135 EL SERMÓN DEL MONTE
135 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
Jesús está dando instrucciones a los apóstoles.
Designando a cada uno un lugar para que dirijan y controlen a la multitud que desde las primeras horas de la mañana está subiendo al monte, llevando enfermos en brazos o en andas.
Otros se mueven a duras penas con muletas.
Entre la gente están Esteban y Hermas. (discípulos de Gamaliel)
Hay un aire suave y frío.
De todas formas, el sol templa pronto este cortante aire de montaña que, si por una parte suaviza el ardor del astro, por otra saca partido de éste, adquiriendo una pureza fresca moderada.
La gente se sienta en las piedras, más o menos voluminosas, que están diseminadas por el vallecillo que separa las dos cimas.
Otros esperan a que el sol seque la hierba cubierta de rocío para sentarse en el suelo.
Hay mucha gente, de todas las regiones de Palestina, de todas las condiciones.
Los apóstoles se confunden entre la muchedumbre; pero, cual abejas que van y vienen de los prados al panal, cada cierto tiempo vuelven donde el Maestro,
para comunicar alguna cosa, para preguntar, o por la satisfacción de que el Maestro los mire de cerca.
Jesús sube un poco más alto que el prado, que es el fondo de la hondonada, se arrima a la pared rocosa.
Y empieza a hablar
– Muchos, durante todo un año de predicación, me han planteado esta cuestión:
“Tú, que te dices el Hijo de Dios, explícanos lo que es el Cielo, lo que es el Reino, lo que es Dios, pues nuestras ideas al respecto son confusas.
Sabemos que existe el Cielo, con Dios y los ángeles; pero nadie ha venido jamás a referirnos cómo es, pues está cerrado para los justos”.
Me han preguntado también qué es el Reino y qué es Dios. Yo me he esforzado en explicároslo, no porque me resultara difícil explicarlo; sino porque es difícil, por un conjunto de factores, haceros aceptar una verdad que por lo que se refiere al Reino,
choca contra todo un edificio de ideas configuradas a través de los siglos.
Una verdad que, por lo que se refiere a Dios, se topa con la sublimidad de su Naturaleza.
Otros me han dicho: “De acuerdo, esto es el Reino y esto es Dios, pero ¿Cómo se conquistan?”.
Y he tratado de explicaros, sin dar muestra de cansancio, cuál es la verdadera alma de la Ley del Sinaí; quien hace suya esa alma hace suyo el Cielo.
Pero, para explicaros la Ley del Sinaí es necesario hacer llegar a vuestros oídos el potente trueno del Legislador y de su Profeta,
los cuales, si bien es cierto que prometen bendiciones a los que observen aquélla, anuncian, amenazadores, tremendas penas y maldiciones a los desobedientes.
La epifanía del Sinaí fue tremenda; su carácter terrible se refleja en toda la Ley, halla eco en los siglos, se refleja en todas las almas.
Mas Dios no es sólo Legislador, Dios es Padre, y además Padre de inmensa bondad.
Quizás – y sin quizás – vuestras almas, debilitadas por el pecado original, por las pasiones, los pecados y los muchos egoísmos vuestros y ajenos – los ajenos irritan vuestra alma, los propios la cierran .
No pueden elevarse a contemplar las infinitas perfecciones de Dios …
Y menos que todas la bondad, porque ésta es la virtud que con el amor, es menos propiedad de los mortales.
¡La bondad…Oh, qué dulce es ser buenos, sin odio ni envidias ni soberbias!
Tener ojos que sólo miren animados por el amor, y manos que se extiendan para gesto de amor, y labios que no profieran sino palabras de amor.
¡Y corazón – sobretodo corazón – que henchido sólo de amor, haga que los ojos y las manos y los labios se esfuercen en actos de amor!
Los más doctos de entre vosotros saben con qué dones Dios había enriquecido a Adán, para él y sus descendientes.
Hasta los menos instruidos de entre los hijos de Israel saben que tenemos un espíritu…
Sólo los pobres paganos ignoran la existencia de este huésped regio, soplo vital, luz celeste que santifica y vivifica nuestro cuerpo.
Ahora bien, los más doctos saben qué dones habían sido otorgados al hombre, a su espíritu.
No fue menos magnánimo con el espíritu que con la carne y la sangre de la criatura creada por Él con un poco de barro y su aliento.
De la misma forma que otorgó los dones naturales de belleza e integridad, inteligencia y voluntad, capacidad de amarse y de amar.
Otorgó los dones morales, sujetando el apetito a la razón, siendo así que en la libertad y dominio de sí y de la propia voluntad con que Dios había favorecido a Adán,
no se introducía la maligna tiranía de los sentidos y pasiones: libre era el amarse y el desear y el gozar en justicia.
Sin eso que os esclaviza haciéndoos sentir el aguijón del veneno que Satanás esparció y que se extravasa, que os esclaviza sacándoos del límpido álveo.
Para llevaros a cenagosos campos, a pantanos en putrefacción, donde fermentan las fiebres de los sentidos carnales y morales.
Pues habéis de saber que es sensualidad incluso la concupiscencia del pensamiento.
Recibieron también dones sobrenaturales: la Gracia santificante, el destino superior, la visión de Dios.
La Gracia santificante es la vida del alma, es cosa espiritualísima depositada en la espiritual alma nuestra.
Nos hace hijos de Dios porque nos preserva de la muerte del pecado.
Y quien no está muerto “vive” en la casa del Padre, o sea, el Paraíso; en mi Reino, es decir, el Cielo.
¿Qué es esta Gracia que santifica, que da Vida y Reino?
¡No uséis muchas palabras… la Gracia es amor!
La Gracia es, pues, Dios.
Es Dios, que, mirándose embelesado a Sí mismo en la criatura creada perfecta, se ama, se contempla, se desea, se da a Sí mismo lo que es suyo,
para multiplicar esta riqueza suya, para gozarse de esta multiplicación, para amarse en razón de todos los que son otros Él-mismo.
¡Oh, hijos, no despojéis a Dios de este derecho suyo, no le robéis esta riqueza, no defraudéis este deseo de Dios!
Pensad que actúa por amor. Aunque vosotros no existierais, Él sería en cualquier caso el Infinito, su poder no se vería disminuido.
Mas Él, a pesar de ser completo en su medida infinita, inconmensurable, quiere, no para sí y en sí – no podría porque ya es el Infinito – sino para la Creación, criatura suya,
aumentar el amor en la proporción de todas las criaturas contenidas en ella.
Y es así que os da la Gracia: el Amor, para que vosotros, en vosotros, lo llevéis a la perfección de los santos.
Y vertáis este tesoro – sacado del tesoro que Dios os ha otorgado con su Gracia.
Y aumentado con todas vuestras obras santas, con toda vuestra vida heroica de santos – en el Océano infinito donde Dios está:
En el Cielo.
¡Divinas, divinas cisternas del Amor!…
¡Oh, vosotras sois, y no conocerá la muerte vuestro ser, porque sois eternas como Dios, siendo así que sois dioses! ( María Valtorta añade las referencias a: Salmo 82 (Vulgata 81), 6; Romanos 8, 16; 2 Pedro 1, 4)
¡Vosotras seréis, y no se pondrá término a vuestro ser, porque sois inmortales como los espíritus santos que os han supernutrido volviendo a vosotras enriquecidos con los propios méritos:
vivís y nutrís, vivís y enriquecéis, vivís y formáis esa santísima cosa que es la Comunión de los espíritus, desde Dios, Espíritu perfectísimo, hasta el niño recién nacido que por primera vez mama del materno seno!
No me critiquéis en vuestro corazón, vosotros los doctos!
No digáis: “Está fuera de sí, habla como un desquiciado cuando dice que la Gracia está en nosotros, siendo así que por la Culpa estamos privados de ella;
miente al decir que ya somos uno con Dios”. Sí, la Culpa existe, como también existe la separación.
Pero, ante el poder del Redentor, la Culpa, cruel separación entre el Padre y los hijos, caerá cual muralla sacudida por el nuevo Sansón;
ya la he aferrado, ya la remuevo violentamente, ya se muestra endeble…
Ya tiembla de ira Satanás.
Y de impotencia, al no poder nada contra mi poder; al sentirse arrebatar tantas presas y hacérsele más difícil arrastrar al hombre al pecado.
En efecto, una vez que os haya conducido a mi Padre a través de Mí, una vez que, al empaparos mi Sangre y mi dolor, hayáis quedado purificados y fortalecidos,
la Gracia renacerá en vosotros, se despertará de nuevo, recuperará su poder, y triunfaréis, si queréis.
Dios no fuerza vuestro pensamiento, ni tampoco os fuerza a santificaros. Sois libres.
Lo que hace es daros de nuevo la fuerza, devolveros la libertad respecto al dominio de Satanás.
Os toca ahora a vosotros colocaros otra vez el yugo infernal o ponerle a vuestra alma alas angélicas.
Ttodo depende ahora de vosotros, conmigo como hermano para guiaros y alimentaros con alimento inmortal.
Decís: “¿Cómo se conquista a Dios y su Reino por un camino más dulce que no el severo camino del Sinaí?”.
No hay otro camino, ése es; mirémoslo, no obstante, no a través del color de la amenaza sino del del amor.
No digamos: “¡Ay de mí si no hago tal cosa!”, temblorosos esperando pecar, esperando no ser capaces de no pecar; digamos, por el contrario:
“¡Bienaventurado seré si hago tal cosa!”.
Y con arrebato de sobrenatural alegría, gozosos,
lancémonos hacia estas bienaventuranzas nacidas de la observancia de la Ley. cual corolas de rosa de una mata de espinas.
Digamos:
“¡Bienaventurado seré si soy pobre de espíritu, porque será mío el Reino de los Cielos!
¡Bienaventurado seré si soy manso, porque heredaré la Tierra!
¡Bienaventurado seré si soy capaz de llorar sin rebelarme, porque seré consolado!
¡Bienaventurado seré si tengo hambre y sed de justicia, más que de pan y vino para saciar la carne: la Justicia me saciará!
¡Bienaventurado seré si soy misericordioso, porque se usará conmigo divina misericordia!
¡Bienaventurado seré si soy puro de corazón, porque Dios se inclinará hacia mi corazón puro, y lo veré!
¡Bienaventurado seré si tengo espíritu de paz, porque Dios me llamará hijo suyo, pues en la paz está el amor y Dios es Amor amante de quien se asemeja a Él!
¡Bienaventurado seré si soy perseguido por amor a la justicia, porque Dios, Padre mío, como compensación por las persecuciones terrenas, me dará el Reino de los Cielos!
¡Bienaventurado seré si, por saber ser hijo tuyo, oh Dios, me ultrajan y acusan con mentira!
Ello no deberá hacerme sentir desolado, sino alegre, porque me pone al nivel de tus mejores siervos, al nivel de los Profetas, perseguidos por el mismo motivo;
con ellos compartiré – lo creo firmemente – la misma recompensa, grande, eterna en ese Cielo que ya es mío!”.
Veamos así el camino de la salud, a través de la alegría de los santos.
134 EL SACERDOCIO PAGANIZADO
134 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
El Primer discurso en la Montaña…
Jesús va solo, a paso rápido, por un camino principal, hacia un monte.
Este monte se alza a uno de los lados del camino, que va del lago hacia el oeste.
Del lago lo separa un poco de terreno llano.
Empieza con una suave y baja elevación que se prolonga por mucho espacio (una meseta, desde la que se ve todo el lago, con la ciudad de Tiberíades hacia el Sur.
Y las otras, menos hermosas, que suben hacia el norte); después el monte se eleva con pendiente más bien pronunciada, hasta un pico.
Y luego desciende para volver a elevarse hasta otro pico semejante, formando una curiosa figura de silla de montar.
Jesús emprende la subida al rellano por una senda para mulas todavía bastante aceptable.
Llega a un poblado cuyos habitantes se dedican a la explotación agrícola de esta meseta.
Empiezan ya a brotar espigas de trigo.
Cruza el pueblo.
Sigue por campos y prados llenos de flores y frufrú de cereales.
El día está sereno y muestra todas las bellezas de la naturaleza de los alrededores.
Siguiendo más allá del otero al que se dirige Jesús, está – al norte – la cima imponente del Hermón, la verde llanura del lago Merón – que desde aquí no se ve -.
Luego otros montes orientados hacia el lado noroccidental del lago de Tiberíades.
Y al otro lado del lago, más montes – suavizados sus perfiles por la lejanía y delicadas llanuras.
Hacia el sur, al otro lado del camino principal, las colinas que ocultan a Nazaret.
Cuanto más se sube, más se extiende la vista. No veo lo que hay al oeste, porque el monte hace de pared.
Al primero que encuentra Jesús es al apóstol Felipe, que parece estar de guardia en ese sitio.
Felipe exclama sorprendido:
– ¿Cómo, Maestro?
¿Tú aquí? Te esperábamos en el camino.
Estoy esperando a los compañeros, que han ido a buscar leche donde los pastores que están por estas cimas.
Abajo, en el camino, están Simón y Judas de Simón.
Y con ellos Isaac y…
– ¡Ah, ahí vienen!
Y dirigiéndose hacia ellos,
les dice:
– ¡Venid!
¡Venid! ¡Está aquí el Maestro!
Los apóstoles, que bajan con frascos y cantimploras, se echan a correr.
Los más jóvenes, naturalmente, llegan antes.
Su acogida al Maestro es conmovedora.
Ya reunidos, todos quieren hablar, contar cosas.
– ¡Te esperábamos en el camino!
– ¡Pensábamos que hoy tampoco venías!
– Hay mucha gente, ¿Sabes?
– Nos turbaba mucho el hecho de que hubiera escribas…
Y hasta discípulos de Gamaliel…
– ¡Claro, Señor, es que nos has dejado justo en el momento más inoportuno!
No he tenido nunca tanto miedo como ahí.
¡No me vuelvas a gastar una broma como ésta!
Pedro se queja.
Jesús sonríe y pregunta:
– Pero, ¿Os ha pasado algo malo?
– ¡No! ¡No!
Es más… ¡Oh, Maestro mío!, ¿No sabes que ha hablado Juan?…
Parecía como si hablaras Tú en él. Yo…
Nosotros estábamos asombrados…
¡Este muchacho, que hace no más de un año de lo único que era capaz era de echar la red!…
Pedro manifiesta todavía admiración y tira enérgicamente hacia sí al risueño Juan, que guarda silencio.
Y le da unos meneos afectuosos.
– Mirad.
Juzgad si os parece posible que este niño haya dicho con esta boca risueña esas palabras. ¡Parecía Salomón!
Juan dice:
– También Simón ha hablado bien, mi Señor.
Se ha comportado exactamente como “cabeza”» dice Juan.
Pedro comenta:
– ¡Claro!
¡Me ha cogido y me ha puesto allí! ¡En fin!…
Dicen que he hablado bien. Será así.
No lo sé, porque, entre el asombro por las palabras de Juan y el miedo a hablar en medio de tanta gente y a hacerte quedar mal, estaba aturdido…
Jesús dice:
– ¿A mí?
Tú eras el que hablabas. Habrías quedado mal tú, Simón.
Jesús lo ha dicho para pincharle.
Per Pedro contesta con humildad:
– ¡Por mí…!
De mí no me importaba nada.
Lo que no quería era que se mofasen de ti, considerándote estúpido por haber elegido como apóstol a un tarado mental.
Jesús se ilumina de alegría por la humildad y el amor de Pedro,
pero lo único que pregunta es:
– ¿Y los demás?
– También Simón Zelote ha hablado bien.
Pero bueno, es lógico en él. ¡Éste ha sido la sorpresa!
La verdad es que, desde que hemos estado en Oración, este muchacho parece tener continuamente el alma en el Cielo.
– ¡Es cierto! ¡Es cierto!
Todos confirman las palabras de Pedro.
Y luego siguen hablando de las cosas que han sucedido.
– ¿Sabes?
Entre los discípulos, ahora hay dos que, según Judas de Simón, son muy importantes.
Judas está actuando mucho.
¡Claro, conoce a mucha gente importante…. Y además sabe tratar a estas personas!
Y le gusta hablar… Habla bien.
No obstante, la gente prefiere escuchar a Simón, a tus hermanos y sobre todo, a este muchacho.
Ayer me dijo un hombre: “Habla bien ese joven – se refería a Judas – pero prefiero escucharte a ti”.
¡Pobre hombre, mira que preferir escucharme a mí, que no sé decir más que cuatro palabras!… Pero…
¿Cómo es que has venido hasta aquí?; el lugar de la cita era el camino.
– Porque sabía que os encontraría aquí.
Ahora escuchadme.
Bajad y decid a los otros que vengan; también a los discípulos ya conocidos. La gente no, que no vengo hoy, que quiero hablaros sólo a vosotros.
– Es mejor entonces dejar pasar un rato…
Esperar a que caiga la tarde, porque cuando empieza a declinar el sol la gente comienza a distribuirse por los caseríos cercanos.
Para volver al día siguiente por la mañana a esperarte.
Si no… ¿Quién va a ser capaz de contenerlos?
– De acuerdo, hacedlo así.
Os espero allá, en lo alto de aquella cima.
Las noches son ya suaves y podemos dormir al raso.
– Donde quieras, Maestro, con tal de que estés con nosotros.
Los discípulos se ponen en camino.
Jesús reanuda la subida del monte hasta la cima.
El panorama, que empieza a encenderse a causa del principio del ocaso, se hace más amplio todavía.
Jesús se sienta en una voluminosa piedra y se recoge en estado de meditación.
Así permanece hasta que el ruido de los pasos provenientes del sendero le avisa de que los apóstoles están ya de regreso.
Declina la tarde.
No obstante, a la altura en que están, todavía el sol resiste, extrayendo perfume de todo hilo de hierba y de toda florecilla.
Muguetes silvestres emanan intenso perfume, mientras los altos tallos de los narcisos agitan sus estrellas y sus capullos como para atraer el rocío.
Jesús se pone en pie y los recibe con su saludo:
– La paz sea con vosotros.
Son muchos los discípulos que han subido con los apóstoles.
Isaac los capitanea, con esa sonrisa suya de asceta en su rostro enjuto.
Se arremolinan todos en torno a Jesús, que ahora está saludando en particular a Judas de Keriot y a Simón Zelote.
– He querido reuniros a todos conmigo…
Para estar unas horas sólo con vosotros, para hablaros sólo a vosotros.
Tengo algo que deciros para prepararos más a vuestra misión.
Comamos.
Luego hablaremos.
Durante el sueño el alma seguirá saboreando la doctrina.
Tras consumir la parca cena, se disponen en círculo alrededor de Jesús, que está sentado en una piedra grande.
Son, aproximadamente, un centenar – quizás más – entre discípulos y apóstoles:
Una corona de rostros atentos iluminados fantasmagóricamente por la llama de dos fuegos.
Jesús habla despacio, gesticulando sereno.
Su rostro, destacándose de su vestidura azul oscura.
Y bajo el rayo de la Luna nueva – pequeña coma de luna en el cielo…
Filo de luz que acaricia al Dueño del Cielo y de la tierra – que cae justo donde está Él, parece más blanco.
– He querido que vinierais aquí, aparte, porque sois mis amigos.
Os he llamado después de la primera prueba de los Doce, para ampliar el círculo de mis discípulos operantes.
Y también para oír de vuestros labios las primeras reacciones, ante el hecho de que os dirijan estos continuadores míos que os he designado.
Sé que todo ha ido bien.
Yo sostenía, con la oración, las almas de los apóstoles, que han salido del retiro con una fuerza nueva en la mente y en el corazón.
Una fuerza que no proviene de industria humana, sino del completo abandono en Dios.
Los que más han dado son los que más se han olvidado de sí, que es cosa ardua.
El hombre está hecho de recuerdos.
Los recuerdos del propio yo son los que tienen más voz. Hay que distinguir dos yoes.

Señor, te entrego TODO lo que siento y lo que pienso, DAME tu santidad y tu pureza, para FUSIONARME con tu Corazón.
Existe el yo espiritual dado por el alma que se acuerda de Dios y de su origen divino.
Y existe también el yo inferior de la carne que se acuerda de esas mil exigencias que todo lo abrazan de sí misma y de las pasiones.
Y que – puesto que son tantas voces como para formar un coro – se imponen, si el espíritu no está bien firme, a la voz solitaria del espíritu que recuerda su nobleza de hijo de Dios.
Es por ello por lo que, excepto en este recuerdo santo, que habría que estimular cada vez más y mantener vivo y fuerte.
Para ser perfectos como discípulos, hay que saber olvidarse de uno mismo, en todos los recuerdos, las exigencias, las pávidas reflexiones del yo humano.
En esta primera prueba, los que de los Doce, han dado más, han sido los que más se han olvidado no sólo de su pasado…
Sino también de los límites de su personalidad y han sido los que se han olvidado de lo que eran y se han fundido con Dios de tal forma que nada temían.
¿A qué eran debidas las reservas de algunos?
Pues a que se han acordado de sus escrúpulos, consideraciones y prevenciones habituales.
¿Por qué el laconismo de otros?:
Pues porque se han acordado de su falta de preparación doctrinal y han tenido miedo a quedar mal o hacerme quedar mal a Mí.
¿Por qué las vistosas exhibiciones de otros?:
Porque se han acordado de sus soberbias habituales, de sus deseos de que los miren y los aplaudan, de sobresalir, de ser “algo”.
Finalmente, por el contrario, ¿Por qué la improvisa manifestación en otros de una oratoria rabínica segura, persuasiva, triunfal?:
Porque éstos, y sólo éstos – así como también aquellos que hasta ese momento se han comportado con humildad y han tratado de pasar inadvertidos.
Y que llegado el momento, han sabido, al instante,asumir la dignidad de primado que se les había conferido y que nunca habían querido ejercitar por temor a presumir demasiado…
Éstos han sabido acordarse de Dios.
Las primeras tres categorías se han acordado del yo inferior.
La otra (la cuarta), del yo superior.
Y no han tenido miedo.
Sentían a Dios con ellos, a Dios en ellos… y no han tenido miedo:
¡Santa osadía que viene del hecho de estar con Dios!
Escuchad entonces, apóstoles y discípulos:
Vosotros, apóstoles, ya habéis oído estos conceptos, pero ahora los entenderéis con mayor profundidad.
Vosotros, discípulos, no los habéis oído todavía, o habéis oído sólo alguna parte. T necesitáis que se os graben en el corazón.
Voy a hacer cada vez más uso de vosotros, dado que continuamente se va agrandando el rebaño de Cristo.
El mundo os va a agredir cada vez más, pues aumenta el número de lobos contra mí, el Pastor y contra mi rebaño…
Pues bien, quiero armar vuestras manos para que podáis defender mi Doctrina y mi rebaño.
Lo que es suficiente para el rebaño no lo es para vosotros, pequeños pastores.
Si a las ovejas les es lícito cometer errores, comiendo hierbas que amargan la sangre o enloquecen el deseo.
No es lícito que vosotros cometáis los mismos errores, llevando a muchas ovejas a la perdición; pues debéis pensar que donde hay un pastor ídolo perecen las ovejas.
Por efecto de sustancias venenosas o por la agresión de los lobos.
Vosotros sois la sal de la tierra y la luz del mundo.
Mas, si no respondierais a vuestra misión, os convertiríais en sal insípida e inútil; ya nada podría devolveros el sabor, pues ni siquiera Dios os lo habría podido dar.
Puesto que, habiéndola recibido como don, vosotros la habríais desalado, introduciéndola en las insípidas y sucias aguas de la humanidad.
Dulcificándola con el dulzor corrompido de la sensualidad…
Mezclando con la pura sal de Dios un cúmulo de detritos de soberbia, avaricia, gula, lujuria, ira, pereza;
de manera que viene a resultar que hay un grano de sal por cada siete veces siete granos de cada uno de los vicios.
Vuestra sal, entonces, no sería sino una mezcla de arenas, entre las cuales se habría perdido el pobre grano de sal solo.
De arenas que rechinarían en los dientes, dejando en la boca sabor a tierra y haciendo el alimento repugnante y detestable.
Ya ni siquiera serviría para otros usos inferiores…
Porque un saber empapado en los siete vicios dañaría incluso a las misiones humanas.
Pues bien, en ese caso, la sal no serviría sino para diseminarla por el suelo y que la pisaran los indiferentes pies del pueblo.
¡Cuántos, cuántos del pueblo podrán por este motivo pisotear a los hombres de Dios!
Y todo porque éstos, que habían sido llamados, permitirán al pueblo pisotearlos sin ninguna consideración.
En efecto, en ese caso, no serían ya sustancia de la que se echa mano para obtener sabor de cosas selectas, celestes, sino que serían únicamente, eso, detritos.
Vosotros sois la luz del mundo.
Sois como esta cima, que ha sido la última en perder el sol y es la primera en platearse de luna.
Cuando uno está en un lugar elevado, destaca y se le ve…
Porque hasta el ojo más distraído se detiene alguna vez a mirar a los lugares altos, ya que el ojo físico – considerado comúnmente espejo del alma, refleja el anhelo de ésta.
Ese anhelo que muchas veces pasa desapercibido pero que permanece siempre vivo, con sólo que el hombre no se haya convertido en un demonio.
Ese anhelo de lo alto, donde la instintiva razón coloca al Altísimo.
Y buscando el Cielo, levanta, alguna vez al menos en la vida, la mirada hacia lo alto.
Por favor, traed a vuestra memoria lo que todos, desde nuestra niñez, hacemos al entrar en Jerusalén.
¿Hacia dónde se dirigen, ágiles, nuestros ojos?
Hacia el monte Moria, coronado por el triunfo de mármol y oro del Templo.
¿Y una vez dentro del recinto sagrado?…
Miramos a las preciosas cúpulas que resplandecen heridas por el sol.
¡Cuán bello es este astro esparcido por los atrios, pórticos y claustros del recinto del Templo!
Sin embargo, el ojo corre hacia las cúpulas.
Evocad también, os lo ruego, los momentos en que vamos de camino:
¿Hacia dónde se dirige nuestra mirada, como queriendo olvidarnos de lo largo del recorrido, de su monotonía, cansancio, calor o barro?:
Se dirige hacia las cimas, aunque sean pequeñas o estén lejos.
¡Cuánto nos consuela su vista, si vamos por una llanura rasa y uniforme!
¿Encontramos barro en nuestro camino?; allí, esplendor.
¿Aquí, aire sofocante?; allí, frescura.
¿Aquí, límite a nuestra vista?; allí, amplitud.
Por el simple hecho de mirar a las cimas, ya nos parece menos caluroso el día, menos cenagoso el barro, menos tristes nuestros pasos.
Si, además, resplandece una ciudad en la cúspide del monte, entonces no hay ojos que no se detengan a admirarla.
Podemos decir que incluso construcciones de poca importancia ganan en belleza si están, casi como suspendidas en el aire, en la cima de una montaña.
Por esta razón, no sólo en la verdadera sino también en las falsas religiones, siempre que ha sido posible, se han edificado los templos en lugares altos.
Y si no había colinas o montes, se han construido, a fuerza de brazos, sobre bases de piedra realzadas.
¿Por qué esto?
Porque se quiere que el templo sea visto, para, viéndolo, mover el pensamiento hacia Dios.
Os he comparado a una luz.
El que enciende de noche una lámpara en una casa, ¿Dónde la pone?
¿En el agujero de debajo del horno?
¿En la cueva que usa como bodega?,
¿Cerrada dentro de un arquibanco?
¿Única y simplemente, sofocada bajo el celemín?
No, porque sería inútil encenderla.
Por el contrario, la lámpara se coloca sobre una repisa o se cuelga en su soporte para que, estando en un punto alto, dé luz a toda la habitación y a los que en ella están.
Ahora bien, precisamente por el hecho de que lo que ocupa un lugar elevado debe recordar a Dios y dar luz, tiene que estar a la altura de su función.
Vosotros debéis recordar al Dios verdadero.
Preocupaos, pues, de que no anide en vosotros el septipartito paganismo.
Porque de ser así, vendríais a ser lugares elevados profanos, con sagrados bosquecillos dedicados a un dios.
Y arrastraríais en vuestro paganismo a los que os mirasen como a templos de Dios.
Debéis ser portadores de la luz de Dios.
Ahora bien, una mecha sucia o no embebida de aceite, produce humo y no da luz; emana mal olor y no ilumina.
Una luz celada tras un cuarzo sucio no crea ese primoroso resplandor, ese juego de reflejos en el brillante mineral,
sino que languidece tras el velo de negro humo que hace opaca a la diamantina protección.
La luz de Dios resplandece donde la voluntad se muestra solícita en limpiar a diario;
quitando las escorias que el mismo trabajo produce, con sus contactos, reacciones y desilusiones.
La luz de Dios resplandece donde la mecha está empapada de abundante líquido de Oración y caridad.
La luz de Dios se multiplica en infinitos resplandores, como infinitas son las perfecciones de Dios, cada una de las cuales suscita en el santo una virtud ejercitada heroicamente…
Si el siervo de Dios conserva limpio del negro hollín de toda humeante mala pasión, el cuarzo invulnerable de su alma…
¡Cuarzo invulnerable, invulnerable!
La voz de Jesús truena en este final, retumbando en el anfiteatro natural.
Sólo Dios tiene el derecho y el poder de incidir trazos sobre ese cristal, de escribir en él su santísimo Nombre con el diamante de su voluntad…
Viniendo su Nombre, así, a ser ornamento determinante de una más viva refracción de sobrenaturales bellezas sobre el cuarzo purísimo.
Mas si el necio siervo del Señor, perdiendo el control de sí mismo y distrayéndose de su misión – entera y únicamente sobrenatural.
Dejándose incidir falsas decoraciones rayones, incisiones misteriosas y satánicas claves grabadas por la zarpa de fuego de Satanás…
Entonces no.
Entonces la admirable lámpara deja de resplandecer con hermosura y permanente integridad; se raja y se rompe…
Y sofoca la llama con los restos del cristal fragmentado.
O si no se raja, queda en ella, al menos, una intricada red de signos de inequivocable naturaleza, en los cuales el hollín se deposita y se introduce, ejerciendo acción corrosiva.
¡Desdichados, tres veces desdichados esos pastores que pierden la caridad, que se niegan a subir, día tras día, para conducir a zonas elevadas al rebaño!
¡Que, para subir, espera a que emprendan su ascesis!
¡Yo descargaré mi mano sobre ellos, los derrocaré de su puesto y apagaré del todo su humo!
¡Desdichados, tres veces desdichados esos maestros que repudian la Sabiduría para saturarse de una ciencia no pocas veces contraria, siempre soberbia, alguna vez satánica!
¡Porque los hace hombres ordinarios y pierden su grandiosa predestinación!
Pensad – escuchad esto y conservadlo – que si los hombres tienen como destino hacerse como Dios, con la santificación, que hace del hombre un hijo de Dios…
El maestro, el sacerdote, debería tener ya desde este mundo sólo el aspecto de hijo de Dios, de criatura resuelta toda en alma y perfección.
Debería tener, digo, para llevar a Dios a sus discípulos.
¡Anatema a los maestros de sobrenatural doctrina que se transforman en ídolos de humano saber!
¡Desdichados, siete veces desdichados, mis sacerdotes muertos al espíritu!
¡Aquellos que con su insipidez, con su tibieza de carne medio muerta, con su sueño lleno de alucinaciones de todo lo que no es el Dios Uno y Trino!
Y de cálculos de todo lo que no es el sobrehumano deseo de aumentar las riquezas de los corazones y de Dios.
¡Conducen una vida mezquina, humana, abúlica, arrastrando hacia sus aguas muertas a quienes, considerándolos “vida”, los siguen!
¡Maldición divina sobre los corruptores de mi pequeño, amado rebaño!
Os pediré justificación, ¡Oh incumplidores siervos del Señor!, de todo el tiempo que habéis tenido, de cada una de las horas, de cada contingencia, de todas las consecuencias.
A vosotros os la pediré, no a los que perecen por vuestra indolencia…
Y exigiré castigo.
Recordad estas palabras.
Ahora marchaos.
Yo voy a subir hasta la cima. Dormid si queréis.
Mañana el Pastor abrirá para el rebaño los pastos de la Verdad.