216 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
En Cafarnaúm es la casa de Simón el Fariseo, el hombre que lo invitó al banquete, mostrando que no es su enemigo;
desde el milagro que Jesús realizara cuando la serpiente estuvo a punto de matarle a su único nieto.
Es una enorme sala riquísima, con un gran candil con muchos quemadores que arde en el centro.
Las paredes están cubiertas con preciosos tapices.
Los asientos tienen incrustaciones de marfil y adornos variados, con láminas muy hermosas.
Los muebles son finos y muy bellos.
En el centro hay un cuadrado de mármol que contrasta de color, en donde no hay nada.
El piso reluciente refleja el candelero de aceite.
Alrededor hay triclinios, (lechos asientos) que ocupan los convidados.
Todos son hombres.
En el centro hay una mesa de grandes dimensiones, formada por cuatro tablas unidas en forma de rectángulo.
Muchos sirvientes van y vienen trayendo los manjares y los vinos;
en una preciosa vajilla y en valiosas copas adornadas con oro, en las que sirven diligentemente.
En la parte más retirada de la puerta, está el dueño de la casa, con los invitados más importantes.
Tanto él como los demás comensales, están reclinados en esos lechos-asiento paralelos respecto a la mesa.
Es un hombre de más de sesenta años y viste una lujosa túnica, con una faja recamada en el cuello;
en las mangas, en los bordes del vestido, con galones bordados con hilos de oro.
En su rostro manifiesta orgulloso, que está muy consciente de su poder y su mirada está llena de soberbia.
La maldad, la crueldad y un frío menos precio, se reflejan en su duro semblante.
En el lado opuesto, frente a él; está Jesús.
Recostado al igual que todos, sobre su codo izquierdo.
Trae su acostumbrado vestido blanco.
Cerca de Jesús está Juan, sentado en el piso, entre la mesa que está frente a ellos
y su codo está a la altura de la ingle de Jesús, de modo que no le estorba para comer.
Y le permite cuando quiere, apoyarse confiadamente sobre el pecho de su maestro.
No hay ninguna mujer.
Todos hablan.
Y de vez en cuando el dueño de la casa se dirige con exagerada condescendencia…
Y una benignidad muy manifiesta, a Jesús.
Es evidente que quiere demostrar a todos los presentes, que ha hecho un gran honor al haberlo invitado a su rica casa;
al pobre profeta de Israel a quien todos consideran un loco…
Jesús responde a todas las cortesías y elegantemente sonríe a quién le pregunta.
Los temas de que hablan los comensales; tratan sobre hechos de actualidad:
Los romanos; la Ley, que encuentra oposición en los romanos; también la misión de Jesús como Maestro de una nueva escuela.
Pero, detrás de la aparente benevolencia, se comprende que son preguntas viciosas y capciosas, para embrollarlo, tendiéndole trampas.
Cosa no fácil, porque Jesús con pocas palabras, da una respuesta precisa y concluyente, a cada una de las cuestiones.
Por ejemplo, a la pregunta sobre cuál fuera en concreto la escuela o secta en que se había formado como nuevo maestro,
respondió sencillamente:
– De la escuela de Dios.
Es a Él a quien sigo en su santa Ley; de Dios me preocupo, para hacer que estos pequeñuelos…
(Mirando con amor a Juan)
Y Jesús agrega:
– Y en Juan a todos los rectos de corazón, la tengan renovada en toda su esencia, tal como era el día en que el Señor la promulgara en el Sinaí.
Devuelvo a los hombres a la Luz de Dios.
A otra pregunta, sobre qué piensa del abuso del César, que se ha hecho dominador de Palestina,
Jesús responde:
– César es lo que es, porque así lo quiere Dios.
Recuerda lo que dice el profeta Isaías.
¿No llama, acaso, a Asur, por inspiración divina, “bastón” de su cólera, vara que azota al pueblo de Dios,
que se ha separado demasiado de Él y finge externamente y en su espíritu?
¿Y no dice que, después de usarlo como castigo, lo quebrantará,
porque abusará de su misión siendo demasiado soberbio y cruel?
A quien le pregunta, le sonríe con su leve sonrisa…
Y con excelente amabilidad corresponde a todas las atenciones que le prodigan.
Su sonrisa es luminosa, cuando Juan le habla y lo mira.
De repente se abre la pesada cortina y entra María Magdalena…
Es una estampa magnífica de juventud esplendorosa.
Luce hermosísima, con un lujoso vestido escarlata,
que está sostenido con preciosos broches de esmeraldas y rubíes en la espalda.
Joyas similares que sostienen los pliegues a la altura del pecho y lo realzan con cadenas de filigrana de oro.
Una faja recamada con oro y piedras preciosas, circundan su estrecha cintura…
Y hacen resaltar su figura escultural y su impresionante hermosura.
Está peinada con sumo esmero.
Su cabello rubio es un adorno de mechones, artísticamente entrelazados…
Y su abundante cabellera es tan resplandeciente, que parece como si trajera un yelmo de oro.
De la cabeza le cuelga un fino velo transparente, tan ligero que en realidad no cubre nada.
Y la adorna resaltando aún más su belleza excepcional.
Sus pies están calzados con sandalias de piel roja, adornadas con oro, perlas y amatistas en las correas.
Con broches preciosos, entrelazados en los tobillos.
Todos voltean a verla, menos Jesús.
Juan la mira un instante y luego se vuelve hacia Jesús.
Todos los demás la miran con aparente y maligna complacencia.
Ella no los mira para nada.
Los ignora como si no existiesen.
Y no se preocupa del murmullo que se levantó cuando entró, ni del intercambio de guiños que se hacen todos;
menos Jesús y el discípulo predilecto.
Jesús actúa como si no se diera cuenta de nada y continúa hablando con Simón el fariseo,
totalmente concentrado en la conversación.
María se dirige a Jesús.
Se arrodilla a sus pies.
Deposita en el suelo una jarra muy barriguda, de alabastro blanco.
Se levanta el velo y su belleza deslumbrante, se manifiesta en todo su esplendor.
Como si fuera un ritual, quita la diadema preciosa y se la quita junto con el velo.
Siguen los anillos; los brazaletes, los broches de perlas y rubíes que sostienen el cabello.
Y las joyas que adornan su vestidura.
También sus sandalias…
Y pone todo sobre el lecho asiento más próximo.
A continuación, toma entre sus manos los pies de Jesús y le desata las sandalias.
Primero el derecho, luego el izquierdo.
Las pone en el suelo.
Enseguida besa con gran llanto los pies divinos y apoya su frente contra ellos.
Los acaricia, mientras las lágrimas caen como una lluvia torrencial, que brilla al esplendor de la lámpara;
bañándolos completamente…
Jesús, lentamente vuelve la cabeza.
Su mirada azul-zafiro se detiene por un instante en aquella cabeza inclinada.
Una mirada que absuelve.
Luego vuelve a mirar al centro…
Y la deja que se desahogue libremente…
Pero los fariseos se mofan de ella.
Se miran mutuamente con muchos guiños y sobreentendidos.
Se sonríen con sarcasmo.
Simón se endereza por un momento, para ver mejor.
Y su mirada refleja un deseo; un tormento; una ironía.
Un deseo por la mujer; esto se nota muy claro.
Un tormento; porque entró sin permiso y eso significa que ella frecuenta su casa.
Una ironía para Jesús…
Pero ella no se preocupa por nada.
Continúa llorando con todas sus fuerzas, sin miedo alguno.
Una cascada de lágrimas silenciosas, que se mezclan con profundos suspiros.
Luego se despeina.
Se quita las peinetas de oro que sostienen el complicado peinado y las pone junto a las otras joyas.
Las guedejas doradas caen sobre su espalda.
Las toma con ambas manos y las pone sobre su pecho.
Enseguida las pasa sobre los pies de Jesús, hasta que los ve secos…
La redimida enamorada, usa los medios humanos para demostrar su amor a Jesús:
Las lágrimas, los cabellos…
No el agua, sino lágrimas.
Gotas del corazón…
Humor no contaminado con gérmenes impuros.
Filtrado por el amor y el arrepentimiento.
Rendido digno de Dios y juzgado precioso por Dios;
porque es la señal de un espíritu que ha comprendido la Verdad.
Seda viva de la cual la mujer hace una seducción y un culto.
Y que la regenerada por la gracia humilla al hacerlos toalla de las plantas de su Salvador…
Entonces mete los dedos en la jarrita y saca una pomada ligeramente amarilla y olorosísima.
Un aroma de lirios y tuberosas se extiende por toda la sala del banquete.
Ella introduce los dedos una y otra vez, extendiendo el bálsamo;
mientras besa y acaricia los pies divinos…
El perfume: uno de los instrumentos enseñados por Satanás a la mujer.
Y que la mujer convertida a Dios, destruye para hacer bálsamo a su Señor.
Pero nadie comprende esto…
Jesús ve y cuenta aquellas lágrimas que caen contritas.
Aquellas caricias de mechones que no ponen en contacto la carne impura con la Inmaculada,
sino que han puesto un velo entre la una y la otra.
Y que por lo mismo; no puede ser desdeñado por Dios…
Aquellas gotas de nardo, mucho menos perfumado, que el amor de quién las esparce…
Simón el fariseo está escandalizado porque ella lo toca…
Pero ¿Puede escandalizarse uno que es escándalo?…
De su lóbrego corazón brota la impureza y mancha todo lo que ve con la malicia…
Cada lágrima y cada gota de nardo son una profesión de amor y una confesión de error…
Jesús, de vez en cuando la mira con amorosa piedad.
Juan, que ha volteado sorprendido al oír el llanto; ahora mira a Jesús…
Luego al grupo y enseguida a la mujer.
El fariseo anfitrión ha estado pensativo, diciéndose interiormente:
‘Si este hombre fuera profeta, sabría quién es y qué clase de mujer, es la que lo toca:
¡Una pecadora!… –
Y su rostro se vuelve más y más ceñudo.
Y mientras la mirada desdeñosa de Simón el Fariseo, al cual hay mucho que reprocharle;
mortifica a la arrepentida con las palabras de una escandalizada e hipócrita reflexión,
sobre ésta voluntaria, valerosa, humilde profesión de fe; de arrepentimiento y de amor…
– Simón, tengo algo que decirte.
– Dí, Maestro.
– Un prestamista tenía dos deudores.
Uno le debía quinientas monedas y el otro, cincuenta.
Cómo no tenían con qué pagarle, les perdonó la deuda a los dos.
¿Cual de los dos crees que lo querrá más?
– Pienso que aquel al que le perdonó más.
– Juzgaste bien.
Jesús mira a la Magdalena, es una mirada de completa absolución de todo el pasado.
Ha sido lavado con su llanto.
Sus tinieblas han sido vencidas con la luz del Amor.
Y en su corazón que ha sido instrumento del Mal…
En su mismo corazón ha encontrado el camino del Bien.
Y volviéndose a ella; sigue diciendo a Simón:
– ¿Ves esta mujer?
Cuando entré en tu casa, no me ofreciste agua para los pies;
mientras que ella los mojó con sus lágrimas y los secó con sus cabellos.
Tú no me besaste al llegar…
Pero ella desde que entró, no ha dejado de cubrirme los pies con sus besos.
No me echaste aceite en la cabeza…
Y ella en cambio derramó perfume en mis pies.
Por eso te digo que todos sus pecados; sus numerosos pecados;
le quedan perdonados por el mucho amor que demostró.
Pero aquel a quién se le perdona poco, demuestra poco amor.
Jesús lo ha dicho con un tono y una mirada que traspasa a Simón el fariseo.
Una mirada que es todo un discurso… Mental…
Y que llega también a todos los que se han escandalizado al oír las últimas palabras de Jesús;
pues se preguntaron:
‘¿Quién es este hombre que ahora pretende perdonar los pecados?…
Jesús responde más de lo que se le ha preguntado…
Aquel al que nada se le oculta de los pensamientos humanos…
El Espíritu de Jesús, a través de su mirada, ha dicho al Fariseo y a sus compañeros:
– No hagas insinuaciones perversas…
Para justificarte tú mismo ante tus ojos.
Yo no tengo tu ansia sexual.
Ésta no ha venido a Mí, porque el sexo la haya traído.
No Soy como tú, ni como tus compañeros.
Ha venido porque mis palabras la iluminaron en su alma;
en la que la lujuria había creado tinieblas e incredulidad.
Ha venido porque quiere vencer los sentidos.
Y comprende que siendo una pobre criatura, por sí sola no puede lograrlo.
Ama en Mí al Espíritu de Dios, al cual ha reconocido…
Después de tantos males que recibió de todos vosotros, que habéis disfrutado de su debilidad…
Y que le habéis pagado con los azotes del desprecio.
Viene a Mí, porque siente haber encontrado al Bien;
la alegría, la paz, que inútilmente buscó entre las pompas del Mundo.
Cúrate de esta lepra tuya que tienes en el alma, fariseo hipócrita.
Aprende a juzgar rectamente las cosas.
Despójate de la soberbia de la inteligencia y de la lujuria de la carne.
Éstas son las lepras más hediondas de vuestras personas.
Puedo curaros de la lepra del cuerpo, si me lo pedís.
Pero de la lepra del espíritu no, porque no queréis curaros.
Porque os gusta y amáis vuestros vicios.
Esta quiere curarse y mira como la limpio.
Mira cómo le quito las cadenas de su esclavitud.
La pecadora está muerta.
Ha quedado ahí, en aquellos adornos que se avergüenza de ofrecer;
para que Yo los santifique al usarlos en mis necesidades y las de mis discípulos.
Y también en las de los pobres que socorro con lo superfluo de los demás;
porque Yo, el Señor del Universo;
no poseo nada, ahora que Soy el salvador del Hombre.
Ella está ahí, en ese perfume derramado a mis pies;
que ha usado en la parte de mi cuerpo a la que no te dignaste dar un poco de agua fresca,
a pesar de haber caminado tanto, para traerte a ti también, la Luz.
La pecadora está muerta.
Ha renacido María.
Es bella como una niña pudorosa.
Se ha lavado con el llanto.
En verdad te digo, ¡Oh, Fariseo!
Que entre aquella que me ama con su juventud pura y ésta que me ama con su sincera contrición;
de un corazón que ha vuelto a nacer a la Gracia, no hago ninguna diferencia.
Y al que es puro y a la arrepentida, les doy el encargo de comprender mi Pensamiento;
como no lo he hecho con nadie.
Ella se honrará de dar el último tributo de honor a mi Cuerpo y recibirá el primer saludo,
después de mi Madre, en mi Resurrección.
Este mensaje mental penetró como una saeta ardiente,
en aquellas almas muertas y voraces.
Ellos entendieron su mudo lenguaje, que contiene mayores reproches,
que los que hubiese habido en sus Palabras.
Y el viejo fariseo envidioso, baja la cabeza.
Luego Jesús dice a María con infinito Amor:
– Tus pecados te quedan perdonados.
Tu fe te ha salvado.
Vete en paz.
Y Jesús, con un gesto benignísimo; le pone por un momento la mano, sobre la cabeza inclinada.
Ella abandona a sus pies las joyas.
Se echa encima el velo, cubriendo su cabeza despeinada.
Y con los pies descalzos, se retira sin dar la espalda;
adorando al Señor, tal y como se hace en el Templo;
ante el Santo de los santos.
Fue amada porque mucho amó.
Y porque mucho amó; TODO se le perdonó.
Dios perdona todo a quién le ama con todo su ser.
María Magdalena; como los Tres Reyes magos que adoraron a la Divinidad Encarnada de Jesús;
humilló tres dones a los pies divinos:
el corazón a través del llanto.
La carne a través de los cabellos;
la mente a través del perfume.
Así es el que ama con todo.
Da sin retener NADA para sí; ni siquiera el soplo vital.
Jesús dice:
Lo que le ha hecho bajar la cabeza al fariseo -y también a sus compañeros
Y que no está escrito en el Evangelio,
han sido las palabras que mi espíritu, a través de mi mirada; ha lanzado y clavado en esa alma yerma y ávida.
He respondido mucho más de lo que está escrito, porque ningún pensamiento de los hombres me estaba celado.
Y él ha entendido mi mudo lenguaje, más cargado aún de reproche que cuanto lo estaban mis palabras.
Le he dicho:
“No. No hagas insinuaciones malvadas para justificarte ante ti mismo.
Yo no tengo tu lujuria.
Esta mujer no viene a mí por atracción sensual.
Yo no soy tú, ni soy como tus semejantes.
Viene a mí porque mi mirada y mi palabra, oída por pura coincidencia, le han iluminado el alma;
en que la lujuria había creado tinieblas.
Y viene porque quiere vencer sobre la carne y ha comprendido, ¡pobre criatura!,
Que por sí sola no lo lograría nunca.
Ella ama en Mí el espíritu, nada más que el espíritu, que siente sobrenaturalmente bueno.
Después de tanto mal como ha recibido de todos vosotros, que os habéis aprovechado de su debilidad,
para vuestros vicios;
correspondiéndole luego con los latigazos de vuestro desprecio,
Viene a mí porque percibe que ha encontrado el Bien, la Alegría, la Paz;
que inútilmente ha buscado entre las pompas del mundo.
Procúrate la curación de esta lepra tuya de alma, ¡Oh, fariseo hipócrita!
Y recta visión en las cosas;
depón la soberbia de la mente y la lujuria de la carne.
Estas son lepras mucho más fétidas que las de vuestro cuerpo.
De las últimas mi toque os puede curar porque por ellas me invocáis;
pero de la lepra del espíritu no, porque no queréis liberaros de ella porque os gusta.
Esta mujer, sin embargo, sí quiere.
Por eso Yo la limpio, por eso la libero de las cadenas de su esclavitud.
La pecadora ha muerto, ha quedado allí, en los adornos que ella se avergüenza de ofrecerme,
para que los santifique usándolos para atender mis necesidades y las de mis discípulos;
para los pobres a quienes socorro con lo que a otros les es superfluo;
porque se da el caso de que Yo, Dueño de1 Universo, ahora que soy el Salvador del hombre, no poseo nada.
Ella está allí, en el perfume con que ha ungido mis pies, disminuido -como sus cabellos-
en esa parte del cuerpo que tú no te has dignado refrescar con el agua de tu pozo;
después de que he recorrido tanto camino para venir a traerte también a ti luz.
Y ha renacido María, que ahora, por su vivo dolor y recto amor;
tiene nuevamente la hermosura de una púdica muchacha.
Ella se ha lavado en su llanto.
En verdad te digo, fariseo, que entre éste, que me ama con su juventud pura,
y ésta, que me ama con la sincera contrición de un corazón renacido a la Gracia, no establezco diferencia,
y que al Puro y a la Arrepentida les confío una misión, respectivamente:
comprender mi pensamiento como nadie y dar a mi Cuerpo los últimos honores y el primer saludo
(no cuento el saludo especial de mi Madre) cuando resucite”.
Esto es cuanto quería decir con mi mirada al fariseo.
Pero a ti te manifiesto otra cosa, para alegría tuya y de muchos.
En Betania, María repitió este gesto que signó el alba de su redención.
Hay gestos personales que se repiten.
Y que denuncian el estilo propio de una persona.
Son gestos inconfundibles.
En Betania, de todas formas -y ello era justo- el gesto fue menos humillante y más confidencial;
dentro de su actitud de reverente adoración.
Mucho había caminado María desde aquel amanecer de su redención. Mucho.
El amor, como viento veloz, la había impulsado consigo hacia arriba y hacia delante;
el amor, como una hoguera, la había devorado y había destruido en ella la carne impura,
y había proclamado señor en ella a un espíritu purificado.
María, distinta por su renacida dignidad de mujer, distinta en su vestido, sencillo como el de mi Madre,.
Y en su peinado; de mirada sencilla, de actitud sencilla, de palabra sencilla y nueva;
ahora me honraba con el mismo gesto, pero de forma nueva:
cogió el último de sus vasos de perfume, que había reservado para Mí;
me lo esparció sobre los pies, sin llanto; con mirada dichosa, por el amor
y la seguridad de haber sido perdonada.
Y también sobre mi cabeza.
Ahora María podía, sí, ungirme y tocarme la cabeza.
El arrepentimiento y el amor la habían purificado con el fuego de los serafines,
y ella misma era un serafín.
Dítelo a ti misma, María mi pequeña “voz”, díselo a las almas.
Ve, díselo a las almas que no se atreven a venir a Mí porque se sienten culpables.
Mucho, mucho, mucho se le perdona a quien mucho ama, a quien mucho me ama.
¿No sabéis, pobres almas, cómo os ama el Salvador!
No tengáis miedo de Mí.
Con coraje.
Que Yo os abro el Corazón y los brazos.
Te debería llamar como a Daniel.
Eres el alma de los deseos, te amo porque deseas intensamente a tu Dios.
Podría seguir diciéndote lo que mi ángel dijo a Daniel:
“No temas, porque desde el primer día en que aplicaste tu corazón a comprender…
Y a afligirte en la presencia de Dios, han sido escuchadas tus oraciones; por ellas he venido”.
Pero no te está hablando el ángel; soy Yo: Jesús.
Siempre que una persona “aplica su corazón a comprender”,
Yo me acerco.
Soy Misericordia viva.
Más rápido que el pensamiento me acerco a quien a mí se vuelve.
Y me acerqué veloz con mi espíritu también a la pobre María de Magdala; tan inmersa en su pecar,
En cuanto sentí que surgía en ella el deseo de comprender:
Comprender la luz de Dios y su estado de tinieblas;
Yo me hice Luz para ella.
Hablaba a muchos aquel día, pero verdad es que hablaba para ella sola.
Sólo la veía a ella, que se había acercado movida por un violento repente de su alma;
que se rebelaba contra la carne que la tenía sujeta.
Sólo la veía a ella, con su rostro atormentado;
con su forzada sonrisa, que escondía bajo apariencia de falsa seguridad y alegría,
que no eran sino desafío al mundo y a sí misma, con mucho llanto íntimo.
Sólo la veía a ella, mucho más enredada en las zarzas que la oveja extraviada de la parábola;
a ella, que se anegaba en la náusea de su vida.
Náusea que emergía como esos embates profundos que sacan consigo el agua del fondo.
No dije grandes palabras, ni toqué un tema referido a ella, pecadora bien conocida;
para no humillarla y obligarla a huir, a avergonzarse o a venir.
La dejé tranquila.
Dejé que mi palabra y mi mirada descendieran a su interior y que allí fermentasen;
para hacer de aquel impulso de un momento su glorioso futuro de santa.
Hablé con una de las más dulces parábolas, rayo de luz y bondad emanado exactamente para ella.
“Y aquella noche, mientras ponía pie en casa del rico soberbio en quien mi palabra no podía fermentar;
para transformarse en futura gloria, pues la mataba la soberbia farisaica.
Ya sabía que ella vendría, después de haber llorado mucho en su habitación de vicio;
después de haber decidido, a la luz de ese llanto, su futuro.
Los hombres, devorados por la lujuria, al verla entrar se estremecieron en la carne…
Y acusaron con el pensamiento.
Todos la desearon, excepto los dos “puros” del convite: Yo y Juan.
Todos pensaron que venía por uno de esos fáciles caprichos,
que – verdadera posesión diabólica- la arrojaban a repentinas aventuras.
Pero Satanás ya estaba vencido.
Y todos con envidia pensaron, viendo que no se dirigía a ellos, que era Yo por quien venía.
El hombre, cuando no es sino hombre de carne y sangre, mancha siempre hasta las cosas más puras.
Sólo los puros ven bien, porque el pecado no les turba el pensamiento.
Pero no debe ser motivo de abatimiento el que el hombre no comprenda.
Dios comprende y es suficiente para el Cielo.
La gloria que viene de los hombres no aumenta ni en un gramo,
la gloria que es destino de los elegidos en el Paraíso.
Recuérdalo siempre.
La pobre María de Magdala fue siempre mal juzgada en sus actos buenos;
no lo había sido en sus malas acciones, porque eran bocados de lujuria,
ofrecidos a la insaciable hambre de los lascivos.
Fue criticada y juzgada mal en Naím, en casa del fariseo;
criticada y objeto de reproche en Betania, en su casa.
Pero Juan, diciendo una gran palabra, da la clave de esta última crítica:
“Judas… porque era ladrón”.
Yo digo: “El fariseo y sus amigos porque eran lujuriosos”.
¿Lo véis?
La avidez de la carne, la avidez por el dinero, alzan su voz y critican el acto bueno.
Los buenos no critican.
Nunca.
Comprenden.
Pero, repito, no importa la crítica del mundo; lo que importa es el juicio de Dios.
Recordad siempre esto:
“No establezco diferencia entre aquel que me ama con su pureza íntegra…
Y aquel que me ama en la sincera contrición de un corazón renacido a la Gracia”.
Soy el Salvador.
No lo olvidéis nunca.
Ve en paz. Te bendigo.
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