379 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
349 La Transfiguración en el monte Tabor
Una de las gracias más hermosas de la Naturaleza despertada por la primavera;
es contemplarla en pleno y en detalle:
Desde el firmamento rutilante en el alba, con su espléndida vía Láctea cantando la
gloria del cántico de las esferas, en un salmo perpetuo….
Y en la Tierra, las montañas señoriales coronadas de nieves eternas,
los lagos y los ríos cantando, dando la bienvenida a las nuevas corrientes,
que el deshielo aumenta cada vez más;
desfogándose sobre maravillosos torrentes y cascadas.
Junto con los árboles que lucen sus penachos de distintos colores,
por las florecillas que se abren…
adornando la campiña con las hierbas nuevas y cargadas de rocío,
con flores de distintos colores y diseños diferentes contribuyendo a la armonía,
que el planeta vivo, con sus naturaleza también viva manifiesta sonoramente…
Con el alborear de un sol radiante, los pájaros se despiertan,
con un batir de alas gorjeando su primer “¿chip?” interrogativo;
preludio de todos sus canoros discursos de la jornada;.
El viento esparce llevando en el aire cargado de diversos aromas que la tibieza
de los primeros rayos solares, desprenden de todas las cosas que tocan…
Olor del aíre, que se ha perdido durante la noche, por el rocío.
En medio de esta gracia, van Jesús, los apóstoles y los discípulos.
Está con ellos también Simón de Alfeo.
Van en dirección sureste, superando las colinas que hacen de corona a Nazaret;
vadeando un torrente, atravesando una llanura estrecha,
situada entre las colinas nazarenas y un grupo de montes hacia el este.
Estos montes están precedidos por el cono semitruncado del Tabor;
Cuando llegan al monte. Jesús se detiene,
y dice:
– Pedro, Juan y Santiago de Zebedeo subirán conmigo al monte.
Vosotros diseminaos por la base, separándoos hacia los caminos que la bordean…
Y predicad al Señor.
Al atardecer quiero estar de nuevo en Nazaret, así que no os alejéis mucho.
La paz sea con vosotros.
Y volviéndose a los tres que había nombrado,
dice:
– Vamos.
Y empieza a subir sin volverse ya, con un paso tan veloz, que pone a Pedro en
dificultad para seguirle.
Pedro, rojo y sudando, jadeante, con respiración afanosa:
le pregunta:
– ¿Pero a dónde vamos?
No hay casas en el monte.
En la cima, sólo está aquella vieja fortaleza.
¿Quieres ir a predicar allí?
Jesús responde:
– Habría subido por la otra vertiente.
Como puedes ver, le vuelvo la espalda.
No vamos a ir a la fortaleza.
Y quien esté en ella ni siquiera nos verá.
Voy a unirme con mi Padre.
He querido teneros conmigo porque os amo.
¡Venid y caminad ligeros!
Pedro suplica:
¿Y no podríamos ir un poco más despacio…
Y hablar de lo que oímos y vimos ayer, que nos ha tenido despiertos toda la noche,
para comentarlo?
– A las citas con Dios hay que ir siempre sin demora.
¡Ánimo, Simón Pedro!
Que arriba os permitiré que descanséis.
Y reanuda la subida…
Conforme van subiendo, la mirada se expande por dilatados horizontes,
que un hermoso día sereno hace detalladamente nítidos;
hasta en las zonas más lejanas.
El monte no forma parte de un sistema montañoso como el de Judea.
Con su cima que de levanta aún más, a unos centenares de pasos
Sin embargo donde están, es muy alto.
Y la mirada puede extenderse libremente en un vasto radio.
El lago de Genesaret parece un recorte de cielo engastado en el verde de la tierra;
una turquesa oval ceñida de esmeraldas de distintas tonalidades;
un espejo trémulo, que se riza con el viento leve y por el que se deslizan,
con agilidad de gaviotas, las barcas con sus velas desplegadas,
ligeramente inclinadas hacia la superficie azulina,
con la misma gracia del vuelo de una gaviota cuando sigue el curso de la onda
en busca de presa.
Luego, de la vasta turquesa sale una vena, de un azul más pálido en los lugares
donde el guijarral es más ancho y más oscuro donde las orillas se estrechan.
Y el agua es más profunda y opaca, por la sombra que proyectan los árboles que
crecen vigorosos junto al río, nutridos con su linfa.
El Jordán parece una pincelada casi rectilínea en el verde de la llanuraA uno y otro lado del río, diseminados por la llanura, hay pequeños poblados…
Algunos de ellos son realmente un puñado de casas y otros son más grandes,
ya con aire de pequeñas ciudades.
Las vías de comunicación son rugosidades amarillentas en el verde campirano.
Pero aquí, en la parte del monte, la llanura está mucho más cultivada…
Y es mucho más fértil, muy bonita.
Se ve a los cultivos, con sus distintos colores, sonreír al bonito sol que desciende
del cielo sereno en esta esplendorosa mañana de primavera…
Los cereales están altos, aunque todavía verdes y ondean como un mar glauco.
Los penachos de los más precoces de entre los árboles frutales,
parecen nubecillas blancas y róseas sobre este pequeño mar vegetal.
Los prados florecidos por los altos henos, lucen pequeños cúmulos de nieve
amontonadas acá o allá sobre la hierba…
Porque eso es lo que parecen los pequeños grupos de ovejas, que pastan
alegremente sobre ellos.
Al pie del monte, en las pequeñas colinas que constituyen su base, hay dos
poblaciones y la llanura ubérrima se extiende hacia el sur.
Jesús, después de una breve pausa al fresco de un puñado de árboles;
pausa que, sin duda, ha sido concedida por piedad hacia Pedro,
que en las subidas se cansa visiblemente, reanuda la ascensión.
Sube casi hasta la cima, hasta un rellano herboso con un semicírculo de árboles
hacia la parte de la ladera.
En este lugar,
Jesús dice:
– Descansad, amigos.
Yo voy allí a orar.
Señalando con la mano una voluminosa roca que sobresale del monte….
Jesús se arrodilla en la tierra herbosa, apoyando las manos y la cabeza en la roca;
como acostumbra hacerlo en las noches dedicadas a la Oración profunda…
El sol no incide en Él, porque la cima lo resguarda.
Pero el resto de la explanada está toda iluminada por el sol,
hasta el límite del borde arbolado a cuya sombra se han sentado los apóstoles…
Pedro se quita las sandalias y las sacude para quitar el polvo y las piedrecillas.
Y se queda descalzo, con sus pies cansados entre la hierba fresca,
Está casi echado, apoyando la cabeza, como almohada, sobre en un matojo
esmeraldino que sobresale más que los demás en su trozo de prado.
Santiago hace lo mismo.
Pero para estar cómodo, busca un tronco de árbol;
en él apoya su manto y en el manto la espalda.
Juan permanece sentado, observando al Maestro.
Pero la calma del lugar, el viento fresco, el silencio y el cansancio
lo vencen a él también.
sobre el pecho, la cabeza y sobre los ojos, los párpados.
Ninguno de los tres duerme profundamente;
están en ese estado de somnolencia veraniega que atonta…
Los despabila una luminosidad tan viva, que anula la del Sol;
se esparce penetrando hasta debajo del follaje de las matas y los árboles,
bajo los cuales se han puesto.
Abren estupefactos los ojos…
Y ven a Jesús transfigurado.
Está igual que como se muestra en el Paraíso…
Cuando bajaba a conversar con Adán y Eva, antes del Pecado Original…
Con la misma majestad en su Rostro y su Cuerpo emanando Luz.
Es tan fuerte y poderosa esta Luz, que su ropaje rojo oscuro,
parece el adiamantado y perlino tejido inmaterial que le viste en el Cielo,
Su Rostro es un sol de luz sideral, pero intensísima,
en el cual centellean los ojos de zafiro.
Hasta su estatura ha cambiado…
Físicamente parece más alto aún;
como si su glorificación hubiera aumentado su estatura.
Emana una luminosidad, que parece volver fosforescente incluso el rellano,
Una Luz maravillosa que proviene enteramente de El, y también fuese viviente…
Como si a la luz propia se uniera toda la luz que hay en el universo y en los cielos,
concentrada en su Señor.
Indescriptible, sublime e inefable Misterio del Aniquilamiento de Dios.
Dios envolvió a Cristo de aspectos que son comunes a todos los nacidos de mujer.
Y no sólo mientras fue “el niño y el hijo del carpintero”,
sino también cuando fue “el Maestro”.
Sólo la sabiduría y los milagros lo distinguían de los demás.
Pero Israel – aunque en menor medida – conocía otros maestros:
Los profetas y obradores de milagros.
Ellos también fueron prueba de FE para el Pueblo de Dios.
Jesús ES prueba de Fe, de sus elegidos:
Los apóstoles y discípulos de los antiguos y los Últimos Tiempos:
quienes debían “creer sin ver” cosas extraordinarias y divinas.
Así, veían al Hombre docto y santo que también, hacía milagros;
pero que en todo lo demás, era similar a ellos en sus necesidades humanas.
Pero para confirmar a los tres, después de la turbación sufrida
por el anuncio de la futura muerte de cruz,
Él ahora se manifiesta en toda la gloria de su Naturaleza Divina.
Están viendo a Dios, en el Hombre que ha anunciado su muerte.
Es la manifestación de las dos Naturalezas hipostáticamente unidas,
manifestación innegable que no puede dejar dudas.
Y al Hijo-Dios que como tal se manifiesta,
se une el Padre-Dios con sus palabras y el Cielo:
representado por Moisés y Elías.
Después de zarandear su Fe por el anuncio de su muerte,
Jesús restablece aumentando, la Fe de los tres apóstoles, transfigurándose.
Jesús está levitando levantado del suelo, porque entre Él y la hierba del prado
está un espacio constituido únicamente por una evaporación de luz,
sobre el cual parece erguirse Él.
es tan viva que pareciera vibrar e impide ver el verde de la hierba
Esta luz intensa que vibra y produce ondas,
como algunas veces se ve en los fuegos intensos.
Ondas que aquí, son de un color blanco, incandescente.
Jesús tiene el Rostro levantado hacia el cielo y sonríe como respuesta a Alguien
que habla con Él, en una manifestación, poderosamente sublime.
Los apóstoles sienten miedo y lo llaman;
porque ya no les parece que sea su Maestro, de tanto como está transfigurado.
Hablando con voz ahogada y llena de ansia…
Lo llaman:
-¡Maestro, Maestro! – dicen bajo, pero con ansia.
Pedro temblando susurra:
– Está en éxtasis.
¿Qué estará viendo?
Los tres se han puesto en pie.
Querrían acercarse a Jesús, pero no se atreven.
La luz aumenta todavía más, debido a dos llamas que bajan del cielo
y se colocan a ambos lados de Jesús.
Una vez asentadas en el rellano, se abre su velo…
Y aparecen dos majestuosos y luminosos personajes.
Uno, más anciano, de mirada aguda, grave y con barba larga bipartida.
De su frente salen cuernos de luz que el Espíritu Santo dice que es Moisés.
El otro es más joven, enjuto, barbudo y velloso, muy parecido al Bautista,
por estatura, delgadez, conformación y gravedad.
Mientras que la luz de Moisés es cándida como la de Jesús,
especialmente en los rayos de la frente;
la que emana Elías es solar, de llama viva.
Los dos Profetas toman una postura reverente ante su Dios Encarnado.
Y aunque Él les hable con familiaridad, ellos no abandonan esa su postura reverente.
Los tres apóstoles caen de rodillas temblando;
cubriéndose el rostro con las manos.
Querrían ver, pero tienen miedo.
Por fin Pedro habla:
-¡Maestro, Maestro, óyeme!
Jesús vuelve la mirada sonriente hacia su Pedro…
y dice:
– Es hermoso estar aquí contigo, con Moisés y con Elías.
Si quieres hacemos tres tiendas para Ti, para Moisés y para Elías,
y nosotros os servimos…
Jesús vuelve a mirarlo y sonríe más vivamente.
Mira también a Juan y a Santiago:
Una mirada que los abraza con amor.
También Moisés y Elías miran a los tres fijamente.
Sus ojos centellean.
Deben de ser como rayos que atraviesan los corazones.
Los apóstoles no se atreven a decir nada más.
Atemorizados, callan.
Dan la impresión de ser personas un poco ebrias, porque están como aturdidos.
Pero, cuando un velo, que no es niebla, que no es nube, que no es rayo
envuelve y separa a los Tres gloriosos detrás de una pantalla aún más luminosa;
que la que ya los circundaba, celándolos a la vista de los tres…
Una Voz potente y armónica vibra y llena de Sí el espacio…
Los tres caen con el rostro contra la hierba.
La Voz infinitamente poderosa y bellísima,
dice:
“Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco.
Escuchadlo.”
Pedro, al arrojarse rostro en tierra,
exclama:
– ¡Misericordia de mí, que soy un pecador!
¡La Gloria de Dios está descendiendo!
Santiago no dice nada.
Juan, como si estuviera próximo a desmayarse, con un suspiro,
susurra:
-¡El Señor habla!
Ninguno se atreve a levantar la cabeza…
Ni siquiera cuando el silencio se hace de nuevo absoluto.
No ven por tanto, el retorno de la luz a su naturaleza de luz solar,
que muestra a Jesús solo, de nuevo.
El Jesús de siempre, con su túnica roja.
Él camina hacia ellos sonriendo;
los toca moviéndolos…
Y los llama por su nombre:
– Pedro, Santiago, Juan…
Soy Yo. No temáis.
Porque los tres no se atreven a levantar la cara,
e invocan misericordia para sus pecados…
Temiendo que sea el Ángel de Dios queriendo mostrarles al Altísimo.
Con un tono más imperioso,
Jesús repite:
– Levantaos. Os lo ordeno.
Ellos levantan el rostro y ven a Jesús sonriente.
Y exclaman…
– ¡Oh, Maestro, Dios mío!
– ¿Cómo vamos a vivir a tu lado, ahora que hemos visto tu gloria?
– ¿Cómo vamos a vivir en medio de los hombres?
¿Y nosotros, hombres pecadores, ahora que hemos oído la voz de Dios?
Jesús dice:
– Deberéis vivir conmigo y ver mi gloria hasta el final.
Sed dignos de ello, porque el tiempo está próximo.
Obedeced al Padre mío y vuestro.
Volvemos ahora con los hombres…
Porque he venido para estar con ellos y para llevarlos a Dios.
Vamos.