100 UN LLAMADO
100 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
Jesús ha ido a dar las gracias, al administrador de las posesiones de Lázaro en Aguas Especiosas y a despedirse.
El hombre le dice:
– Señor, yo no he hecho sino cumplir con mi deber ante Dios, ante mi jefe y ante la honestidad de conciencia.
He estado atento a esa mujer durante este tiempo en que ha sido huésped mía, y siempre la he visto honesta. Habrá sido una pecadora.
Bien. Ahora no lo es. ¿Por qué razón tengo yo que indagar sobre un pasado que ella misma ha tachado para anularlo?
Yo tengo hijos en edad joven y no feos. Pues bien, no ha mostrado nunca su rostro, realmente muy hermoso, ni ha hecho oír su palabra.
Puedo decir que conocí el tono de su voz de plata, cuando gritó a causa de las heridas.
De hecho ella lo poco que pedía, siempre a mí o a mi mujer, lo susurraba tras su velo.
Y tan bajo que casi no se entendía.
Date cuenta de lo prudente que fue: cuando temió que su presencia pudiera ser causa de algún perjuicio, se marchó…
Yo le había prometido protección y ayuda. Y sin embargo, ella no quiso aprovecharlo. ¡No, así no se comportan las mujeres perdidas!
Yo rogaré por ella, como ha pedido; incluso sin este recuerdo.
Y alarga hacia Jesús un valioso brazalete, cuajado de piedras preciosas…
Mientras agrega:
– Tenlo, Señor.
Empléalo como limosna para bien suyo. Dándola Tú, ciertamente, recibirá a cambio paz.
Ha sido el encargado quien ha hablado a Jesús y lo ha hecho respetuosamente.
Es un hombre todavía joven y de buena apariencia. rostro honesto y cuerpo recio.
Detrás de él hay seis galanes, jóvenes, parecidos al padre, seis rostros de aspecto franco e inteligente.
También está su esposa, una mujercita grácil y todo dulzura, que escucha a su marido como escucharía a un dios, asintiendo continuamente con la cabeza.
Jesús recibe el brazalete de oro y se lo pasa a Pedro diciendo:
– Para los pobres.
Luego se dirige al encargado en estos términos:
– No todos tienen tu rectitud en Israel.
Tú eres sabio, porque distingues el bien del mal y sigues el bien sin sopesar la utilidad humana que el cumplirlo pueda comportar.
En nombre del eterno Padre, te bendigo a ti, a tus hijos, a tu esposa y tu casa.
Manteneos siempre en esta disposición de espíritu y el Señor estará siempre con vosotros, y tendréis la vida eterna.
Yo ahora parto. Pero no quiere decir que no nos volvamos a ver nunca. Yo volveré… Y vosotros podréis siempre llegaros hasta Mí.
Por todo lo que habéis hecho por Mí y por esa pobre criatura, Dios os dé su paz.
El encargado, los hijos y por último, la mujer, se arrodillan y besan los pies de Jesús…
El cual, tras un último gesto de bendición, se aleja con sus discípulos, dirigiéndose hacia el pueblo.
Felipe pregunta:
– ¿Y si están todavía esos granujas?
Tadeo responde:
– A nadie se le puede impedir que vaya por los caminos de la Tierra.
– No. Pero nosotros para ellos somos “anatema”.
– ¡Déjalos, hombre! ¿Te preocupa?
Pedro refunfuña entre dientes:
– Yo no me preocupo sino porque el Maestro no quiere violencia. Y ellos, que lo saben, se aprovechan…
Sin duda, piensa que Jesús, que está hablando con Simón y con el Iscariote, no está oyendo.
Pero sí ha oído y se vuelve, mitad severo, mitad sonriente…
Y dice:
– ¿Tú crees que Yo vencería haciendo violencia?
Esto es un pobre sistema humano que sirve por un tiempo, para victorias de los hombres.
¿Cuánto tiempo dura la opresión? Hasta que no produzca en los que la sufren, reacciones que al unirse, engendren una violencia mayor, que abate el atropello que existía antes.
No quiero un reino temporal. Quiero un Reino Eterno: el Reino de los Cielos. ¿Cuantas veces os lo he dicho? ¿Cuántas os lo deberé decir?
¿No lo entenderéis jamás? Sí. Vendrá el momento cuando lo entenderéis.
Pedro dice:
– ¿Cuándo, Señor mío?
Tengo prisa por entender para ser menos ignorante.
– ¿Cuándo? Cuando seáis triturados como el trigo entre las piedras del dolor y del arrepentimiento.
Podríais, es más, deberíais, entender antes. Pero para ello, deberíais quebrantar vuestra humanidad y dejar libre al espíritu…
Y no sabéis todavía, haceros esta violencia. Pero entenderéis… entenderéis.
Entonces entenderéis también cómo no podía hacer uso de la violencia, que es un medio humano, para instaurar el Reino de los Cielos: el Reino del espíritu.
Pero, mientras esto se cumple, no tengáis miedo.
Esos hombres que os preocupan no nos harán nada. Les basta con haberme arrojado.
Tomás advierte:
– ¿No era más fácil mandar un recado al sinagogo para que viniese a la casa del administrador o que nos esperase en el camino principal?
– ¡Oh! ¡Qué prudente estás hoy, Tomás mío!
Era más fácil pero no sería justo. Él ha demostrado heroísmo por Mí y se le injurió en su hogar por causa mía.
Es justo que Yo vaya a consolarlo a su casa.
Tomás se encoge de hombros y ya no habla más.
Ya se ve el pueblo, vasto pero de aspecto marcadamente rural, con casas entre huertos, que ahora están desnudos y con muchos apriscos.
Debe ser un lugar apto para el pastoreo, porque se oye por todas partes, un denso balar de rebaños que van a los pastos de la llanura o que vienen de ellos.
Tiene el consabido cruce de caminos con la plaza y su fuente en el centro en el lugar donde aquéllos confluyen.
Y ahí está la casa del jefe de la sinagoga.
Abre una mujer anciana con claros signos de llanto en su rostro.
No obstante, al ver al Señor experimenta un sentimiento de alegría y profiriendo palabras de bendición, se postra.
Jesús le dice:
– Levántate, madre.
He venido para deciros adiós. ¿Dónde está tu hijo?
Ella señala una habitación en el fondo de la casa.
Y dice:
– Está allí…
¿Has venido a consolarlo? Yo no soy capaz…
– Entonces, ¿Está afligido por algo?
¿Le duele el haberme defendido?
– No, Señor.
Pero siente un escrúpulo. Bueno, Tú lo escucharás. Lo llamo.
– No. Voy Yo.
Y se vuelve hacia los discípulos diciendo:
Vosotros esperad aquí. Vamos, mujer.
Jesús recorre los pocos metros del vestíbulo, empuja la puerta, entra en la habitación.
Se acerca despacio a un hombre que está sentado, inclinado hacia el suelo, absorto en una dolorosa meditación.
Jesús lo saluda:
– Paz a tí, Timoneo.
– ¡Señor! ¡Tú!
– Yo. ¿Por qué tan triste?
– Señor… Yo… me han dicho que he pecado.
Me han dicho que soy anatema. Yo me examino… y no creo que lo sea. Pero ellos son los santos de Israel y yo el pobre jefe de la sinagoga.
Sin duda tienen razón. Yo ahora no me atrevo a levantar la mirada hacia el rostro airado de Dios, a pesar de que me sería muy necesario en este momento.
Yo le servía con verdadero amor. Trataba de darlo a conocer.
Ahora quedaré privado de este bien, porque el Sanedrín me ha maldecido.
– Pero, ¿Cuál es el dolor?
¿El de dejar de ser el jefe de la sinagoga? o ¿El de quedar imposibilitado para hablar de Dios?
– Es precisamente esto, Maestro, lo que me produce dolor.
Supongo que cuando dices que si me duele el no ser jefe de la sinagoga te refieres a las ganancias y a los honores que ello conlleva.
Eso no me preocupa. Sólo tengo a mi madre. Ella es nativa de Aera y allí tiene una pequeña casa. Techo y sustento, para ella, hay.
Para mí… yo soy joven. Trabajaré. Pero ya jamás osaré hablar de Dios, pues he pecado.
– ¿Por qué has pecado?
– Dicen que soy cómplice del…
¡Señor…, no me hagas decirlo…!
– No. Yo lo digo. Bueno, ni siquiera lo digo.
Yo y tú conocemos sus acusaciones. Y Yo y tú sabemos que no son ciertas. Por tanto, tú no has pecado. Yo te lo digo.
– Entonces, ¿Puedo todavía levantar la mirada hacia el Omnipotente?
¿Todavía puedo…?
Jesús es todo dulzura mientras se inclina hacia el hombre, que se ha detenido bruscamente, como con miedo.
Lo que sucede, es que ante los ojos de Timoneo, Jesús ha sufrido una transformación espiritual…
A través del velo de su Carne, El Padre Celestial se está manifestando con su propia Persona, en la persona de Jesús y mira a Timoneo con infinita ternura…
El afligido hombre, ha servido con fidelidad en la sinagoga al Dios Trino al que ama sobre todas las cosas y Jesús es el Tabernáculo Viviente y purísimo, que le está concediendo un privilegio extraordinario…
Mirando a Jesús casi aterrorizado, al hombre le cuesta trabajo asimilar que a través de Jesús, pueda entrever la Presencia de…
Pero Jesús se lo confirma diciendo:
– ¿Qué? Mi Padre busca tu mirada, la quiere.
Y Yo quiero tu corazón y tu pensamiento. Sí, el Sanedrín descargará su mano sobre ti; Yo abro los brazos y digo: “Ven”.
¿Quieres ser un discípulo mío? Yo veo en ti todo lo necesario para ser un obrero del Dueño eterno.
Ven a mi viña….
– ¿Lo dices en serio, Maestro?
Madre… ¿Estás oyendo? ¡Yo me siento feliz, madre! Yo… bendigo este sufrimiento porque me ha procurado este gozo tan inmenso.
¡Celebrémoslo a lo grande, madre! Luego me iré con el Maestro y tú volverás a tu casa.
Voy enseguida, Señor mío; Tú, que me has librado de todo temor y dolor. Y también del miedo a Dios.
Jesús objeta:
– No. Esperarás la palabra del Sanedrín, con corazón sereno y sin rencor.
Quédate en en tu puesto, mientras se te permita que sigas. Luego te juntarás conmigo en Nazaret o en Cafarnaúm.
Adiós. La paz sea contigo y con tu madre.
– ¿No te vas a quedar un tiempo en mi casa?
– No. Iré a casa de tu madre.
– Es pueblo poco fiel.
– Le enseñaré la fidelidad.
Adiós, madre. ¿Te sientes feliz ahora?
Jesús la acaricia, como hace siempre con las mujeres ancianas, a las cuales les da casi siempre el nombre de “madre”.
La mujer llora ahora, pero de felicidad…
– Feliz, Señor. Había criado y educado a un varón para el Señor.
El Señor me lo toma como siervo de su Mesías. Bendito sea por ello el Señor. Bendito seas Tú que eres su Mesías.
Bendita sea la hora en que has venido aquí. Bendito sea mi hijo, que ha sido llamado a tu servicio.
– Bendita sea la madre santa como Ana de Elcana.
La paz sea con vosotros.
Jesús sale, seguido de madre e hijo.
Se junta con sus discípulos, saluda una vez más y luego inicia el regreso hacia la Galilea.