Archivos diarios: 23/08/21

328 LOS NIÑOS DISCÍPULOS

328 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA

Jesús, con Simón Zelote y Margziam, atraviesa Nazaret en dirección a la campiña que separa Nazaret de Caná.

Atraviesa esta ciudad suya incrédula y hostil, precisamente por las calles del centro

y cortando oblicuamente la plaza del mercado, llena de gente en esa hora matutina.

Muchos se vuelven a mirarlo;

algún nazareno – pocos – lo saluda;

las mujeres, especialmente las ancianas; le sonríen;

pero, aparte de algún que otro niño, ninguno se acerca a El.

Un murmullo le sigue cuando termina de pasar.

Jesús ve todo, pero hace como si no viera.

Habla con Simón o con el niño, que va entre los dos hombres.

Y sigue por su camino.

Ya han llegado a las últimas casas.

A la puerta de una de éstas hay una mujer de unos cuarenta años.

Parece esperar a alguien.

Al ver a Jesús hace ademán de moverse,

luego se queda quieta e inclina la cabeza ruborizándose.  

Jesús al apóstol,

le dice; .

–       Es una pariente mía, la esposa de Simón de Alfeo.

La mujer parece incómoda, en lucha con un fuerte contraste de sentimientos.

Cambia de color, alza y baja los ojos, todo su rostro expresa un deseo de hablar,

contenido por algún motivo.

Jesús ha llegado a la altura de ella,

y la saluda:

–        Paz a ti, Salomé. 

La mujer lo mira como asombrada del afecto que hay en la voz de su Pariente,

Y ruborizándose más todavía,

responde:

–        Paz …

Un nudo de llanto le impide concluir la frase.

Se tapa la cara con un brazo doblado y llora acongojada,

contra la jamba de la puerta de su casa.

–        ¿Por qué lloras así, Salomé?

¿No puedo hacer nada para consolarte?

Ven aquí, detrás de esta esquina,

y dime qué te pasa…

Y tomándola por un codo, la conduce a una callejuela estrecha que hay entre su casa

y el huerto de otra casa.

Simón y Margziam, que está todo asombrado, se quedan a la entrada de aquélla.  

Jesús insiste:

–        ¿Qué te pasa, Salomé?

Sabes que siempre te he querido.

Os he querido siempre.

A todos.

Y os quiero.

Debes creerlo y tener, por tanto, confianza…

El llanto se detiene a intervalos como para escuchar esas palabras…

Y comprender su verdadero significado.

Luego vuelve con más fuerza, entrecortado con palabras quebradas:

–       Tú sí…

Nosotros… Yo no…

Ni tampoco Simón…

Pero él es más necio que yo…

Yo le decía… “Llama a Jesús”…

Pero tenemos la oposición de todo un pueblo…

Tú… yo… y mi hijo…

Habiendo tocado el punto trágico, el llanto se hace también trágico.

La mujer se contorsiona y gime,

Mientras se golpea la cara como en un delirio de dolor.

Jesús la toma de las manos,

y dice:

–        No hagas esto.

Estoy aquí para consolarte.

Habla. Haré todo…

La mujer lo mira con unos ojos desorbitados por el estupor y el dolor.

Pero la esperanza le da fuerzas para hablar;

para hablar incluso con orden:

–        ¿Aunque Simón sea reprobable, usarás misericordia conmigo?

¿Sí?…

¡Oh, Jesús que a todos salvas!

¡Mi hijo! ¡Alfeo, el último, está mal…

¡Se está muriendo!

Tú amabas a Alfeo.

Le tallabas juguetes de madera…

Lo alzabas para que cogiera uvas e higos de tu huerta…

Y, antes de marcharte para… para ir por el mundo;

ya le enseñabas muchas cosas buenas…

Ahora no podrías hacerlo…

Está como muerto…

Ya no volverá a comer ni uvas ni higos.

Ya no aprenderá nada más…

Y llora fuertemente.

–        Salomé, cálmate.

Dime qué le pasa.

–        Su vientre está muy enfermo.

Ha estado muchos días gritando, con dolores atroces, delirando.

Ahora ya no dice nada.

Está como si hubiera recibido un golpe en la cabeza.

Gime, pero no responde.

Ni siquiera se da cuenta de sus gemidos.

Está violáceo.

Se está poniendo frío.

Hace muchos días que le suplico a Simón que vaya a Ti.

Pero… ¡Oh!…

Lo he amado siempre, pero ahora lo odio, porque es un estúpido;

que por una idea estúpida permite que muera mi hijo.

Pero, cuando se muera, me voy.

A mi casa.

Con mis otros hijos.

No es capaz de ser padre en el momento necesario.

Protejo a mis hijos.

Me voy. Sí. 

Que la gente diga lo que quiera.

Me voy…

–        No digas eso.

Abandona inmediatamente este pensamiento de venganza.

–        De justicia.

Me rebelo. ¿Ves?

Te he esperado yo, porque ninguno te decía: “Ven”.

Te lo digo yo. Pero he tenido que hacerlo como si fuera una mala acción.

Y no te puedo decir: “Entra”, porque en casa están los de José y…

–        No es necesario.

¿Me prometes que perdonarás a Simón?

¿Que serás siempre una buena esposa?

Si me lo prometes, te digo: “Entra en casa, que tu hijo te sonreirá curado”.

¿Eres capaz de creer esto?

–       Yo creo en Ti.

Creo, aunque sea contra todo el mundo.

–       ¿Y, de la misma forma que tienes Fe, eres capaz de perdonar?

–        … ¿Pero verdaderamente me lo vas a curar?

–       No sólo eso.

Te prometo que cesará la vacilación de Simón respecto a Mí.

Y que el pequeño Alfeo, y con él tus otros hijos y tú misma, con tu esposo y padre de tus hijos,

volveréis a mi casa.

María te menciona muchas veces…

–        ¡Oh! ¡María!

¡María! Estaba ella cuando Alfeo nació…

Sí, Jesús. Perdonaré.

No le diré nada…

No, es más, le diré:

“Mira cómo responde Jesús a tu comportamiento: te rescata un hijo”.

¡Puedo decir esto?

–        Lo puedes decir…

Ve, Salomé.

Ve. No llores más.

Adiós. Paz a ti, buena Salomé.

Ve. Ve.

La acompaña de nuevo a la puerta.

La mira mientras entra.

Sonríe al ver que por el ansia que la invade;

se echa a correr por el vestíbulo, sin cerrar siquiera la puerta.

Y la entorna Él lentamente, hasta cerrarla del todo.

Se vuelve a sus dos compañeros,

y dice:

–        Y ahora vamos a donde teníamos que ir…

Zelote pregunta

–        ¿Crees que Simón se convertirá? 

–        No es una persona infiel.

Sólo es uno que se deja dominar por el más fuerte.

–       ¡Pues entonces!

¡Más fuerte que el milagro!…

–        Como ves, tú te das la respuesta…

Estoy contento de haber salvado al niño.

Lo vi cuando tenía sólo unas pocas horas.

Siempre me ha querido mucho…  Margziam pregunta:

–        ¡Cómo te quiero yo?

¿Se va a hacer discípulo?

El niño está interesado y un poco incrédulo de que uno pueda amar a Jesús como lo ama él.

–        Tú me quieres como niño y como discípulo.

Alfeo me quería sólo como niño.

Pero más adelante me querrá también como discípulo.

Pero ahora es muy niño.

Está para cumplir ocho años.

Lo verás.

–        ¿Entonces, niño y discípulo soy sólo yo?

–        Por ahora sólo tú.

Eres el adalid de los niños discípulos.

Cuando seas hombre plenamente maduro, acuérdate de que supiste ser discípulo, mejor que los hombres;

abre, pues, los brazos a todos los niños que vayan a ti buscándome a Mí,

diciendo:

“Quiero ser discípulo de Cristo”. 

¿Lo vas a hacer?  

Margziam promete muy serio: 

–        Lo haré.

Los campos abiertos, llenos de sol, ya los rodean… 

Y ellos se alejan bajo el sol..

327 LA SALUD ESPIRITUAL

327 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA

Síntica añade:

–       ¡Ah, sí!

Como aquel día…

¿Te acuerdas, Juan?

¡Tuviste dos alumnos muy mortificantes ese día!

¡Y muy ignorantes! –

Síntica, sonriendo levemente y mirando fijamente al discípulo con su mirada profunda.

Juan sonríe a su vez,

y dice:

–       Sí.

Y vosotros tuvisteis un maestro muy incapaz, que tuvo que pedir ayuda a la verdadera Maestra…

porque, en ninguno de los muchos libros que había leído;

este pedagogo ignorante había encontrado la respuesta para un niño.

Señal de que soy un pedagogo ignorante todavía.

–       La ciencia humana es ignorante todavía.

Lo insuficiente no era el pedagogo, sino lo que le habían dado para serlo.

¡La pobre ciencia humana!

¡Oh, qué mutilada la veo!

Me recuerda a una divinidad que era venerada en Grecia.

¡Se requería verdaderamente la materialidad pagana, para poder creer que, por estar privada

de alas, la Victoria fuera para siempre propiedad de los griegos!

No sólo las alas a la Victoria;

la libertad incluso nos han quitado…

Mejor hubiera sido, en nuestra creencia, que hubiera tenido alas.

Habríamos podido concebirla capaz de volar, 

para arrebatar rayos celestes y asaetear a los enemigos.

Pero, así, sin alas, no daba esperanza sino desconsuelo y mensaje de tristeza.

No la podía mirar sin apenarme…

La veía doliente, descorazonada por su mutilación.

Un símbolo de dolor, no de alegría…

Y lo fue.

Pero es que el hombre hace con la Ciencia lo mismo que con la Victoria.

Le amputa las alas que bañarían en lo sobrenatural el saber…

Y darían una clave para abrir muchos secretos de lo cognoscible y de la creación.

Han creído, y creen, que, mutilándole las alas la tienen cautiva…

Lo único que han hecho ha sido reducirla a minusválida…

La Ciencia alada sería Sabiduría.

Así, en ese estado, es solamente comprensión parcial.  

Jesús pregunta:

–       ¿Y mi Madre os dio respuesta ese día?  

Síntica dice:

–        Con perfecta claridad y con casta palabra, adecuada para el oído de un niño.

Y de dos adultos de sexo distinto sin que ninguno se ruborizase.

–       ¿Sobre qué versaba?

–       Sobre el pecado original, Maestro.

Tomé nota de la explicación de tu Madre para recordarla.

Juan de Endor dice:

–      También yo.

Creo que será una cosa muy solicitada, si un día se va a los gentiles.

Yo no creo que vaya porque…».  

Jesús pregunta:

–       ¿Por qué, Juan?

–       Porque viviré poco.

–       ¿Pero irías con gusto?

–       Más que muchos otros de Israel, porque no tengo prejuicios.

Y también…

Sí, también por esto.

Yo di mal ejemplo entre los gentiles, en Cintium, y en Anatolia.

Hubiera deseado poder hacer el bien en los lugares en que he hecho el mal.

El bien que debería hacer:

Llevar tu palabra allí, darte a conocer…

Pero habría sido demasiado honor…

No lo merezco…

Jesús lo mira sonriendo;

pero no dice nada a este respecto.

Pregunta:

–        ¿Y no tenéis otras preguntas que hacer? 

Síntica dice:

–        Yo tengo una.

Me ha surgido la otra noche, cuando hablabas del ocio con el niño.

He tratado de darme una respuesta, pero no lo he conseguido.

Esperaba al sábado para hacértela, cuando las manos están inactivas y nuestra alma,

en tus manos, es elevada a Dios. 

–        Haz ahora tu pregunta, mientras esperamos la hora del descanso.

–       Maestro.

Tú dijiste que, si uno se vuelve tibio en el trabajo espiritual, se debilita

y predispone a las enfermedades del espíritu.

¿No es así?

–       Sí, mujer.

–       Pues bien.

Esto me parece en contraste con cuanto os he oído a Ti y a tu Madre, acerca del pecado original,

sus efectos en nosotros, la liberación de éste por medio de Ti.

Me habéis enseñado que con la Redención quedará anulado el pecado original.

Creo que no yerro si digo que será anulado no para todos,

sino solamente para aquellos que crean en ti.

–       Es verdad.

–       Dejo, por tanto a los otros.

Y tomo en consideración a uno de estos salvados.

Lo contemplo después de los efectos de la Redención.

Su alma ya no tiene el pecado original.

Vuelve, pues, a poseer la Gracia como la tenían los Progenitores.

¿Esto no le dará un vigor que no podrá sufrir desfallecimiento alguno?

Tú dirás: “El hombre comete también pecados personales”.

Bien, de acuerdo.

Pero pienso que también éstos caerán con tu Redención.

No te pregunto cómo.

Pero supongo que, como testimonio de que ella se ha producido verdaderamente,

– y no sé cómo acontecerá, si bien cuanto se refiere a Ti en el Libro sagrado hace temblar,

y espero que sea sufrimiento simbólico, restringido a lo moral;

aunque el dolor moral no es una ilusión

sino un espasmo quizás mucho más atroz que el físico.

Dejarás, digo, unos medios, unos símbolos.

Todas las religiones los tienen;

en algunas ocasiones los llaman “misterios”…

El bautismo actual, vigente en Israel, es uno de ellos, ¿No es verdad?

–       Lo es.

Y habrá, con nombre distinto del que tú les das, en mi Religión también,

signos de esta Redención, que serán aplicados a las almas para purificarlas,

fortalecerlas, iluminarlas, sostenerlas, nutrirlas, absolverlas.

–       ¿Y entonces?

Si son absueltas también de los pecados personales, siempre estarán en gracia…

¿Cómo es que entonces, serán débiles y propensas a enfermedades espirituales?

–       Te pongo una comparación.

Tomemos un niño recién nacido de padres sanísimos, sano y robusto.

No hay en él ninguna tara física, hereditaria.

Esqueleto y órganos perfectos.

Goza de sangre sana.

Tiene, pues, todos los requisitos para desarrollarse fuerte y sano;

dándose, además, el caso de que su madre tiene leche abundante y sustanciosa.

Mas, he aquí que en los albores de su vida se manifiesta en él una gravísima enfermedad,

cuya causa se desconoce;

una enfermedad auténticamente mortal.

A duras penas se salva, por la piedad de Dios;

que le retiene la vida que estaba a punto de marcharse de ese cuerpecito.

Pues bien, ¿Crees que, después, ese niño tendrá el mismo vigor,

que si no hubiera sufrido esa enfermedad?

No.

Tendrá siempre en sí un estado de debilidad, que aunque no se manifieste claramente,

estará ahí y lo predispondrá a las enfermedades más fácilmente,

que si no hubiera estado enfermo.

Algún órgano ya nunca estará íntegro como antes.

Su sangre será menos fuerte y pura que antes.

Razones todas éstas por las que contraerá enfermedades más fácilmente;

las cuales, a su vez, cada vez que le afecten,

lo dejarán más propenso a enfermarse de nuevo.

Lo mismo sucede en el campo espiritual.

El pecado original quedará cancelado en los que crean en Mí.

Pero el espíritu conservará una tendencia al pecado;

que no habría tenido sin el pecado original.

Por tanto, es necesario vigilar y cuidar continuamente el propio espíritu,

como hace la solícita madre con su hijito debilitado por una enfermedad infantil.

Por tanto, es necesario no estar ocioso, sino ser siempre diligentes para fortalecerse en virtud.

Si uno cae en la indolencia o en la tibieza, más fácilmente será seducido por Satanás.

Y cada pecado grave, siendo semejante a una grave recaída;

predispondrá cada vez más a la enfermedad y muerte del espíritu.

Por el contrario, la Gracia, restituida por la Redención;

si va acompañada de una voluntad activa e incansable, se conserva.

No sólo se conserva, sino que aumenta;

porque queda asociada a las virtudes conseguidas por el hombre.

¡Santidad y Gracia!

¡Qué alas más seguras para volar a Dios!

¿Has comprendido?

-Sí, mi Señor.

Tú, o sea, la Trinidad Santísima, dais el Medio base al hombre.

El hombre, con su trabajo y atención, no lo debe destruir.

Comprendo.

Todo pecado grave significa destrucción de la Gracia.

O sea, de la salud del espíritu.

Los signos que vas a dejarnos devolverán, sí, la salud;

pero el pecador obstinado, que no lucha por no pecar, será cada vez más débil,

aunque todas las veces sea perdonado.

Es necesario, pues, vigilar para no perecer.

Gracias, Señor…

Margziam se está despertando.

Es tarde…

–       Sí.

Vamos a orar todos juntos y luego iremos a descansar.

Jesús se levanta y todos lo imitan.

(también el niño, que todavía está adormilado).

Y el “Pater noster” resuena fuerte y armónico,

en la pequeña habitación..