144 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
Un fuerte movimiento entre la muchedumbre, que se agolpa hacia el sendero que sube al rellano.
Las cabezas de los que están más cercanos a Jesús se vuelven.
La atención se orienta hacia otro objeto.
Jesús suspende su discurso y vuelve su mirada hacia donde los demás.
Está serio; su aspecto es hermoso, con su vestidura azul oscuro, los brazos recogidos sobre el pecho.
Y el sol rozándole la cabeza con el primer rayo que sobrepasa la cresta oriental del monte.
La voz iracunda de un hombre grita:
– ¡Haceos a un lado, plebeyos!
¡Haceos a un lado, que pasa esta belleza!…
Y se presentan cuatro petimetres muy acicalados…
De los cuales uno es ciertamente romano porque viste toga romana, llevando como en triunfo, sobre sus manos cruzadas a manera de asiento…
A María de Magdala, gran pecadora todavía.
Ella ríe con su bellísima boca, echando hacia atrás la cabeza de cabellera de oro, toda rizos y trenzas sujetos con horquillas preciosas…
Y con una lámina de oro adornada con perlas que le ciñe la parte alta de la frente.
Diadema bajo la cual cuelgan sutiles rizos que velan los espléndidos ojos, a los que un estudiado artificio hace aún más grandes y seductores de lo que ya de por sí son.
La diadema queda oculta detrás de las orejas, bajo la masa de trenzas que pesa sobre el cuello candidísimo y totalmente descubierto.
Es más… lo descubierto es mucho más que el cuello.
La espalda está descubierta hasta los omóplatos y el pecho mucho más.
El vestido está sujeto a los hombros por dos cadenitas de oro. No tiene mangas. Todo está cubierto por decirlo de alguna forma…
Por un velo cuyo único objetivo es el de proteger la piel para evitar que el sol la tueste demasiado.
El vestido es muy ligero, de forma que la mujer, echándose – como hace, zalamera, sobre uno u otro de sus adoradores, es como si se echara sobre ellos desnuda.
Tengo la impresión de que el romano es preferido, porque es al que preferentemente dirige risitas y miradas…
Y es quien más fácilmente recibe su cabeza sobre el hombro.
El romano dice:
– Y así estará contenta la diosa.
Roma ha hecho de cabalgadura a la nueva Venus…
Y señalando hacia jesús, remata:
– Y ahí está el Apolo que has querido ver.
Sedúcelo, pues… pero déjanos a nosotros también algunas migajas de tus halagos.
María ríe y con ágil y procaz movimiento salta al suelo, descubriendo los pequeños pies, calzados con sandalias blancas con hebillas de oro.
Y un buen trozo de pierna.
Luego el vestido cubre todo.
Es amplísimo, de lana ligera como un velo…
Y muy blanca…
Sujeto a la cintura muy abajo, a la altura de las caderas; por un cinturón cuajado de bullones sueltos de oro.
La mujer está ahí, como una flor de carne – impura – que por un sortilegio hubiera florecido en la verde llanura poblada de muguetes y narcisos silvestres.
Está más hermosa que nunca.
Su boca, pequeña y purpurina, parece un clavel florecido sobre el candor de su dentadura perfecta.
E1 rostro y el cuerpo podrían satisfacer al más exigente de los pintores o escultores, tanto por tonalidad como por las formas.
Su pecho y sus caderas tienen la amplitud justa.
La cintura es cimbreante de modo natural, delgada en relación a las caderas y al pecho.
Parece una diosa como ha dicho el romano.
Una diosa esculpida en un mármol levemente rosado.
La leve tela cubre las caderas para luego pender por delante formando una masa de pliegues.
Todo está estudiado para atraer de forma fulminante.
Jesús la mira fijamente.
Ella, con arrogancia, resiste su mirada mientras ríe…
Y se contorsiona ligeramente por las cosquillas que el romano le está haciendo, con un muguete cortado de entre la hierba, pasándoselo por la espalda y el pecho, que tiene descubiertos.
María, con un gesto estudiado y fingido de enojo, se coloca el velo diciendo:
Lo cual hace a los cuatro prorrumpir en una fragorosa carcajada.
Jesús sigue mirándola fijamente.
Apenas desvanecido el ruido de las carcajadas…
Jesús, como si la aparición de la mujer hubiera reavivado llamas en el discurso que para terminar se adormecía…
Lo continúa con nueva fuerza…
Y ya no la mira a ella.
Sino a los que lo estaban escuchando, que parecen sentirse en embarazo y escandalizados por esto que ha sucedido.
Jesús continúa:
– He hablado de fidelidad a la Ley.
Humildad, misericordia, amor, no sólo hacia los hermanos de sangre sino hacia quien por el simple hecho de haber nacido, como vosotros, de hombre, es hermano vuestro.
Os he dicho que el perdón es más útil que el rencor, que la compasión es mejor que la intransigencia.
Mas ahora os digo que no se debe condenar si no se está exento del pecado por el que se tiende a condenar.
No hagáis como los escribas y fariseos, que son severos con todos pero no consigo mismos…
Que llaman impuro a lo externo, que sólo puede contaminar lo externo.
Y luego dan cabida a la impureza en su más profundo interior: su corazón.
Dios no está con los impuros, porque la impureza corrompe lo que es propiedad de Dios:
Las almas, especialmente las de los pequeñuelos, que son los ángeles dispersos por la faz de la tierra.
¡Ay de aquellos que les arrancan las alas con crueldad de fieras demoníacas y abaten a estas flores del Cielo para hundirlas en el lodo, haciéndoles así conocer el sabor de la materia!
¡Ay de ellos!… ¡Mejor sería que muriesen abrasados por un rayo antes que cometer tal pecado!
¡Ay de vosotros, los ricos, los que os gozáis la vida y nada más!
¡Porque precisamente entre vosotros fermenta la mayor impureza recostada sobre el ocio y el dinero!
Ahora estáis ahítos.
Hasta la garganta os llega el alimento de las concupiscencias…
Y os estrangula.
Un día sentiréis hambre…
Un hambre espantosa, insaciable, sin posibilidad de ser atenuada, para toda la eternidad.
¡Cuánto bien podríais hacer con vuestra riqueza!
Sin embargo, con ella hacéis un gran daño, a vosotros y a los demás…
Un día sin final conoceréis una pobreza atroz.
Ahora reís; os creéis los triunfadores; sin embargo, vuestras lágrimas llenarán los estanques de la Gehena.
Y no se enjugarán jamás.
¿Dónde anida el adulterio?
¿Dónde, la corrupción de muchachas?
¿Quién tiene dos o tres lechos licenciosos, además del suyo propio como esposo;
en los cuales disipa su dinero y el vigor de un cuerpo dado por Dios.
Para que trabaje para su familia y no para debilitarse en repelentes uniones que lo rebajan a nivel inferior al de una bestia inmunda?
Habéis oído que se dijo: “No cometas adulterio”.
Pues Yo os digo que quien mire a una mujer con concupiscencia…
O quien vaya a un hombre con deseo, aun sólo con esto…
Ha cometido ya adulterio en su corazón.
Ninguna razón justifica la fornicación. Ninguna.
Ni el abandono o repudio del marido, ni la conmiseración hacia la repudiada.
Tenéis sólo un alma.
No mientan, una vez que se ha unido a otra por pacto de fidelidad…
De ser así, ese hermoso cuerpo a través del cual pecáis; irá con vosotros, almas impuras, a las inexhaustas llamas.
Mutiladlo, antes que matarlo eternamente condenándolo.
Vosotros, los ricos, sentinas de vicio llenas de gusanos, sed de nuevo hombres; para que el Cielo no sienta repulsa de vosotros…
María, que al principio ha estado escuchando con una expresión que era todo un cuadro de seducción e ironía…
Con risitas de burla de vez en cuando, en llegando el discurso a su final,..
Muestra una cara hosca de despecho.
Ha comprendido que Jesús le está hablando a ella sin mirarla.
Su enfado se hace cada vez más hosco y rebelde…
Y a lo último no resiste:
Desdeñosa, se envuelve en su velo y seguida por las miradas escarnecedoras de la muchedumbre y perseguida por la Voz de Jesús…
Se echa a correr hacia abajo por la pendiente.
Dejando jirones de su vestido en los cardos y en las matas de escaramujo de los lados del sendero…
Y huye riéndose, rabiosa y burlona.
Jesús reanuda su discurso:
” Estáis indignados por lo sucedido.
Ya hace dos días que el silbo de Satanás turba nuestro refugio, que está muy por encima del fango; por tanto ya no es un refugio.
Pero antes quisiera completaros este “Código de “lo más perfecto” en el marco de esta amplitud de luces y horizontes.
Aquí realmente Dios se muestra en su majestad de Creador…
Viendo sus maravillas, podemos llegar a creer firmemente que el Dueño es Él y no Satanás.
El Maligno no podría crear ni siquiera un tallito de hierba.
Por el contrario, Dios lo puede todo.
Que esto nos sea motivo de consuelo. Pero… ya estáis todos al sol.
Puede haceros daño.
Esparcíos hacia arriba por las laderas; ahí hay sombra y frescor. Comed, si queréis.
Yo, mientras, os seguiré hablando sobre el mismo tema.
La hora se ha hecho tarde por muchos motivos.
De todas formas no os duela, que aquí estáis con Dios.
La muchedumbre grita:
– «Sí, sí, contigo».
Y cambia de sitio, hacia la sombra de los bosquecillos diseminados que hay en el lado oriental, de modo que la pared montañosa y el follaje protegen del sol, que ya calienta demasiado.
Jesús dice entretanto a Pedro que desmonte el cobertizo.
Pedro pregunta;
– Pero… ¿Realmente nos marchamos?
Jesús contesta:
– Sí.
– ¿Porque ha venido ella?…
– Sí; pero no se lo digas a nadie.
Y menos todavía a Simón Zelote: se entristecería por Lázaro.
No puedo permitir que la Palabra de Dios se transforme en juguete de paganos…
– Comprendo, comprendo…
– Pues comprende también otra cosa.
– La necesidad de callar en ciertos casos.
¡Cuidado!; Eres maravilloso, pero tu impulsividad es tanta que te lleva a hacer observaciones punzantes.
– Comprendo…
No quieres por Lázaro y Simón…
– Y por otros.
– ¿Crees que también estarán hoy algunos de éstos?
– Hoy, mañana, pasado mañana…
Siempre; como también siempre será necesario controlar la impulsividad de mi Simón de Jonás. Ve, ve a hacer lo que te he dicho.
Pedro se pone en movimiento y pide ayuda a sus compañeros.
Judas Iscariote está en un ángulo, pensativo.
Jesús lo llama…
Tres veces, porque no oye.
Al final se vuelve:
– Sí; ve tú también a comer y a ayudar a tus compañeros.
– No tengo hambre, como tampoco Tú.
– Yo tampoco, pero por motivos opuestos.
¿Estás preocupado, Judas?
– No, Maestro.
Cansado…
– Ahora vamos a ir al lago y luego a Judea, Judas.
Y donde tu madre. Te lo prometí…
Judas se reanima.
– ¿Vas a ir realmente conmigo solo?
– ¡Sí, hombre! Ámame, Judas.
Quisiera que mi amor estuviera en ti hasta preservarte de todo mal.
– Maestro… soy hombre; no soy ángel…
Tengo momentos de cansancio. ¿Es pecado tener necesidad de dormir?
– No, si duermes sobre mi pecho.
Mira allá, qué feliz se ve a la gente.
¡Y qué alegre es el paisaje desde aquí!
Pero también debe ser muy bonita Judea en primavera.
– Preciosa, Maestro.
Sólo allí, en las alturas de las montañas, que superan a las de aquí, es más tardía. Hay flores preciosas.
Los huertos son un esplendor. El mío, atendido en particular por mi madre, es uno de los más bonitos.
Créeme que verla pasear por él, con las palomas corriendo detrás esperando el grano, aplaca el corazón.
– Lo creo.
Si mi Madre no se siente demasiado cansada, me gustaría llevarla a que viera a la tuya. Se querrían, porque son buenas las dos.
Judas, seducido por esta idea, se sosiega.
Y olvidándose de “no tener hambre y de estar cansado”, corre adonde sus compañeros riendo alegre.
Y siendo alto como es, desata los nudos más altos sin dificultad.
Y come su pan y sus aceitunas, alegre como un niño.
Jesús lo mira con compasión…
Y luego se dirige hacia los apóstoles.
Pedro dice:
– Aquí está el pan, Maestro.
Y también un huevo… Se lo he pedido a aquel rico de allí que está vestido de rojo.
Le he dicho: “Tú estás aquí todo tranquilo y contento escuchando; El habla y está derrengado. Dame uno de esos huevecillos, que le aprovecharán más a Él que a ti”.
Jesús protesta:
– ¡Pero Pedro!
Pedro se defiende:
– ¡No, Señor! Estás pálido como un niño que mama en pecho vacío.
Te estás quedando tan delgado como un pez después de los amores. Déjame a mí. No quiero tener luego cargos de conciencia.
Lo pongo sobre esta ceniza caliente. Son las fajinas que he quemado. Tú te lo bebes. ¿Sabes que hace… cuántos hace… ¡bueno… semanas!, que no comemos más que pan y aceitunas y un poco de suero?…
¡Parece como si nos estuviéramos purgando!
Y Tú comes menos que ninguno y hablas por todos.
Aquí tienes el huevo. Bébetelo tibio, que te vendrá bien.
Jesús obedece.
Pero, viendo que Pedro come sólo pan,
pregunta:
– ¿Y tú? ¿Las aceitunas?
– ¡Chisss! Me hacen falta para después.
Las tengo prometidas.
– ¿A quién?
– A unos niños.
Pero, si no están formales hasta el final, me como las aceitunas y a ellos les doy los huesos, o sea, tortazos.
– ¡Hombre, qué bien!
– ¡Hombre, nunca se los daría…
Pero es que si no se hace así…! A mí me han dado muchos.
Y si me hubieran dado todos los que merecía por mis fechorías, habría recibido diez veces más.
Pero vienen bien. Soy como soy, precisamente porque me los han dado.
Todos se echan a reír por la sinceridad del apóstol.