros amigos del joven ser nacido a este mundo, son el padre y la madre.
Se dice: “Que Dios te bendiga”; se dice: “Gracias” a aquel que nos recoge un objeto que se nos ha caído, o nos da un mendrugo de pan.
Pues entonces, ¿No vamos a decir, con amor, “que Dios te bendiga”, y “gracias”, a quienes se matan trabajando por darnos de comer,
o tejiendo nuestros vestidos y manteniéndolos limpios, a quienes se levantan para escrutar nuestro sueño, se niegan el descanso por cuidarnos, o nos hacen de su seno lecho en nuestros momentos más dolorosos de cansancio?
Son nuestros maestros. Al maestro se le teme y se le respeta. Mas éste nos toma cuando ya sabemos lo indispensable para sostenernos y nutrirnos y decir lo esencial,
y nos deja cuando la más ardua enseñanza de la vida, o sea, “el vivir”, aún se nos debe enseñar: y son el padre y la madre quienes nos preparan: para la escuela primero, para la vida después.
Son nuestros amigos. Mas, ¿Qué amigo puede ser más amigo que un padre, o más amiga que una madre? ¿Podéis tener miedo de ellos? ¿Podéis decir que él o ella os van a traicionar?
Bueno, pues ved cómo ese joven necio y esa muchacha aún más necia se buscan amigos entre los extraños, y cierran su corazón al padre y a la madre,
Y corrompen su mente y su corazón con contactos al menos imprudentes, si es que no son incluso culpables, motivo de lágrimas paternas y maternas, que hienden, como gotas de plomo fundido, el corazón de los padres.
Pero Yo os digo que esas lágrimas no caen en el polvo y en el olvido; Dios las recoge y las cuenta.
El martirio de un padre o de una madre pisoteados recibirá premio del Señor.
Así como tampoco será olvidado el acto de un hijo que somete a suplicio a su padre o a su madre, aunque éstos, en su doliente amor, supliquen piedad de Dios para su hijo culpable.
“Honra a tu padre y a tu madre si quieres vivir largamente sobre la Tierra” está escrito; “y eternamente en el Cielo”, añado.
¡Demasiado poco castigo sería el vivir poco aquí por haber ofendido a los padres! El más allá no es un cuento, y en el más allá se recibirá premio o castigo, según hayamos vivido.
Quien ofende a un padre o a una madre ofende a Dios, porque Dios ha mandado amarlos, y quien no ama peca; pierde, por tanto, así, más que la vida material, la verdadera vida:
le espera la muerte (es más, ya está en él, habiendo caído su alma en desgracia de su Señor); tiene ya en sí el delito porque hiere el amor más santo después de Dios;
tiene ya en sí los gérmenes de los futuros adulterios, porque de un mal hijo viene un pérfido esposo; tiene ya en sí los estímulos de la corrupción social,
porque de un hijo malo nace el futuro ladrón, el torvo y violento asesino, el frío usurero, el libertino seductor, el vividor cínico, el repugnante traidor de la patria, de los amigos, de los hijos, de la esposa, de todos.
¿Podéis, acaso, nutrir estima y confianza hacia quien ha sido capaz de traicionar el amor de una madre y burlarse de las canas de un padre?
Escuchad, no obstante, también esto: el deber de los hijos se corresponde con un parejo deber de los padres.
¡Maldición al hijo culpable… pero también para el culpable progenitor!
Haced que los hijos no puedan criticaros y copiaros en el mal. Haceos amar por haber dado amor con justicia y misericordia.
Dios es Misericordia. Los padres, que van sólo después de Dios, sean misericordia. Sed ejemplo y consuelo de los hijos. Sed paz y guía. Sed el primer amor de vuestros hijos.
Una madre es siempre la primera imagen de la esposa que querríamos. Un padre, para las hijas jovencitas, tiene el rostro que sueñan para el esposo.
Haced que, sobretodo, vuestros hijos e hijas elijan con sabia mano a sus recíprocos consortes pensando en la madre, en el padre, y deseando en el consorte lo que hay en el padre, en la madre: una virtud veraz.
Si tuviera que hablar hasta agotar el tema, no serían suficientes el día y la noche. Por ello, en atención a vosotros, concluyo.
El resto, que os lo manifieste el Espíritu eterno. Yo echo la simiente y sigo caminando. En los buenos, la semilla echará raíz y dará espiga.
Marchad. La paz sea con vosotros.”
Quien se marcha se va raudo, quien se queda entra en la tercera pieza y come su pan o el que ofrecen los discípulos en nombre de Dios.
Sobre rústicos apoyos han sido colocados unos tablones y paja donde pueden dormir los peregrinos.
La mujer velada se marcha con paso ágil; la otra, la que ya estaba llorando desde el principio y ha seguido llorando sin interrupción mientras Jesús hablaba, se mueve incierta y luego se decide a marcharse.
Jesús entra en la cocina para tomar alimento; pero apenas acaba de empezar a comer y ya le tocan a la puerta.
Se levanta Andrés, que está más cerca, y sale al patio.
Habla y luego vuelve:
– Maestro, una mujer, la que lloraba, pregunta por ti. Dice que tiene que marcharse y que debe hablarte.
Pedro exclama:
– Pero en este plan ¿Cómo y cuándo come el Maestro?
Felipe añade:
– Debías haberle dicho que viniera más tarde.
Jesús ordena:
– ¡Silencio! Luego como. Seguid vosotros.
Jesús sale.
La mujer está afuera.
– Maestro… una palabra… Tú has dicho… ¡Oh…, ven detrás de la casa! ¡Es penoso manifestar mi dolor.
Jesús condesciende, sin decir palabra; se limita, una vez detrás de la casa,
a preguntar:
– ¿Qué quieres de Mí?
– Maestro… te he oído antes, cuando hablabas entre nosotros…
Y luego te he oído mientras predicabas. Parece como si hubieras hablado para mí. Has dicho que en toda enfermedad física o moral está Satanás… Yo tengo un hijo enfermo en su corazón.
¡Ojalá te hubiera oído cuando hablabas de los padres! Es mi tormento. Se ha desviado con malos compañeros y es… es exactamente como Tú dices… ladrón por ahora, en casa, pero…
Es un pendenciero… un avasallador… Siendo, como es, joven, se destruye con la lujuria y la crápula. Mi marido quiere echarlo de casa. Yo… yo soy su madre… y muero de dolor.
¿Ves cómo jadea mi pecho? Es el corazón que se me parte de tanto dolor. Desde ayer deseaba hablarte, porque… espero en ti, Dios mío; pero, no me atrevía a decir nada.
¡Es tan doloroso para una madre decir: “Tengo un hijo cruel”!…
La mujer llora, curvada y doliente, ante Jesús.
– No llores más. Quedará curado de su mal.
– Si pudiera oírte, sí; pero no quiere oírte. ¡Oh…, nunca sanará!
– ¡¿Tienes fe tú por él?! ¿Tienes voluntad tú por él?
– ¿Y me lo preguntas? Vengo de la Alta Perea para rogarte por él…
– Pues entonces ve. Cuando llegues a tu casa, tu hijo te saldrá al encuentro arrepentido.
– Pero, ¿Cómo?
– ¿Cómo? ¿Crees que Dios no puede hacer lo que Yo pido?
Tu hijo está allí, Yo estoy aquí, pero Dios está en todas partes… y Yo le digo a Dios: “Padre, piedad por esta madre”. Y Dios hará tronar su llamada en el corazón de tu hijo.
Ve, mujer. Un día pasaré por las calles de tu ciudad, y tú, orgullosa de tu hijo, saldrás a recibirme con él.
Y cuando él llore sobre tus rodillas, pidiéndote perdón y contándote su misteriosa lucha, de la que salió con alma nueva, y te pregunte cómo sucedió, dile: “Por Jesús has nacido de nuevo al bien”.
Háblale de Mí. Si has venido a Mí, es señal de que conoces; haz que él conozca y me lleve en su pensamiento para tener consigo la fuerza salvadora.
Adiós. La paz a la madre que ha tenido Fe, al hijo que vuelve, al padre contento, a la familia restaurada. Ve.
La mujer se va en dirección al pueblo y todo termina.