401 CON SANGRE Y FUEGO10 min read

401 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA

361 Los dos injertos que transformarán a los apóstoles. 

Jesús va por un camino campestre  muy embarrado.

El camino es un pequeño río de lodo que a cada pisada cede y salpica;

con un lodo amarillento, pegajoso, resbaladizo cual jabón blando, que se pega a las sandalias

y las aspira como si fuera una ventosa,…

Y al mismo tiempo se desliza bajo sus suelas, haciendo penosa la marcha,

en medio de muchos patinazos.

Debe haber llovido mucho, con lluvias torrenciales en estos días.

Y el cielo bajo, plúmbeo, recorrido por nubarrones densos,

impulsados por los vientos siroco o gregal tan densos, que el aire parece en la boca,

un cuerpo dulzarrón, una pátina empalagosa.

Todas las circunstancias todavía prometen más lluvia.

No alivia este rítmico soplo de viento, que plega hierbas y ramas;

pasando luego para tornar todo a la inmovilidad pesada, del bochorno tempestuoso.

De vez en cuando, un nubarrón se abre y gruesas gotas,

calientes como si provinieran de una ducha templada, caen para formar borbollones

en el lodo, que salpica aún más en las túnicas y las piernas.

Los bajos de las túnicas, a pesar de que Jesús y los suyos las hayan recogido,

disponiéndolas muy abolsadas en torno a las caderas,

con la ayuda del cordón que las ciñe a las cinturas;

son una entera cazcarria de fango, muy húmedo en la parte más baja,

casi seco en las salpicaduras más altas.

Túnicas y mantos, están enteramente sucios de barro.

Los mantos también los llevan lo más alto posible, los han plegado en dos

y así los llevan, por limpieza y para protegerse doblemente,

de los chaparrazos breves pero violentos

¿Y los pies y las piernas?:

Hasta la mitad de las espinillas parecen cubiertos de una espesa media de lana cascarriosa.

Y que sin embargo es lodo, lodo y más lodo encostrado.

Todas las penurias sufridas, por Jesús y los apóstoles, obligados por el odio de los fariseos,

que por envidia le han negado su ministerio, en el Templo de Jerusalén;

Dios lo está permitiendo, para forjar a los futuros misioneros sacerdotales,

que esparcirán el Evangelio por el mundo entero.

Judas no fue elegido.

Pero su obstinación y su sueño equivocado, los está aprovechando Satanás;

para utilizarlo como instrumento perfecto, forjándolo en su delito Deicida.

Unos se elevan a la santidad y otros bajarán hasta el Abismo infernal.

Hasta aquí el preludio.

Ahora prosigue.

Los discípulos se quejan un poco del tiempo y del camino.

Y de las ganas poco…

aconsejables del Maestro de estar por ahí caminando con un tiempo como éste.

Jesús parece que no oye.

Pero oye.

Y dos o tres veces se vuelve levemente, para mirarlos, pero no habla.

Caminan casi en fila india para seguir el lado izquierdo del camino,

que por su nivel un poco más alto que el derecho, está menos cenagoso.

La última vez es el más anciano de los apóstoles el que habla.

Bartolomé dice:

–        ¡Pobre de mí!

¡Con esta humedad que se me está secando encima,

voy a tener dolores para tomar y dejar!

¡Yo ya soy viejo!

¡Ya no tengo treinta años!

También Mateo refunfuña:

–          ¿Y yo, entonces?

Yo es que no estaba acostumbrado…

Cuando llovía en Cafarnaúm, ya sabes Pedro, que no salía de mi casa

Ponía a unos siervos en la mesa de los impuestos y ellos me traían a los que tenían que pagar.

Había organizado un verdadero servicio para esto.

¡Hombre, claro!

¿Quién salía cuando hacía mal tiempo? ¡Pues… algún que otro melancólico y nada más!

Mercados y viajes se hacen con el buen tiempo…

Juan los amonesta:

–       ¡Callad!

¡Que os oye!

Tomás replica:

–          No, Juan.

Que no oye.

Está pensando,.

Y cuando piensa… es como si nosotros no existiéramos.

Judas con ese empaque de «yo hago todo» y de «soy más que los demás».

Con una arrogancia insoportable,

dice:

–          Y cuando establece una cosa, no la remueve ninguna justa consideración.

Quiere hacer lo que quiere Él.

Sólo se fía de sí mismo.

Será su ruina.

Si se asesorase un poco conmigo…

¡Que yo sé muchas cosas!

Pedro enrojece como un gallito,

y pregunta:

–         ¿Qué sabes tú?

¡Tú sabes todo!

¿Qué amigos tienes?

¿Qué es, que eres una personalidad de Israel?

¡Vete por ahí, hombre!

Tú eres un pobre hombre como yo y los demás.

Un poco más guapo…

Pero la belleza de juventud es una flor que dura un día.

¡Yo también era guapo!

Una fresca carcajada de Juan quiebra el aire.

También los otros se ríen.

Y toman un poco el pelo a Pedro por sus arrugas, sus piernas divergentes, como las de todos

los marineros, sus ojos un poco prominentes y enrojecidos por los vientos del lago.

Pedro replica:

–          Reíos si queréis, pero es así.

Y… no me interrumpáis.

Di, Judas. ¿Qué amigos tienes?

¿Qué sabes?

Para saber lo que das a entender, debes tener amigos entre los enemigos de Jesús.

Y quien tiene amigos entre los enemigos es un traidor.

¡De modo que, muchacho, cuida de ti, si te preocupa tu belleza!

Porque, si bien es verdad que ya no soy guapo, es verdad que soy todavía fuerte…

Y no me costaría mucho esfuerzo dejarte desdentado o deshacerte un ojo.

Judas con un desprecio de príncipe ofendido,

responde:

–          ¡Qué modos de hablar!

¡Verdaderamente propios de un tosco pescador!

–          Sí señor, y a mucha honra.

Pescador, pero sincero como mi lago, que si quiere hacer tormenta no dice: «Hago bonanza»,

sino que se estremece y se pone, como testigos en el zócalo del cielo, unas borlas de nubes

de forma que aunque uno no sea un animal o esté borracho,

para que entienda la alusión y tome las medidas que correspondan.

Tú… tú me asemejas a este barro, que parece sólido y, mira»…

Pisa enérgicamente y con una puntería, que el barro salpica hasta el mentón del guapo Iscariote.

Judas, limpíándose la cara,

exclama:

–          ¡Pero Pedro!

¡Son modales indignos!

¡Pues sí que dan en ti buen fruto, las palabras del Maestro sobre la caridad!

–         Y en ti sobre la humildad y la sinceridad.

Venga. Escupe lo que sabes.

¿Qué sabes?

¿Es verdad que sabes?

¿O te das importancia para hacer creer que tienes amigos poderosos?

¡Tú, que eres sólo un pobre gusano!

–           Yo sé lo que sé.

Y no vengo a decírtelo a ti, para que se produzcan riñas como te gustaría, como galileo que eres.

Repito que sería una cosa muy buena que el Maestro fuera menos testarudo.

Y menos violento.

La gente se cansa de oír que la ofenden.

–         ¡Violento!

Si lo fuera, debería hacerte volar al río, inmediatamente.

Un buen vuelo por encima de aquellos árboles.

Así te lavarías el barro que te ensucia el perfil.

¡Ojalá sirviera para lavarte el corazón, que…!

¡Que me equivocaré, pero debe estar más costroso que mis piernas embarradas!

Efectivamente, Pedro, velludo y bajo de estatura, tiene las piernas más embarradas.

En él y en Mateo son verdaderamente de arcilla, casi hasta la rodilla.

-Dejadlo, ¿no?! ¡Ya está bien! – dice precisamente Mateo.

Juan, que ha notado que Jesús ha aminorado la marcha, sospecha que haya oído…

Acelerando el paso, pasando a dos o tres compañeros, se llega hasta Él,

se pone a su lado y lo llama dulcemente como siempre,;

Con esa mirada suya de amor, volviendo la cabeza hacia arriba, porque es más bajo,

porque va hacia el centro del camino y por tanto, fuera del ligero desnivel por el que todos marchan.

Juan lo llama:

–         ¡Maestro!

–          ¡Juan!

¿Me has alcanzado?

Jesús le sonríe.

Juan, estudiando con amor y preocupación su rostro, para tratar de ver si ha oído,

responde:

–          Sí, Maestro mío.

¿Me quieres contigo?

–          Siempre te quiero conmigo.

A todos os querría tener al lado.

¡Y con tu corazón!

Pero, si sigues caminando por ahí, te acabarás de mojar.

–            ¡No me importa, Maestro!

¡Nada me importa, con tal de estar a tu lado!

–           ¿Siempre quieres estar conmigo?

Tú no piensas que soy imprudente y que puedo meteros en líos también a vosotros.

¿No te sientes ofendido porque no atiendo tus consejos?

–           ¡Maestro!

¿Entonces has oído? – Juan está consternado.

–           He oído todo.

Desde las primeras palabras.

De todas formas, no te aflijas.

No sois perfectos.

Lo sabía desde cuando os llamé.

Y no pretendo que seáis perfectos rápidamente.

Antes deberéis ser transformados de agrestes en delicados, con dos injertos…

–         ¿Cuáles, Maestro?

–          Uno de sangre, otro de fuego.

Después seréis héroes del Cielo y convertiréis al mundo, empezando por vosotros.

–        ¿De sangre? ¿De fuego?

–         Sí, Juan.

La Sangre: la mía…

–         ¡No, Jesús!

Juan le interrumpe con un gemido.

–         Serénate, amigo.

No me interrumpas.

Sé tú el primero en escuchar estas verdades.

Lo mereces.

La Sangre: la mía.

Ya sabes que para esto he venido.

Soy el Redentor…

Piensa en los Profetas.

No omitieron ni una iota describiendo mi misión.

Seré el Hombre descrito por Isaías.

Y, cuando me desangren, mi Sangre os fecundará a vosotros.

Pero no me limitaré a esto.

Sois tan imperfectos, débiles, obtusos y miedosos;

que Yo, glorioso al lado del Padre, os enviaré el Fuego…

La Fuerza que procede de mi Ser por generación del Padre

y que vincula al Padre y al Hijo en una arra indisoluble,

haciendo de Uno, Tres: el Pensamiento, la Sangre, el Amor.

Cuando el Espíritu de Dios, o mejor, el Espíritu del Espíritu de Dios,

la Perfección de las Perfecciones divinas, descienda sobre vosotros…

Vosotros dejaréis de ser lo que ahora sois.

Seréis nuevos, potentes, santos…

Pero para uno, nula será la Sangre y nulo el Fuego.

Porque la Sangre para él, significará poder de condenación.

Y para toda la eternidad conocerá otro fuego, en el cual arderá, arrojando y tragando sangre,

porque verá sangre en todos los lugares donde ponga sus ojos mortales o sus ojos espirituales,

desde cuando haya traicionado la Sangre de un Dios.

–          ¡Oh, Maestro!

¿Quién es?

–          Lo sabrás un día.

Ahora ignora.

Y por la caridad, no trates ni siquiera de indagar.

La averiguación presupone sospecha.

No debes sospechar de tus hermanos, porque la sospecha es ya falta de caridad.

–            Me basta con que me asegures que no seremos ni yo ni Santiago los que te traicionemos.

–           ¡No, tú no!

Y tampoco Santiago.

¡Tú eres mi consuelo, Juan bueno!

Y Jesús le pone un brazo encima de los hombros y lo arrima hacia Sí…

Y prosiguen así unidos.

Van en silencio un rato.

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