163 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
En un viñedo que señala los límites de las posesiones de Yocana y cerca de un pozo que siempre tiene agua…
Jesús tiene todo preparado para esperar a los campesinos de Doras.
Y rodeado de los campesinos de Yocana escucha a Isaías,
cuando dice:
– ¿Ves? Yocana se peleó con Doras por esto.
Yocana decía: ‘Es culpa de tu padre si todo esto es una ruina.
Si no lo quería adorar, por lo menos debió haberlo temido…
Y no debió provocarlo.’
Y Doras hijo aullaba de impotencia.
Parecía un demonio.
‘Tú has salvado tus tierras por este foso. Los animalejos no lo han pasado.’
Y Yocana le contestó:
‘Y entonces, ¿Porqué sobre ti tanta desolación, cuando antes tus campos eran los más bellos del Esdrelón?
¡Es el castigo de Dios!
Créemelo. Habéis sobrepasado la medida.
¿Esta agua? Siempre ha estado y no es la que me ha salvado.
La plaga no ha pasado los límites de mi propiedad.’
Y Doras gritaba:
‘¡Esto prueba que Jesús es un demonio!’
Y Yocana le contestó contundente:
¡No! ¡Es un justo!
Y así continuaron mientras tuvieron aliento.
Después Yocana, con grandes gastos, trajo el agua del río…
Y mandó excavar un gran número de canales entre los límites, para regar.
Mandó hacer pozos más profundos y a nosotros nos dijo lo que te dijimos ayer…
En el fondo, él está feliz con lo que ha sucedido.
Tenía mucha envidia de Doras.
Ahora espera comprar todo; porque Doras acabará por venderlo en unos cuantos céntimos.
Jesús escucha todas estas confidencias.
El sábado por la mañana…
El grupo apostólico llega hasta los límites de las dos propiedades.
Los siguen los campesinos de Yocana: mujeres, hombres y niños.
Los hombres llevan dos ánforas llenas de vino…
Luego llegan los campesinos de Doras y se postran ante Él.
Jesús les dice:
– La paz sea con vosotros, amigos.
Venid. Hoy la sinagoga es aquí. Y Yo soy vuestro sinagogo.
Pero primero quiero ser vuestro Padre de familia. Sentaos alrededor para que os de algo de comer. Hoy tenéis al Esposo y celebremos las Nupcias.
Jesús quita la tapadera de un canasto y saca panes que da a los estupefactos campesinos de Doras.
Quesos, verduras cocidas y un cordero asado que reparte entre esos pobres.
Luego les da vino en una copa grande.
Los pobres campesinos están sorprendidos:
– Pero, ¿Por qué?
¿Y ellos?
Preguntan los de Doras, señalando a los de Yocana.
Jesús les contesta:
– Ya tuvieron lo suyo.
– ¡Cuánto gasto!
¿Cómo lo has hecho?
Jesús contesta sonriente:
– En Israel todavía hay buenas personas.
– Pero hoy es sábado…
– Dad gracias a esta persona.
Jesús señala al hombre de Endor.
Y agrega:
– Él fue quien dio el corderito.
Lo demás fue fácil obtenerlo.
Todos devoran la comida desconocida para ellos.
Hay entre ellos un viejo que tiene a su lado a un niño.
Come y llora.
Jesús le pregunta:
– ¿Por qué lloras, padre?…
– Porque eres muy Bueno.
Juan de Endor, con su voz gutural,
añade:
– Es verdad…
Y hace llorar. Pero su llanto no tiene amargura.
El anciano dice:
– No la tiene.
Es verdad y quisiera pedirte una cosa…
Jesús pregunta:
– ¿Qué deseas, padre?
– ¿Ves este niño?…
Es mi nieto. Me ha quedado él, después del desprendimiento de tierras que hubo este invierno.
Doras ni siquiera sabe que ha venido, porque lo tengo en el bosque viviendo como si fuera un animal salvaje y no lo veo sino los sábados.
Si lo descubre, lo arrojará o lo pone a trabajar…
Y entonces este tierno niño, sangre de mi sangre, estará en peores condiciones que un animal de tiro.
Para la Pascua pienso mandarlo a Jerusalén con Miqueas, pues le llega el momento de hacerse hijo de la Ley…
¡Es el hijo de mi hija!…
– ¿Me lo confiarías a Mí?…
No llores. Tengo muchos amigos honrados, santos y sin hijos; lo educarán santamente en mi camino…
– Señor, ¡Desde que he tenido noticia de Tí, lo he deseado!
Al santo Jonás le rogaba – a él, que sabe lo que significa ser de este amo…
Que salvase a mi nieto de una vida y una muerte así…
Jesús pregunta:
– Muchacho, ¿Quieres venir conmigo?
– Sí, Señor mío.
Y no te causaré molestias.
– No se hable más.
Pedro jala a Jesús de una manga:
– Pero, ¿A quién se lo vas a dar?
¿También éste a Lázaro?…
– No, Simón.
¡Hay tantos sin hijos!…
En la cara de Pedro se dibuja el anhelo…
– Simón, ya te lo dije…
Tú debes ser padre de todos los hijos que te daré en herencia.
Pero no debes estar encadenado a ningún hijo tuyo. No te entristezcas…
El pobre Pedro hace un esfuerzo muy notorio, por adherirse a la Voluntad de Jesús.
Y dice:
– Está bien, Señor.
Que sea como Tú quieres.
Y es un héroe al aceptar la Voluntad de Jesús.
– Será el hijo de mi naciente Iglesia.
¿Te parece bien? De todos y de nadie.
Nos seguirá y andará con nosotros, cuando lo permitan las distancias.
¿Cómo te llamas muchacho? Ven aquí.
El niño responde con aplomo.
– Yabé de Juan.
Y soy de Judá.
El anciano confirma:
– Así es.
Nosotros somos judíos. Yo trabajaba en tierras de Doras en Judea. Y mi hija se casó con uno de éstas regiones.
Trabajaba en los bosques cercanos a Arimatea. Y en este invierno con la inundación, hubo un deslizamiento de tierra …
– He visto la desgracia…
– El muchacho se salvó porque esa noche estaba en la casa de un pariente lejano.
– El niño invocará al Señor.
El Señor lo bendecirá y dilatará sus fronteras. La mano del Señor está sobre su mano, no pesará ya el mal sobre él.
El Señor se lo concederá para consuelo tuyo padre y de los espíritus de los muertos.
Y también para fortalecimiento de este huérfano.
Y ahora que hemos satisfecho la necesidad del cuerpo y del alma, con un acto de amor por este niño.
Escuchad esta parábola.
Jesús abraza contra Sí al niño y empieza a hablar:
Había un hombre muy rico.
Sus atavíos eran muy lujosos. Vestido de púrpura y de lino cendalí, se pavoneaba en las plazas y en su propia casa.
Era reverenciado como el más poderoso del lugar por los habitantes de la ciudad y por los amigos, que secundaban su soberbia para sacar provecho.
Las salas de su casa estaban todos los días abiertas para celebrar espléndidos banquetes, con una multitud de invitados – todos ricos y por tanto, no necesitados – que adulaban al rico Epulón.
Sus banquetes eran célebres por la abundancia de manjares y de vinos selectos.
En la misma ciudad había un mendigo, un hombre llamado Lázaro.
Era un pobre mendigo, verdadero indigente; tan mísero era éste cuán rico era el otro.
Pero bajo la costra de la miseria humana del mendigo Lázaro, se ocultaba un tesoro aún mayor que su propia miseria y que la riqueza de Epulón.
Tal tesoro era la auténtica santidad de Lázaro: no había transgredido nunca la Ley, ni siquiera impulsado por la necesidad.
Pero sobre todo, había cumplido el Precepto del amor a Dios y al prójimo.
Como hacen siempre los pobres, se acercaba a las puertas de los ricos para pedir limosna y no morir de hambre.
Al declinar la tarde, todos los días iba a la puerta de Epulón, esperando recibir al menos las migajas de los pomposos banquetes que en esas riquísimas salas se celebraban.
Se sentaba en el suelo en la calle, junto a la puerta.
Y paciente, esperaba.
Pero si Epulón se daba cuenta de que estaba ahí, mandaba que lo arrojasen,
porque ese cuerpo cubierto de llagas, desnutrido, andrajoso, era un espectáculo demasiado triste para sus invitados.
Eso decía Epulón.
En realidad era porque la vista de esa miseria y esa bondad, le significaba un continuo reproche.
Más compasivos que él eran sus perros – que estaban bien alimentados y lucían valiosos collares -,pues se acercaban al pobre Lázaro y le lamían las llagas.
Gimoteando de alegría por sus caricias y hasta incluso le llevaban las sobras de las ricas mesas.
Así Lázaro superaba la desnutrición por mérito de los animales.
Porque si hubiera sido por Epulón habría muerto,
pues el hombre no le permitía siquiera entrar en las salas después del banquete para recoger las migajas que hubieran caído de las mesas.
Un día Lázaro murió.
Ninguno en esa tierra se dio cuenta, nadie lo lloró.
Es más, Epulón se puso muy contento porque a partir de ese día dejó de ver a esa miseria, que él llamaba “oprobio”, al lado de su puerta.
Pero en el Cielo sí lo advirtieron los ángeles y en sus últimos estertores, en su casucha fría y desposeída de todo…
Estaban presentes las cohortes celestes, las cuales rutilantes recogieron el alma de Lázaro y la llevaron entre cantos de aleluya al seno de Abraham.
Pasado un tiempo, murió Epulón. ¡Oh, qué funerales tan fastuosos!
Toda la gente de la ciudad, que había estado al corriente de su agonía y que ahora se apiñaba en la plaza donde estaba la casa,
para ser notados como amigos del grande, por curiosidad o por interés hacia los herederos, se unió al duelo.
El vocerío subió hasta el cielo y con el vocerío las falsas alabanzas al “grande”, al “benefactor”, al “justo” que había muerto.
¿Podrá acaso palabra humana alguna cambiar el juicio de Dios?
¿Podrá apología humana alguna borrar lo que está escrito en el libro de la Vida?
No, no puede. Lo juzgado juzgado está, lo escrito escrito está.
A pesar de los solemnes funerales, el espíritu de Epulón fue sepultado en el Infierno.
Entonces en esa horrenda cárcel, bebiendo y comiendo fuego y tinieblas,
hallando odio y torturas en todos los lugares y en todos los instantes de esa eternidad…
Elevó la mirada al Limbo de los justos, a ese Limbo que había visto en una exhalación, en un átomo de minuto.
Y cuya inefable belleza recordaba cual tormento, entre atroces tormentos.
Vio arriba a Abraham lejano, pero fúlgido, gozoso…
Y en su seno, también fúlgido y feliz a Lázaro, a ese pobre Lázaro en otro tiempo despreciado, repelente, mísero…
¿Y ahora?… ¡Ah!, ahora, hermoso con la luz de Dios y con su propia santidad.
Rico en amor de Dios, admirado, no ya por los hombres sino por los ángeles de Dios.
Epulón gritó llorando:
“¡Padre Abraham, ten piedad de mí! ¡Manda a Lázaro, puesto que no puedo esperar que vengas tú, manda a Lázaro
para que moje la punta de un dedo en el agua y la ponga en mi lengua, para refrescarla; porque sufro atrozmente por esta llama que me penetra continuamente y me quema!”.
Abraham respondió:
“Acuérdate hijo, de que tuviste en la tierra todos los bienes y Lázaro todos los males.
Y supo hacer del mal un bien,
Mientras que tú sólo supiste hacer el mal con tus bienes.
Por tanto, es justo que ahora él, aquí sea consolado y que tú sufras.
Pero es que además no es posible lo que pides.
Los santos están diseminados sobre la faz de la tierra para beneficio de los hombres…
Pero cuando a pesar de la extrema cercanía de éstos, el hombre sigue siendo lo que es – en tu caso, un demonio – inútil es recurrir después a los santos.
Ahora estamos separados.
Las hierbas en el campo están mezcladas, más una vez cortadas, serán separadas las malas de las buenas.
Lo mismo sucede con vosotros y nosotros: estuvimos juntos en la tierra y contra el amor.
Nos arrojasteis de vuestra presencia, nos atormentasteis de todos los modos posibles, nos relegasteis al olvido.
Pues bien, ahora estamos divididos y entre vosotros y nosotros se abre un abismo tal, que los que quisieran pasar de aquí a vosotros no podrían,
ni tampoco vosotros, que estáis allí, podéis salvar este abismo tremendo para venir a nosotros”.
Epulón, llorando con más fuerza, gritó: “¡Ál menos padre santo, manda – te lo ruego -, manda a Lázaro a casa de mi padre. Tengo cinco hermanos.
Nunca he comprendido el amor, ni siquiera entre familiares. Pero ahora…
Ahora comprendo lo terrible que es el no ser amados.
Y dado que aquí donde estoy vive el odio, ahora he comprendido – por ese átomo de tiempo en que mi alma vio a Dios – lo que es el Amor.
No quiero que mis hermanos sufran estas penas. Tengo verdadero terror por ellos, porque llevan la misma vida que yo llevaba.
¡Oh, manda a Lázaro, a decirles dónde estoy y por qué! ¡A decirles que el Infierno existe y que es atroz!
¡Y que quien no ama a Dios y al prójimo viene al Infierno! ¡Mándalo, para que actúen en consecuencia antes de que sea tarde!
¡Y así eviten el venir aquí, a este lugar de eterno tormento!
Pero Abraham respondió: “Tus hermanos tienen a Moisés y a los Profetas; que los escuchen”
A lo que Epulón, con un gemido de alma torturada, replicó:
¡Oh, padre Abraham, les hará más impresión un muerto; escúchame; ten piedad!”.
Pero Abraham dijo: “Si no han escuchado a Moisés y a los Profetas, no creerán tampoco a uno que resucite por una hora de entre los muertos, para dirigirles palabras de Verdad.
Y, además, no es justo que un bienaventurado deje mi seno para ir a recibir ofensas de los hijos del Enemigo.
El tiempo de las injurias para él ya ha pasado; ahora está en la paz y en ella permanece por orden de Dios,
que ve la inutilidad de intentar la conversión de quienes no creen siquiera en la palabra de Dios y no la ponen en práctica”.
Ésta es la parábola.
Su significado es tan claro que ni siquiera requiere explicación.
Aquí ha vivido verdaderamente conquistando su santidad, el nuevo Lázaro:
Mi Jonás, cuya gloria ante Dios se manifiesta evidente en la protección que otorga a quien en Él espera.
Jonás sí puede venir a vosotros, como protector y amigo, porque es un santo.
Vendrá si sois siempre buenos.
Os digo a vosotros lo que le dije a él la pasada primavera: quisiera poderos ayudar a todos, incluso materialmente, pero no puedo.
Este es mi pesar.
Sólo puedo señalaros el Cielo; sólo puedo enseñaros la gran sabiduría de la resignación y prometeros el Reino futuro.
No odiéis jamás por ningún motivo.
El odio es poderoso en el mundo, pero siempre tiene sus límites.
El amor no tiene límites. Ni en fuerza, ni en tiempo.
Por lo tanto, amad, para poseerlo como defensa y consuelo sobre la tierra y como premio en el Cielo.
Es mejor ser Lázaros que Epulones… Creédmelo. Buscad la manera de creerlo y seréis felices.
No tengáis en los sufrimientos de estos campos, ni una palabra de odio… Aun cuando los hechos los justificaren.
No interpretéis mal el milagro… Soy el Amor y no habría castigado…
Pero al ver que el amor no podía doblegar al cruel Epulón; lo entregué a la Justicia.
Y ésta vengó al mártir Jonás y a sus hermanos.
Vosotros lo sabéis por el milagro; que la Justicia siempre vigila, aunque parezca ausente.
Y que Dios es el Dueño de todo lo creado.
Se puede servir para aplicarla; de los animales pequeños como las orugas y las hormigas; para morder el corazón del cruel y del ambicioso.
Y hacerlo morir con un desbordamiento de veneno que estrangule, en un absurdo ataque de soberbia y de ira…
Os bendigo. A cada aurora rogaré por vosotros.
Y tú padre; no te preocupes más por el corderito que me confías.
Te lo traeré de vez en cuando, para que puedas regocijarte de verlo crecer en sabiduría y bondad; en el camino de Dios.
Será tu cordero de esta pobre Pascua.
El más agradable de los corderos que se presentarán ante el altar de Yeové.
Yabé, despídete de tu abuelo y luego ven a tu Salvador, a tu Buen Pastor.
¡La paz sea con vosotros!
Los campesinos protestan:
– ¡Oh, Maestro!
¡Maestro Bueno! Dejarte…
– Sí. Es doloroso.
Pero no sería bueno que el vigilante os encuentre.
Vine a propósito hasta aquí para evitaros castigos.
Obedeced por amor del Amor que os aconseja.
Los desventurados se levantan con lágrimas en los ojos y se van a su cruz…
Jesús nuevamente los bendice.
Y luego, con la mano del niño en la suya y con el hombre de Endor en el otro lado; regresa a la casa de Miqueas.
Se reúnen con Él Andrés y Juan, los cuales, terminado su turno de guardia, vuelven a donde sus hermanos.