165 VIAJE A JERUSALÉN10 min read

165 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA 

Jesús prosigue hacia Jerusalén.

Cada vez transita mayor número de peregrinos por los caminos, que están llenos de lodo por un chaparrón nocturno.

Como contrapartida, haciendo precipitar el polvo, el agua ha dejado terso el aire.

Los campos parecen un jardín bien cuidado por su jardinero.

La comitiva apostólica camina ligera, pues se sienten descansados por la parada que hicieron y porque el niño, con sus sandalias nuevas, ya no sufre al andar.

Éste, sintiendo cada vez más confianza, va charlando con unos y otros.

Le hace a Juan la confidencia de que su padre se llamaba también Juan y su madre María y de que por ello, lo quiere también a él mucho.

–     Pero, bueno – termina diciendo – la verdad es que os quiero a todos.

En el Templo voy a rezar mucho, mucho, por vosotros y por el Señor Jesús.

Es conmovedor ver cómo estos hombres, que en su mayor parte no tienen hijos, se muestran paternales y maravillosamente próvidos,

para con el más pequeño de los discípulos de Jesús.

Hasta el hombre de Endor muestra un rostro delicado cuando debe obligar al pequeño a beberse un huevo.

O cuando trepa por entre los arbolados que visten de verde las colinas y las montañas cada vez más altas,

cortadas por profundas cañadas cuyo fondo sigue el camino principal,

Para coger ramitas acídulas de zarzamora o perfumados tallitos de hinojo silvestre, para luego  llevárselos al  niño,

para mitigarle la sed sin que se llene demasiado de agua.

Es conmovedor ver cómo lo distraen del largo recorrido, llamando su atención hacia los distintos detalles o panoramas.

El que muchos años antes fuera pedagogo en Cintium, destruido posteriormente por la maldad humana, ahora renace por este niño, mísero como él.

Y alisa las arrugas del infortunio y de la amargura, asumiendo una sonrisa buena.

El aspecto de Yabés, con sus sandalias nuevas y la carita menos triste, es ya menos menesteroso.

Los apóstoles se han preocupado de borrar de esa carita todas las señales de muchos meses de vida agreste,

poniéndole en orden incluso el pelo, antes descuidado y polvoriento.

Y ahora esponjoso e igualado por una enérgica lavada.

También el hombre de Endor, que todavía se queda un poco perplejo cuando oye que le llaman Juan; si bien,

cuando esto le sucede, en seguida menea la cabeza con una sonrisa compasiva hacia su poca memoria, está muy cambiado.

Cada día que pasa, su rostro va perdiendo esa dureza que tenía y va adquiriendo una seriedad que no infunde miedo.

Naturalmente, estas dos miserias renacidas por la bondad de Jesús, gravitan amantes hacia el Maestro; quieren a los compañeros sí, ¡Pero a Jesús!…

Cuando Él los mira o les habla directamente, su expresión se vuelve dichosísima.

Salvan una hoz y luego un hermoso collado verde, desde cuya cima todavía se vislumbra la llanura de Esdrelón, lo cual hace suspirar al niño.

Y pregunta: 

–     ¿Qué estará haciendo mi anciano padre?

Para finalizar con un suspiro muy triste y un brillo de llanto en sus ojos castaños:

–     Es mucho menos feliz que yo!…

¡Con lo bueno que es!».

Este lamento a su vez, extiende sobre todos un velo de tristeza.

Luego bajan por un valle fértil, lleno de olivares y campos cultivados con diferentes cereales, trigales y viñedos. 

Un leve viento hace caer la nieve de las florecillas de las vides y de los olivos más precoces.

Y pierden de vista definitivamente la llanura de Esdrelón.

Se detienen en el prado para proseguir después la marcha hacia Jerusalén.

Parece haber llovido mucho y como es una zona muy rica en aguas subterráneas, las praderas parecen un pantano poco profundo:

En efecto, el agua brilla intensamente entre la tupida hierba y sube hasta lamer el camino, que está convertido en un lodazal. 

Los mayores se suben las túnicas, para que no acaben transformándose en una costra de barro.

Tadeo sube a hombros al niño, para que descanse y para atravesar más rápidamente la zona inundada, que  es insalubre.

Bordean otras colinas, atraviesan otro valle pequeño, rocoso, seco.

El día declina.

Entran en un pueblo situado en lo alto de un ribazo rocoso.

Y abriéndose paso entre los muchos peregrinos, buscan alojamiento en una especie de albergue muy rústico:

Un cobertizo grande, bajo el cual hay abundante paja extendida, nada más.

Tiene pequeñas lamparitas, encendidas en diversos puntos, que iluminan las cenas de las familias de peregrinos.

Familias pobres como la apostólica, porque los ricos han levantado sus tiendas fuera del pueblo, desdeñando todo contacto con los lugareños y con los peregrinos pobres.

Desciende noche y silencio…

El primero que cae dormido es el niño, que se ha reclinado cansado, en el regazo de Pedro, el cual luego lo pone bien sobre la paja y lo tapa solícito.

Jesús reúne a los mayores para hacer una oración.

Después cada uno va a echarse encima de la capa de paja, para descansar y reponerse del mucho camino recorrido.

A día siguiente la comitiva apostólica, que se ha puesto en marcha temprano, después de dejar atrás Samaría;

Al declinar el día, llegan a Siquem. 

Es una ciudad bonita, rodeada de muros, coronada de edificios bellos y majestuosos; en torno a los cuales se concentran casas lindas y ordenadas. 

Pareciera que esta ciudad como Tiberíades, haya sido construida recientemente y con sistemas tomados de Roma.

Extramuros alrededor, tiene una faja de tierras muy fértiles y bien cultivadas.

El camino que de Samaria conduce a Siquem desciende sinuosamente, con un sistema de muros de contención del terreno a través de las colinas…

Que ofrecen una magnífica vista panorámica de verdes montañas al sur y una llanura preciosa hacia el oeste

El camino tiende a descender, pero alguna que otra vez gana altura para salvar otros collados,

desde cuyas cimas se domina la tierra de Samaria, con sus lindas plantaciones de olivos, cereales y vides,

custodiadas desde lo alto de los collados, por bosques de encinas y de otros árboles agrestes,

que son providenciales como defensa contra los vientos.

Los cuales pasando por los desfiladeros, tienden a formar remolinos que malograrían las plantaciones.

Y los cultivos de las esplendorosas colinas y los austeros montes que se yerguen más altos hacia el interior.

Realmente Samaria es preciosa.

Entre dos de los más altos montes de esta zona hay un valle muy fértil, en cuyo centro, muy bien irrigada, aparece Siquem.

En este punto precisamente, se encuentra la alegre caravana de la corte del Cónsul que va a Jerusalén para las fiestas, alcanzando a Jesús y a los suyos.

Esclavos a pie y en carros para tutelar el transporte de los distintos pertrechos…

¡Dios mío, cuántas cosas llevaban consigo en aquellos tiempos!

Con los esclavos, carros en toda regla cargados con un poco de todo, hasta incluso literas enteras y coches de viaje:

amplios carros de cuatro ruedas, bien amortiguados y cubiertos, en los que viajan resguardadas, las damas.

Y más carros y más esclavos…

He aquí que una mano enjoyada de mujer levanta levemente una cortina y aparece el perfil grave de Plautina, que saluda sin hablar pero con una sonrisa.

Lo mismo hace Valeria, quien lleva sobre sus rodillas a su pequeñuela, toda gorjeos y risas.

En otro carro de viaje aún más pomposo, pasa sin que ninguna cortina se separe, pero una vez que ha pasado por la parte de atrás, entre las cortinas anudadas,

Lidia asoma su rosado rostro y hace un gesto de reverencia.

La caravana se aleja…  

Pedro, cansado y sudoroso.

observa: 

–     ¡Viajan bien!

 Pero si Dios nos ayuda, pasado mañana por la tarde estaremos en Jerusalén. 

Jesús responde: 

–     No, Simón.

No tengo otra alternativa, tengo que cambiar de dirección e ir hacia el Jordán.

–     ¿Pero por qué, Señor?

–     Por el niño.

Está muy triste.

Y mucho más aumentaría su tristeza si viera el monte donde sucedió la catástrofe.

–    ¡No, no lo vemos!

Mejor dicho, vemos la otra parte del monte…

Y… bueno, yo me encargaré de tenerlo distraído.

Entre Juan y yo lo haremos… 

Esta pobre tortolita sin nido se distrae enseguida. ¡Ir hacia el Jordán!…

¡No, hombre, mejor por aquí, el camino recto, más corto y más seguro!  

¿Para qué un rodeo tan grande?

¡No, no, éste, éste! ¿Ves como es el que siguen las romanas?

Por la costa y por el río estas primeras aguas de verano exhalan fiebres. Este camino es sano.

Además… ¿Cuándo vamos a llegar si alargamos todavía más el recorrido?

¡Piensa en qué estado de ansiedad estará tu Madre después del funesto suceso del Bautista!…

Pedro lo consigue.

Jesús da su consentimiento.

–     Pues entonces vámonos pronto a descansar.

Y descansemos bien, porque mañana al alba partiremos, para estar pasado mañana por la tarde en Getsemaní.

Iremos pasado el viernes al día siguiente, a ver a mi Madre, a Betania.

Allí descargaremos esos libros de Juan que os han hecho trabajar bastante.

Veremos también a Isaac y le confiaremos este pobre hermano…

–     ¿Y el niño?

¿Lo vas a asignar ya?

Jesús sonríe:

–     No.

Se lo dejaré a mi Madre, para que lo prepare para “su” fiesta. Luego volverá con nosotros para la Pascua.

Pero después tendremos que desprendernos de él… ¡No te encariñes demasiado!

O mejor, ámalo como si fuera tu hijo, pero con espíritu sobrenatural. Ya ves que es débil y que se cansa. 

 También a mí me habría gustado instruirlo y criarlo, nutriéndolo Yo mismo con la Sabiduría.

Pero Yo soy el Incansable. Y Yabés es demasiado joven y débil, para acompañarnos en nuestras fatigas.

Nos moveremos por Judea.

Luego para Pentecostés, volveremos a Jerusalén.

Después caminaremos… Caminaremos, evangelizando…

Volveremos a verlo en el verano, en nuestra patria chica.

Bien, hemos llegado ante las puertas de Siquem.

Adelántate con tu hermano y con Judas de Simón para buscar dónde alojarnos.

Yo voy a la plaza del mercado; allí te espero.

Se separan.

Pedro galopa en busca de un alojamiento.

Los demás caminan fatigosamente por los caminos llenos de gente que grita y gesticula, con muchos asnos y carros…

Todos dirigidos hacia Jerusalén para la Pascua ya inminente.

Hay un coro de voces, unos que llaman a otros, imprecaciones…

se mezclan con los rebuznos asnales, creando un bullicio que retumba fuerte, bajo los atrios tendidos entre casa y casa.

Es un ruido que recuerda al murmullo de ciertas conchas cuando se arriman a la oreja.

El eco va de una bóveda a otra, donde ya las sombras se dan cita.

Y la gente, como un flujo continuo de agua camina por las calles, se adentra en búsqueda de un techo, de una plaza, de un prado, para pasar la noche…

Jesús con el niño de la mano, apoyado en un árbol,

espera a Pedro en la plaza que ahora con esta ocasión, está continuamente llena de vendedores. 

Judas dice: 

–     ¡Que no nos vea nadie y nos reconozca! 

Tomás replica: 

–     ¿Cómo se puede reconocer un grano entre la arena?

 ¿No ves qué gentío?

Vuelve Pedro:

–     Fuera de la ciudad hay un cobertizo con heno.  

No he encontrado nada más.

Jesús responde: 

–     No vamos a buscar nada más.

Es hasta demasiado para el Hijo del hombre.

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