433 BENEFICIADOS Y VERDUGOS
433 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
374a El día de la Parasceve.
Y para no estar parados en el cruce, prosiguen lentamente en la misma
dirección de los que van al Getsemaní.
Van precisamente por la callecilla que será recorrida por Jesús,
entre sus torturadores la noche del Jueves Santo.
Ahora, que es casi mediodía, está vacía de gente.
Después de pocos pasos, hay una pequeña placita, con una fuente
sombreada por una higuera que abre sus tiernas hojas sobre la balsa del agua quieta.
Santiago de Alfeo que parece conocerlo bien,
señalándolo, dice:
– Ahí está Samuel el de Analía.
El joven está para entrar en una casa con el cordero…
Va cargado también con otros alimentos.
Tadeo observa:
– Se ocupa de la cena pascual también para su pariente…
Pedro pregunta:
– ¿Pero ahora se ha establecido aquí?
¿No estaba fuera?
– Sí.
Se ha establecido aquí.
Se dice que tiene relaciones con la hija de Cleofás, el fabricante de sandalias.
Tiene mucho dinero esa mujer…
Judas pregunta:
– ¡Ah!
¿Y por qué dice, entonces, que Analía lo ha abandonado?
Jesús dice a Judas:
– El hombre se sirve fácilmente de la mentira.
Y no sabe que haciéndolo se mete por el camino del Mal.
Basta el primer paso,;
sólo un paso, para no poderse ya liberar…
Es como el ajonje… es un laberinto… Una trampa en bajada…
Santiago de Zebedeo, dice:
– ¡Qué pena!
¡Parecía tan bueno el año pasado ese hombre!
Pedro agrega:
– Sí.
Yo creía que imitaría a su prometida en cuanto a entregarse totalmente a Ti,
haciendo así una pareja de esposos ángeles y siervos tuyos.
¡Vamos que casi lo habría jurado!..
Jesús le responde:
– ¡Simón mío!
No jures nunca sobre el futuro de un hombre.
Es la cosa más incierta que hay.
Ningún elemento presente en el momento del juramento
puede ser fianza de juramento seguro.
Hay delincuentes que se hacen santos,…
Y hay justos, o que aparentan ser justos, que se hacen delincuentes.
Samuel entretanto, después de entrar en casa, ha vuelto a salir para ir a
la fuente por agua pura…
Y ve a Jesús.
Lo mira con visible desprecio y lanza un fuerte insulto;
Judas Iscariote se lanza repentinamente hacia delante,
lo coge por un brazo y le da unos meneos como si fuera un árbol
del que se quisiera hacer caer la fruta madura,
mientras lo increpa:
– ¿Así hablas al Maestro, pecador?
¡Abajo! ¡De rodillas!
¡Inmediatamente! ¡Pídele perdón, lengua sucia de inmundicia de cerdo!
¡Abajo! ¡0 te destrozo!
Es terrible este Judas con esta violencia repentina.
Su rostro se altera terriblemente.
Inútilmente Jesús trata de calmarlo.
Hasta que no ve al blasfemo arrodillado en la tierra fangosa que hay
alrededor de la fuente,
Judas no afloja la presión.
– Perdón…
Farfulla entre dientes el malaventurado, que debe sentirse torturado
por la tenaza de los dedos de Judas.
Pero lo dice mal.
Sólo porque se ve forzado.
– No guardo rencor.
Tú sí, a pesar de lo que dices.
La palabra es inútil, si no está acompañada del movimiento del corazón.
Tú, en el corazón, blasfemas contra Mí todavía.
Y con doble culpa; porque me acusas y me odias por un motivo que tu
conciencia en lo profundo, te dice que no es verdad.
Y porque tú eres el único que ha faltado, no Analía, ni tampoco Yo.
Pero ten lo perdono todo.
Ve y trata de volver a ser honesto y grato a Dios.
Déjalo, Judas.
Samuel grita:
– Me marcho.
¡Pero te odio!
Me has pervertido a Analía y te odio…
Judas le replica:
– De todas formas, te consuelas con Rebeca, hija del fabricante de sandalias;
y te consolabas con ella ya desde cuando Analía era tu prometida…
Y estando enferma, pensaba sólo en ti…
– Me veía ya sin mujer… eso pensaba…
Ahora he vuelto a Rebeca porque… porque…
Analía no me acepta ya…
Dice Samuel disculpándose, al ver descubiertos sus enjuagues.
Judas Iscariote termina:
– Y porque Rebeca es muy rica.
Fea como una sandalia destaconada…
Y vieja como una suela perdida en el sendero…
Pero rica, eso sí, rica… – y ríe sarcásticamente mientras el otro huye.
Pedro pregunta:
– ¿Cómo lo sabes?
– ¡Es fácil saber dónde hay vírgenes y dinero!
Pedro, que ya está sudando,
suplica:
– ¡Bien!
¿Vamos por esa calle estrecha, Maestro?
Esta plaza es un horno de pan.
Allí hay sombra y ventilación.
Y caminan, despacio porque esperan a los otros de regreso.
La pequeña calle está desierta.
Una mujer se separa de una puerta y viene a postrarse a los pies de Jesús llorando.
Jesús le pregunta:
– ¿Qué te pasa?
Ella responde preguntando:
– ¡Maestro!…
Ya te has purificado?
– Sí. ¿Por qué lo preguntas?
– Porque quería decirte…
Pero no te puedes acercar a él.
Es todo podredumbre…
el médico dice que está infectado.
Después de la Pascua voy a llamar al sacerdote… y…
Hinnon lo recibirá.
No me culpes. No lo sabía…
Trabajó durante muchos meses en Joppe y él volvió así,
diciendo que se había herido.
Usé bálsamos y lavados con aromas…
Pero no aprovechaban.
Consulté a un herbolario.
Me dio polvos para la sangre…
Separé a los hijos… separé la cama…
Porque… me empezaba a dar cuenta.
Empeoró.
Llamé a un médico. Me dijo:
“Mujer, tú sabes tu deber y yo el mío.
Sepáralo de ti; yo lo separaré del pueblo;
Y el sacerdote, de Israel.
Tenía que haber reflexionado cuando ofendía a Dios, te ofendía a Ti y se ofendía a sí mismo.
Ahora que pague”.
Obtuve el silencio suyo hasta el día siguiente de los Ázimos.
Pero, si Tú tuvieras piedad del pecador,
De mí, que todavía lo amo… y de los cinco hijos inocentes…
– ¿Qué quieres que te haga?
¿No crees que quien ha pecado es justo que expíe?
– ¡Sí, Señor!
¡Pero Tú eres la Misericordia Viviente!
Toda la Fe de que una mujer es capaz está presente en la voz, en la mirada,
en el gesto de la mujer arrodillada con los brazos extendidos hacia el Salvador.
– ¿Y él que tiene en su corazón?
– Humillación…
¿Qué otra cosa podría tener, Señor?
– ¡Sería suficiente un movimiento sobrenatural de arrepentimiento,
de justicia, para obtener piedad!…
– ¿Justicia?
– Sí. Decir: “He pecado…
Mi pecado merece esto y mucho más…
Y a los que he ofendido les pido misericordia”.
– Yo ya se la he dado.
Tú, Dios, dásela.
No puedo decirte: entra…
Ya ves que no te toco ni siquiera yo…
Pero, si quieres, lo llamo, y le digo que hable desde la terraza.
– Sí.
La mujer mete la cabeza dentro de la puerta de casa y llama fuerte:
– ¡Jacob! ¡Jacob!
Sube al tejado. Asómate.
El hombre, pasados unos momentos, se asoma por el antepecho de la terraza.
Una cara amarillenta, hinchada; vendados el cuello y una mano…
Una ruina tábida de hombre…
Mira con los ojos aguosos propios del enfermo de innobles enfermedades.
Pregunta:
– ¿Quién me requiere?
– ¡Jacob, está aquí el Salvador!…
La mujer no dice nada más, pero parece como si quisiera hipnotizar al enfermo,
infundirle su pensamiento…
El hombre, sea porque siente este pensamiento de ella,
sea por un movimiento espontáneo, extiende los brazos,
y dice:
– ¡Libérame!
¡Creo en Ti!
¡Es horrible morir así!
Jesús puntualiza:
– Es horrible faltar al propio deber.
No pensabas en ésta, ni en los hijos?
– Piedad, Señor…
Por ellos, por mí…
¡Perdón! ¡Perdón!
Y se deja caer encima del murete, llorando.
Las manos, vendadas, sobresalen con todo el brazo, descubierto ahora por
haberse subido la manga, con manchas por las ya próximas pústulas,
hinchado, repelente…
El hombre, así como está, parece una marioneta macabra,
un cadáver arrojado allí, ya próximo a la descomposición:
da pena y náusea al mismo tiempo.
La mujer llora, todavía en el polvo del suelo, de rodillas.
Jesús parece esperar aún una palabra…
que por fin baja, entre sollozos:
– ¡Elevo mi dolor a Ti contrito de corazón!
Dame al menos la promesa de que ellos no sufrirán hambre…
Y luego… me marcharé, resignado, a expiar.
¡Y salva mi alma, Salvador bendito!
¡Al menos mi alma! ¡Al menos mi alma!
– Sí. Te curo.
Por los inocentes.
Para darte el modo de mostrarte justo.
¿Comprendes?
Recuerda que el Salvador te ha curado.
Dios, por el modo en que respondas a esta gracia, te absolverá de tus pecados.
Adiós. La paz a ti, mujer.
Y se marcha, casi corriendo, al encuentro de los que regresan del Getsemaní.
Ni siquiera los gritos del hombre, que siente y ve que se está curando, lo detienen.
Ni tampoco los de la mujer…
– Vamos a torcer por esta callejuela, para no pasar otra vez por allí…
Dice Jesús después de haberse reunido con los otros
Entran por una callejuela miserable,
tan estrecha que a duras penas dos pasan de lado,
Y si viene por ella un burro con albardas, no queda otra solución
sino aplastarse contra la pared como un sello.
Hay penumbra, por los tejados que casi se tocan.
Y soledad, silencio y mal olor.
Van en fila, como si fueran frailes, hasta el final de la callejuela miserable.
Luego, en una placita llena de muchachos, se reúnen otra vez en grupo.
Pedro pregunta curioso:
– ¿Por qué has dicho esas palabras a aquel hombre?
No las usas nunca…
– Porque aquel hombre será uno de mis enemigos.
este pecado agravará el que ya tiene.
Todos están estupefactos…
Y preguntan:
– ¡¿Y lo has curado?!
– Sí.
Por los pequeñuelos inocentes.
– ¡Mmm! Volverá a enfermar…
– No.
De la vida del cuerpo, después del susto y el sufrimiento pasados,
tendrá cuidado; no volverá a enfermar.
– Pero dices que pecará contra Ti.
Yo le quitaba la vida.
– Tú eres un hombre pecador, Simón de Jonás.
– Y Tú demasiado bueno, Jesús de Nazaret – replica Pedro.
Los absorbe una calle central y se pierden en la lejanía…
Nota de María Valtorta:
Reconozco tanto al hombre curado como a Samuel.
El primero es el que, en la Pasión, golpea con una piedra a Jesús en la cabeza.
Reconozco más que a él a su mujer, doliente ahora como entonces.
Y la casa, que tiene una puerta sui generis:
alta, sobre tres peldaños
Y lo mismo, con la máscara de odio que lo transforma,
reconozco en Samuel al joven que mata a su madre de una patada,
para poder ir a golpear al Maestro con un garrote