333 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
En Nazareth, Jesús está hablando con Juan de Endor:
– Y estoy también seguro de que lo haréis, sin discutir ni trabajo ni el lugar que os asignaré,
aun no siendo como vosotros deseáis…
Juan tiene un primer indicio de lo que le espera.
Cambia de cara y de color:
Se pone serio y pálido.
Y su único ojo ahora mira fijamente, atento y escudriñador, al rostro de Jesús,
que prosigue:
– ¿Te acuerdas Juan cuando, para calmar tus dudas acerca del perdón de Dios te dije:
“Para hacer que comprendas la Misericordia te emplearé en obras especiales de misericordia
y para ti expondré las parábolas de la misericordia”?
– Sí.
Y fue verdad.
Me persuadiste y me has concedido exactamente hacer obras de misericordia.
Y diría que las más delicadas, como limosnas,
como la instrucción de un niño, de un filisteo y de una griega.
Esto me ha dicho que Dios había conocido tanto mi verdadero arrepentimiento
– y lo había visto real -, que me confiaba almas inocentes o almas de personas en vías de
conversión, para que los formase en El.
Jesús abraza a Juan acercándoselo a su costado,
– es el gesto que hace habitualmente con el otro Juan –
y palideciendo por el dolor que debe causar,
dice:
– También ahora Dios te confía una tarea delicada y santa.
Una tarea de predilección.
Sólo tú, que eres generoso, que no tienes restricciones ni prevenciones, que eres sabio,
que, sobre todo, te has ofrecido a todas las renuncias y penitencias, para purgar aquel resto
de expiación, aquella deuda que todavía tenías con Dios;
sólo tú lo puedes hacer.
Cualquier otro no querría, y tendría razón, porque le faltarían los requisitos necesarios.
Ninguno de mis apóstoles posee todo lo que tú tienes para ir a preparar los caminos del Señor…
Bueno, y te llamas Juan.
Serás, por tanto, un precursor de mi Doctrina…
Prepararás los caminos a tu Maestro…
Es más, harás las veces de tu Maestro, que no puede ir tan lejos…
Juan se sobresalta y trata de liberarse del brazo de Jesús para mirarle a la cara,
pero no lo consigue, porque Jesús lo tiene estrechado dulce pero autoritariamente
y ya su boca da el golpe final…
Hasta Siria… Hasta Antioquía…
Juan liberándose violentamente del abrazo de Jesús,
grita:
– ¡Señor!
¡Señor! ¿A Antioquía?
¡Dime que he entendido mal!
¡Dímelo, por piedad!…
Está de pie…
Todo en él es súplica:
Su único ojo, su rostro, que se ha puesto cinéreo, sus labios trémulos, sus manos
temblorosas extendidas hacia adelante;
su cuerpo, que parece plegarse hacia el suelo como subyugado por la noticia.
Pero Jesús no puede decir:
«Has entendido mal».
Abre los brazos, levantándose a su vez para recibir en su corazón al anciano pedagogo.
Y abre los labios para confirmar:
– A Antioquía, sí.
A casa de Lázaro.
Con Síntica.
Partiréis mañana o pasado mañana.
La desolación de Juan es verdaderamente lastimosa.
Se libera del abrazo a medias…
Y frente a frente, bañadas en lágrimas sus flacas mejillas,
grita:
– ¡Ah, ya no me quieres a tu lado!
¿En qué te he contrariado, mi Señor?
Y se separa y se deja caer en la mesa mientras rompe en sollozos desgarradores, lastimosos,…
Intercalados con accesos ásperos de tos, insensible a las caricias de Jesús,
Susurrando:
– «Me alejas de Ti, me alejas de Ti, no te volveré a ver…
Jesús sufre visiblemente,
Y Ora…
Luego sale quedamente.
Ve en la puerta de la cocina a María con Margziam, que está asustado de ese llanto…
Más allá está Síntica, también sorprendida.
Jesús la llama:
– Madre, ven aquí un momento.
María va, ligera y pálida.
María se inclina hacia el hombre que llora como si fuera un pobre niño,
y dice:
– ¡Cálmate, pobre hijo mío, cálmate!
¡No, esto no!
Te perjudicará.
Juan levanta su cara desencajada,
y grita:
– ¡Me despide!…
Moriré solo, lejos…
Podía esperar unos meses y dejarme morir aquí.
¿Por qué este castigo?
¿En qué he pecado?
¿Te he causado alguna vez molestias?
¿Por qué me has dado esta paz para luego… para luego…
Se deja caer de nuevo encima de la mesa, llorando más fuerte, jadeando…
Jesús le pone la mano en sus flacos y convulsos hombros,
mientras dice:
– ¿Cómo puedes pensar que, si hubiera podido, no te habría tenido aquí?
¡Oh, Juan!
En el camino del Señor hay tremendas necesidades.
Y el primero que sufre por ello soy Yo.
Yo, que llevo mi dolor y el de todo el mundo.
Mírame, Juan.
Observa si mi rostro, ¿Es el de una persona que te odia, que está cansada de ti…
Ven aquí, a mis brazos, siente cómo palpita de dolor mi corazón.
Compréndeme, Juan; no me entiendas mal.
Es la última expiación que Dios te impone, para abrirte las puertas del Cielo.
Escucha…
Lo levanta y lo estrecha entre sus brazos.
Escucha…
Mamá, sal un momento…
Ahora que estamos solos, escucha.
Tú sabes Quién Soy…
¿Crees firmemente que soy el Redentor?
– Claro que sí.
Por ello quería estar contigo siempre, hasta la muerte…
– Hasta la muerte…
¡Horrenda será mi muerte!…
– La mía, digo. ¡La mía!…
– La tuya será tranquila, confortada por mi Presencia, que te infundirá la certeza del amor
de Dios; y por el amor de Síntica;
además de por la alegría de haber preparado el triunfo del Evangelio en Antioquía.
¡Pero la mía!… Me verías reducido a un amasijo de carne llagada, cubierta de esputos,
infamada, abandonada en manos de una muchedumbre rabiosa, dada a la muerte
colgándola de una cruz, como un delincuente…
¿Podrías soportar esto?
Juan, que a cada descripción de cómo será Jesús en la Pasión,
ha respondido gimiendo:
– « ¡No, no!»
Grita un «no» seco, y añade:
– Odiaría de nuevo a la Humanidad…
Pero yo ya habré muerto, porque Tú eres joven y…
– Y veré ya sólo una vez las Encenias.
Juan lo mira fijamente, aterrorizado…
Para explicarte que una de las razones por las que te mando lejos es ésta.
No serás el único.
A todos aquellos que no quiero que sean turbados por encima de sus fuerzas,
los mandaré antes a otro lugar.
¿Esto te parece falta de amor?…
– No, mi Mártir Dios…
Pero yo te debo dejar… y moriré lejos.
– Por la Verdad que Soy, te prometo que estaré inclinado hacia la almohada de tu agonía.
– ¿Y cómo, si estaré muy lejos y me dices que Tú no vas tan lejos?
Lo dices para que me vaya menos triste…
– Juana de Cusa, agonizando a los pies del Líbano, me vio.
Y Yo estaba muy lejos y no me conocía todavía.
Pues allí la devolví a la pobre vida de esta tierra.
¡Créeme que el día de mi muerte ella lamentará haber vivido!…
Sin embargo, para ti, alegría de mi corazón en este segundo año de Maestro, haré más.
Iré a conducirte a la paz, te daré la misión de decir a los que esperan:
“La hora del Señor ha llegado.
Así como ahora llega la primavera a la tierra, para nosotros llega la primavera del Paraíso”.
Pero, no iré sólo entonces…
Iré, me sentirás, siempre…
(Con el carisma de la Ubicuidad).
Lo puedo hacer y lo haré.
Tendrás al Maestro en ti como ni siquiera ahora me tienes.
Porque el Amor puede comunicarse a aquel a quien ama.
Y tan sensiblemente que puede tocar no solo el espíritu sino los mismos sentidos.
¿Más tranquilo ahora, Juan?
– Sí, mi Señor.
– De todas formas, ¿No te rebelas, no?
– ¿Rebelarme? ¡Jamás!
Te perdería del todo.
Digo “mi” Padrenuestro: hágase tu voluntad.
– Sabía que me comprenderías…
Lo besa en las mejillas surcadas por un continuo, aunque sereno, llanto.
– ¿Me permites saludar al niño?…
Este es otro dolor… Le que-… – El llanto vuelve, ahora más intenso…
– Sí.
Lo llamo enseguida…
Y también a Síntica, que también sufrirá….
Tú, siendo hombre, debes ayudarla…
– Sí, Señor.
Jesús sale.
Mientras, Juan llora.
Y besa acariciando las paredes y los objetos de la pequeña habitación hospitalaria.
Entran juntos María y Margziam.
– ¡Madre!
¿Has oído? ¿Lo sabías?
María responde:
– Lo sabía, y me dolía…
Pero yo también me he separado de Jesús…
Y soy su Madre…
– ¡Es verdad!…
Margziam, ven aquí.
¿Sabes que me marcho y que no volveremos a vernos?…
Quiere mostrarse fuerte.
Pero… coge al niño en brazos, se sienta en el borde de la cama y llora abundantemente
encima de la cabeza morena de Margziam,
que a su vez, bien se encarga de imitarlo.
Entra Jesús con Síntica.
Ésta pregunta:
– ¿Por qué tanto llanto, Juan?
– Nos traslada, ¿No lo sabes?
¿No lo sabes todavía?
¡Nos manda a Antioquía!
– ¿Y qué quieres decir con ello?
¿No ha dicho Él, que si dos están congregados en su Nombre estará en medio de ellos?
¡Ánimo, Juan.’
Quizás es que hasta ahora tú has elegido siempre tu destino…
Y entonces la imposición de una voluntad, aunque sea de amor, te abate.
Yo… yo estoy acostumbrada a aceptar el destino impuesto por otras personas.
¡Y qué destino!…
Por eso ahora doblego con gusto mi cabeza ante este nuevo destino.
Si no me he rebelado contra la despótica esclavitud, sino cuando pretendía imponerse a mi alma,
¿Debería rebelarme ahora contra esta dulce esclavitud de amor, que no lesiona sino que eleva
nuestra alma y nos confiere el título de siervos suyos?
¿Te da miedo el mañana porque te encuentras mal?
¿Tienes miedo a quedarte solo?
No te dejaré nunca.
Puedes estar seguro de esto.
La única finalidad de mi vida es amar a Dios y al prójimo.
Tú eres el prójimo que Dios me confía.
¡Imagínate cuánto te voy a querer!
Jesús dice:
– No tendréis necesidad de trabajar para vivir, porque estaréis en una casa de Lázaro.
Eso sí, os aconsejo que uséis la vía de la enseñanza para entablar contactos con la gente;
tú, como maestro; tú, mujer, con trabajos femeninos:
servirá para el apostolado y para llenar vuestras jornadas.
Síntica responde firmemente:
Juan sigue teniendo en brazos al niño y llora quedamente.
Margziam lo acaricia…
– ¿Te vas a acordar de mí?
– Siempre, Juan, y rezaré por ti…
Es más…
Espera un momento…
Sale corriendo.
Síntica pregunta:
– ¿Cómo vamos a ir a Antioquía?
– Por mar. ¿Tienes miedo?
– No, Señor.
Además nos mandas Tú y eso nos protegerá.
– Iréis con los dos Simones, mis hermanos, los hijos de Zebedeo. Andrés y Mateo.
De aquí a Tolemaida en el carro;
donde se van a cargar los arcones y un telar que te he hecho, Síntica;
y algunos objetos útiles para Juan…
– Yo ya me había imaginado algo al ver los arcones y los vestidos.
Así que había preparado mi alma para la separación.
¡Era demasiado bonito vivir aquí!…
Un sollozo reprimido quiebra la voz de Síntica.
Pero se rehace para sostener el valor de Juan.
Pregunta con voz reafirmada:
– ¿Cuándo partimos?
– En cuanto lleguen los apóstoles.
Quizás mañana.
– Entonces, si me permites, voy a colocar los vestidos en los arcones.
Dame tus libros, Juan.
Es evidente que Síntica desea estar sola para llorar…
Juan responde:
– Cógelos…
Pero dame ese rollo atado con azul.
Vuelve Margziam con su tarro de miel.
– Ten, Juan.
Te la comerás por mí…
– ¡No, niño!
¿Por qué?
– Porque Jesús ha dicho que una cucharada de miel ofrecida,
puede dar paz y esperanza a una persona afligida.
Tú estás afligido…
Te doy toda la miel para llenarte de consuelo.
– Pero es demasiado sacrificio, niño.
– ¡No, no!
En la oración de Jesús se dice: “No nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal”.
Este tarro era una tentación para mí…Y podía ser un mal porque podía hacerme infringir el voto.
Así ya no lo veo… y es más fácil…
Y estoy seguro de que Dios te va a ayudar por este nuevo sacrificio.
Pero no llores más.
Y tampoco tú, Síntica…
Efectivamente, la griega ya llora silenciosamente, mientras recoge los libros de Juan.
Y Margziam los acaricia alternadamente, con un gran deseo de llorar también.
Mas Síntica sale, cargada de rollos,
María la sigue con el tarro de miel.
Juan se queda con Jesús, que se sienta a su lado, y con el niño en sus brazos.
Está sereno, pero alicaído.
Jesús aconseja:
– Une también al volumen tu último escrito
– Creo que se lo quieres dar a Margziam…
– Sí…
Yo tengo para mí una copia…
Aquí tienes, muchacho.
Estas son las palabras del Maestro.
Las que ha dicho cuando tú no estabas, y otras…
Quería seguir copiándolas, para ti, porque tú tienes la vida por delante…
¡Y quién sabe cuánto evangelizarás!…
Pero ya no puedo continuar…
Ahora soy yo quien se queda sin tus palabras…
Y se echa de nuevo a llorar con fuerza.
Margziam muestra un nuevo gesto, dulce y viril:
Se echa al cuello de Juan y dice:
– Ahora seré yo quien las escriba para ti y te las mandaré…
¿Verdad, Maestro?
Se puede, ¿No?
– Claro que se puede.
Y será una gran obra de caridad.
– Lo haré.
Y, cuando no esté yo, se lo encargaré a Simón Zelote.
Nos quiere a los dos, y lo hará por ejercitar la caridad con nosotros.
Así que no llores más.
Y voy a ir a verte…
No es que te vayas a ir lejos…
– ¡Ah, sí, qué lejos!
Cientos de millas…
El niño está desilusionado y afligido.
Pero se rehace con la bella serenidad del niño al que todo parece fácil.
– De la misma forma que vas tú, puedo ir yo con mi padre.
Y además… nos escribiremos.
Cuando se leen las páginas sagradas es como estar con Dios,
¿No es verdad?
Pues, cuando se lee una carta, es como estar con la persona a la que queremos
y que nos la ha escrito.
Vamos, ven conmigo allí…
– Sí, vamos allí, Juan.
Dentro de poco vendrán mis hermanos con el Zelote.
Les he mandado aviso de que vengan.
– ¿Ya saben…?
– Todavía no.
Espero a decirlo cuando estén presentes todos…
– De acuerdo, Señor.
Vamos…
Es un anciano muy encorvado el que sale de la habitación de José.
Un anciano que parece saludar a cada uno de los hilos de hierba, a cada tronco,
al pilón y a la gruta;
mientras se dirige hacia el vasto taller, donde María y Síntica, silenciosamente,
están colocando los objetos y los vestidos en el fondo de los arcones…
Y así, silenciosos y tristes, los encuentran Simón, Judas y Santiago.
Observan… pero no hacen preguntas.
Y no es posible comprender si intuyen la verdad.
Nota importante:
Se les suplica incluir en sus oraciones a una ovejita que necesita una cirugía ocular,
para no perder la vista y a un corderito, de nuestro grupo de oración,
un padre de familia joven que necesita una prótesis de cadera, para poder seguir trabajando por ellos.
Que Dios N:S: les pague vuestra caridad….
¡Muchísimas gracias y Bendiciones…!
Y quién de vosotros quiera ayudarnos, aportando una donación económica;
para este propósito, podrán hacerlo a través de éste link
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