Archivos diarios: 10/12/20

119 UNA VIRGEN CONSAGRADA

119 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA 

Jesús está con Pedro, Andrés y Juan. Llama a la puerta de la casa de Nazaret.

Su Madre abre en seguida.

Su rostro, al ver a su Jesús, se ilumina con refulgente sonrisa.

–     Regresas en un momento oportuno, Hijo mío.

Desde ayer tengo conmigo una paloma pura que te está esperando. Ha venido de lejos.

La persona que la ha acompañado no podía quedarse más tiempo. Yo, dado que ella solicitaba consejo, he dicho lo que podía,  pero sólo Tú, Hijo mío, eres Sabiduría.

Bienvenidos de nuevo también vosotros. Entrad inmediatamente para descansar y reponer fuerzas. 

Jesús dice:

–     Sí, quedaos aquí.

Voy sin demora con esta criatura que me está esperando.

Los tres sienten viva curiosidad, pero en modo diverso:

Pedro, como si esperase poder ver a través de las paredes, observa con el rabillo del ojo en todas las direcciones.

Juan, parece como si quisiera leer en el sonriente rostro de María el nombre de la desconocida.

Andrés, que está intensamente ruborizado, clava su mirada en Jesús con toda la fuerza de sus pupilas.  Y una muda súplica tiembla en su mirada y en sus labios.

Pero Jesús no detiene su atención en ninguno.

Mientras los tres discípulos se deciden a entrar en la cocina, donde María les ofrece comida y calor de hogar…

Jesús levanta la cortina que tapa la puerta que conduce al huerto jardín y sale.

Un delicado sol da a las ramas enteramente florecidas del alto almendro del huerto, un aspecto más esponjoso e irreal del que ya de por sí tienen;

es el único árbol florecido, el más alto de los árboles del huerto, pingüe con su vestido de seda blanco-rosácea entre la desnuda pobreza de los otros: 

Peral, manzano, higuera, parra, granado, estériles y desnudos.

Almendro que pomposo con su velo espumoso y vivo que contrasta con la gris humildad monótona de los olivos…

parece como si hubiera atrapado con sus largas ramas una tenuísima nube perdida en el campo zarco del cielo.

Y que con sus vedijas se hubiera engalanado para decir a todos:

«Llega la primavera, tiempo de desposorio. Exultad, plantas y animales. Es el tiempo de los besos con el viento o las abejas

¡Oh flores!; es la hora de los besos bajo las tejas o entre la densa vegetación, ¡Oh pajarillos de Dios!,

¡Oh cándidas ovejas!: hoy besos, mañana prole, para perpetuar la obra del Creador Dios nuestro.

Jesús, erguido bajo el sol, con las manos cruzadas sobre el pecho, sonríe a la pura y serena gracia del huerto materno,

con sus cuadros plantados de azucenas que muestran ya sus primeros haces de hojas, con sus rosales aún desnudos y el olivo tan de plata,

con otras familias de flores desperdigadas entre los humildes cuadros de legumbres y verduras en brote;

puro, ordenado, delicado, parece espirar también él candor de virginidad perfecta.  

María lo llama:

–      Hijo, ven a mi habitación.

Te la traigo, porque al oír tantas voces ha huido a aquel extremo.  

Jesús entra en la habitación materna, esa casita, castísima habitacioncita que oyó las palabras del angélico coloquio y que emana, más aún que el huerto,

la esencia virginal, angélica, santa; de la Mujer que en ella mora desde hace años y del Arcángel que en ella veneró a su Reina.

¿Han pasado ya treinta años o ayer se produjo el encuentro?

Hoy también se ve una rueca con su blando y casi argentino copo de estambre, en el huso hilo.

Y encima de la repisa que está junto a la puerta, un bordado plegado, entre un rollo de pergamino y un jarrón de cobre con una tupida ramita de almendro florecido;

hoy también palpita con un ligero vientecillo la cortina de rayas, la que cela el misterio de esta virginal morada.

El lecho ordenado en su ángulo, sigue teniendo ese aspecto delicado propio del de una niña que apenas haya llegado al umbral de la juventud. 

¡Qué sueños se producirán y se habrán producido en esa almohada de escaso grosor!…

La mano de María levanta lentamente la cortina.

Jesús, que en pie, de espaldas a la puerta, estaba contemplando ese nido de pureza, se vuelve.

–     Mira, Hijo mío, la traigo a Ti.

Es una cordera y Tú eres su Pastor.

Y dicho esto, María que había entrado llevando de la mano a una jovencita morenita, esbelta, que al verse en presencia de Jesús se ruboriza intensamente…   

se retira con delicadeza dejando caer la cortina.  

Jesús la saluda:

–     Paz a ti, niña.

Ella responde completamente turbada:

–     La paz… Señor…

La jovencita, muy emocionada, no puede seguir hablando…

Y se arrodilla rostro en tierra.

–     Levántate. 

¿Qué deseas de Mí? No temas…

–     No es miedo… pero…

Ahora, delante de Ti, después de que lo he deseado tanto… Todo lo que veía fácil y necesario decirte… Ya no me vienen las palabras…

ya no me parece eso… Soy tonta… Perdóname, mi Señor…

–     ¿Estás pidiendo gracia para este mundo?

¿Necesitas un milagro? ¿Tienes que convertir a alguna alma? ¿No?

¿Entonces? ¡Ánimo, habla! Tanto valor como has tenido ¿Y ahora te falta? ¿No sabes que Yo soy quien aumenta la fortaleza? ¿Sí? ¿Lo sabes? Pues entonces, ¡Venga, habla!;

como si Yo fuera un padre para Ti. Veo que eres joven. ¿Cuántos años tienes?

–     Dieciséis, Señor mío.

–     ¿De dónde vienes?

–     De Jerusalén.

–     ¿Cuál es tu nombre?

–     Analía…

–     El amado nombre de mi abuela y de muchas otras santas mujeres de Israel. Y formando uno solo con él, el de la buena, fiel, amorosa y mansa esposa de Jacob. Te traerá buen augurio.

Serás una esposa y madre ejemplar. ¿No? ¿Meneas la cabeza? ¿Lloras? ¿Es que te han rechazado?

¿Tampoco es eso? ¿Ha muerto tu prometido? ¿No has sido elegida todavía?

La jovencita sigue meneando la cabeza en señal de negación.

Jesús da un paso hacia ella, la acaricia y la fuerza a que levante la cabeza y a que lo mire…

La sonrisa de Jesús vence el estado de turbación de la muchacha, que ahora se siente más segura,

Y dice:

–     Mi Señor, yo estaría casada y viviría feliz y además por mérito tuyo.

¿No me reconoces, mi Señor? Soy la enferma de tisis, la novia moribunda que curaste por la oración de tu Juan…   

Después de tu gracia, yo… mi cuerpo era distinto: sano en lugar del otro, moribundo, que tenía antes.

Mi alma también era distinta…   

No sé, pero yo ya no me sentía yo… La alegría de estar curada, la certeza, por tanto, de poder casarme.

El hecho de no llegar al matrimonio era lo que de mi muerte me apenaba – no duraron sino las primeras horas. Luego…

La jovencita se siente cada vez más segura, le vuelven las palabras y las ideas que había perdido en el estado de turbación de verse sola con el Maestro…

Ella continúa:

-…Luego sentí que no debía ser sólo egoísta, pensar sólo: “Ahora seré feliz”, sino que debía pensar en algo mayor e ir a Tí. A Dios, Padre tuyo y mío.

Alguna pequeña cosa, pero que expresase mi gratitud. Pensé mucho y, cuando el sábado siguiente vi a mi prometido, le dije:

“Escucha, Samuel. Sin el milagro yo, pasados unos meses, habría muerto y me habrías perdido para siempre.

Quisiera ofrecerle a Dios un sacrificio, yo contigo, para decirle que lo alabo y le estoy agradecida”.

Y Samuel respondió enseguida, porque me quiere:

“Vamos al Templo juntos a inmolar la víctima”.

Pero no era eso lo que yo quería. Soy pobre, aldeana, mi Señor; poco sé y menos aún puedo;

Pero, a través de la mano que habías depositado en mi pecho enfermo, algo había llegado no sólo a mis pulmones horadados; sino también adentro del corazón: a los pulmones, salud; al corazón, sabiduría.

Yo comprendía que el sacrificio de un cordero no era el que deseaba mi espíritu, que te… que te amaba.

La muchacha calla y se sonroja tras esta profesión de amor.

Jesús la incita:

–     ¡Sigue, sin miedo!

¿Qué quería tu espíritu?

–     Sacrificarte algo que fuera digno de Ti, ¡Oh Hijo de Dios!

Y entonces… y entonces yo pensaba que debería ser una cosa espiritual, como corresponde a Dios, o sea,

mi sacrificio de alargar la espera del matrimonio por amor a Ti, mi Salvador.

Gran alegría comporta el matrimonio, ¿Sabes? ¡Cuando hay amor es una cosa grande! ¡Un deseo, una ansiedad por casarse!…

Pero yo ya no era la misma de unos días antes. No era para mí ya lo más hermoso… Se lo dije a Samuel y él me comprendió.

El también ha decidido hacerse nazareo durante un año, a contar desde el día que debería haber sido la boda, o sea, el día siguiente de las calendas de Adar.

Entretanto se puso a buscarte para testificarte su amor por haberle restituido a su prometida, testificarte su amor y conocerte.

Y te encontró, pasados muchos meses, en Agua Especiosa. Yo también fui… Tu palabra terminó de cambiarme el corazón. Ya no me es suficiente el voto de antes…

Como ese almendro de ahí fuera, que bajo el sol cada vez más caluroso ha vuelto a la vida tras meses de muerte…

Y ha florecido y luego dará hojas y luego frutos,

así yo también he ido progresando en el conocimiento de lo mejor. La última vez, ya segura de mí y de lo que quería, durante todos estos meses he estado meditando…

la última vez que estuve en Agua Especiosa ya no estabas, te habían obligado a irte.

Mucho lloré y oré, de forma que el Altísimo me escuchó, persuadiendo a mi madre a mandarme aquí con un familiar que iba a Tiberíades, para hablar con los cortesanos del Tetrarca.

El capataz me había dicho que aquí te encontraría. Encontré a tu Madre. Sus palabras, el simple hecho de escucharla y de estar a su lado estos dos días, han hecho madurar completamente el fruto de tu gracia».

La muchacha se ha arrodillado como si estuviera ante un altar, con las manos cruzadas sobre el pecho.

–     Bien, pero, exactamente ¿Qué deseas?, ¿Qué puedo hacer por ti?

–     Señor, querría… querría una cosa muy importante,

que solamente Tú, que das la vida y la salud, me la puedes otorgar, pues pienso que lo que puedes dar lo puedes quitar…

Yo quisiera que la vida que me has dado me la quitases antes de que termine el año de mi voto…

–     Pero, ¿Por qué?

¿No te sientes agradecida a Dios por haber recuperado la salud?

–     ¡Mucho! ¡Infinitamente!

Es por una sola cosa: porque viviendo por su gracia y por tu milagro he comprendido lo mejor.

–     ¿Que es…?

Enséñame a decir “SÍ# cada día a la Voluntad de Dios, a abandonarmw wn aua Manos y dejarme amar por Él, que tu compañía me enseñe en este Adviento a esperar a jesús con amor infinito…

–     Que es vivir como los ángeles, como tu Madre, mi Señor,

Como Tú… Como vive tu Juan… Las tres azucenas, las tres llamas blancas, las tres bienaventuranzas de la Tierra, Señor.

Sí, porque creo que es una bienaventuranza el poseer a Dios y el que Dios sea propiedad de los puros.

Creo que quien es puro es un cielo con su Dios en el centro y los ángeles alrededor… ¡Oh, mi Señor, yo desearía esto!…

Poco te he oído, poco he oído a tu Madre, al discípulo y a Isaac, y no he conocido a otros que me dijeran tus palabras.

Pero es como si mi espíritu te oyera siempre y fueras Tú su Maestro… He dicho, mi Señor…

–     Analía, mucho es lo que pides y mucho es lo que das. 

Hija, has comprendido a Dios y la perfección a que la criatura puede ascender para parecerse y agradar al Purísimo.

Jesús ha cogido entre sus manos la cabeza morena de la muchacha, que sigue arrodillada.

Y le está hablando inclinado hacia ella.

–     El que nació de una Virgen, porque no podía prepararse un nido no hecho de azucenas, se siente nauseado hija, de la Triple Libídine del mundo;

se curvaría aplastado por tanta náusea si el Padre, que sabe de qué vive su Hijo, no interviniera con sus amorosos auxilios para sostener a su alma angustiada.

Los puros son mi alegría; tú me devuelves lo que el mundo me quita con su inexhausta bajeza:

¡Benditos seáis por ello el Padre y tú, niña! Ve tranquila. Algo intervendrá y hará eterno tu voto.

Sé una de las azucenas esparcidas por los sangrientos caminos del Cristo.

–     Mi Señor, quisiera también otra cosa…

–     ¿Cuál?

–     No estar cuando llegue tu muerte…

No podría ver morir a quien es mi Vida.

Jesús sonríe dulcemente y seca con su mano dos hilos de lágrimas que descienden por la carita morena de la muchacha.

–     No llores.

Las azucenas nunca están de luto. Reirás con todas las perlas de tu corona angélica cuando veas al Rey coronado entrar en su Reino.

Ve. Que el Espíritu del Señor te adoctrine entre una venida mía y la otra. Te bendigo con el fuego del Eterno Amor.

Jesús se asoma al huerto y dice:

–     ¡Madre! Aquí tienes a una hijita toda para ti.

Ahora es feliz. Sumérgela en tus candores, ahora y cada vez que vayamos a la Ciudad Santa, para que sea nieve de pétalos celestes, esparcida sobre el trono del Cordero.

Y Jesús vuelve con los suyos mientras María se queda con la muchacha, acariciándola.

Pedro, Andrés y Juan lo miran con ademán interrogativo.

El rostro resplandeciente de Jesús les manifiesta su alegría.

Pedro no se contiene y pregunta:

–     ¿Con quién has estado hablando tanto, Maestro mío?

¿Qué has oído para estar tan radiante de alegría?

–     Con una mujer que está en el alba de la vida.

Con la mujer que será el alba de muchas otras que han de venir.

–     ¿Quiénes?

–     Las vírgenes.

Andrés dice en voz baja para sí mismo:

–     No es ella…

–     No, no es ella.

De todas formas, no te canses de orar, con paciencia y bondad.

Cada palabra de tu oración es como un reclamo, una luz en la noche; la sostienen y la guían.

–     Pero, ¿A quién espera mi hermano?

–     Espera a un alma, Pedro.

Es una gran miseria que quiere transformar en una gran riqueza.

–     ¿Y dónde la ha encontrado Andrés, que no se mueve nunca, no habla nunca y no tiene nunca iniciativas?

–     En mi camino.

Ven conmigo, Andrés, vamos a donde Alfeo, a bendecirlo en compañía de sus muchos nietos.

Vosotros esperadme en casa de Santiago y Judas. Mi Madre necesita estar sola todo el día.

Y yendo así, unos a una parte otros a otra, el secreto envuelve la alegría de la primera consagrada a la virginidad por amor a Cristo.

118 EL JUEZ DIVINO

118 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA 

Al día siguiente, cerca de los mercaderes, que están situados junto al puerto,

Jesús está esperando con Simón y sus primos a que los otros consigan las provisiones necesarias.

Unos niños miran con curiosidad a Jesús, el cual los acaricia dulcemente mientras habla con sus apóstoles.

Dice Jesús:

–     Me duele este descontento por el hecho de que Yo entable relaciones con los gentiles, pero no puedo hacer sino loque debo y debo ser bueno con todos.

Esforzaos en ser buenos al menos vosotros tres y Juan; los otros os seguirán por imitación.  

Santiago de Alfeo dice:

–     Pero ¿Cómo se puede ser bueno con todos?

A fin de cuentas, ellos nos desprecian y nos oprimen; no nos comprenden, están llenos de vicios…

–     ¿Que cómo puede ser?

¿Tú estás contento de haber nacido de Alfeo y María?

–     Sí, claro. ¿Por qué me preguntas esto?

–     Y si Dios te hubiera preguntado antes de tu concepción, ¿Habrías querido nacer de ellos?

–     Pues claro. No comprendo…

–     Y si en vez de ello hubieras nacido de un pagano, al oírte acusar de haber querido nacer de un pagano, ¿Qué habrías dicho?

–     Habría dicho…

Habría dicho: “No tengo la culpa. He nacido de él, pero podría haber nacido de otro”.

Habría dicho: “Vuestra acusación es injusta; si no obro el mal, ¿Por qué me odiáis?”

–     Tú lo has dicho.

También éstos, que despreciáis por ser paganos, pueden decir lo mismo. No por méritos propios has nacido de Alfeo, que es un verdadero israelita.

Lo que tienes que hacer es agradecérselo al Eterno, nada más, porque te ha otorgado un gran regalo.

Y como signo de gratitud y con humildad, tratar de conducir al Dios verdadero a otros que no tienen este don. Hay que ser bueno.

–     ¡Es difícil amar a quien no se conoce!

–     No. Mira.

Tú, pequeñuelo, ven aquí.

Se acerca un niño de unos ocho años, que estaba jugando en un ángulo con otros dos chiquillos.

Es un niño robusto, de pelo muy negro aunque de tez blanquísima.

–     ¿Quién eres?

–     Soy Lucio.

Cayo Lucio de Cayo Mario, romano, hijo del decurión de guardia, que se quedó aquí después de la herida».

–     ¿Y ésos quiénes son?

–     Isaac y Tobías.

Pero no se debe decir porque no se puede. Les pegarían.

–     ¿Por qué?

–     Porque son hebreos y yo romano.

No se puede.

–     Pero tú vas con ellos…

¿Por qué?

–     Porque somos amigos.

Jugamos siempre a los dados y al saltarel juntos; pero no deben vernos.

–     ¿Y a mí me querríais?

Yo soy también hebreo y no soy un niño. Fíjate, soy un maestro, como si dijéramos un sacerdote.

–     ¡Qué más da!

Si me quieres, te quiero. Y te quiero, porque me quieres.

–     ¿Por qué lo sabes?

–     Porque eres bueno y quien es bueno quiere a los demás.

–     Ved, amigos: el secreto para amar es ser buenos

Si se es bueno se ama, sin pensar si éste es o no de una determinada fe.

Y Jesús, llevando de la mano al pequeño Cayo Lucio, va a donde los niños hebreos, que se habían escondido asustados tras el atrio de una casa, a acariciarlos

Y les dice:

–     Los niños buenos son ángeles.

Los ángeles tienen una sola patria: el Paraíso; una sola religión: la del único Dios; un solo Templo: el corazón de Dios. Quereos como ángeles siempre.

–     Pero, si nos ven nos pegan…

Jesús no responde; se limita a mover la cabeza con un sentimiento de amargura.

Una mujer alta y de bello aspecto llama a Lucio.

El niño deja a Jesús mientras grita:

–     ¡Es mi mamá!

Y a la mujer le grita:

–    ¡Mira el amigo que tengo!

¡Es grande! ¡Es un maestro!…

La mujer no se marcha con su hijo, sino que se acerca a Jesús.

Y le pregunta:

–     ¡Hola!

¿Eres el hombre de Galilea que ayer habló en el puerto?

–     Soy Yo.

–     Espérame aquí entonces.

Tardo poco.

Y se va con su pequeñuelo.

Entretanto han llegado también los otros apóstoles, excepto Mateo y Juan, .

Y preguntan:

–     ¿Quién era?

Simó y los demás responden:

–     Una romana, creo.

–     ¿Y qué quería?

–     Ha dicho que espere aquí.

Lo sabremos.

Entretanto, algunas personas curiosas, se han acercado y se ponen a esperar también.

Vuelve la mujer con otros romanos.

Uno que parece siervo de una casa señorial, pregunta:

–     ¿Entonces eres Tú el Maestro? 

Cuando le ha sido confirmado,

pregunta:

–    ¿Sentirías aversión por curar a una hijita de una amiga de Claudia?

La niña está agonizando. Se ahoga. El médico no sabe de qué se está muriendo.

Ayer tarde estaba sana, esta mañana ya estaba agonizando.

–     Vamos.

Avanzan un poco por una calle que lleva al lugar de ayer.

Llegan al portal de una villa que parece habitada por romanos y que está abierta de par en par.

–     Espera un momento.

El hombre entra rápido.

Casi inmediatamente se asoma de nuevo y dice:

–     Ven.

Pero, sin darle ni siquiera tiempo a Jesús de entrar, sale de la casa una joven de aspecto señorial, aunque con una angustia más que evidente.

Lleva en brazos a una criaturita de pocos meses, como muerta, ya cárdena, como una persona que se esté ahogando.

Está enferma por una difteria mortal y está en los últimos estertores de su vida.

La mujer busca amparo en el pecho de Jesús como un náufrago en un escollo. Su llanto es tan grande, que no es capaz de hablar.

Jesús toma a la criaturita, que manifiesta pequeños movimientos convulsivos en las manitas céreas, con sus uñitas ya violáceas.

La levanta. La cabecita queda colgando hacia atrás sin fuerza.

La madre, perdida su soberbia de romana frente a un hebreo, se ha deslizado hasta los pies de Jesús, al suelo.

Y llora con el rostro levantado, los cabellos medio desgreñados, los brazos extendidos, estrujando la túnica y el manto de Jesús.

Detrás y alrededor mirando, hay romanos de la casa y mujeres hebreas de la ciudad.

Jesús moja en su saliva su dedo índice derecho y lo mete en la boquita jadeante. Lo introduce hacia abajo.

La niña forcejea. Su tez se ennegrece aún más.

La madre grita:

–   ¡No! ¡No!

Y se contorsiona como si hubiese sido traspasada por un puñal.

La gente contiene la respiración…

Pero el dedo de Jesús, sale junto con un amasijo de membranas purulentas.

La niña deja de forcejear.

Luego, emite un tierno gemido de llanto y se calma con inocente sonrisa, manoteando y moviendo los labios como un pajarillo cuando pía y agita las alitas en espera de su alimento.

Jesús le entrega la niña y declara:

–     Toma, mujer.

Dale la leche. Está curada.

La madre está en tal modo turbada, que coge a la pequeñita y así como estaba en el suelo, la besa.

La acaricia toda para sí, le da el pecho enajenada, olvidada de todo lo que no sea su hijita.

Un patricio romano muy elegante,

le pregunta a Jesús:

–     Pero ¿Cómo lo has conseguido?

Soy el médico del Procónsul, soy docto, he tratado de quitar la obstrucción, pero estaba muy abajo, demasiado abajo…

Y Tú… así…

–     Eres docto, pero no tienes contigo al Dios verdadero.

¡Sea Él en esto glorificado! ¡Adiós!

Y Jesús hace ademán de querer marcharse.

Pero he aquí que un pequeño grupo de israelitas siente la necesidad de intervenir.

Y lo increpan:

–     ¿Cómo te has permitido acercarte a extranjeros?

Son impuros, están corrompidos, cualquiera que se acerque a ellos queda contaminado.

Y con el Don de Ciencia Infusa…

Jesús mira fijamente, severamente, a los tres.

Y dice:

–     ¡No eres tú Ageo, el hombre de Azoto que vino aquí el pasado Tisrí para negociar con el mercader que está al pie de los muros del viejo fontanar?

¿Y tú no eres José de Rama, que vino también aquí. Y tú sabes, como Yo, por qué, a la consulta del médico romano?

¿Y entonces? ¿No os sentís vosotros impuros? 

Un médico no es nunca extranjero. Cura el cuerpo, que es igual para todos. A mayor razón lo es el alma.

Pero además, ¿Qué he curado Yo? El cuerpo inocente de un párvulo, medio con que espero curar las almas no inocentes de los extranjeros.

Como médico y Mesías por tanto, puedo tratar con cualquiera.

–     No puedes.

–     ¿No, Ageo?

¿Y tú por qué tratas con el mercader romano?

–     Mi contacto con él es sólo a través de la mercancía y del dinero.

–     Y entonces, dado que no tocas su carne, sino solamente lo que ha tocado su mano, no te parece que te contamines…

¡Oh, ciegos y crueles!

Escuchad todos. Precisamente en el libro del Profeta cuyo nombre lleva éste, está escrito:

“Plantea a los sacerdotes esta cuestión sobre la Ley:

“Si un hombre lleva carne santificada en el vuelo de su túnica y con él toca luego viandas, pan o aceite u otros alimentos, ¿Quedarán estas cosas santificadas?” (Ageo 2, 11 y siguientes).

Y los sacerdotes respondieron: “No”.

Entonces Ageo dijo: `Si uno, impuro a causa de un muerto, toca una de estas cosas, ¿Quedará contaminada?’.

Y los sacerdotes respondieron: `Si”‘.

Por esta subrepticia, engañosa, incoherente manera de actuar, ponéis obstáculo al Bien y lo condenáis y sólo aceptáis lo que os produce algún beneficio.

En ese caso cesan indignación, asco y aversión.

Distinguís, si no os acarrea un perjuicio personal lo impuro, que hace a uno impuro, de lo que no lo es.

¿Cómo sois capaces, bocas mentirosas, de profesar que lo que ha sido santificado por haber tocado carne santa o cosa santa, no santifica lo que toca?

¿Y lo que ha tocado una cosa impura puede convertir en impuro lo que toca?

¿No comprendéis que os contradecís, ministros embusteros de una Ley de Verdad de la que os aprovecháis?

Vosotros la retorcéis como si fuera una soga, según que os lo pida vuestro anhelo de obtener de ella algún provecho.

Fariseos hipócritas, que bajo pretexto religioso dais rienda suelta a vuestra rencorosa envidia humana, enteramente humana;

profanadores de lo que a Dios pertenece; insultadores y enemigos del Mensajero de Dios.

En verdad, en verdad os digo que todo acto vuestro, toda conclusión vuestra, todo movimiento vuestro;

tiene en la base todo un mecanismo astuto constituido por ruedas, resortes, contrapesos, tirantes; que son vuestros egoísmos, pasiones, hipocresía, odios, anhelo de imponerse a los demás, envidias.

¡Deberíais avergonzaros! Codiciosos, cobardes, rencorosos, que vivís en el miedo orgulloso de que alguno, aun no siendo de vuestra casta, os aventaje.

¡Mereced ser como ese que os infunde miedo y os produce ira! Como dice Ageo, de un montón de veinte celemines hacéis uno de diez, y de cincuenta barriles veinte.

Y os quedáis con la diferencia, mientras que, tanto por dar ejemplo a los demás como por el amor debido a Dios, deberíais no quitar;

sino añadir de lo vuestro al conjunto de los celemines y barriles en pro de quien pasa hambre.

Y es así que merecéis que el viento abrasador, la herrumbre y el granizo hagan infecundas toda obra de vuestras manos.

¿Quién de entre vosotros viene a Mí? 

Éstos, estos que para vosotros son estiércol y desecho; éstos supremos ignorantes que ni siquiera saben que existe el verdadero Dios,

vienen a quien lleva en las palabras y en las obras a este Dios. Sin embargo, vosotros…

¡Ah, os habéis hecho un nicho y en él estáis! Secos, fríos como ídolos que esperan incienso y adoración.

Dado que os creéis dioses, os parece inútil pensar en el verdadero Dios en el modo debido.

Y veis peligroso el que otros se propongan, lo que vosotros no os proponéis.

En verdad, no podéis proponéroslo porque sois ídolos, y porque sois siervos del Ídolo.

Pero quien intenta puede, porque no obra él, sino Dios en él.

¡Idos! Referid a quien os ha enviado a pisarme los talones que detesto a los mercaderes que juzgan que el vender mercancías, patria o Templo a quienes les ofrecen dinero no contamina.

Decidles que siento repugnancia por los degenerados cuyo único culto es la propia carne y sangre.

Y juzgan que el trato con el médico extranjero para curación de éstas no contamina.

Decidles que la medida es igual, que no hay dos medidas.

Decidles que Yo, el Mesías, el Justo, el Consejero, el Admirable, aquel sobre quien descenderá el Espíritu del Señor en sus siete dones,

Aquel que no juzgará por lo que se presenta ante los ojos sino por lo secreto de los corazones, aquel que no condenará por lo que oiga con los oídos, sino por las voces espirituales que oiga en el interior de cada hombre,

Aquel que se pondrá de la parte de los humildes y juzgará con justicia a los pobres, aquel que soy Yo, porque esto soy Yo,

ya está juzgando y castigando a los que en este mundo son sólo tierra; el soplo de mi aliento hará morir al impío y devastará su guarida;

mientras que para quienes, deseosos de justicia y fe, vengan a Mi monte santo a saciarse de la Ciencia del Señor, será Vida y Luz, Libertad y Paz.

Esto es Isaías, ¿No es verdad? (11, 1 y siguientes)

¡El pueblo de mi propiedad! Enteramente viene de Adán y Adán viene de mi Padre; todo él es por tanto, obra del Padre.

Y a todos debo reunir en torno al Padre. Yo los conduzco a Tí, Padre Santo, eterno, potente;

conduzco a Ti a los hijos errantes después de congregarlos con la voz del amor, bajo mi cayado pastoral,  semejante al que Moisés levantó contra las serpientes de muerte.

Para que Tú tengas tu Reino y tu Pueblo. Y no hago distinciones, porque en el fondo de todos los vivientes, veo un punto que resplandece más que el fuego: 

el alma, una chispa tuya, eterno Esplendor. ¡Oh, eterno deseo mío! ¡Oh, voluntad incansable mía!

Esto quiero, en esto ardo: una tierra que por entero cante tu Nombre, una humanidad que te llame Padre, una redención que a todos salve,

una voluntad fortalecida que haga a todos obedientes a tu Voluntad, un triunfo eterno que llene el Paraíso de un hosanna sin fin…

¡Oh, multitud de los Cielos!… Sí, veo la sonrisa de Dios… Y es el premio contra toda dureza humana. 

Jesús está inspirado con su Oración…

Mas los tres israelitas ya han huido bajo la granizada de reproches.

Los otros, todos, romanos o hebreos, se han  quedado boquiabiertos.

En cuanto a la mujer romana, con su pequeñita ya satisfecha de leche y durmiendo plácidamente sobre el regazo materno, …

Está allí, en el mismo sitio de antes, casi a los pies de Jesús. Y llora de alegría materna y de emoción espiritual.

Muchos lloran por el arrollador cierre de Jesús, que en este éxtasis parece llamear.

Y Jesús, bajando los ojos y el espíritu del Cielo a la tierra, ve a la gente, ve a la madre…

Y al pasar, tras un gesto de adiós a todos, roza con su mano a la joven romana, como para bendecirla por su Fe.

Y se marcha con los suyos, mientras la gente, todavía estupefacta, permanece en el lugar…