Archivos diarios: 8/12/20

116 SACRIFICIO CONYUGAL

116 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA 

Jesús camina con sus primos, hacia Caná, hasta llegar a la casa de Susana. 

Jesús está en esta casa descansando y comiendo, adoctrinando con sencillez a los parientes o amigos de Caná:  buenas personas que lo escuchan como siempre debería ser.

Jesús consuela además al marido de Susana, la cual parece estar enferma y él le habla de su dolor.

En esto, entra un hombre bien vestido y se postra a los pies de Jesús.

–     ¿Quién eres? ¿Qué quieres?

Mientras el hombre está todavía suspirando y llorando, el dueño de la casa le tira de un extremo de la túnica a Jesús y susurra:

–     Es un oficial del Tetrarca, no te fíes demasiado.

Jesús le pregunta al hombre postrado:

–     Habla. ¿Qué quieres de Mí?

–     Maestro, he sabido que habías vuelto.

Te esperaba como se espera a Dios. Ven en seguida a Cafarnaúm. Mi hijo varón yace enfermo; tanto, que sus horas están contadas.

He visto a tu discípulo Juan. Por él he sabido que estabas viniendo hacia aquí. Ven, ven enseguida, antes de que sea demasiado tarde.

–     ¿Cómo?

¿Tú, que eres siervo del perseguidor del santo de Israel, puedes creer en Mí?

¿Cómo podéis creer en el Mesías si no creéis en su Precursor?

–     Es verdad.

Vivimos en pecado de incredulidad y de crueldad. Pero, ¡Ten piedad de este padre! Conozco a Cusa.

He visto a Juana antes y después del milagro. He creído en Tí.

–     ¡Ya! Sois una generación tan incrédula y perversa que sin signos y prodigios no creéis.

Os falta la primera cualidad que se requiere para obtener milagros.

–     ¡Es verdad!

¡Todo eso es verdad! Pero ya ves que ahora creo en Tí y te ruego que vengas, que vengas enseguida a Cafarnaúm.

Tendrás preparada una barca en Tiberíades para que puedas ir más rápido. Ven antes de que mi niño muera.

Y el hombre llora desolado. 

Jesús declara:

–     Por ahora no iré a Cafarnaúm.

Vuelve tú. Tu hijo, desde este momento, está curado y vive.

El oficial del rey exclama:

–     ¡Que Dios te bendiga, mi Señor! Yo creo.

De todas formas, ven en otro momento a Cafarnaúm, a mi casa, que quiero que toda mi casa te festeje.

–    Iré. Adiós. La paz sea contigo.

El hombre sale rápido.

Inmediatamente después se oye el trote de un caballo.

El marido de Susana pregunta:

–     ¿Está curado de verdad ese muchacho? 

–     ¿Eres capaz de creer que Yo mienta?

–     No, Señor, pero Tú estás aquí y el muchacho allá.

–     Para mi espíritu no hay barreras ni distancias.

–     ¡Oh, mi Señor!.

Entonces, Tú que cambiaste el agua en vino en mi boda, transforma mi llanto en sonrisa: ¡Cúrame a Susana!

–    ¿Qué me das a cambio?

–     La suma que quieras.

–     No ensucio lo santo con la sangre del dios Riqueza.

Es a tu espíritu al que pregunto qué me dará.

–     Pues incluso a mí mismo si lo deseas.

–     ¿Y si te pidiera, sin palabras, un gran sacrificio?

–     Mi Señor, te estoy pidiendo la salud corporal de mi esposa y la santificación de todos nosotros.

Creo que nada puedo considerarlo excesivo si recibo esto.

–     Vivísimo es tu amor hacia tu mujer.

Si la devolviera a la vida, pero conquistándola Yo para siempre como discípula, ¿Qué dirías?

–     Que… que estás en tu derecho.

Y que… que imitaré a Abraham en la prontitud para el sacrificio.

–     Bien has dicho.

En el TERCER NIVEL DEL PURGATORIO, se sufre el Calvario de Jesús CON TODO EL RIGOR DE LA JUSTICIA DIVINA

Oíd esto todos:

La hora de mi Sacrificio se acerca; como agua corre veloz, sin detenerse, hacia la desembocadura.

Debo cumplir todo mi deber. La dureza humana me impide el acceso a mucho terreno de misión.

Mi Madre y María de Alfeo vendrán conmigo a otros lugares, a las gentes que aún no me aman o que no me amarán jamás.

Mi sabiduría sabe que las mujeres podrán ayudar al Maestro en este campo de misión impedido.

He venido a redimir también a la muje.

En el siglo futuro, en mi Hora, las mujeres símiles a sacerdotisas, servirán al Señor y a los siervos de Dios.

Yo he elegido a mis discípulos, pero para elegir a las mujeres, que no son libres, debo pedírselo a los padres y a los maridos. ¿Tú lo quieres?

–    Señor, amo a Susana.

Hasta ahora la he amado más como carne que como espíritu. Pero, influido por tu enseñanza, algo ha cambiado en mí;

ahora miro a mi mujer como alma además de como cuerpo. El alma es de Dios y Tú eres el Mesías Hijo de Dios.

No te puedo disputar tu derecho en lo que a Dios pertenece. Si Susana decide seguirte, no le opondré resistencia.

Me basta con que, te lo ruego, obres el milagro de sanarla a ella en su carne y a mí en mis apetitos…

–     Susana está curada.

Vendrá dentro de pocas horas a manifestarte su gozo. Deja que su alma siga su impulso, sin hablar de cuanto ahora he dicho.

Verás como su alma viene espontáneamente a Mí, como la llama tiende a subir hacia arriba. No por ello acabará su amor de esposa;  antes al contrario, subirá al grado más alto.

O sea, al de amar con la parte mejor: con el espíritu.

–     Susana te pertenece, Señor.

Debía morir y además lentamente, sufriendo fuertes espasmos. Una vez muerta, la habría perdido verdaderamente, aquí en la Tierra.

Siendo como Tú dices, la tendré todavía a mi lado para llevarme consigo por tus caminos.

Dios me la dio, Dios me la quita. ¡Bendito sea el Altísimo, en el dar y en el recibir!

Tiempo después, en Cafarnaúm…

Jesús está en la casa de Santiago y Juan con sus apóstoles, Pedro y Andrés, Simón Zelote, Judas y Mateo.

Santiago y Juan están felices: van y vienen, de su madre a Jesús y viceversa, como mariposas que no saben cuál flor elegir de dos igualmente apreciadas.

Y María Salomé, cada vez que van a ella, acaricia feliz, a estos hijos suyos, mientras Jesús sonríe contento.

Acaban de terminar la comida.

Santiago y Juan, a toda costa, quieren que Jesús coma unos racimos de uva blanca en conserva, preparada por su madre y que deben saber dulce como la miel.

¿Qué no le darían a Jesús?

Pero Salomé quiere ir más allá de las uvas y de las caricias, en dar y recibir.

Pasado un rato, en que ha estado pensativa mirando a Jesús y a Zebedeo, toma una decisión.

Se acerca al Maestro, que está sentado, aunque con los hombros apoyados contra la mesa. Y se arrodilla delante de Él.

Jesús pregunta:

–     ¿Qué quieres, mujer?

–     Maestro, has decidido que tu Madre y la de Santiago y Judas vayan contigo.

También va contigo Susana, y lo hará, sin duda, la gran Juana de Cusa.

Todas las mujeres que te veneran irán contigo, si una sola lo hace. Yo también quisiera contarme entre ellas.

Tómame contigo, Jesús; te serviré con amor.

–     Debes cuidar a Zebedeo. ¿Ya no lo quieres?

–     ¡Que si le quiero!…

Pero te quiero más a Tí. ¡Oh… No quiero decir que te quiera como hombre!

Tengo ya sesenta años, estoy casada desde hace casi cuarenta  y jamás he visto a hombre alguno aparte de mi marido. 

No voy a perder la cabeza ahora que soy una anciana.

No quiero decir tampoco que por ser vieja muera mi amor hacia mi Zebedeo. Pero Tú… Yo no sé hablar.

Soy una pobre mujer.

Hablo como sé. Quiero decir que a Zebedeo lo quiero con todo lo que yo era antes;

a Tí te quiero con todo lo que Tú me has sabido dar con tus palabras y las que me han referido Santiago y Juan.

Es algo completamente distinto, sin duda muy hermoso.

–     Nunca será tan hermoso como el amor de un excelente esposo.

« ¡Oh, no! ¡Mucho más!

No te lo tomes a mal, Zebedeo. Te sigo queriendo con toda mí misma. A Él, sin embargo, lo quiero con algo que aun siendo todavía María ya no es María, la pobre María, tu esposa, sino que es más…

¡Oh…, no sé decir!

Jesús sonríe a esta mujer que no quiere ofender a su marido, pero que al mismo tiempo no puede mantener escondido su grande, nuevo amor.

Zebedeo también sonríe, con gravedad. Y se acerca a su mujer,  la cual, todavía de rodillas, gira sobre sí misma alternativamente hacia su esposo y hacia Jesús. 

Jesús le dice:

–     ¿Te das cuenta, María, de que vas a tener que dejar tu casa?

¡Para ti es muy importante! Tus palomas… tus flores… y esta vid que da esa dulce uva de que tan orgullosa te sientes…

Y tus colmenas: las más renombradas del pueblo…

Y tendrás que dejar ese telar en que has tejido tanta tela, tanta lana para tus amados…

¿Y tus nietecitos, los hijos de tus hijas? ¿Qué vas a hacer sin ellos?

María Salomé, además de Juan y Santiago, tiene hijas… 

Y responde:

–     Pero, mi Señor,

¿Qué son las paredes de la casa, las palomas, las flores, la vid, las colmenas, el telar?… Son cosas buenas, se les tiene cariño, sí.

¡Pero… son tan pequeñas comparadas contigo, comparadas con el amor a Tí!… Los nietecitos… sí.

Sentiré no poderlos dormir en mi regazo ni oír su voz cuando me llaman. ¡Pero Tú eres mucho más; sí, sí, eres más que todo eso que me nombras!

Y aun en el caso de que por mi debilidad lo estimase tanto como servirte y seguirte.

O más, de todas formas prescindiría de ello, no sin llanto femenino, para seguirte con la sonrisa en el alma.

¡Acéptame, Maestro. Decídselo vosotros,

Juan, Santiago… y tú, esposo mío. ¡Sed buenos, ayudadme todos!

–     Bien, de acuerdo.

Vendrás también tú con las otras mujeres. He querido hacerte meditar bien sobre el pasado y el presente, sobre lo que dejas y lo que tomas.

Ven, Salomé; estás preparada ya para entrar en mi familia.

–     ¡Preparada! Pero si soy menos que un párvulo…

Tú me perdonarás los errores, me sujetarás de la mano. Tú… porque, siendo tosca como soy, voy a sentir vergüenza ante tu Madre y ante Juana.

Y ante todos, excepto ante Tí, porque Tú eres el Bueno y todo lo comprendes, de todo te compadeces, todo lo perdonas.

115 LA PRIMERA DISCÍPULA

115 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA 

Jesús va caminando solo, raudo, por la vía de primer orden que pasa cerca de Nazaret.

Entra en la ciudad y se dirige a su casa.

Cerca ya de ella ve a su Madre, que también se está dirigiendo a la casa, acompañada por su sobrino Simón, que va cargado de haces de ramas secas.

La llama:

–    ¡Mamá!

María se vuelve y exclama:

–    ¡Oh, Hijo mío bendito! 

Y ambos corren al recíproco encuentro.

Simón imita a María y dejados los haces de ramas en el suelo, va hacia su primo y lo saluda cordialmente.

Jesús dice:

–     Mamá mía, aquí estoy. ¿Estás contenta ahora?

María contesta feliz:

–     Mucho, Hijo mío. Pero…

Si sólo por mi súplica lo has hecho, te digo que ni a ti ni a mí nos es lícito seguir los dictámenes de la sangre antes que la misión.

–     No, mamá; he venido también para otras cosas.

–     ¿Es verdad lo que dicen, Hijo mío?

Yo creía, quería creer, que no te odiasen tanto, que se tratase de voces mentirosas…

Las lágrimas se patentizan en la voz y en los ojos de María.

–     No llores, Mamá; no me des este dolor. Necesito tu sonrisa.

–     Sí, Hijo mío, es verdad.

Ves tantos rostros duros de enemigos, que necesitas sonrisas y mucho amor. No obstante, aquí, ¿Ves?, aquí hay quien te ama por todos…

María, apoyándose levemente en su Hijo, quien con el brazo sobre sus hombros, la lleva arrimada a sí.

Camina lentamente hacia la casa, tratando de sonreír para eliminar todo rastro de dolor en el corazón de Jesús.

Simón igualmente, tras haber recogido sus haces de ramas, va caminando al lado de Jesús.

Jesús dice preocupado:

–    Estás pálida, Mamá.

¿Te han causado mucho dolor? ¿Has estado enferma? ¿Has trabajado demasiado?

–     No, Hijo, no.

A mí no me han causado ningún dolor. Mi único padecimiento eras Tú, lejano y no amado. No, no, aquí son todos muy buenos conmigo.

Bueno, ya no me refiero a María y a Alfeo; ya sabes cómo son.

E incluso Simón. Ya ves lo bueno que es… pues siempre así. Ha sido mi socorro durante estos meses.

Es él quien ahora se encarga de traerme la leña. Es muy bueno. Y también José, ¿Sabes? Muchos detalles de amabilidad con su María. 

Jesús se vuelve hacia su primo:

–     Que Dios te bendiga Simón, y también a José.

Os perdono el que todavía no me améis como Mesías. ¡Oh, sí, llegaréis a amarme en cuanto Cristo que soy!

Pero, ¿Cómo podría perdonaros el no amarla a Ella?

Simón responde:

–     Querer a María es un hecho de justicia y significa paz, Jesús.

Pero también te queremos a ti, sólo que… tememos demasiado por ti.

–     Sí. Me queréis humanamente. Alcanzaréis el otro amor.

María dice:

–     Tú también, Hijo mío, estás pálido; y más delgado.

Simón observa:

–     Sí, también lo veo yo.

Pareces como más mayor.

Entran en la casa. Simón deja en su sitio los haces de leña y discretamente, se retira.

–     Hijo, ahora que estamos solos, dime la verdad, toda.

¿Por qué te han expulsado?

María tiene sus manos en los hombros de su Jesús y fija la mirada en su rostro enflaquecido.

Jesús sonríe, con una sonrisa dulce pero cansada.

Y dice:

–     Por tratar de conducir al hombre a la honestidad, a la justicia, a la verdadera religión.

–     Pero, ¿Quién te acusa?, ¿El pueblo?

–     No, Madre; los fariseos y escribas…

Excepto algún que otro justo que hay entre ellos.

–     ¿Qué has hecho para atraerte sus acusaciones?

–     Decir la verdad.

¿No sabes que éste es el mayor error que uno puede cometer ante los hombres?

–     ¿Y qué han podido argüir para justificar sus acusaciones?

–     Embustes. Los que ya sabes y otros.

–     Díselos a tu Madre.

Deposita todo tu dolor en mi pecho.

El pecho de una madre está acostumbrado al dolor y se siente feliz de beberlo hasta la hez, si con ello lo elimina del corazón de su hijo.

Dame tu dolor, Jesús. Ponte aquí, como cuando eras pequeño; deposita toda tu amargura.

Jesús se sienta en una pequeña banqueta a los pies de su Madre y cuenta todo lo acaecido durante los meses pasados en Judea.

Sin rencor, pero sin velo alguno.

María acaricia sus cabellos, con una heroica sonrisa en los labios, que combate contra el brillo de llanto de sus ojos azules.

Jesús habla también de la necesidad de entrar en contacto con mujeres, para redimirlas.

Y de su dolor de no poderlo hacer a causa de la malignidad humana.   

María escucha comprensiva y decide:

–      Hijo, no debes negarme lo que deseo.

A partir de ahora iré contigo cuando Tú te alejes; en cualquier época o estación del año, en cualquier lugar.

Te defenderé de la calumnia. Bastará mi presencia para hacer caer el lodo. Y María vendrá conmigo; lo desea ardientemente.

El corazón de las madres es necesario junto al Santo.

Y también contra el demonio y el mundo.

CONSOLADORA DE LOS AFLIGIDOS