19 LA OCUPACIÓN PRINCIPAL
19 CONOCER A DIOS, ES EMPEZAR A AMARLO
María y José camino de Jerusalén.
Asisto al momento de la partida para ir donde Sta. Isabel.
José ha venido a recoger a María con dos borriquillos grises: uno para él, el otro para María.
Los dos animalitos llevan la acostumbrada albardilla; una de ellas agrandada, por un arnés, que sólo luego comprendo que ha sido hecho para llevar la carga (es una especie de portaequipajes),
sobre el cual José asegura una pequeña arca de madera — un pequeño baúl, diríamos ahora — que le ha traído a María para que pueda colocar en ella su equipaje sin peligro de que el agua lo moje.
Le oigo a María agradecer mucho a José este regalo providente, donde ordena todo lo que llevaba en un talego que había preparado antes.
Cierran la puerta de casa y se ponen en camino.
Está naciendo el día; efectivamente, veo que la aurora tenuemente empieza a rosear a Oriente.
Nazaret duerme todavía.
Los dos viajeros madrugadores encuentran en su camino únicamente a un pastor, el cual va arreando a las ovejas para que avancen; y las ovejas van trotando, chocándose unas contra otras balando.
Los corderitos son los que más balan, con sonido agudo y ligero; quisieran buscar, incluso mientras caminan, la mama materna.
Pero las madres van deprisa al pasto y los invitan con su balido, más fuerte, a que también troten.
María mira y sonríe.
Se ha detenido para dejar pasar al rebaño, y se inclina desde su albardilla y acaricia a estos mansos animalitos que pasan rozando al borriquillo.
Cuando llega el pastor, con un corderillo recién nacido en sus brazos, y se para saludar, María ríe acariciando en el morrito rosado al corderito, que bala como un desesperado,
y dice:
– Está buscando a su mamá.
Ésta es la mamá, aquí está. No te abandona, no, pequeñuelo.
Efectivamente, la oveja madre se restriega contra el pastor y se pone de manos para lamer en el morrito a su hijo.
Pasa el rebaño con rumor de agua entre frondas, dejando tras sí el polvo que han levantado las veloces pezuñitas, y todo un bordado de pisadas sobre la tierra del camino.
José y María reanudan la marcha. José lleva su capa; María va arropada con una especie de toquilla de rayas porque la mañana está muy fresca.
Ya están en el campo y van el uno al lado del otro. Hablan raras veces.
José piensa en sus asuntos y María sigue sus propios pensamientos, y, recogida en sí, sonríe ante éstos y ante las cosas cuando, saliendo de su concentración, dirige la mirada hacia lo que la rodea.
De vez en cuando mira a José, y un velo de seriedad triste le nubla la cara; luego le torna la sonrisa, incluso al mirar a este esposo suyo providente,
que habla poco pero que si lo hace es para preguntarle si va cómoda y si no necesita nada.
Ahora ya han afluido otras personas a los caminos, especialmente en las cercanías de algún pueblo o dentro de él.
Pero ninguno de los dos hace mucho caso de las personas que se cruzan con ellos. Van en sus burritos trotadores en medio de un gran rumor de cascabeles.
Se detienen sólo una vez, a la sombra de un bosquecillo, para comer un poco de pan y aceitunas y beber en una fuente que baja de una cuevecilla.
Y otra vez, para protegerse de un chaparrón violento que rompe al improviso de un nubarrón oscurísimo.
Están al amparo del monte, contra un saliente de una roca que los protege de lo más intenso del agua.
Pero José quiere a toda costa que María se ponga su capa de lana impermeable, por la que el agua resbala sin mojar.
María se ve obligada a ceder ante la premurosa insistencia de su esposo, el cual para tranquilizarla en lo que toca a su propia inmunidad,
se pone sobre la cabeza y sobre los hombros una mantita parda que cubría la albardilla.
La manta del burro probablemente.
Ahora María, enmarcada su cara con la capucha y cubierta por entero con la capa marrón que lleva sujeta al cuello, parece un frailecito.
El chaparrón amaina, aunque se transforma en una lluvia fastidiosa y fina.
Los dos reanudan la marcha por el camino todo lleno de barro.
De todas formas, es primavera, y, pasado un poco de tiempo, torna el sol a hacer más cómoda la marcha.
Los dos burritos trotan de mejor gana por el camino.
Salida de Jerusalén.
El aspecto beatífico de María.
Importancia de la oración para María y José. Estamos en Jerusalén.
La conozco bien ya con sus calles y sus puertas.
Los dos esposos lo primero que hacen es dirigirse hacia el Templo. Reconozco la cuadra donde José dejó el burro el día de la Presentación en el Templo.
José les da de comer a los dos burros y también ahora deja allí.
Y con María va a adorar al Señor.
Más tarde salen. Van a una casa de personas conocidas según parece; allí comen y beben algo.
María se pone a descansar hasta que vuelve José con un viejecillo.
José dice:
– Este hombre va por el mismo camino que tú.
Deberás recorrer bien poco camino sola para llegar donde tu parienta. Fíate de él, que le conozco.
Vuelven a subirse a los burros. José acompaña a María hasta otra de las Puertas de la ciudad y allí se despiden…
María va sola con el viejecillo, que habla por todo lo que no hablaba José, y que se interesa de mil cosas.
Ahora, en la parte de delante de la albardilla lleva el baul (hasta entonces lo había llevado siempre José en su burrito), y ya no tiene la capa; tampoco lleva su toquilla, la cual está ahora doblada encima del baúl.
Está muy hermosa con su vestido azul oscuro y con su velo blanco que la protege del sol. ¡Qué guapa está!
El viejecillo debe ser un poco sordo, porque, para que la oyera, María ha tenido que hablar bien fuerte; Ella, que habla siempre bajo.
Ahora está ya cansado; ha agotado todo su repertorio de preguntas y de noticias y se ha quedado transpuesto sobre el burro, dejándose guiar por él, que conoce bien el camino.
María aprovecha esta tregua para recogerse en sus pensamientos y para orar.
Debe ser una oración la que Ella va cantando en voz baja, mirando al cielo azul y con los brazos sobre el pecho y con rostro iluminado y beato por la emoción interior.
No veo más cosas.
Dice María:
– Voy a hablar poco porque estás muy cansada, pobre hija mía.
Sólo quiero que pongas — como también quien lee — tu atención en la costumbre constante de José y mía de reservar siempre el primer puesto a la Oración.
Ni el cansancio ni la prisa ni los pesares ni las ocupaciones impedían la oración; antes al contrario, la favorecían.
Era siempre la reina de nuestras ocupaciones. Nuestro refrigerio, nuestra luz, nuestra esperanza. Si en las horas tristes era consuelo, en las felices canto;
pero siempre, la amiga constante de nuestra alma: era la que nos desligaba de la tierra, del destierro, y nos mantenía en suspensión hacía el Cielo, la Patria.
No sólo yo, que ya tenía dentro de mí a Dios y me bastaba con mirarme dentro para adorar al Santo de los santos, me sentía unida a Dios cuando oraba,
sino que también lo sentía José, porque nuestra Oración era adoración verdadera de todo el ser, que se fundía con Dios adorándole y recibiendo a su vez su abrazo.
Fijáos que ni siquiera yo, que ya tenía en mí al Eterno, me sentí exenta de prestar veneración al Templo.
La más alta santidad no exime de sentirse una nada respecto a Dios y de humillar esta nada, puesto que Él nos lo permite, en un continuo grito de júbilo a su gloria.
¿Sois débiles, pobres, imperfectos? Invocad la santidad del Señor: “¡Santo, Santo, Santo!”.
Invocad al Santo bendito para que socorra vuestra miseria. Vendrá, transfundiéndoos su santidad.
¿Sois santos, ricos de méritos ante sus ojos? Invocad igualmente la santidad del Señor, la cual, siendo infinita, aumentará cada vez más la vuestra.
Los ángeles, seres que están por encima de las debilidades de la humanidad, no cesan un instante de cantar su “Sanctus”, y su belleza sobrenatural crece con cada acto de invocación de la santidad de nuestro Dios.
Imitad, pues, a los ángeles. No os despojéis nunca del amparo de la Oración.
Contra ella se despuntan las armas de Satanás, las malicias del mundo, los apetitos de la carne, las soberbias de la mente.
No bajéis jamás esta arma, por la cual los Cielos se abren, lloviendo así gracias y bendiciones.
La tierra tiene necesidad de un baño de oraciones para purificarse de las culpas que atraen los castigos de Dios.
Y, dado que pocos oran, esos pocos deben orar como si fueran muchos, multiplicar sus oraciones vivas para obtener con ellas esa suma necesaria para conseguir gracia
y las oraciones viven cuando están sazonadas con verdadero amor y sacrificio.
Que tú, hija, sufras, además de por tu sufrimiento, por el mío y el de mi Jesús, es bueno, es meritorio y grato a Dios.
Tengo en gran estima tu amor compasivo. ¿Querías besarme? Besa las llagas de mi Hijo. Úngelas con el bálsamo de tu amor.
Yo sentí espiritualmente el agudo dolor de los azotes y de las espinas y la tortura de los clavos y de la cruz.
Mas, de la misma forma, siento espiritualmente todas las caricias hechas a mi Jesús y son otros tantos besos que yo recibo.
Bueno, ven de todas formas; verdad es que soy la Reina del Cielo, pero sigo siendo la Madre… Y yo me siento bendecida.
18 MATERNIDAD DE ISABEL
18 CONOCER A DIOS, ES EMPEZAR A AMARLO
María anuncia a José la maternidad de Isabel
Y confía a Dios la justificación de la suya.
Ante mi vista la casita de Nazaret y María dentro, jovencita, como cuando el Ángel de Dios se le apareció.
El solo hecho de ver, ya me llena el alma del perfume virginal de esa morada; del perfume angélico aún presente en esa estancia en que el Ángel agitó sus alas de oro; del perfume divino,
que se ha concentrado enteramente en María para hacer de Ella una Madre y que ahora de Ella revierte.
Las sombras empiezan a invadir la estancia a la que antes había descendido tanta luz de Cielo.
Está anocheciendo.
María, de rodillas al lado de su lecho, ora con las manos cruzadas sobre el pecho y con el rostro muy inclinado hacia el suelo.
Lleva el mismo vestido del momento del Anuncio.
Todo está como entonces. La ramita florecida en su jarrón, los muebles en el mismo orden. La única variación es que la rueca y el huso están apoyados en un rincón:
con su penacho de estambre, aquélla; con su brillante hilo envuelto en torno, éste.
María deja de rezar y se pone en pie, con el rostro encendido como por una llama. La boca sonríe, pero el llanto hace brillar sus ojos azules.
Coge la lámpara de aceite y con una piedra de chispa la enciende. Mira si todo está ordenado en la habitación. Endereza la cobija de la cama, que se había torcido.
Añade agua al jarrón de la ramita florecida y le saca de la habitación, al fresco de la noche.
Luego entra otra vez. Coge el bordado que estaba doblado encima del mueble de anaqueles, y la lámpara encendida, y, cerrando la puerta, sale.
Da unos pasos por el huertecillo bordeando la casa, luego entra en la habitación donde vi que Jesús se despidió de María.
La reconozco, a pesar de que falten ahora algunos objetos del mobiliario que entonces había.
María se marcha a otra pequeña habitación cercana a ésta, llevando la lámpara consigo, y yo me quedo, me quedo con la sola compañía de su labor depositada en la esquina de la mesa.
Oigo ir y venir el paso leve de María; le oigo agitar agua, como quien estuviera lavando algo. Luego, romper unas ramitas.
Comprendo que se trata de leña rota por el sonido que hace. Oigo que enciende el fuego.
Vuelve. Sale al jardincito. Vuelve a entrar; trae unas manzanas y verdura. Deja las manzanas en la mesa, en una bandeja de metal grabado (creo que se trata de cobre burilado).
Vuelve a la cocina (está claro que allí está la cocina). Ahora la llama de la lumbre se proyecta alegre desde la puerta abierta hasta aquí dentro, representando una danza de sombras en las paredes.
Pasa un rato y María regresa con un pan pequeño y oscuro y un cuenco de leche caliente.
Se sienta. Moja unas rodajas de pan en la leche. Come tranquila y despacio.
Luego, dejando la mitad del tazón de leche, entra de nuevo en la cocina y vuelve con las verduras, les echa un poco de aceite y se las come con el pan. Para la sed, bebe la leche.
Luego coge una manzana y se la come. Una cena de niña.
María piensa mientras come, y sonríe ante un íntimo pensamiento. Levanta la mirada, recorre con ella las paredes; parece como si les comunicase un secreto suyo.
De vez en cuando, sin embargo, se pone seria, casi triste; pero luego le torna la sonrisa. Se oye llamar a la puerta.
María se levanta y abre. Entra José. Se saludan.
José se sienta en un taburete, de la otra parte de la mesa, frente a María. José es un hombre apuesto, en la plenitud de la vida. Tendrá unos treinta y cinco años como mucho.
Su pelo castaño oscuro y su barba del mismo color le enmarcan un rostro proporcionado con dos dulces ojos castaños casi negros.
Su frente es amplia y lisa; su nariz, delgada, ligeramente arqueada; carrillos más bien llenos, de un moreno no aceitunado, incluso rosado en los pómulos. No es muy alto, sí de complexión fuerte y bien proporcionado.
Antes de sentarse se ha quitado el manto, que — es el primero que veo hecho de esa manera — es circular y se lleva sujeto al cuello con un ganchito o algo parecido, y tiene capucha.
Es de color marrón claro y parece hecho de una tela impermeable de lana basta. Parece un manto de montañés, bueno para resguardar de las inclemencias del tiempo.
También antes de sentarse, le ha ofrecido a María dos huevos y un racimo de uvas, un poco arrugadas pero bien conservadas.
Y sonríe diciendo:
– Me las han traído de Cana.
Los huevos me los ha dado el Centurión por un trabajo que le hice a un carro suyo, se había roto una rueda y el que trabaja para ellos estaba enfermo…
Son frescos. Los ha cogido de su gallinero. Bébetelos. Te vendrán bien.
– Mañana, José. Acabo de comer.
– Las uvas sí te las puedes comer.
Son buenas. Dulces como la miel. Las he traído despacio para no estropearlas. Cómetelas. Tengo más. Te las traigo mañana en una cesta. Esta noche no podía porque vengo directamente de casa del Centurión.
– Entonces, no has cenado todavía.
– No. Pero no importa.
María se levanta inmediatamente y va a la cocina.
Vuelve con leche, aceitunas y queso.
– No tengo otra cosa.
Cómete un huevo.
José no quiere. Los huevos son para María. Come con gusto su pan con queso y se bebe la leche, que está todavía tibia. Luego acepta una manzana.
La cena ha terminado.
María despeja la mesa de las cosas de la cena con la ayuda de José, que se ha quedado en la cocina incluso cuando Ella vuelve aquí.
Le oigo mover las cosas poniendo todo en su sitio. Atiza el fuego de nuevo porque la noche está fresca.
Cuando vuelve, María le da las gracias y coge su bordado.
Se ponen a hablar.
José cuenta cómo ha pasado el día. Habla de sus sobrinitos. Se interesa por el trabajo de María y por sus flores. Le promete que le traerá unas flores muy bonitas que el Centurión le ha ofrecido.
– Nosotros no tenemos esas flores.
Las han traído de Roma. Me ha prometido que, apenas hayan germinado, me dará las plantas. Ahora, cuando la Luna sea propicia, te las planto. Tienen colores bonitos y un perfume muy bueno.
Las he visto el verano pasado, porque florecen en verano. Perfumarán toda tu casa.
Los árboles los podaré más tarde, con la Luna favorable.
Es ése el momento. María sonríe y de nuevo le da las gracias.
Silencio. José fija su mirada en la rubia cabeza de María inclinada hacia su trabajo de bordado. Es una mirada de amor angelical.
Sin duda alguna, si un ángel amara a una mujer con amor de esposo, la miraría así.
María, como quien hubiese tomado una decisión, pone en su regazo el bordado y dice:
– José, yo también tengo algo que decirte.
Nunca recibo nada, pues tú sabes qué retirada vivo. Pero, hoy he recibido una noticia. He tenido noticia de que nuestra parienta Isabel, mujer de Zacarías, va a tener pronto un hijo…
José abre enormemente los ojos y dice:
– ¿A su edad?
– A su edad – responde sonriendo María.
El Señor todo lo puede, y ahora ha querido darle esta alegría a nuestra parienta.
– ¿Cómo lo has sabido?
¿Es segura esta noticia?.
Y es uno que no puede mentir. Yo quisiera ir donde Isabel, para servirla y decirle que exulto con ella. Si tú lo permites…
– María, tú eres mi señora y yo tu siervo.
Todo lo que haces está bien hecho. ¿Cuándo quisieras partir?
– Lo antes posible.
Pero estaré fuera algunos meses.
– Y yo contaré los días esperándote.
Ve tranquila. Me ocuparé de la casa y de tu huertecito. Cuando vuelvas encontrarás tus flores tan bonitas como si tú misma las hubieras estado cuidando. Sólo una cosa…
Espera. Antes de la Pascua tengo que ir a Jerusalén, para comprar unas cosas para mi trabajo. Si esperas unos días, te acompaño hasta allí; no más lejos, porque debo volver rápidamente;
pero hasta allí podemos ir juntos. Estoy más tranquilo si no pienso que vas sola por los caminos. Para la vuelta, házmelo saber, y así saldré a tu encuentro.
– Eres muy bueno, José.
Que el Señor te recompense con sus bendiciones y mantenga lejos de ti el dolor. Le pido siempre por esto.
Los dos castos esposos se sonríen angelicalmente.
Silencio de nuevo durante un tiempo.
Luego José se pone en pie. Se pone el manto, se pone la capucha, se despide de María, que también se ha levantado, y sale.
María le sigue con la mirada y con un suspiro como de pena. Luego levanta los ojos al cielo. Está, sin duda, orando. Cierra la puerta con cuidado. Dobla el bordado. Va a la cocina. Apaga o cubre, la lumbre.
Mira a ver si todo está como debe. Coge la lámpara y sale, cerrando la puerta. Con su mano protege la llamita, temblorosa en el viento fresquito de la noche.
Entra en su habitación y sigue orando. La visión cesa así.
Dice María:
Hija mía querida, cuando, terminado el éxtasis que me había henchido de inefable alegría, regresé a los sentidos de la Tierra, el primer pensamiento que, punzante como espina de rosas,
hirió mi corazón envuelto en las rosas del Divino Amor, desposado conmigo unos instantes antes, fue José.
Yo ya amaba entonces a este santo y providente custodio mío.
Desde el momento en que la voluntad de Dios, a través de la palabra de su Sacerdote, quiso que fuera esposa de José, pude ir conociendo y apreciando la santidad de este Justo.
Unida a él, sentí cesar mi estado de desorientación por mi orfandad, y dejé de añorar el perdido amparo del Templo.
Él era tan dulce como el padre que había perdido. Junto a él me sentía tan segura como junto al Sacerdote. Toda vacilación había cesado; es más, había quedado olvidada.
Efectivamente, mucho se habían alejado de mi corazón de virgen las vacilaciones, porque había comprendido que no tenía motivo alguno de vacilar, que no tenía nada que temer respecto a José.
Mi virginidad, confiada a José, estaba más segura que un niño en brazos de su madre. ¿Cómo decirle ahora que era Madre? Trataba de encontrar las palabras con que anunciárselo. Difícil búsqueda.
No quería yo, en efecto, alabarme por el don divino recibido, y no podía justificar mi maternidad en ningún modo sin decir: “El Señor me ha amado entre todas las mujeres y de mí, su sierva, ha hecho su Esposa”.
Tampoco quería engañarle, ocultándole mi estado.
Pero, mientras oraba, el Espíritu que me llenaba me había dicho: “Guarda silencio. Déjame a Mí la tarea de justificarte ante tu esposo”.
¿Cuándo? ¿Cómo? No lo había preguntado. Siempre me había abandonado en Dios, como una flor se abandona a la ola que la lleva.
Jamás el Eterno me había dejado sin su ayuda. Su mano me había sujetado, protegido, guiado hasta aquí; esta vez, pues, también lo haría.
Hija mía, ¡Qué hermosa y confortante es la Fe en nuestro eterno y buen Dios! Nos pone entre sus brazos como si fueran una cuna; nos lleva, como una barca, al radiante puerto del Bien;
da calor a nuestro corazón, nos consuela, nos nutre, nos proporciona descanso y júbilo, nos ilumina y nos guía. La confianza en Dios lo es todo, y Dios da todo a quien tiene confianza en Él: se da El mismo.
Aquella tarde llevé hasta la perfección mi confianza de criatura.
Ahora podía hacerlo, porque Dios estaba en Mí. Antes, mi confianza era la de una pobre criatura como era; siempre una nada, aunque fuera la Tan Amada que era la Sin Mancha.
Pero ahora poseía la confianza divina porque Dios era mío: ¡mi Esposo, mi Hijo! ¡Oh, gran gozo! Ser Una con Dios. No para gloria mía, sino para amarle en una unión total y poderle decir:
“Tú, Tú solo, que estás en mí, actúa con tu divina perfección en todas las cosas que yo haga”.
Si Él no me hubiera dicho: “¡Calla!”, quizás habría osado, con el rostro en tierra, decirle a José: “El Espíritu ha penetrado en mí y llevo la Semilla de Dios”.
Él me habría creído, porque me estimaba y además porque, como todos los que nunca mienten, no podía creer que otro mintiera.
Sí, con tal de no causarle un dolor subsiguiente, yo habría vencido la reticencia a proporcionarme a mí misma esa alabanza. Mas, presté obediencia al mandato divino.
A partir de ese momento, y durante meses, sentí esa primera herida que me ensangrentaba el corazón. Ese fue el primer dolor de mi destino de Corredentora.
Lo ofrecí y lo sufrí para expiar, y para daros una norma de vida en momentos análogos a éste, de sufrimiento por deber guardar silencio o por un hecho que da una mala imagen de vosotros a quien os ama.
Confiadle a Dios la tutela de vuestro buen nombre y de vuestros intereses afectivos.
Mereced, con una vida santa, la tutela de Dios, y… caminad seguros.
Podrá el mundo entero ponerse en contra de vosotros; Él os defenderá ante quien os ama, y hará brillar la verdad.
17 LA OBEDIENCIA DE MARÍA
17 CONOCER A DIOS, ES EMPEZAR A AMARLO
Dice María:
Su presunción la pierde. La presunción es ya levadura de soberbia.
En el árbol encuentra al Seductor, el cual, a su inexperiencia, a su tan hermosa y virgen inexperiencia, a esa inexperiencia que no supo tutelar, le canta la canción de la mentira:
“¿Tú crees que aquí hay mal? No. Dios te lo ha dicho porque quiere teneros bajo la esclavitud de su poder. ¿Creéis que sois reyes? No tenéis ni siquiera la libertad de las fieras.
Ellas tienen concedido el amarse con amor verdadero, vosotros no. A las fieras se les ha concedido el ser creadoras como Dios.
Ellas engendrarán hijos y verán a su gusto crecer la familia, vosotros no. A vosotros os ha sido negado este contento.
¿En razón de qué, pues, que seáis hombre y mujer, para tener que vivir de ese modo?
Sed dioses. ¿No sabéis qué alegría supone el ser dos en una sola carne creadora de una tercera, de muchas otras terceras!
No creáis en las promesas de Dios acerca del gozo de una descendencia viendo a vuestros hijos crearse nuevas familias, dejando por ellas padre y madre. Os ha dado un simulacro de vida.
La verdadera vida está en conocer las leyes de la vida. Entonces seréis como dioses y podréis decirle a Dios: ‘Somos tus iguales'”.
Y la seducción continuó, porque no hubo voluntad de interrumpirla, sino, más bien, de continuarla, y de conocer aquello que no le pertenecía al hombre.
He aquí pues que el árbol prohibido vino a ser, para la raza, realmente mortal, porque de sus ramos pendía el fruto del amargo saber que venía de Satanás;
y la mujer vino a ser hembra, y, con la levadura del conocimiento satánico en el corazón, fue a Adán a corromperlo.
Humillada así la carne, corrompida la parte moral, degradado el espíritu, conocieron el dolor y la muerte: del espíritu privado de la Gracia; de la carne privada de la inmortalidad.
Y la herida de Eva engendró el sufrimiento, que no se calmará hasta la extinción de la última pareja de la tierra.
Yo recorrí en sentido inverso el camino de los dos pecadores.
Obedecí. Obedecí en todos los modos.
Dios me había pedido ser virgen. Obedecí. Habiendo amado la virginidad, que me hacía pura como la primera de las mujeres antes de conocer a Satanás,
Dios me pidió ser esposa. Obedecí, llevando al matrimonio a la pureza que tuvo, a ese grado de pureza que Dios tenía en su pensamiento cuando creó a los dos Primeros.
Convencida de mi destino de soledad en el matrimonio y de desprecio del prójimo por mi esterilidad santa, ahora Dios me pedía ser Madre. Obedecí.
Creí que ello era posible y que esa palabra venía de Dios, porque la paz iba entrando en mí al oírla. No pensé: “Lo he merecido”.
No me dije a mí misma: “Ahora el mundo me admirará, porque soy semejante a Dios dando ser a la carne de Dios”. No. Me anonadé en la humildad.
La alegría brotó de mi corazón como un tallo de rosa florecida.
Pero enseguida se adornó de punzantes espinas y quedó abrazada por la maraña del dolor, como esas ramas envueltas en campanillas de enredadera.
El dolor del dolor de mi esposo: ésta era la angustia dentro de mi gozo.
El dolor del dolor de mi Hijo: éstas eran las espinas de mi gozo.
Eva quiso el disfrute, el triunfo, la libertad: yo acepté el dolor, el anonadamiento, la esclavitud.
Renuncié a mi vida tranquila, a la estima de mi esposo, a la propia libertad. No me quedé con nada.
Me hice la Esclava de Dios en la carne, en la parte moral, en el espíritu, confíándome a Él, no sólo respecto a la concepción virginal, sino también a la defensa de mi honor,
a la consolación de mi esposo, al medio con que conducirlo a él también a la sublimación del matrimonio, de manera que los dos fuéramos quienes devolvieran al hombre y a la mujer la dignidad perdida.
Abracé la voluntad del Señor por mí, por mi esposo, por mi Hijo.
Dije “sí” por los tres, segura como estaba de que Dios no faltaría a su promesa de socorrerme en mi dolor de esposa que se ve juzgada culpable,
en mi dolor de madre que ve que engendra para entregar a su Hijo al dolor.
“Sí” dije. Sí, y basta. Ese “sí” ha anulado el “no” que Eva opuso al mandato divino.
“Sí, Señor, como Tú quieras. Conoceré lo que Tú quieras. Viviré como Tú quieras. Estaré gozosa si Tú lo quieres. Sufriré por lo que Tú quieras.
Sí, siempre sí, mi Señor, desde el momento en que tu rayo me hizo Madre hasta el momento en que me llamaste a ti.
Sí, siempre sí. Todas las voces de la carne, todas las pasiones de lo moral, bajo el peso de este sí mío perpetuo.
Y encima, como encima de un pedestal de diamante, mi espíritu, al cual le faltan las alas para volar a ti, pero es señor de todo el yo, domado y siervo tuyo, siervo en la alegría, siervo en el dolor.
¡Sonríe, oh Dios! ¡Alégrate! La culpa ha sido vencida, cancelada, destruida; yace bajo mi talón, ha sido lavada en mi llanto, destruida por mi obediencia.
De mi seno nacerá el Árbol nuevo que dará el Fruto que conocerá todo el Mal por haberlo padecido en sí y dará todo el Bien.
A éste sí podrán acercarse los hombres, y yo me sentiré feliz de que cojan de él, aunque no piensen que de mí nace.
Con tal de que el hombre se salve y Dios sea amado, hágase de su esclava lo mismo que de la base de terreno en que un árbol crece: escalón para subir”.
María, hay que saber ser siempre escalón para que los demás suban a Dios. Si nos pisan, no importa, con tal de que logren ir a la Cruz.
Es el nuevo árbol que posee el fruto del conocimiento del Bien y del Mal, porque le dice al hombre lo que está mal y lo que está bien, para que sepa elegir y vivir;
y sabe, al mismo tiempo, hacer de sí elixir para curar a los que se han intoxicado con el mal que quisieron gustar.
Nuestro corazón bajo los pies de los hombres, con tal de que el número de los redimidos crezca y que la Sangre de mi Jesús no sea derramada sin fruto.
Este es el destino de las esclavas de Dios.
Mas luego mereceremos recibir en nuestro seno la Hostia santa, y, a los pies de la Cruz, embebida en su Sangre y en nuestro llanto, decir:
“He aquí, oh Padre, la Hostia inmaculada que te ofrecemos para salud del mundo. Míranos, oh Padre, fundidas con Ella, y por sus méritos infinitos danos tu bendición”.
Y yo te doy una caricia. Descansa, hija (María Valtorta). El Señor está contigo.
Dice Jesús:
– Las palabras de mi Madre deberían disolver cualquier vacilación de pensamiento, incluso en los más atrapados por las fórmulas.
Había dicho: “metafórico árbol”; ahora diré: “simbólico árbol”. Quizás así entenderéis mejor.
Su símbolo es claro: de cómo los dos hijos de Dios actuasen respecto a él, se comprendería la medida de su tendencia al Bien y al Mal.
Cual agua regia que prueba el oro, cual balanza del orfebre que pesa los quilates del oro, ese árbol; que vino a ser una “misión” a causa del mandato divino respecto a él, dio la medida de la pureza del metal de Adán y de Eva.
Llega ya a mis oídos vuestra objeción: “¿No fue excesiva la condena y pueril el medio que condujo a ella?”.
No lo fue. Una desobediencia actualmente en vosotros, que sois sus herederos, es menos grave de lo que lo fue en ellos.
Vosotros estáis redimidos por Mí, pero el veneno de Satanás, como ciertos morbos que no desaparecen nunca totalmente de la sangre, está siempre pronto para reactivarse.
Ellos, los dos progenitores, eran posesores de la Gracia sin haber tenido nunca el más mínimo contacto con la Desgracia.
Por tanto, eran más fuertes, estaban más respaldados por esa Gracia que generaba inocencia y amor.
Infinito era el don que Dios les había dado; mucho más grave, por tanto, su caída poseyendo ese don.
También el fruto ofrecido, y comido, era simbólico.

Al igual que Satanás tuvo que ser expulsado del Cielo, Adan y Eva tuvieron que ser expulsados del Edén; porque Dios ya NO PODÍA CONFIAR en sus hijos…
Era el fruto de una experiencia voluntariamente llevada a cabo por instigación satánica contra el imperativo de Dios.
Yo no les había prohibido a los hombres el amor.
Quería únicamente que se amaran sin malicia; de la misma forma que Yo los amaba con mi santidad, ellos habrían de amarse en santidad de afectos, de afectos limpios de toda libídine.
No se debe olvidar que la Gracia es foco de luz, y, que quien la posee conoce aquello que es útil y bueno conocer.
La Llena de Gracia conoció todo, porque la Sabiduría la instruía (la Sabiduría, que es Gracia), y supo guiarse a sí misma santamente.
Eva conocía, por tanto, aquello que le era bueno conocer; no más de eso. Porque es inútil conocer lo que no es bueno.
No tuvo fe en las palabras de Dios y no fue fiel a su promesa de obediencia.
Prestó fe a Satanás, infringió la promesa, quiso conocer lo no bueno, lo amó sin remordimiento, transformó en cosa corrompida, envilecida, ese amor que Yo había otorgado tan santo.
Ángel caído, se revolcó en barro y paja, mientras que podía haber corrido dichosa entre las flores del Paraíso Terrenal y ver florecer a su alrededor la prole, de la misma forma que un árbol se cubre de flores sin combar su copa y meterla en el pantano.
No seáis como esos niños estúpidos de que hablo en el Evangelio, los cuales oían cantar y se tapaban los oídos, oían tocar y no bailaban, oían llorar y querían reír.
No seáis mezquinos ni negadores. Aceptad la Luz, aceptadla sin malicia, sin testarudez, sin ironía o incredulidad. Y ya basta sobre esto.
Para que entendáis cuánto debéis sentiros agradecidos a Aquel qué murió para levantaros y orientaros de nuevo al Cielo y para vencer la concupiscencia de Satanás,
he querido hablaros, en este tiempo de preparación a la Pascua, de este primer eslabón de la cadena con que el Verbo del Padre, el Cordero Divino, fue llevado a la muerte, al matadero.
Os he querido hablar de ello porque al presente el noventa por ciento de vosotros está, como Eva, intoxicado por el hálito y por la palabra de Lucifer, y no vivís para amaros sino para saciaros de sensualidad,
no vivís para el Cielo sino para el barro; ya no sois criaturas dotadas de alma y razón, sino perros sin alma y sin razón.
Habéis matado el alma, habéis depravado la razón.
En verdad os digo que las bestias, en sus amores, son más honestas que vosotros.
16 LA DESOBEDIENCIA DE EVA
16 CONOCER A DIOS, ES EMPEZAR A AMARLO
La desobediencia de Eva y la obediencia de María.
Dice Jesús:
“¿No se lee en el Génesis que Dios hizo al hombre dominador de todo lo que había sobre la tierra, es decir, de todo excepto de Dios y de sus ángeles ministros?
¿No se lee que hizo a la mujer como compañera del hombre en la alegría y en el dominio sobre todos los seres vivos? ¿No se lee que de todo podían comer excepto del árbol de la ciencia del Bien y del Mal?
¿Por qué? ¿Cuál es el sentido que subyace en las palabras “para que domine”; cuál, en el árbol de la ciencia del Bien y del Mal?
¿Os habéis preguntado alguna vez esto, vosotros, que os hacéis tantas preguntas inútiles y que no sabéis preguntarle nunca a vuestra alma acerca de las celestes verdades?
Vuestra alma, si estuviera viva, os las manifestaría.
Esa alma que, cuando está en gracia, es como una flor entre las manos de vuestro ángel;
esa alma que, cuando está en gracia, es como una flor besada por el sol y asperjada por el rocío, besada y asperjada por el Espíritu Santo, que le da calor y la ilumina, que la riega y la adorna de celestes luces.
¡Cuántas verdades os manifestaría vuestra alma, si supierais conversar con ella, si la amarais como a quien os proporciona la semejanza con Dios, que es Espíritu, como espíritu es vuestra alma!
¡Qué gran amiga tendríais, si amarais a vuestra alma en vez de odiarla hasta matarla!
¡Qué grande, sublime amiga con quien hablar de cosas celestes; vosotros que tenéis tanta avidez de hablar y os destruís los unos a los otros con amistades que, aun no siendo indignas (alguna vez lo son),
sí son casi siempre inútiles, y se os transforman en un bullicio vano o nocivo de palabras y sólo palabras, todas terrenas!
¿No dije Yo: “Quien me ama observará mi palabra y el Padre mío le amará e iremos a él y haremos morada en él”?
El alma que está en gracia posee el amor y, poseyéndolo, posee a Dios, o sea, al Padre que la conserva, al Hijo que la instruye, al Espíritu que la ilumina.
Posee, por tanto, el Conocimiento, la Ciencia, la Sabiduría. Posee la Luz. Imaginaos, pues, qué conversaciones más sublimes podría establecer con vosotros vuestra alma,
que son las conversaciones que han llenado los silencios de las cárceles, los silencios de las celdas, los silencios del yermo, los silencios de las habitaciones de los enfermos santos;
las que han confortado a los presos que en la cárcel esperaban el martirio, a los cenobitas, que habían elegido el claustro en pos de la Verdad,
a los eremitas, que anhelaban conocer anticipadamente a Dios, a los enfermos, para que soportaran o, mejor dicho, amaran su cruz.
Si supierais preguntar a vuestra alma, ella os diría que el significado verdadero, exacto, vasto cuanto la creación, de la palabra “domine” es éste:
“Para que el hombre domine todo: sus tres estratos (el inferior, animal; el estrato intermedio, moral; el estrato superior, espiritual), y oriente los tres hacia un único fin: poseer a Dios”.
Poseerlo mereciéndolo con este férreo dominio que tiene sujetas todas las fuerzas del yo haciéndolas esclavas de esta única finalidad: merecer poseer a Dios.
Vuestra alma os diría que Dios había prohibido el conocimiento del Bien y del Mal, porque el Bien lo había donado con generosidad y gratuitamente a sus criaturas,

EL ALMA LO SABE sin haberlo visto o estudiado en ninguna parte; porque el Espíritu Santo proporciona UN CONOCIMIENTO DIVINO que es compartido por Dios y para nosotros representa además un GOZO incomparable…
y el Mal no quería que lo conocierais, porque es un fruto dulce al paladar, pero que, una vez que baja con su jugo a la sangre, ocasiona una fiebre que mata y produce ardiente sequedad en la garganta,
por lo cual, cuanto más se bebe de su jugo traidor, más sed de él se tiene. Vuestra objeción será: “¿Y por qué lo ha puesto?”.
¿Por qué! El Mal es una fuerza que ha nacido sola, como ciertos males monstruosos en el más sano de los cuerpos.
Lucifer era un ángel, el más hermoso de los ángeles. Espíritu perfecto. Sólo Dios era superior a él.
Pues bien, con todo, en su ser luminoso nació un vapor de soberbia, y Lucifer no lo dispersó, sino que, por el contrario, lo condensó dándole vida en su interior.
De esta incubación nació el Mal. Este ya existía antes del hombre.
Dios había arrojado fuera del Paraíso al Incubador maldito del Mal, al que ensuciaba el Paraíso.
Pero ha seguido siendo y es el eterno Incubador del Mal, y, no pudiendo seguir ensuciando el Paraíso, ha ensuciado la Tierra.
Ese metafórico árbol pone en evidencia esta verdad.
Dios había dicho al hombre y a la mujer: “Conoced todas las leyes y los misterios de la creación. Pero no pretendáis usurparme el derecho de ser el Creador del hombre.
Para propagar la estirpe humana bastará el amor mío que circulará por vosotros, y, sin libídine sensual, sólo por latido de caridad, dará vida a los nuevos hombres como Adán de la estirpe.
Todo os lo doy; sólo me reservo este misterio de la formación del hombre”.
Satanás quiso quitarle al hombre esta virginidad intelectual y, con su lengua serpentina, hechizó y halagó miembros y ojos de Eva, suscitando en ellos reflejos y sutilezas que antes no tenían,
porque no estaban intoxicados de Malicia.
Ella “vio”, y, viendo, quiso probar. Había sido despertada la carne.
¡Ah, si hubiera llamado a Dios¡ Si hubiera corrido a decirle: “¡Padre, estoy enferma; la Serpiente me ha halagado y me siento turbada!”.
El Padre la habría purificado, la habría curado con su aliento, pues lo mismo que le había infundido la vida podía infundirle de nuevo la inocencia, quitándole el recuerdo del tóxico serpentino,
es más, introduciendo en ella una repugnancia hacia la Serpiente (como les sucede a los que han sufrido una enfermedad, que, una vez curados, sienten hacia ella una instintiva repugnancia).
Pero no, Eva no va al Padre, Eva vuelve donde la Serpiente. Esa sensación le es dulce.
“Viendo que el fruto del árbol se podía comer y que era bonito y de aspecto agradable, lo cogió y comió de él”. Y “comprendió”.
Ya la malicia había penetrado y le mordía las entrañas. Vio con ojos nuevos y oyó con oídos nuevos los usos y la voz de las bestias; y los deseó febrilmente.
Inició sola el pecado. Lo consumó con su compañero. Por eso sobre la mujer pesa una condena mayor.
Por ella el hombre se hizo rebelde a Dios, y por ella conoció la lujuria y la muerte. Por ella perdió el dominio sobre sus tres reinos:
el del espíritu, porque permitió que el espíritu desobedeciera a Dios; el de lo moral, porque permitió que las pasiones le sometieran a su señorío; el de la carne, porque la rebajó a las leyes instintivas de las bestias.
“La Serpiente me ha seducido” dice Eva. “La mujer me ha ofrecido el fruto y yo he comido de él” dice Adán.
Y el triple, desenfrenado apetito, desde entonces, tiene entre sus garras los tres reinos del hombre.
Sólo la Gracia logra aflojar la presa de este monstruo despiadado; y, si vive, si está vivísima, si la voluntad del hijo fiel la mantiene cada vez más viva, llega incluso a estrangular al monstruo.
Ya no habrá nada que temer: ni a los tiranos internos (o sea, la carne y las pasiones), ni a los tiranos externos (el mundo y los que en el mundo tienen poder), ni a las persecuciones, ni a la muerte.
Es como dice el apóstol Pablo: “Nada de esto yo temo, y no considero ya mía mi vida, con tal de cumplir mi misión y llevar a cabo el ministerio recibido del Señor Jesús para dar testimonio del Evangelio de la Gracia de Dios”».
Dice María (la Virgen):
“Gozoso, pues efectivamente, cuando comprendí la misión a que Dios me llamaba, mi corazón se llenó de gozo.
Y mi corazón se abrió como una azucena en capullo y vertió la sangre que habría de ser terreno para la Semilla del Señor.
Alegría de ser madre. Me había consagrado a Dios desde mi más tierna edad, porque la luz del Altísimo me había iluminado acerca de la causa del mal del mundo;
yo deseé, por lo que de mí dependía, borrar de mí la huella de Satanás.
No sabía que no tenía mancha. No podía pensarlo. El solo hecho de pensarlo habría sido presunción y soberbia, porque habiendo nacido de padre y madre humanos,
no me era lícito pensar que justamente yo era la Elegida para ser la Sin Mancha.
El Espíritu de Dios me había instruido acerca del dolor del Padre ante la corrupción de Eva, que había aceptado degradarse, siendo una criatura de gracia, a un nivel de criatura inferior.
Yo tenía la intención de suavizar ese dolor, poniendo de nuevo mi carne en la situación de pureza angélica, conservándome intacta de pensamientos, deseos y contactos humanos.
Sólo para Él sería mi latido de amor; sólo para El, mi ser.
No había en mí sed camal, pero sí sentía el sacrificio de no ser madre.
La maternidad, exenta de lo que ahora la humilla, le había sido concedida por el Padre creador también a Eva.
¡Dulce y pura maternidad sin el peso del sentido! ¡Yo la experimenté!
¡Cuán grande la pérdida de Eva, renunciando a esta riqueza! Mayor que la pérdida de la inmortalidad.
No, no creáis que es una exageración.
Mi Jesús, y con Él yo, su Madre, conocimos la languidez de la muerte.
Yo, el dulce languidecer de quien, cansado, se duerme; Él, ese languidecer atroz de quien muere por haber sido condenado.
A nosotros, pues, también nos vino la muerte.
Sin embargo, la maternidad exenta de cualquier tipo de violación me vino solamente a mí, la nueva Eva,
para que yo pudiera manifestarle al mundo cuan dulce era el destino de la mujer, llamada a ser madre sin el dolor de la carne.
El deseo de esta pura maternidad, siendo, como es, la gloria de la mujer, podía estar, y estaba, en la Virgen toda de Dios.
Añadid a vuestra consideración el honor en que era tenida la mujer madre en el pueblo israelita.
Y comprenderéis mejor la naturaleza del sacrificio cumplido al consagrarme a esta privación.
Ahora a su sierva el eterno Bueno le ofrecía este don, sin privarme del candor de que yo me había vestido para ser flor en su Trono.
Por ello exultaba, con el doble gozo de ser madre de un hombre y de ser Madre de Dios. Alegría porque a través de mí se restablecía la paz entre el Cielo y la Tierra.
¡Oh… haber deseado esta paz por amor a Dios y por amor al prójimo, y saber que por medio de mí, pobre esclava del Poderoso, aquélla venía al mundo!
Decir: “Hombres, no lloréis más. Yo traigo conmigo el secreto que os hará felices. No os lo puedo manifestar, porque está sellado en mí, en mi corazón, de la misma forma que el Hijo dentro del intacto seno.
Ya os lo traigo, ya cada hora que pasa está más cercano el momento en que le veréis y sabréis su Nombre santo”!
Alegría de haber hecho feliz a Dios:
alegría del creyente que ve feliz a su Dios. ¡Oh… haber quitado del corazón de Dios la amargura de la desobediencia de Eva, de la soberbia de Eva, de su incredulidad!
Mi Jesús ha explicado con qué culpa se manchó la Pareja primera.
Yo he anulado esa culpa recorriendo en sentido inverso, para ascender, las etapas de su descenso.
El principio de la Culpa estuvo en la desobediencia:
“No comáis y no toquéis de ese árbol”, había dicho Dios.
Pero el hombre y la mujer, los reyes de la Creación, que podían tocar todo y comer todo excepto aquello, porque Dios quería hacerlos sólo inferiores a los ángeles, no tomaron en consideración ese veto.
El árbol: el medio para probar la obediencia de los hijos.
¿Qué es la obediencia al mandato divino? Es un bien porque Dios no ordena sino el bien.
¿Qué es la desobediencia? Es un mal porque pone al corazón en las disposiciones de rebelión sobre las cuales Satanás puede obrar.
Eva va al árbol, a ese árbol del que vendría: alejándose, su bien; acercándose, su mal. La arrastra a él la curiosidad ingenua de ver qué es lo que podía tener en sí de especial;
la arrastra la imprudencia, que hace que le parezca inútil el mandato divino, dado que ella es fuerte y pura, reina del Edén, donde todo le presta obediencia, donde nada podrá causarle mal alguno.
Su presunción la pierde.
La presunción es ya levadura de soberbia.