P MENSAJE DE AÑO NUEVO
Diciembre 29 del 2020 8: 25 AM
LLAMADO DE JESÚS EL BUEN PASTOR A SU REBAÑO.
Rebaño mío, mi Paz sea con vosotros
Ovejas de mi Grey, los días de la Gran Tribulación se están acercando.
Días estos de total purificación para toda la Humanidad y en especial, para el Pueblo de Dios.
Años difíciles os esperan Rebaño mío, apenas están comenzando los dolores y ya se escuchan los primeros ayes.
LO QUE ESTÁ POR LLEGAROS
ES TRIBULACIÓN MATERIAL, FÍSICA Y ESPIRITUAL,
QUE OS PURIFICARÁ EN EL CUERPO
EN EL ALMA Y EN ESPÍRITU,
Hasta que brilléis como crisoles;
Sólo así, purificados y muertos al pecado, podréis habitar mañana mi Nueva Creación.
Hijos míos, los días de Abominación y Desolación de mis Templos se aproximan;
muy pronto mis Casas serán profanadas, destruidas, cerradas totalmente,
y mi Sacrificio diario suspendido.
Mis pobres hijos van a tener sed y hambre de mi Palabra, lo mismo que de mi Cuerpo y de mi Sangre.
El Cisma en el interior de mi Iglesia está por estallar y millones de almas van a perder la Fe;
la crisis de mi Iglesia será aprovechada por sus enemigos para profanar mis Casas, destruir mis Tabernáculos y expulsarMe de mis Templos.
Orad Rebaño mío, porque el Martirio de mi Iglesia se acerca;
La Hora de la Traición está llegando y los Judas ya están listos; para entregarla en manos de los malvados.
Rebaño mío, a partir del año que está por comenzar y años subsiguientes, seréis purificados como se purifica el oro en el fuego.
ORAD Y PERMANECED FIRMES EN LA FE
Para que podáis sobrellevar los días de angustia, desolación y purificación, que os están llegando.
Mi AVISO ya está tocando a la puerta.
¡Corred, corred, a poner vuestras cuentas en orden, porque mis Casas están por cerrarse y ya no vais a encontrar a ninguno de mis Sacerdotes para que os reciba en confesión!
Rebaño mío, la Tribulación que está por llegar, jamás mortal alguno la ha vivido.
Por eso hijos míos, que los días de la Gran Purificación os cojan en Gracia de Dios, para que podáis perseverar hasta el final y así obtengáis la corona de la vida.
Este mundo anda en Tinieblas hijos míos, la maldad y el pecado han llegado al límite;
la cizaña ha crecido y ahoga la cosecha, es tiempo de la siega, porque de seguir creciendo la cizaña se me perderá la cosecha.
Hijos míos, así como a mis discípulos hoy también os digo: por un tiempo ya no estaré con vosotros y ese tiempo está llegando;
más en otro tiempo me volveréis a ver y vuestro gozo NADA NI NADIE OS LO QUITARÁ.
Estaréis en este mundo como ovejas en medio de lobos, pero no temáis, YO NO OS ABANDONARÉ
Mi Madre y mis Ángeles estarán con vosotros; refugiaos en el Seno Virginal de mi Madre, porque Ella, será el Sagrario donde permaneceré en esos días de angustia, desolación y purificación.
Amaos y socorreos mutuamente, para que la fuerza del Amor, la Oración, y Confianza en Dios, sean la FORTALEZA
QUE OS MANTENGA FIRMES EN LA FE
Acordaos: si permanecéis unidos a Mí, como el sarmiento a la vid, nada ni nadie podrá robaros mi Paz.
Caminad pues mis pequeños como hijos de la Luz que sois,
para que ALUMBRÉIS la Oscuridad y las Tinieblas que ya se ciernen sobre la Tierra.
Mi Paz os dejo, mi Paz os doy. ARREPENTÍOS Y CONVERTÍOS, porque el Reino de Dios está cerca
Vuestro Maestro, Jesús el Buen Pastor.
Dad a conocer mis mensajes de salvación a toda la humanidad, Rebaño Mío.
http://www.mensajesdelbuenpastorenoc.org/mensajesrecientes.html
31 PRESENTACIÓN EN EL TEMPLO
31 CONOCER A DIOS, ES EMPEZAR A AMARLO
Presentación de Jesús en el templo
- Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarle, se le dio el nombre de Jesús, el que le dio el ángel antes de ser concebido en el seno.
- Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor,
- como está escrito en la Ley del Señor: = Todo varón primogénito será consagrado al Señor =
- y para ofrecer en sacrificio = un par de tórtolas o dos pichones =, conforme a lo que se dice en la Ley del Señor. Lucas 2
La virtud de Simeón y la profecía de Ana. 1 de Febrero de 1944.
Veo que de una casita modestísima sale una pareja de personas.
Por una escalerita externa baja una jovencísima madre con un niño en brazos envuelto en un lienzo blanco. Reconozco a esta Mamá nuestra.
Es la misma de siempre: pálida y rubia, grácil y muy fina en todos sus movimientos. Va vestida de blanco y arropada con un manto azul pálido, cubre su cabeza un velo blanco.
Lleva con mucho cuidado a su Niño. Al pie de la escalera la está aguardando José al lado de un burrito pardo.
José, tanto por lo que se refiere a la túnica como al manto está vestido todo de color marrón claro. Mira a María y le sonríe.
Cuando María llega hasta el burrito, José se pasa las riendas del borriquillo al brazo izquierdo y para que María pueda sentarse mejor en la albardilla del asno, toma un momento al Niño, que duerme tranquilo.
Luego le vuelve a dar a Jesús y se ponen en camino
José va andando al lado de María, sujetando siempre por las riendas al burro y poniendo cuidado en que éste vaya derecho y sin tropiezos.
María tiene a Jesús en el regazo, y, como si tuviera miedo a que cogiese frío, le extiende encima un borde de su manto.
Los dos esposos hablan poquísimo, pero se sonríen frecuentemente.
El camino, que no es ningún modelo de vía, en una campiña desnuda por la estación que corre, se articula en varias direcciones.
Algún que otro viajero se cruza con ellos dos, o los alcanza, pero son raros. Luego pueden verse algunas casas y unos muros que recintan una ciudad.
Los dos esposos entran en ella por una puerta y comienzan el recorrido por la calzada urbana, hecha de adoquines muy separados.
El camino es ahora mucho más difícil, ya porque haya un tráfico que en todo momento hace que el burro se detenga, ya porque éste, por las piedras y los agujeros de las piedras que faltan,
haga continuamente movimientos bruscos, los cuales incomodan a María y al Niño.
La calle no es horizontal; sube, aunque ligeramente; es estrecha, entre casas altas de puertecitas estrechas y bajas, de escasas ventanas que dan a la calle
Arriba el cielo se asoma en multitud de listas azules entre unas casas y otras, o más exactamente entre unas terrazas y otras;
abajo, en la calle, hay gente y rumor de voces, y se cruzan otras personas a pie o en burros, o llevando asnos cargados, y otras que van detrás de una caravana de camellos que dificulta el paso.
En un momento dado, pasa, con gran ruido de cascos y de armas, una patrulla de legionarios romanos, que desaparece tras un arco que está a caballo de uno y otro lado de una vía muy estrecha y pedregosa.
José gira a la izquierda y toma una calle más ancha y más bonita. Al fondo de la misma veo el muro almenado que ya conozco.
María, al llegar a una puerta en que hay una especie de paradero para otros burros, baja del suyo.
Digo “paradero” porque es una especie de cobertizo, donde hay paja esparcida por el suelo y unos palos con unas argollas para atar a los cuadrúpedos.
José da algunas monedas a un hombre que ha venido.
Con ellas se procura un poco de heno, luego saca un cubo de agua de un pozo tosco que hay en un ángulo y da las dos cosas al burrito.
Después se llega de nuevo hasta donde María y ambos entran en el recinto del Templo.
Se dirigen, primero, hacia un pórtico donde están aquellos a quienes Jesús, pasado el tiempo, pegará egregiamente con un azote, o sea, los vendedores de tórtolas y corderos y los cambistas.
José compra dos pichones blancos. No cambia el dinero. Se entiende que tiene ya el que necesita.
José y María se dirigen hacia una puerta lateral que tiene ocho escalones — creo que también las otras puertas;
es como si el cubo del Templo estuviera elevado respecto al resto del suelo.
Ésta tiene un gran atrio, como los portales de nuestras casas de ciudad, pero más vasto y ornado.
En él, a la derecha y a la izquierda, hay como dos altares, dos volúmenes rectangulares cuya finalidad de momento no entiendo bien, parecen pilas, poco profundas:
la parte interna es más baja, en algunos centímetros, respecto al borde externo.
Viene un sacerdote — no sé si motu propio o es que José lo ha llamado —.
María ofrece los dos pobres pichones, y yo, que comprendo cuál será su suerte, dirijo la mirada a otra parte.
Observo la decoración de la recargadísima puerta, del techo y del atrio. Me parece ver con el rabillo del ojo que el sacerdote asperja a María con agua.
Debe ser agua porque no veo manchas en su vestido.
Luego María, que junto con los dos pichones había dado un montoncillo de monedas al sacerdote, entra con José en el Templo propiamente dicho, acompañada por el sacerdote.
Miro a todas partes. Es un lugar decoradísimo. Cabezas de ángeles esculpidas y palmas y ornatos se extienden por las columnas, las paredes y el techo.
La luz penetra por unas curiosas ventanas alargadas, estrechas, naturalmente sin cristales, y abiertas en diagonal con respecto a la pared.
Supongo que será para impedir que entre el agua cuando llueve torrencialmente.
María se adentra hasta un determinado punto en que se detiene. Unos metros más adelante hay otros escalones y encima hay otra especie de altar, tras el cual hay otra construcción.
Ahora me doy cuenta de que no estaba en el Templo, como creía, sino en lo que rodea al Templo propiamente dicho, o sea, al Santo;
traspasar su linde, aparte de los sacerdotes, parece que nadie puede hacerlo.
Lo que yo creía que era el Templo, por tanto, no es sino un vestíbulo cerrado, que rodea por tres partes al Templo, que custodia el Tabernáculo.
María ofrece el Niño, que se ha despertado y dirige a su alrededor sus ojitos inocentes, con esa mirada de asombro propia de los niños de pocos días, al sacerdote.
Éste lo toma y lo eleva extendiendo los brazos, vuelto hacia el Templo, dando la espalda a esa especie de altar que está encima de aquellos escalones.
El rito ha quedado cumplido.
La Madre recibe de nuevo al Niño y el sacerdote se marcha.
- Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo.
- Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor.
- Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él,
Algunos miran curiosos. Entre ellos se abre paso un viejecito que camina encorvado y renco, apoyándose en un bastón.
Debe ser muy anciano, para mí sin duda, de más de ochenta años. Se acerca a María y le solicita por un momento al Pequeñuelo.
María, sonriendo, se lo concede.
Y Simeón, que yo siempre había creído que pertenecía a la casta sacerdotal y que sin embargo, a juzgar al menos por el vestido, es un simple fiel, lo toma y lo besa.
Jesús le sonríe con ese gesto mimoso, incierto, de los lactantes.
Parece que lo observa curioso, porque el viejecillo llora y ríe al mismo tiempo. Y sus lágrimas crean todo un bordado de destellos que se insinúa entre las arrugas,
y que perla su larga barba blanca hacia la cual Jesús tiende sus manitas. Es Jesús, pero es un niñito pequeñín, y todo lo que se mueve delante de Él atrae su atención, y se le antoja cogerlo, para entender mejor lo que es.
María y José sonríen, como también las otras personas que están presentes, que celebran la hermosura del Pequeñuelo.
- le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
- «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz;
- porque han visto mis ojos tu salvación,
- la que has preparado a la vista de todos los pueblos,
- luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel.»
- Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él.
- Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción –
- ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma! – a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones.»
Oigo las palabras del santo anciano y veo la mirada de asombro de José, la mirada emocionada de María, y las de la pequeña multitud, quién se muestra asombrado y emocionado,
quién, al oír las palabras del anciano, ríe irónicamente. Entre éstos hay algún barbudo y pomposo miembro del Sanedrín, y menean la cabeza mirando a Simeón con irónica piedad.
Deben pensar que ha perdido la razón por la edad.
La sonrisa de María se difumina en su avivada palidez cuando Simeón le anuncia el dolor.
A pesar de que Ella ya lo sepa, esta palabra le traspasa el espíritu.
Se acerca más a José, María, buscando consuelo; estrecha con pasión a su Niño contra su pecho.
- Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido,
- y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones.
- Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
Y bebe, como alma sedienta, las palabras de Ana,
la cual, siendo mujer, siente compasión de su sufrimiento y le promete que el Eterno le mitigará con sobrenatural fuerza la hora del dolor.
– Mujer, a Aquel que ha dado el Salvador a su pueblo no le faltará el poder de otorgar el don de su ángel para confortar tu llanto.
Nunca les ha faltado la ayuda del Señor a las grandes mujeres de Israel…
Y tú eres mucho más que Judith y que Yael. Nuestro Dios te dará corazón de oro purísimo, para aguantar el mar de dolor
por el que serás la Mujer más grande de la Creación, la Madre.
Y tú, Niño, acuérdate de mí en la hora de tu misión. Y aquí me cesa la visión.
Dice Jesús:
De la descripción que has hecho, brotan para todos dos enseñanzas.
Primera: no se manifiesta la verdad a aquel sacerdote que, aun estando inmerso en los ritos, tiene su espíritu ausente; antes bien, se revela a un simple fiel.
El sacerdote siempre en contacto con la Divinidad, orientado al cuidado de cuanto concierne a Dios,
dedicado a todo aquello que es superior a la carne, habría debido intuir enseguida Quién era el Niño que ofrecían al Templo esa mañana.
Mas, para poder intuir, necesitaba tener un espíritu vivo, y no solamente una vestidura externa de un espíritu que, si no estaba muerto, sí al menos muy soñoliento.
El Espíritu de Dios puede, si quiere, tronar como un rayo y sacudir como un terremoto al espíritu más cerrado; puede hacerlo.
Pero, generalmente, porque es Espíritu de orden como es Orden Dios en cada una de sus Personas y en su modo de actuar, se efunde y habla,
no digo donde existe mérito suficiente para recibir su manifestación, en ese caso, muy pocas veces se manifestaría…
Y tú no conocerías tampoco sus luces, sino en donde ve la “buena voluntad” de merecer su manifestación.
¿Cómo se hace notoria esta buena voluntad? Con una vida hecha toda de Dios hasta donde os es posible.
En la fe, en la obediencia, en la pureza, en la caridad, en la generosidad, en la oración. No en las prácticas. En la oración.
Hay menos diferencia entre la noche y el día que entre las prácticas y la oración. Ésta es comunión de espíritu con Dios, de la cual salís con vigor nuevo y decididos a ser cada vez más de Dios.
Aquéllas son una costumbre cualquiera, con objetivos diversos pero siempre egoístas, y que os deja como erais; es más, os agrava con culpa de embuste o de desidia.
Simeón tenía esta buena voluntad. La vida no le había escatimado ni trabajos ni pruebas. Pero él no había perdido su buena voluntad.
Los años y las vicisitudes no habían mellado, ni removido, su fe en el Señor, en sus promesas, como tampoco habían cansado su buena voluntad de ser cada vez más digno de Dios.
Y Dios, antes de que los ojos de su siervo fiel se cerrasen a la luz del Sol — en espera de volver a abrirse al Sol de Dios rutilante desde los Cielos, abiertos a mi ascensión después del Martirio —
le mandó el rayo de luz del Espíritu para que lo guiara al Templo y ver así la Luz que había venido al mundo. “Movido por el Espíritu Santo” dice el Evangelio.
¡Oh, si los hombres supieran qué perfecto Amigo es el Espíritu Santo!¡qué Guía, qué Maestro! ¡Oh, si amaran los hombres, e invocaran, a este Amor de la Santísima Trinidad, a esta Luz de la Luz,
a este Fuego del Fuego, a esta Inteligencia, a esta Sabiduría! ¡Cuánto más sabrían de aquello que es necesario saber! Mira, María; mirad, hijos.
Simeón esperó durante toda una vida “ver la Luz”; saber que se había cumplido la promesa de Dios. Pero no dudó nunca. Nunca se dijo a sí mismo: “Es inútil que persevere en esperar y en orar”. Perseveró.
Y obtuvo “ver” lo que no vieron ni el sacerdote ni los miembros del Sanedrín, que estaban llenos de soberbia y completamente ofuscados: al Hijo de Dios, al Mesías,
al Salvador en esa carne infantil que le daba calor y sonrisas.
Recibió a través de mis labios de Niño, la sonrisa de Dios, como primer premio por su vida honrada y pía.
Segunda lección: las palabras de Ana.
Ella, profetisa, también ve en mí, recién nacido, al Mesías.
Esto, dada su capacidad de profecía, sería natural; pero, escucha, escuchad lo que, impulsada por la fe y la caridad, dice a mi Madre…
e iluminad con ello vuestro espíritu, ese espíritu vuestro que tiembla en este tiempo de tinieblas y en esta Fiesta de la Luz.
Dice: “A Aquel que ha otorgado un Salvador no le faltará el poder de enviar a su ángel para confortar tu llanto, el vuestro”.
Considerad que Dios se ha dado para cancelar la obra de Satanás en los espíritus. ¿No va a poder derrotar ahora a los diablos que os torturan?
¿No va a poder enjugar vuestro llanto, dispersando a estos diablos y volviendo a enviar de nuevo la paz de su Cristo? ¿Por qué no se lo pedís con fe?
Pero con fe verdadera, impetuosa, una fe ante la cual el rigor de Dios — indignado por tantas culpas vuestras – caiga con una sonrisa, y llegue el perdón, que es ayuda,
y venga su bendición, como arco iris, a esta tierra que se hunde en un diluvio de sangre querido por vosotros mismos.
Considerad que el Padre, después de haber castigado a los hombres con el diluvio, se dijo a sí mismo y dijo a su Patriarca:
“No volveré a maldecir la tierra a causa de los hombres, porque los sentidos y los pensamientos del corazón humano están inclinados al mal ya desde la adolescencia;
por tanto no volveré a castigar a todo ser vivo, como he hecho”.
Y se ha mostrado fiel a su palabra; no ha vuelto a mandar el diluvio. Sin embargo, vosotros ¿Cuántas veces os habéis dicho, y habéis dicho a Dios:
“Si nos salvamos esta vez, si nos salvas, no volveremos jamás a hacer guerras, nunca jamás”, para hacerlas luego y cada vez más tremendas?
¿Cuántas veces, ¡Oh falsos!, y sin respeto hacia el Señor y hacia vuestra palabra
Y, no obstante, Dios os ayudaría una vez más si la gran masa de los fíeles lo llamase con fe y amor impetuoso. ¡Oh, vosotros — demasiado pocos para contrapesar a los muchos que mantienen vivo el rigor de Dios —
vosotros, los que, a pesar del tremendo presente amenazador, que crece por momentos, permanecéis de todas formas devotos a Él, depositad vuestras fatigas a los pies de Dios!
Él sabrá enviaros a su ángel, como envió al Salvador al mundo.
No temáis. Estad unidos a la Cruz, que siempre ha vencido las insidias del demonio, el cual viene, con la crueldad de los hombres y con las tristezas de la vida,
a tratar de reducir a la desesperación— o sea, a que queden separados de Dios — a los corazones a los que no puede atrapar de otra manera.
30 SANTIDAD DEL SACERDOCIO
30 CONOCER A DIOS, ES EMPEZAR A AMARLO
Visita de Zacarías
La santidad de José y la obediencia a los sacerdotes.
Veo la larga sala donde presencié el encuentro de los Magos con Jesús y su acto de adoración.
Comprendo que me encuentro en la casa hospitalaria que ha acogido a la Sagrada Familia.
Asisto a la llegada de Zacarías. Isabel no está.
La dueña de la casa sale presurosa, por la terraza que circunda la casa, al encuentro del huésped que está llegando…
Le acompaña hasta una puerta y llama; luego, discreta, se retira.
José abre y, al ver a Zacarías, exulta de júbilo.
Lo pasa a una habitacioncita pequeña, de las dimensiones de un pasillo.
José dice:
– María está dándole la leche al Niño.
Espera un poco. Siéntate, que estarás cansado.
Y le deja sitio en su recostadero, sentándose a su lado.
Oigo que José pregunta por el pequeño Juan,
y que Zacarías responde:
– Crece vigoroso como un potrillo.
De todas formas, ahora está sufriendo un poco por los dientes. Por eso no hemos querido traerlo. Hace mucho frío.
Así que tampoco ha venido Isabel. No podía dejarlo sin la leche.
Lo ha sentido mucho; pero, ¡Está siendo una estación tan fría…!
– Sí, efectivamente, muy fría.
– Me dijo el hombre que me enviasteis que cuando nació el Niño estabais sin casa.
¡Lo que habréis tenido que pasar!…
– Sí, verdaderamente lo hemos pasado muy mal…
Pero era mayor el miedo que la precariedad en que nos encontrábamos. Teníamos miedo de que esta precariedad le pudiera perjudicar al Niño.
Y los primeros días tuvimos que pasarlos allí.
A nosotros no nos faltaba nada, porque los pastores habían transmitido la buena nueva a los betlemitas y muchos vinieron con dones.
Pero faltaba una casa, faltaba una habitación resguardada, un lecho…
Y Jesús lloraba mucho, especialmente por la noche, por el viento que entraba por todas partes.
Yo encendía un poco de fuego, pero poco, porque el humo le hacía toser al Niño… y así el frío seguía.
Dos animales calientan poco, ¡Y menos todavía en un sitio donde el aire entra por todas partes!
Faltaba agua caliente para lavarlo, faltaba ropa seca para cambiarlo… ¡Oh! ¡Ha sufrido mucho! Y María sufría al verlo sufrir.
¡Sufría yo… conque te puedes hacer una idea Ella, que es su Madre!
Le daba leche y lágrimas, leche y amor… Ahora aquí estamos mejor.
Yo había hecho una cuna muy cómoda y María había puesto un colchoncito blando. ¡Pero la tenemos en Nazaret! ¡Ah, si hubiera nacido allí, habría sido distinto!.
– Pero el Cristo tenía que nacer en Belén.
Así estaba profetizado.
María ha oído que hablaban y entra. Está toda vestida de lana blanca. Ya no lleva el vestido oscuro que tenía durante el viaje y en la gruta.
Con este de ahora está enteramente blanca, como ya la he visto otras veces; no lleva nada en la cabeza.
En sus brazos sí, a Jesús, que está durmiendo, satisfecho de leche, envuelto en sus blancos pañales.
Zacarías se levanta reverente y se inclina con veneración.
Luego se acerca y mira a Jesús dando señales de un grandísimo respeto.
Está inclinado, no tanto para verlo mejor, cuanto para rendirle homenaje.
María se lo ofrece.
Zacarías lo toma con tal adoración que parece como si estuviera elevan do un ostensorio.
Efectivamente, está cogiendo en brazos la Hostia,
la Hostia ya ofrecida, que será inmolada sólo cuando se haya dado a los hombres como alimento de amor y de redención.
Zacarías devuelve Jesús a María.
Se sientan.
Zacarías refiere de nuevo — esta vez a María — el motivo por el cual Isabel no ha venido, y cómo ello la ha apenado.
– Durante estos meses ha estado preparando ropa para tu bendito Hijo.
Te lo he traído. Está abajo, en el carro».
Se levanta y va afuera. Vuelve con un paquete voluminoso y con otro más pequeño.
De uno y de otro — José enseguida lo ha liberado del grande — saca inmediatamente los presentes:
Una suave colcha de lana tejida a mano, pañales y vestiditos.
Del otro, miel, harina blanquísima, mantequilla y manzanas, para María. Y tortas amasadas y cocidas por Isabel.
Y muchas otras cositas que manifiestan el afecto maternal de la agradecida prima hacia la joven Madre.
María dice:
– Le dirás a Isabel que le quedo agradecida, como también a ti.
Me habría gustado mucho verla, pero comprendo las razones. También me hubiera gustado ver de nuevo al pequeño Juan…
– Lo veréis para la primavera.
Vendremos a veros.
José dice:
– Nazaret está demasiado lejos.
– ¿Nazaret?
Pero si debéis quedaros aquí. El Mesías debe crecer en Belén. Es la ciudad de David.
El Altísimo lo ha traído, a través de la voluntad de César, a nacer en la tierra de David, la tierra santa de Judea.
¿Por qué llevarlo a Nazaret? Ya sabéis qué es lo que piensan los judíos de los nazarenos.
El día de mañana este Niño deberá ser el Salvador de su pueblo. La capital no debe despreciar a su Rey por el hecho de despreciar a su ciudad de procedencia.
Vosotros sabéis como yo, lo insidioso que es en sus razonamientos el Sanedrín y lo desdeñosas que son las tres castas principales…
Además aquí, no lejos de mí, podré ayudaros bastante,
Y podré poner todo lo que tengo, no tanto de cosas materiales cuanto de dones morales, al servicio de este Recién Nacido.
Y cuando esté en edad de entender me sentiré dichoso de ser maestro suyo, como de mi hijo; para que así, incluso, cuando sea mayor, me bendiga.
Tenemos que pensar en el gran destino suyo, y que, por tanto, debe poderse presentar al mundo con todas las cartas para poder ganar fácilmente su partida.
Está claro que Él poseerá la Sabiduría, pero el solo hecho de que haya tenido a un sacerdote por maestro, le hará más acepto a los difíciles fariseos y a los escribas,
Y le facilitará la misión.
María mira a José, José mira a María.
Por encima de la cabeza inocente del Niño, que duerme rosado y ajeno a lo que le rodea, se entreteje un mudo intercambio de preguntas.
Son preguntas veladas de tristeza.
María piensa en su casita; José, en su trabajo. Aquí habría que partir de cero, en un lugar en que, apenas unos días antes, nadie los conocía.
En este lugar no hay ninguna de esas cosas amadas dejadas allí, y que habían sido preparadas para el Niño con gran amor.
Y María lo dice:
– ¿Cómo hacemos?
Allí hemos dejado todo. José ha trabajado para mi Jesús sin ahorrar esfuerzo ni dinero.
Ha trabajado de noche, para trabajar durante el día para los demás,
y ganar así lo necesario para poder comprar las maderas más bonitas, la lana más esponjosa, el lino más cándido, para preparar todo para Jesús.
Ha hecho colmenas, ha trabajado hasta de albañil para darle otra distribución a la casa, de forma que la cuna pudiera estar en mi habitación hasta que Jesús fuese más grande,
y que luego pudiese dar espacio a la cama; porque Jesús estará conmigo hasta que sea un jovencito.
Zacarías pontifica:
– José puede ir a recoger lo que habéis dejado.
– ¿Y dónde lo metemos?
Como tú sabes, Zacarías, nosotros somos pobres. No tenemos más que el trabajo y la casa.
Y ambos nos dan para tirar adelante sin pasar hambre.
Pero aquí… trabajo encontraremos, quizás, pero tendremos que pensar de todas formas en una casa.
Esta buena mujer no nos puede hospedar permanentemente, y yo no puedo sacrificar a José más de lo que ya lo está por mí.
José dice:
– ¡Oh, yo!
¡Por mí no es nada! Me preocupa el dolor de María, el dolor de no vivir en su casa…
Le brotan a María dos lagrimones.
– Yo creo que debe amar esa casa como el Paraíso, por el prodigio; que allí tuvo lugar en Ella…
Hablo poco, pero entiendo mucho.
Si no fuera por este motivo, no me sentiría afligido.
A fin de cuentas, lo único es que trabajaré el doble, pero soy fuerte y joven como para trabajar el doble de lo acostumbrado y cubrir todas las necesidades.
Si María no sufre demasiado… si tú dices que se debe hacer así… por mí… aquí estoy.
Haré lo que estiméis más justo. Basta con que le sea útil a Jesús.
– Ciertamente será útil.
Pensad en ello y veréis los motivos.
María objeta:
– Se dice también que el Mesías será llamado Nazareno…
– Cierto.
Pero, al menos hasta que se haga adulto, haced que crezca en Judea.
Dice el Profeta: “Y tú, Belén Efratá, serás la más grande, porque de ti saldrá el Salvador”.
No habla de Nazaret. Quizás ese apelativo se le dará por un motivo que desconocemos. Pero su tierra es ésta.
– Tú lo dices, sacerdote, y nosotros…
Y nosotros con dolor te escuchamos… y seguimos tu consejo.
María se lamenta:
– ¡Y qué dolor!… ¿Cuándo veré aquella casa donde fui Madre?- María llora quedo.
Y yo entiendo este llanto suyo… ¡Vaya que si lo entiendo!
La visión me termina con este llanto de María.
Dice María:
Sé que comprendes mi llanto. De todas formas, me verás llorar más intensamente.
Por el momento voy a aliviar tu espíritu mostrándote la santidad de José,
que era hombre, o sea, que no tenía más ayuda de su espíritu que su santidad.
Yo, en mi condición de Inmaculada, tenía todos los dones de Dios; no sabía que lo era, pero en mi alma éstos eran activos y me daban fuerza espiritual.
Él, sin embargo, no era inmaculado.
La humanidad estaba en él con todo su peso gravoso…
Y debía elevarse hacia la perfección con todo ese peso,
a costa del esfuerzo continuo de todas sus facultades por querer alcanzar la perfección y ser agradable a Dios.
¡Oh, sí, verdaderamente santo era mi esposo! Santo en todo, incluso en las cosas más humildes de la vida:
santo por su castidad de ángel, santo por su honestidad de hombre, santo por su paciencia, por su laboriosidad, por su serenidad siempre igual, por su modestia, por todo.
Esa santidad brilla también en este hecho acaecido.
Un sacerdote le dice:
“Conviene que te establezcas aquí”; y él, aun sabiendo que su decisión le acarreará el tener que trabajar mucho más, dice:
“Por mí no es nada. Lo que me preocupa es el sufrimiento de María.
Si no fuera por esto, yo, por mí, no me afligiría; es suficiente con que le sea útil a Jesús”.
Jesús, María: sus angélicos amores. Mi santo esposo no tuvo otro amor en este mundo… y se hizo a sí mismo siervo de este amor.
Lo han hecho protector de las familias cristianas, de los trabajadores, de muchas otras categorías (moribundos, esposos…); pues bien, a mayor razón, debería hacérsele protector de los consagrados.
Entre los consagrados de este mundo al servicio de Dios, quienquiera que sea, ¿Habrá alguno que se haya ofrecido como él al servicio de su Dios, aceptando todo,
renunciando a todo, soportándolo todo, llevando todo a cabo con prontitud, con espíritu gozoso, con constancia de ánimo como él?
No, no lo hay.
Y observa otra cosa; o mejor, dos:
Zacarías es un sacerdote; José, no.
Y, sin embargo, observa cómo él, que no lo es, tiene su espíritu en el Cielo más que quien lo es.
Zacarías piensa humanamente…
Y humanamente interpreta las Escrituras, porque — no es la primera vez que lo hace — se deja guiar demasiado por su buen sentido humano.
Ya fue castigado por ello, pero vuelve a caer en lo mismo, aunque menos gravemente.
Ya respecto al nacimiento de Juan había dicho:
“¿Cómo podrá ser esto, si yo soy viejo y mi mujer estéril?”.
Ahora dice: “Para allanarse el camino, el Cristo debe crecer aquí”;
y piensa — con esa pequeña raíz de orgullo que persiste incluso en los mejores, que él le puede ser útil a Jesús.
No útil como quiere serlo José (sirviéndole),
sino útil ¡siendo maestro suyo! Dios le perdonó de todas formas por la buena intención; pero, ¿Necesitaba, acaso, maestros el “Maestro”?
Traté de hacerle ver la luz en las profecías, mas él se sentía más docto que yo y usaba a su modo esta impresión suya.
Yo habría podido insistir y vencer, pero — y ésta es la segunda observación que te presento — respeté al sacerdote; por su dignidad, no por su saber.
Por lo general, Dios ilumina siempre al sacerdote. Digo “por lo general”. Es iluminado cuando es un verdadero sacerdote.
No es el hábito el que consagra; consagra el alma.
Para juzgar si uno es un verdadero sacerdote, debe juzgarse lo que sale de su alma.
Como dijo mi Jesús: del alma salen las cosas que santifican o que contaminan, las que informan todo el modo de actuar de un individuo.

“Oh Jesús Sacerdote, guarda a tus sacerdotes en el recinto de tu Corazón Sacratísimo, donde nadie pueda hacerles daño alguno; guarda puros sus labios, diariamente enrojecidos por tu Preciosísima Sangre. Entregamos en tus divinas manos a TODOS tus sacerdotes. Tú los conoces. Defiéndelos, Ayúdalos y SOSTENLOS, para que el Maligno no pueda tocarlos. Amén
Pues bien, cuando uno es un verdadero sacerdote, generalmente siempre Dios le inspira.
¿Y los otros, que no son tales?:
Hay que tener con ellos caridad sobrenatural, orar por ellos.
Y mi Hijo te ha puesto ya al servicio de esta redención, y no digo más.
Alégrate de sufrir porque aumenten los verdaderos sacerdotes.
Descansa en la palabra de aquel que te guía. Cree y presta obediencia a su consejo.
Obedecer salva siempre.
Aunque no sea en todo perfecto el consejo que se recibe. Tú has visto que nosotros obedecimos, y el fruto fue bueno.
Verdad es que Herodes se limitó a ordenar el exterminio de los niños de Belén y de los alrededores.
Pero, ¿No habría podido, acaso, Satanás llevar estas ondas de odio; propagarlas mucho más allá de Belén? y
¿Persuadir a un mismo delito a todos los poderosos de Palestina, para lograr matar al futuro Rey de los judíos?
Y esto habría sucedido en los primeros tiempos del Cristo, cuando el repetirse de los prodigios ya había despertado la atención de las muchedumbres y el ojo de los poderosos.
Y, si ello hubiera sucedido, ¿Cómo habríamos podido atravesar toda Palestina para ir, desde la lejana Nazaret, a Egipto, tierra que daba asilo a los hebreos perseguidos,
y, además, con un niño pequeño y en plena persecución?
Más sencilla la fuga de Belén, aunque — eso sí — igualmente dolorosa.
La obediencia salva siempre, recuérdalo; “y el respeto al sacerdote es siempre señal de formación cristiana.
¡Ay — y Jesús lo ha dicho — ay de los sacerdotes que pierden su llama apostólica!
Pero también ¡Ay de quien se cree autorizado a despreciarlos!, porque ellos consagran y distribuyen el Pan verdadero que del Cielo baja.
Este contacto los hace santos cual cáliz sagrado, aunque no lo sean. De ello deberán responder a Dios. Vosotros consideradlos tales y no os preocupéis de más.
No seáis más intransigentes que vuestro Señor Jesucristo, el cual, ante su imperativo, deja el Cielo y desciende para ser elevado por sus manos.
Aprended de Él.
Y, si están ciegos, o sordos, o si su alma está paralítica y su pensamiento enfermo, o si tienen la lepra de unas culpas que contrastan demasiado con su misión,
si son Lázaros en un sepulcro, llamad a Jesús para que les devuelva la salud, para que los resucite.
Llamadlo, almas víctimas, con vuestro orar y vuestro sufrir.
Salvar un alma es predestinar al Cielo la propia.
Pero salvar un alma sacerdotal es salvar un número grande de almas, porque todo sacerdote santo es una red que arrastra almas hacia Dios,
y salvar a un sacerdote,
o sea, santificar, santificar de nuevo, es crear esta mística red. Cada una de sus capturas es una luz que se añade a vuestra eterna corona. Vete en paz.