210 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
En Betsaida, Jesús habla en la casa de Felipe.
Se ha reunido mucha gente y llega uno de Cafarnaúm a rogarle que vaya lo más pronto posible a la casa del sinagogo, porque su hija se está muriendo.
Jesús promete que irá durante el transcurso de la mañana, cuando termine de hablar y curar enfermos.
Un par de horas después, Jesús camina por una calle polvorienta que bordea la ribera del lago.
Va rodeado por una gran multitud que lo ha seguido desde Betsaida y a la que se ha juntado la de Cafarnaúm.
Se amontonan a su alrededor, no obstante que los apóstoles se esfuerzan en separarlos;
utilizando los brazos, las espaldas…
Y gritando en voz alta, exigiendo que lo dejen pasar.
Jesús por su parte, no se inquieta por el alboroto.
Mucho más alto que todos los que lo rodean, mira con una dulce sonrisa a la gente que lo estruja.
Responde a los saludos, acaricia a los niños que logran acercársele.
Y a los que las madres le ponen a su alcance para que los toque
De esta forma sigue caminando, lenta y pacientemente;
en medio de estos apretujamientos que pondrían histérico a cualquiera.
Se oye el grito angustiado de un hombre:
– ¡Abrid paso!
¡Abrid paso!
Los que lo conocen y lo respetan mucho, a duras penas le abren paso.
Es un hombre maduro y vestido como dignatario del Templo.
Cuando llega ante Jesús se postra a sus pies,
y suplica:
– ¡Oh, Maestro!
¿Por qué has tardado tanto?
Mi niña está agonizando.
Tú Eres mi esperanza y la de mi mujer.
Ven Maestro.
Te he esperado con ansia infinita.
Ven. Ven al punto.
Mi única hija está muriendo…
Y rompe en un llanto desconsolado.
Jesús pone su mano sobre la cabeza del hombre que solloza angustiado.
Y le dice:
– No llores.
Ten fe. Tu niña vivirá.
¡Vamos! ¡Levántate! ¡Vamos! –estas últimas palabras son perentorias como una orden.
Y vuelven a ponerse en camino.
Jesús lleva de la mano al padre que llora.
Santiago y Judas vienen detrás, tratando de formar una barrera.
Todos los demás apóstoles intentan rechazar a la muchedumbre que casi los aplasta.
Jesús, de repente se detiene y se voltea con todo su cuerpo;
soltando la mano del padre que ha tratado de consolar.
Toma la actitud majestuosa de un rey, con el rostro y la mirada severos.
Con sus ojos investigadores, busca entre la muchedumbre.
Sus ojos despiden una luz de majestad,
cuando pregunta:
– ¿Quién me ha tocado?
Nadie responde.
Jesús insiste:
– ¿Quién me ha tocado?
Judas y varios apóstoles dicen:
– Maestro…
¿Acaso no ves cómo la gente nos apretuja por todas partes?
– Todos te tocan no obstante nuestros esfuerzos.
– ¿Cómo puedes preguntar quién te ha tocado?
Jesús responde:
– Pregunto qué quién me ha tocado para alcanzar un milagro.
He sentido que la virtud de hacer un milagro, ha salido de Mí;
porque lo pidió un corazón con fe.
¿De quién es este corazón?
Los ojos de Jesús bajan hasta una mujer madura, vestida muy pobremente.
Y que trata de desaparecer entre la multitud.
Los ojos divinos le traspasan el alma y ella comprende que no puede huir.
Se arroja a los pies de Jesús,
y suplica:
– Perdón Señor.
Estaba enferma.
¡Desde hace doce años que estaba enferma!
Todos huían de mí.
Mi marido me abandonó.
He gastado todos mis bienes para no ser tenida como oprobio;
pero nadie pudo curarme.
Lo ves Maestro: He envejecido antes de tiempo…
Las fuerzas se me escaparon con este flujo incurable.
Uno a quién curaste de su lepra y que no tuvo asco de mí; me dijo que Eres Bueno.
¡Perdóname!
Pensé que con solo tocarte me curaría.
Pero no te he hecho inmundo.
Toqué la punta de tu vestido que va tocando el suelo…
Que toca lo sucio del camino.
También yo soy una suciedad…
¡Pero estoy curada! ¡Bendito seas!
En el momento en que toqué tu vestido, mi mal se detuvo.
Podré recuperar a toda mi familia y los podré acariciar.
¡Gracias Jesús!
¡Maestro Bueno!
¡Qué siempre seas Bendito!
Jesús la mira con un amor infinito.
Le sonríe y le dice:
– Vete en paz, hija.
Tu fe te ha salvado.
Estás curada para siempre.
Sé buena y sé felíz.
Vete
En este preciso momento, llega un siervo.
Y dice ansioso al padre que estaba llorando:
– Tu hija ya murió.
Es inútil que molestes al Maestro.
Su espíritu la ha abandonado…
Y ya las mujeres comenzaron los lamentos.
Tu mujer te manda el recado y te ruega que regreses al punto.
El pobre padre emite un sollozo ahogado.
Se lleva las manos a la cabeza y se oprime, abrumado por el dolor.
Y se dobla como si hubiese sido derribado por un golpe.
Jesús se vuelve y poniendo la mano sobre la espalda encorvada,
le dice:
– Ya te lo he dicho:
Ten fe. Ahora te lo repito: Ten fe.
No tengas miedo. Tu niñita vivirá.
Vamos allá.
Abraza al hombre aniquilado por el dolor y lo conduce suavemente.
La multitud, que se ha quedado pasmada por el milagro que acaba de suceder, se detiene atemorizada.
Se divide y no estorba más el paso.
Esto hace que el grupo apostólico avance más rápidamente.
Cuando llegan al centro de Cafarnaúm, enfrente de una bella casona, están las plañideras a todo pulmón.
Jesús dice a los suyos que permanezcan en el umbral.
Y llamando a Pedro, Juan y Santiago de Alfeo;
con ellos entra a la casa.
Mantiene fuertemente asido al padre que llora amargamente.
Parece como si quisiera infundirle la certeza, de que Él está allí para hacerlo feliz.
Las plañideras al ver al dueño de la casa y a sus acompañantes, aumentan aun más sus aullidos.
Baten las manos y tocando unos triángulos al ritmo de la música, apoyan sus lamentos.
Jesús ordena suavemente:
– Callaos.
No es necesario que lloréis.
La niña no está muerta, sino que está dormida.
Las mujeres lanzan gritos más desgarradores y algunas se arrojan por tierra.
Y simulan arañarse, mostrando muchos gestos de desesperación, para demostrar que sí ha muerto.
Los que tocan los instrumentos, los parientes y amigos de la familia;
sacuden la cabeza ante lo que consideran una ilusión de Jesús.
Jesús repite con imperio:
– ¡Callaos!
Y hay tal energía en la demanda, que lo obedecen a regañadientes.
Jesús avanza hasta la habitación donde está extendida sobre el lecho, una niña de unos once años;
muerta, delgada y palidísima.
Ya ha sido arreglada para el sepulcro y la cubren muchas flores.
Su mamá llora y besa su manita, que parece de cera.
Jesús se transfigura con una belleza extraordinaria…
Y se acerca rápido hasta el lecho.
Los tres apóstoles se quedan en la puerta e impiden el paso a los curiosos
El padre avanza hasta los pies del lecho y la contempla, paralizado por el dolor.
Jesús se dirige al lado contrario de donde llora la madre y extiende su mano izquierda.
Con ella toma la otra mano inerte de la niña…
Y levantando su brazo derecho, ordena con absoluta majestad:
– ¡Niña!
¡Yo te lo ordeno!
¡Levántate!
Después de unos segundos electrizantes en los que todos;
menos Jesús y la muerta, quedan en suspenso…
Los apóstoles alargan su cuello para ver mejor.
Tanto el padre como la madre, desgarrados por el dolor, miran angustiados a su hija.
Luego…
Un instante que pareciera un siglo…
Y enseguida se escucha un profundo suspiro, que se levanta del pecho de la muertita.
Un ligero color empieza a cubrir la carita de cera y hace desaparecer la palidez de la muerte…
Una sonrisa se dibuja en los exangües labios, que de pronto se sonrojan…
Justo antes de que unos bellos ojos castaños se abran.
Es como si ella despertase de un apacible sueño…
Y sorprendida mira a su alrededor…
Ve el rostro de Jesús que le sonríe con una dulzura incomparable…
Jesús repite con ternura:
– Levántate.
Y con su amorosa mano sosteniendo la pequeñita que lo acoge sin miedo;
la ayuda a levantarse.
Mientras separa todos los preparativos fúnebres que la cubrían.
La ayuda a bajar del lecho y hace que de unos pasos.
Jesús ordena suavemente:
– Ahora dadle de comer.
Está curada.
Dios la ha devuelto.
Dadle gracias y no digáis a nadie lo que le había pasado.
Habéis creído y merecido un milagro.
Los otros no han tenido fe…
Dios no se muestra a quién niega el milagro.
Y tú niña, sé buena.
Adiós.
Y sale diciendo a los atónitos padres:
– La paz sea en esta casa.
Cierra la puerta detrás de Sí y se reúne con sus apóstoles.
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