142 LAS TAREAS DEL APOSTOLADO
142 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
Es una mañana espléndida.
El aire tiene una nitidez aún más viva de la habitual.
Debido a ello, parece que las distancias se acortan o que las cosas se ven a través de un ocular, que hace nítidos incluso sus más pequeños detalles.
En este ambiente, la muchedumbre se prepara a escuchar a Jesús.
Cada día que pasa, la naturaleza se va haciendo más hermosa, cubriéndose con el vestido opulento de la plena primavera…
Que en Palestina me parece que es justamente entre Marzo y Abril,
porque después adquiere aspecto estivo, con las mieses maduras y las hojas abundantes y completas.
Ahora está todo florido.
Desde lo alto del monte, vestido de flores incluso en los puntos aparentemente menos aptos para florecer…
Se ve la llanura, con su cimbrear de cereales todavía flexibles movidos por el viento.
Que les imprime un vaivén de ola verde claro, apenas teñida de oro pálido en los ápices de las espigas, que granan bajo sus ásperas aristas.
Por encima de este ondear de cereales al viento leve, se ven enhiestos, vestidos de pétalos, parecen numerosas enormes borlas de tocador,
O bolas de gasa blanca, o de color rosa tenuísimo, o rosa fuerte, o rojo vivo), los árboles frutales.
Recogidos, como ascetas penitentes, los olivos oran.
Y su oración se transforma en una nieve de florecillas blancas que cae, por ahora todavía incierta.
El Hermón es, en su cima, alabastro rosa que el sol besa y del que descienden dos hilos de diamante (desde aquí parecen hilos).
De ellos el astro arranca fulgores casi irreales.
Luego se hunden por debajo de las galerías verdes de los bosques y dejan de verse hasta que llegan abajo, al valle, donde forman cursos de agua, que sin duda desembocan en el lago Merón .
del que, a su vez, salen en las bellas aguas del Jordán, para hundirse nuevamente, ésta vez en el zafiro claro del mar de Galilea,
que es todo un rielar de lascas – piedras preciosas – a las que el sol hace de engaste y llama.
Parece como si las barcas de vela que surcan este lago, sereno y espléndido con su marco de jardines y campos maravillosos, estuvieran guiadas por las nubecillas ligeras que navegan en el otro mar del cielo.
Verdaderamente la creación ríe en este día de primavera, a esta hora de la mañana.
La gente va afluyendo sin interrupción.
Hay ancianos, personas sanas, enfermos, niños, recién casados que quisieran comenzar su vida con la bendición de la palabra de Dios, mendigos,
gente bien situada (que llaman a lo apóstoles para darles donativos para los necesitados; y tanto buscan un lugar escondido para ello, que parece que se estuvieran confesando).
Tomás ha cogido una de las alforjas de viaje y está echando en ella tranquilamente todo este tesoro de monedas, como si fuera comida para pollos.
Luego lo lleva todo junto a la piedra desde donde Jesús habla.
Y ríe alegre diciendo:
– ¡Mira qué bien, Maestro!
¡Hoy tienes para todos!
Jesús sonríe y dice:
– Vamos a empezar para que inmediatamente se alegren los que están tristes.
Tú y los otros compañeros escoged a los enfermos y a los pobres y traedlos aquí delante.
Esta operación se realiza en un tiempo relativamente breve, pues se deben escuchar los casos de unos u otros.
De todas formas, duraría mucho más sin la ayuda de Tomás, que, con su potente vozarrón, encima de una piedra para que lo vean,
grita:
– ¡Todos los que tengan padecimientos en su cuerpo que vayan a mi derecha, allí, a aquella sombra.
A Tomás lo imita Judas Iscariote – que también tiene una voz no común en cuanto a potencia y belleza,
Y a su vez grita:
– ¡Y todos los que crean tener derecho al óbolo que vengan aquí, alrededor de mí!
¡Y atentos a no mentir porque el ojo del Maestro lee dentro de los corazones.
La muchedumbre comienza a fluir para separarse en tres partes:
los enfermos, los pobres y los que sólo desean doctrina.
Entre estos últimos, dos – luego tres – parecen necesitar algo que no es ni salud ni dinero, pero que es más necesario que estas cosas:
Son una mujer y dos hombres.
Miran, miran a los apóstoles sin atreverse a hablar.
Pasa Simón Zelote con su aspecto grave.
Pasa Pedro con su aspecto de persona atareada, exhortando a un grupo de unos diez rapacillos a que se porten bien hasta el final, prometiéndoles que si así lo hacen les dará unas aceitunas.
Pero que, si arman jaleo mientras habla el Maestro, les dará unos coscorrones.
Pasa Bartolomé, anciano y serio.
Pasa Mateo con Felipe, llevando en brazos a un tullido, el cual, si no, hubiera tenido demasiada dificultad para abrirse paso entre la apiñada muchedumbre.
Pasan los primos del Señor, ofreciendo el brazo a un mendigo casi ciego…
Y a una pobre que quién sabe cuántos años podrá tener y que llora mientras le cuenta a Santiago todas sus desventuras.
Pasa Santiago de Zebedeo llevando en brazos a una pobre niña enferma que ha tomado de su madre…
Que lo sigue angustiada, para impedir que la muchedumbre le haga daño.
Por último, pasan Andrés y Juan, quienes yo diría que son indivisibles.
Si bien Juan, con su serena naturalidad de niño santo, va por igual con todos los compañeros,
Mientras que Andrés, debido a su carácter fuertemente reservado, prefiere ir con su antiguo compañero de pesca y de fe en Juan el Bautista.
Ambos se habían quedado a la entrada de los dos senderos principales para dirigir a la muchedumbre hacia su puesto.
Pero, como ahora ya no se ven más peregrinos por las veredas pedregosas del monte, se han vuelto a reunir para ir donde el Maestro con las últimas limosnas recibidas.
Jesús está ya dedicándose a los enfermos.
Y los gritos de hosanna de la multitud se intercalan entre cada uno de los milagros.
La mujer, que parece llena de pena, por fin se decide a tirar de la túnica a Juan, que está hablando con Andrés y sonríe.
Juan se inclina hacia ella y le pregunta:
– ¿Qué quieres, mujer?
– Quisiera hablar con el Maestro…
– ¿Tienes alguna dolencia?
– Ni tengo dolencias ni soy pobre.
Pero lo necesito, porque hay enfermedades sin fiebre, como también miserias sin pobreza, y la mía… 1a mía…
Y se echa a llorar.
– Andrés, mira…
Esta mujer lleva una pena en su corazón y querría manifestársela al Maestro; ¿Cómo podemos resolverlo?
Andrés mira a la mujer,
Y dice:
– Claro, se tratará de algo que te duele manifestar…
La mujer asiente con la cabeza.
Andrés prosigue:
– No llores…
Juan, preocúpate de que vaya a la parte de atrás de la tienda; yo llevaré allí al Maestro.
Juan, con su sonrisa, ruega a la gente que se abra para dejar paso.
Andrés va, en dirección contraria, hacia Jesús.
Pero los dos hombres de aspecto afligido han observado este propósito y uno detiene a Juan y el otro a Andrés…
Poco después, tanto el uno como el otro están con Juan y la mujer detrás de la pared de ramajes que protege la tienda.
Andrés llega donde Jesús en el momento en que está curando al tullido…
El cual levanta las muletas como si fueran dos trofeos, lozano como un bailarín, bendiciendo a gritos.
Andrés susurra:
– Maestro, atrás de nuestro cobertizo hay tres personas afligidas.
Su angustia es por un asunto íntimo que no puede ser dado a conocer públicamente…
Jesús dice:
– Bien.
Todavía tengo a esta niña y a esta mujer. Luego voy. Ve a decirles que tengan Fe.
Andrés se marcha.
Mientras Jesús se inclina hacia la niña, a la que su madre ha tomado de nuevo sobre su regazo.
Jesús pregunta:
– ¿Cómo te llamas.
– María.
– ¿Y Yo cómo me llamo?
La niña responde:
– Jesús.
– ¿Y quién soy?
– El Mesías del Señor, venido para curar los cuerpos y las almas.
– ¿Quién te lo ha dicho?
– Mi mamá y mi papá, que tienen puesta en ti la esperanza de mi vida.
– Vive y sé buena.
La niña, que estaba enferma de la columna, pues a pesar de tener ya unos siete años, sólo movía las manos…
Y estaba toda envuelta en gruesas y duras fajas desde las axilas hasta la caderas, que se ven porque su madre ha abierto el vestidito de la niña para mostrarlas.
Permanece así como estaba, durante unos minutos…
Luego, bruscamente, desciende del regazo materno al suelo.
Y se echa a correr hasta Jesús, que ahora está curando a la mujer cuyo caso no alcanzo a entender.
Todas las expectativas de los enfermos han quedado satisfechas.
Ellos son los que más gritan entre la numerosa muchedumbre que aplaude al «Hijo de David, gloria de Dios y nuestra.
Jesús se dirige hacia el cobertizo.
Judas de Keriot grita:
– ¡Maestro!, ¿Y éstos?
Jesús se vuelve y dice:
– Que esperen ahí; también serán consolados.
Y continúa su camino, con paso veloz, hacia la parte de atrás del entramado de ramajes, donde están, con Andrés y Juan, los tres afligidos.
Jesús indica:
– Primero la mujer.
Ven conmigo. Entre esos matorrales.
– Señor, mi marido me abandona por una prostituta.
Tengo cinco hijos; el último tiene dos años. Mi dolor es grande.
Pienso en mis hijos… no sé si los querrá él o si me los dejará a mí. Querrá los varones, al menos el primero…
¿Y yo, que le he dado a luz, habré de privarme en el futuro de la alegría de verlo? ¿Qué pensarán ellos de padre y de mí?
De uno de los dos tienen que pensar mal. No quisiera que juzgaran a su padre…
– No llores.
Soy el Dueño de la Vida y de la Muerte. Tu marido no se casará con esa mujer.
Ve en paz y sigue siendo buena.
– Pero, ¿No lo irás a matar, no?
¡Yo lo amo, Señor!
Jesús sonríe:
– No mataré a ninguno; eso sí, habrá alguien que actuará en lo que es su oficio.
Debes saber que el demonio no está por encima de Dios. Regresando a tu ciudad vendrás a tener noticia de que alguien mató a la criatura maléfica…
Y de un modo tal que tu marido comprenderá lo que estaba haciendo. Y su amor por ti renacerá.
La mujer besa la mano que Jesús le había puesto sobre la cabeza y se marcha.
Viene uno de los hombres.
– Tengo una hija, Señor.
Desgraciadamente, fue a Tiberíades con unas amigas. Fue como si hubiera respirado un gas tóxico. Volvió a mí como ebria.
Quiere irse con un griego… y luego… Pero, ¿Por qué tuvo que nacer? Su madre está enferma a causa de este dolor, hasta el punto de que quizás morirá.
Sólo las palabras que te oí pronunciar el invierno pasado me disuaden de matarla. Pero – te lo confieso – mi corazón la ha maldecido ya.
– No.
Dios, que es Padre, no maldice sino tras el pecado cumplido y obstinado.
¿Qué quieres de Mí?
– Que la conviertas.
– No la conozco.
Y está claro que ella no va a venir a Mí.
– ¡Tú puedes cambiar su corazón a distancia!
¿Sabes quién me ha enviado a ti? Juana de Cusa. Llegué a su palacio en el momento en que estaba saliendo para Jerusalén, para preguntarle si conocía a ese griego infame.
Pensaba que Juana no lo conocería, porque, aunque viva en Tiberíades, es buena…
Pero, dado que Cusa trata con los gentiles…
Efectivamente no lo conocía, pero me dijo:
“Ve donde Jesús, que me llamó el espíritu desde muy lejos y al llamarme, me curó de mi enfermedad: curará también el corazón de tu hija.
Yo haré oración, tú ten fe”.
Tengo fe, ya lo ves; ¡Ten piedad, Maestro!
– Tu hija, antes de que acabe el día, llorará sobre las rodillas de su madre.
Tú, por tu parte, sé bueno como la madre: perdona. El pasado ha muerto.
– Sí, Maestro.
Será como Tú quieres. Bendito seas.
Se vuelve para irse…
Luego torna sobre sus pasos:
– Perdona, Maestro, pero…
Tengo mucho miedo… ¡La lujuria es un demonio tan…!
¡Dame un hilo de tu vestido para meterlo bajo el cabezal de mi hija, para que el demonio no la tiente mientras duerme.
Jesús sonríe y menea la cabeza…
Pero, para que el hombre se quede satisfecho, da su consentimiento,
y dice:
– De acuerdo, para que estés más tranquilo.
De todas formas, debes creer que cuando Dios dice: “quiero” el diablo se aleja sin necesidad de más cosas.
Significa que conservarás esto como recuerdo mío.
Viene el tercer hombre:
– Maestro, mi padre ha muerto.
Creíamos que tenía riquezas en dinero, pero no las hemos encontrado.
E1 mal no sería grave porque entre los hermanos no nos falta el pan. Lo que sucede es que yo vivía con mi padre, porque soy el primogénito.
Y mis hermanos me acusan de haber hecho desaparecer las monedas. Y quieren proceder contra mí por ladrón.
Tú, que ves mi corazón, sabes que no he robado ni un denario. Mi padre conservaba sus denarios en un cofre, en una cajita de hierro. Cuando ha muerto hemos abierto el cofre…
Y ya no estaba la cajita.
Ellos dicen: “Esa noche, mientras dormíamos, la has robado”.
No es verdad. Ayúdame a poner paz y afecto entre nosotros.
Jesús lo mira muy fijamente,
y sonríe.
– Porque el culpable es tu padre.
Su culpa ha sido como la de un niño que esconde su juguete por miedo a que se lo sustraigan.
– Pero si no era avaro.
Créeme. Hacía el bien.
– Lo sé; pero era muy anciano…
Son las enfermedades de los ancianos… Quería conservar su dinero para vosotros… Y por excesivo amor, ha provocado un choque entre tus hermanos y tú.
La cajita está enterrada al pie de la escalera de la bodega.
Esto te lo digo para que sepas que sé las cosas. Mientras te estoy hablando, por pura casualidad tu hermano menor, golpeando airado el suelo, ha hecho quebrar la cajita y la han descubierto.
Ahora se sienten confundidos y arrepentidos por haberte acusado. Vuelve a casa sereno y sé bueno con ellos. No les recrimines nada por su falta de estima.
– No, Señor.
Ni siquiera iré. Me quedo aquí escuchándote. Ya iré mañana.
– ¿Y si te quitan el dinero?
– Tú dices que no debemos ser codiciosos.
No quiero serlo. Me basta con que la paz reine entre nosotros. Por lo demás… Ni siquiera sabía cuánto dinero había en la caja.
No sentiré ningún pesar porque no me digan la verdad. Pienso que ese dinero se podría haber perdido…
Como habría vivido, viviré, si me lo niegan. Me basta con que no me llamen ladrón.
– Estás muy avanzado en el camino de Dios.
Sigue así. La paz sea contigo.
141 USO JUSTO DE LA RIQUEZA
141 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
El mismo discurso de la montaña.
La muchedumbre va aumentando a medida que los días pasan.
Hay hombres, mujeres, ancianos, niños, ricos, pobres.
Sigue estando la pareja Esteban-Hermas, aunque todavía no hayan sido agregados y unidos a los discípulos antiguos capitaneados por Isaac.
Está también presente la nueva pareja, constituida ayer, la del anciano y la mujer.
Están muy adelante, cerca de su Consolador; su aspecto es mucho más relajado que el de ayer.
El anciano, como buscando recuperar los muchos meses o años de abandono por parte de su hija,
ha puesto su mano rugosa en las rodillas de la mujer.
Y ella se la acaricia por esa necesidad innata de la mujer, moralmente sana, de ser maternal.
Jesús pasa al lado de ellos para subir al rústico púlpito. Al pasar acaricia la cabeza del anciano, el cual mira a Jesús como si lo viera ya como Dios.
Pedro dice algo a Jesús, que le hace un gesto como diciendo: “No importa”.
No entiendo de todas formas lo que dice el apóstol; eso sí, se queda cerca de Jesús; luego se le unen Judas Tadeo y Mateo.
Los otros se pierden entre la multitud.
Jesús comienza su ministerio de la palabra,
con su habitula saludo:
– ¡La paz sea con todos vosotros!
Ayer he hablado de la Oración, del Juramento, del Ayuno.
Hoy quiero instruiros acerca de otras perfecciones, que son también oración, confianza, sinceridad, amor, religión.
La primera de que voy a hablar es el justo uso de las riqueza…
Que se transforman, por la buena voluntad del siervo fiel, en correlativos tesoros en el Cielo.
Los tesoros de la tierra no perduran; los de Cielo son eternos.
¿Amáis vuestros bienes?
¿Os da pena morir porque tendréis que dejarlos y no podréis ya dedicaros a ellos?
¡Pues, transferidlos al Cielo!
Diréis: “En el Cielo no entran las cosas de la tierra.
Tú mismo enseñas que el dinero es la más inmunda de estas cosas.
¿Cómo podremos transferirlo al Cielo?”.
No. No podéis llevar las monedas, siendo – como son – materiales, al Reino en que todo es espíritu.
Lo que sí podéis llevar es el fruto de las monedas.
Cuando dais a un banquero vuestro oro, ¿Para qué lo dais?
Para que lo haga producir, ¿No?
Ciertamente no os priváis de él, aunque sea momentáneamente, para que os lo devuelva tal cual:
Queréis que de diez talentos os devuelva diez más uno, o más.
Entonces os sentís satisfechos y elogiáis al banquero.
En caso contrario, decís: “Será honrado, pero es un inepto”.
Y si se da el caso de que, en vez de los diez más uno, os devuelve nueve diciendo: “He perdido el resto”, lo denunciáis y lo mandáis a la cárcel.
¿Qué es el fruto del dinero?
¿Siembra, acaso, el banquero vuestros denarios y los riega para que crezcan?
No. El fruto se produce por una sagaz negociación.
De modo que, mediante hipotecas y préstamos a interés, el dinero se incrementa en el beneficio justamente requerido por el favor del oro prestado. ¿No es así?
Pues bien, escuchad:
Dios os da las riquezas terrenas – a quiénes muchas, a quién apenas las que necesita para vivir – y os dice:
“Ahora te toca a ti. Yo te las he dado.
Haz de estos medios un fin como mi amor desea para tu bien.
Te las confío, pero no para que te perjudiques con ellas.
Por la estima en que te tengo, por reconocimiento hacia mis dones, haz producir a tus bienes para esta verdadera Patria”
0s voy a explicar el método para alcanzar este fin.
No deseéis acumular en la Tierra vuestros tesoros, viviendo para ellos, siendo crueles por ellos…
Que no os maldigan el prójimo y Dios a causa de ellos.
Aquí abajo están siempre inseguros.
Los ladrones pueden siempre robaros; el fuego puede destruir las casas;
las enfermedades de las plantas o del ganado, exterminaros los rebaños, destruiros los huertos y las arboledas.
¡Cuántos peligros se esconden contra vuestros bienes! Ya sean estables y estén protegidos, como las cosas o el oro.
Ya estén sujetos a sufrir lesión en su naturaleza, como todo cuanto vive, como son los vegetales y los animales…
Ya se trate, incluso, de telas preciosas… todos ellos pueden sufrir merma:
Las casas, por el rayo, el fuego y el agua.
Los campos, por ladrones, parásitos, sequía, roedores o insectos.
Los animales, por vértigo, fiebres, descoyuntamientos o mortandades;
Las telas preciosas y muebles de valor, por la polilla o los ratones.
Las vajillas preciadas, lámparas y cancelas artísticas…

¿Sabes por qué Job recuperó todo lo que había perdido? Porque él perdió TODO, menos la FE, perdió todo, menos la CONFIANZA en Dios!
Todo, todo puede sufrir merma.
Pero si de todo este bien terreno hacéis un bien sobrenatural, se salvará de toda lesión producida por el tiempo, por los propios hombres o la intemperie.
Atesorad en el Cielo, donde no entran ladrones ni suceden infortunios.
Trabajad sintiendo amor misericordioso hacia todas las miserias de la Tierra.
Acariciad, sí, vuestras monedas, besadlas incluso si queréis.
Regocijaos por la prosperidad de las mieses, por los viñedos cargados de racimos, por los olivos plegados por el peso de infinitas aceitunas.
Por las ovejas fecundas y de turgentes ubres…
Haced todo esto, pero no estérilmente, no humanamente.
Sino con amor y admiración, con disfrute y cálculo sobrenatural.
“¡Gracias, Dios mío, por esta moneda, por estos sembrados y plantas y ovejas, por estas compraventas!
¡Gracias, ovejas, plantas, prados, transacciones, que tan bien me servís!
¡Benditos seáis todos, porque por tu bondad, oh Eterno!
¡Y por vuestra bondad, Oh cosas, puedo hacer mucho bien a quien tiene hambre!
¡O está desnudo o no tiene casa o está enfermo o solo!…
El año pasado proveí a las necesidades de diez.
Este año dado que, a pesar de que haya distribuido mucho como limosna, tengo más dinero y más pingües son las cosechas y numerosos los rebaños…
Daré dos o tres veces más de cuanto di el año pasado,
a fin de que todos, incluso quienes no tienen nada propio, gocen de mi alegría y te bendigan conmigo Señor Eterno”.
Esta es la oración del justo, la oración que, unida a la acción, transfiere vuestros bienes al Cielo.
Y no sólo os los conserva allí eternamente, sino que os los aumenta con los frutos santos del amor.
Tened vuestro tesoro en el Cielo para que esté allí vuestro corazón, por encima.
Y más allá, del peligro, no sólo de infortunios que perjudiquen al oro, casas, campos o rebaños.
Sino también de asechanzas contra vuestro corazón.
Y de que sea expoliado o agredido por el óxido o el fuego, asesinado por el espíritu de este mundo.
Si así lo hacéis, tendréis vuestro tesoro en vuestro corazón, porque tendréis a Dios en vosotros,
hasta que llegue el día dichoso en que vosotros estéis en Él.
No obstante, para no disminuir el fruto de la caridad, poned a tención a ser caritativos con espíritu sobrenatural.
Lo que he dicho respecto a la oración y al ayuno valga para la beneficencia y para cualquier otra obra buena que podáis hacer.
Proteged el bien que hagáis de la violación de la sensualidad dei mundo, conservadlo virgen respecto a toda humana alabanza.
No profanéis la rosa perfumada – verdadero incensario de perfumes gratos al Señor – de vuestra caridad y recto actuar.
El espíritu de soberbia, el deseo de ser uno visto cuando hace el bien, la búsqueda de alabanzas, profanan el bien:
Las babosas del saciado orgullo ensucian con su secreción la rosa de la caridad y la van excavando con su boca.
En el incensario caen hediondas pajas de la cama en que el soberbio, cual atiborrada bestia, retoza.
¡Ah, esas limosnas ofrecidas para que se hable de nosotros!…
Mejor sería no darlas.
El que no las da peca de insensibilidad.
Pero quien las ofrece dando a conocer la suma entregada y el nombre del destinatario, mendigando además alabanzas, peca de soberbia al dar a conocer la dádiva.
Porque es como si dijera: “¿Veis cuánto puedo?”.
Pero peca también contra la caridad, porque humilla al destinatario de la limosna al publicar su nombre.
Y peca también de avaricia espiritual al querer acumular alabanzas humanas…
Que no son más que paja, paja, sólo paja.
Dejad a Dios que os alabe con sus ángeles.
Cuando deis limosna, no vayáis tocando la trompeta delante de vosotros para atraer la atención de los que pasan y recibir alabanzas…
Como los hipócritas, que buscan el aplauso de los hombres.
Por eso dan limosna sólo cuando los pueden ver muchos.
Éstos también han recibido ya su compensación y Dios no les dará ninguna otra.
No incurráis vosotros en la misma culpa y presunción.
Antes bien, cuando deis limosna, sea ésta tan pudorosa y en secreto…
Que vuestra mano izquierda no sepa lo que hace la derecha.
Y luego olvidaos.
No os detengáis a remiraros el acto realizado, hinchándoos con él como hace el sapo, que se remira en el pantano con sus ojos velados…
Y al ver reflejadas en el agua estancada las nubes, los árboles, el carro parado junto a la orilla.
Y a él mismo – tan pequeñito respecto a esas cosas tan grandes -, se hincha de aire hasta estallar.
Del mismo modo vuestra caridad es nada respecto al Infinito que es la Caridad de Dios.
Y si pretendierais haceros como Él convirtiendo vuestra reducida caridad en una caridad enorme,
para igualar a la suya, os llenaríais de aire de orgullo para terminar muriendo.
Olvidaos. Del acto en sí mismo, olvidaos.
Quedará siempre en vosotros una luz, una voz, una miel, que harán vuestro día luminoso, dichoso, dulce.
Pues la luz será la sonrisa de Dios; la miel, paz espiritual, Dios también.
La voz, voz del Padre-Dios diciéndoos: “Gracias”.
Él ve el mal oculto y el bien escondido.
Y os recompensará por ello.
Os lo…
– ¡Maestro, contradices tus propias palabras!
La ofensa, rencorosa y repentina, proviene del centro de la multitud.
Todos se vuelven hacia el lugar de donde ha surgido la voz.
Hay confusión.
Pedro dice:
– ¡Ya te lo había dicho… cuando hay uno de ésos, no va bin nada!
De la muchedumbre se elevan silbidos y protestas contra el ofensor.
Jesús es el único que conserva la calma.
Ha cruzado sus brazos a la altura del pecho:
Alto, herida su frente por el sol, erguido sobre la piedra, con su vestidura azul oscuro…
El que ha lanzado la ofensa, haciendo caso omiso de la reacción de la multitud,
continúa:
– ¡Eres un mal maestro porque enseñas lo que no haces y…
La multitud grita:
– ¡Cállate!
– ¡Vete!
– ¡Deberías avergonzarte!
– ¡Vete con tus escribas!
– ¡A nosotros nos basta el Maestro!
– ¡Los hipócritas con los hipócritas!
– ¡Falsos maestros!
– ¡Usureros!…
Y seguirían, si Jesús no elevase su Voz potente:
– ¡Silencio!
La gente entonces deja de chillar, pero sigue bisbiseando sus improperios, sazonados con miradas furiosas.
– Sí, enseñas lo que no haces.
Dices que se debe dar limosna, pero sin ser vistos.
Y Tú, ayer, delante de toda una multitud, dijiste a dos pobres: “Quedaos, que os daré de comer”.
– Dije: “Que se queden los dos pobres. Serán los benditos huéspedes que darán sabor a nuestro pan”.
Nada más. No he dicho que quería darles de comer.
¿Qué pobre no tiene al menos un pan? Mi alegría consistía en ofrecerles buena amistad.
– ¡Ya!, ¡ya!
¡Eres astuto y sabes pasar por cordero!…
El anciano pobre se pone en pie, se vuelve y alzando su bastón,
grita:
– ¡Lengua infernal.
Tú acusas al Santo. ¿Crees, acaso, saber todo y poder acusar por lo que sabes?
De la misma forma que ignoras quién es Dios y aquel a quien insultas, así ignoras sus acciones.
Sólo los ángeles y mi corazón exultante lo saben.
Oíd, hombres, oíd todos y juzgad después si Jesús es el embustero y soberbio de que habla este desecho del Templo.
Jesús lo interrumpe:
– ¡Calla, Ismael!
¡Calla por amor a mí! Si he alegrado tu corazón, alegra tú el mío guardando silencio
Jesús lo ha dicho en tono tan suplicante.
Que el anciano rectifica:
– Te obedezco, Hijo santo.
Déjame decir sólo esto: la boca del anciano israelita fiel lo ha bendecido; a Él, que me ha concedido favor de parte de Dios.
Dios ha puesto en mis labios la bendición por mí y por Sara, mi nueva hija; no así contigo:
Sobre tu cabeza no descenderá la bendición. No te maldigo, no ensuciaré con una maldición mi boca, que debe decir a Dios:
“Acógeme”. No maldije a quien me renegó y ya he recibido la recompensa divina.
Pero habrá quien haga las veces del Inocente acusado y de Ismael, amigo de este Dios que concede su favor.
Gritos en coro cierran las palabras del anciano, que se sienta de nuevo.
Mientras un hombre seguido de improperios, a hurtadillas, se aleja.
La muchedumbre grita:
– ¡Continúa, continúa, Maestro santo!
Solo te escuchamos a ti.
Escúchanos a nosotros:
– ¡No queremos a esos malditos pájaros de mal agüero!
– ¡Son envidiosos!
– ¡Te preferimos a ti!
– Tú eres santo; ellos, malos.
– ¡Síguenos hablando, sigue!
Ya ves que estamos sedientos sólo de tu palabra. ¿Casas?, ¿negocios?… No son nada en comparación con escucharte a Tí.
Jesús concede:
– Seguiré hablando, pero orad por esos desdichados.
No os exasperéis. Perdonad, como Yo perdono.
Porque si perdonáis a los hombres sus fallos, también vuestro Padre del Cielo os perdonará vuestros pecados.
Pero si sois rencorosos y no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras faltas.
Todos tienen necesidad de perdón.
Os decía que Dios os recompensará aunque no le pidáis que premie el bien que hayáis hecho.
Ahora bien, no hagáis el bien para obtener una recompensa, para disponer de un aval para el futuro.
Que vuestras buenas obras no tengan la medida y límite, del temor de si os quedará algo para vosotros.
O de si, quedándoos sin nada, no va a haber nadie que os ayude a vosotros.
O de si encontraréis a alguien que haga con vosotros lo que vosotros habéis hecho.
O de si os seguirán queriendo cuando ya no podáis dar nada.
Mirad: tengo amigos poderosos entre los ricos y amigos entre los pobres de este mundo.
En verdad os digo que no son los amigos poderosos los más amados.
A éstos me acerco no por amor a Mí mismo o por interés personal, sino porque de ellos puedo obtener mucho para quienes nada tienen.
Yo soy pobre. No tengo nada.
Quisiera tener todos los tesoros del mundo y convertirlos en pan para quienes padecen hambre…
O en casas para quienes carecen de ellas; en vestidos para los desnudos, en medicinas para los enfermos.
Diréis: “Tú puedes curar”. Sí, y más cosas.
Pero no siempre tienen Fe,
Y no puedo hacer lo que haría, lo que quisiera hacer de encontrar en los corazones Fe en Mí.
Quisiera agraciar incluso a estos que no tienen Fe.
Quisiera, dado que no le piden el milagro al Hijo del hombre, ayudarlos como hombre que soy Yo también.
Por ello tiendo la mano a quienes tienen y les pido ayuda en nombre de Dios.
Por eso tengo amigos entre los poderosos.
El día de mañana, una vez que ha ya dejado esta Tierra, seguirá habiendo pobres.
Yo no estaré ya aquí para realizar milagros en favor de quien tiene Fe, ni podré dar limosna para guiar hacia la Fe.
Pero mis amigos ricos, para entonces, ya habrán aprendido por el contacto conmigo, el modo de ayudar a los necesitados.
Y mis apóstoles, igualmente por el contacto conmigo, habrán aprendido a solicitar limosna por amor a los hermanos.
Así, los pobres siempre tendrán una ayuda.
Pues bien, ayer he recibido, de una persona que no tenía nada, más de cuanto me han dado todos los que sí tienen.
Es un amigo tan pobre como Yo, pero me ha dado una cosa que no se paga con moneda alguna.
Y que me ha sido motivo de dicha trayendo a mi memoria muchas horas serenas de mi niñez y juventud.
Cuando todas las noches el Justo imponía sus manos sobre mi cabeza y Yo me iba a descansar con su bendición como custodia de mi sueño.
Ayer este amigo más pobre me ha hecho rey con su bendición.
Ved, pues, cómo ninguno de mis amigos ricos me ha dado jamás lo que él.
No temáis, por tanto: aunque perdáis el poder del dinero.
Os bastará el amor y la santidad para poder favorecer al pobre, al cansado o al afligido.
Por tanto, os digo: no os afanéis demasiado por temor a la escasez.
Siempre tendréis lo necesario.
No os apuréis demasiado por el futuro.
Nadie sabe cuánto futuro tiene por delante.
No os preocupéis de qué comeréis para mantener la vida, ni de qué vestiréis para -mantener caliente vuestro cuerpo.
La vida de vuestro espíritu es mucho más valiosa que el vientre y los miembros, vale mucho más que la comida y el vestido;
así como la vida material es más que la comida y el cuerpo más que el vestido.
El Padre lo sabe, sabedlo también vosotros.
Mirad los pájaros del aire: no siembran ni cosechan, no recogen en los graneros y sin embargo, no mueren de hambre, porque el Padre celeste los nutre.
Vosotros, hombres, criaturas predilectas del Padre, valéis mucho más que ellos.
¿Quién de vosotros, con todo su ingenio, podrá añadir a su estatura un solo codo?
Si no lográis elevar vuestra estatura ni siquiera un palmo,
¿Cómo pensáis que vais a poder cambiar vuestra condición futura, aumentando vuestras riquezas para garantizaros una larga y próspera vejez?
¿Podéis, acaso, decirle a la muerte: “Vendrás por mí cuando yo quiera”? No, no podéis.
¿Para qué, pues, preocuparos por el mañana? ¿Por qué ese gran dolor del temor a quedaros sin nada con que vestiros?
Mirad cómo crecen los lirios del campo: no trabajan, no hilan, ni van a los vendedores de vestidos a comprar.
Y, sin embargo, os aseguro que ni Salomón con toda su gloria se vistió jamás como uno de ellos.
Pues bien, si Dios viste así la hierba del campo, que hoy existe y mañana sirve para calentar el horno o como pasto de los rebaños – al final, ceniza o estiércol -,
¡Cuánto más os proveerá a vosotros, hijos suyos, de lo necesario!
No seáis hombres de poca fe.
No os angustiéis por un futuro incierto, diciendo: “¿Cuando sea viejo, qué comeré?, ¿Qué beberé?, ¿Con qué me vestiré?”.
Dejad estas preocupaciones para los gentiles, que no tienen la sublime certeza de la paternidad divina.
Vosotros la tenéis.
Y sabéis que el Padre conoce vuestras necesidades y que os ama.
Confiad, pues, en Él.
Buscad primero las cosas verdaderamente necesarias:
Fe, bondad, caridad, humildad, misericordia, pureza justicia, mansedumbre, las tres y las cuatro virtudes principales.
Y todas las demás; de forma que seáis amigos de Dios y tengáis derecho a su Reino.
Os aseguro que todo lo demás se os dará por añadidura sin necesidad siquiera de pedirlo.
No hay mayor rico que el santo, ni hombre más seguro que él.
Dios está con el santo y el santo está con Dios.
Por su cuerpo no pide y Dios le provee de lo necesario.
Trabaja, antes bien, para su espíritu, y Dios mismo se da a él ya aquí.
Y después de esta vida le dará el Paraíso.
No os acongojéis, pues, por lo que no merece vuestra aflicción.
Doleos de ser imperfectos, no de tener pocos bienes terrenos.
No os atormentéis por el mañana: el mañana tendrá su propia preocupación.
Y vosotros tendréis que preocuparos por el mañana cuando lo viváis.
¿Por qué pensar en el mañana hoy?
¿Es que acaso, la vida no está ya suficientemente llena de recuerdos penosos del ayer y de pesadumbres del hoy,
como para sentir la necesidad de cargarla además con las angustias de los “¿Qué sucederá?” mañana?
Dejadle a cada día su afán.
Habrá siempre más penas en la vida de las que querríamos tener.
No añadáis penas presentes a penas futuras.
Decid siempre la gran palabra de Dios: “Hoy”.
Sois sus hijos, creados a su semejanza; decid, pues, con Él: “Hoy”.
Y hoy os doy mi bendición.
Que os acompañe hasta el comienzo del nuevo hoy, o sea, mañana.