Archivos diarios: 21/01/22

452 Una Ofrenda Sacrílega

452 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA

386 Hacia la orilla occidental del Jordán

Jesús está de nuevo en camino.

Ha dado la espalda al norte y ahora bordea los meandros del río

en busca de alguien que lo pase a la otra orilla.

Está acompañado de los suyos, que evocan los acontecimientos de los

pocos días pasados en el poblado y en la casa de Salomón.

Al parecer han estado allí,

hasta que se ha difundido entre los ambientes enemigos la noticia

de la Presencia del Maestro en ese lugar;

entonces se han marchado, dejando al anciano Ananías,

sereno en su pobreza ya no desconsolada,

como custodio de la casita, ahora de nuevo en orden.

Bartolomé dice:

–         Esperemos que los estados de ánimo permanezcan como al presente.

Tadeo responde:

–          Si vamos y venimos como el Maestro dice,

los mantendremos en esas disposiciones.

–          ¡Pobre anciano!

Lloraba.

Nos ha tomado cariño…

Santiago de Zebedeo,

comenta:

–          Y me ha gustado su último discurso.

¿Verdad, Maestro, que habló sabiamente?

Tomás exclama:

–          ¡Santamente ha hablado, yo digo!

Jesús responde:

–          Sí.

Y tendré presente su deseo.

Judas dice:

–          Pero qué ha dicho exactamente?

Yo había ido con Juan para decirle a la madre de Micael que se acordara

de hacer lo que el Maestro había dicho

y no sé exactamente…

Jesús dice:

–           Ha dicho:

“Señor, si pasas por el pueblo de mi nuera, dile que no le guardo rencor

y que estoy contento por no ser ya un desamparado,

porque así será menor para ella, el juicio de Dios.

Dile que eduque a mis nietos en la fe del Mesías, porque así los tendré

conmigo en el Cielo.

Y en cuanto esté en la paz pediré por ellos y por su salud”.

Y lo voy a decir.

Voy a buscar a la mujer y se lo voy a decir, porque es una cosa buena.

Santiago de Alfeo,

observa:

–          ¡Ni una palabra acusatoria!

Al contrario, se congratula porque, no muriendo ya de hambre

y desamparo, disminuye el pecado de la mujer.

¡Es admirable!

Tadeo pregunta:

–          ¿Pero disminuirá realmente a los ojos de Dios, la culpa de la nuera?

¡No está tan clara la cosa!

Pareceres contrarios.

Mateo se dirige a Jesús:

–         ¿Tú que piensas, Maestro?

¿Las cosas seguirán como antes o cambiarán?

–           Cambiarán…

Victorioso, Tomás dice:

–         ¿Ves como tengo razón yo?…

Pero Jesús hace un gesto de que le dejen hablar,

y dice:

–         Cambiarán para el anciano:

de la misma forma que han cambiado en la Tierra por su dulzura

indulgente, cambiarán en el Cielo.

Para la mujer no cambiarán:

Su pecado sigue gritando en la presencia de Dios;

sólo arrepintiéndose podría modificarse el juicio severo.

Y se lo voy a decir.

–         ¿Dónde vive?

–          En Masada, con sus hermanos.

–         ¿Y quieres ir hasta allí?

–          También hay que evangelizar esos lugares…

–          ¿Y a Keriot’?

–          Desde Masada subiremos a Keriot.

Luego iremos a Yuttá, a Hebrón, Betsur, Béter;

para subir de nuevo a Jerusalén para Pentecostés.

–          Masada es un sitio de Herodes…

–          ¿Qué importa?

Es una fortaleza, pero él no está allí.

¡Y aunque estuviera!…

La presencia de un hombre no me podrá impedir ser el Salvador.

–           Pero ¿Por dónde atravesamos el río?

–          A la altura de Guilgal.

Desde allí seguiremos adelante bordeando los montes.

Las noches son frescas…

Y la nueva luna de Ziv está luminosa en cielo sereno.

Mateo dice:

–         Si vamos por esos lugares;

¿Por qué no vamos al monte donde ayunaste?

Bueno es que todos lo conozcamos bien –

–          Iremos también allí.

¡Ah, ahí hay una barca!

Contratad el pasaje para que podamos cruzar a la otra parte

Después que cruzan a la otra orilla del Jordán, continúan caminando,

hasta llegar a la primera ciudad: Guilgal.

En este momento en que entra Jesús, es como una de las tantas ciudades palestinas.

Bastante poblada, construida sobre un collado poco alto y cubierto, por lo general, de viñas y olivos.

Pero el sol domina tanto aquí, que también los cereales pueden encontrar un lugar,

sembrados al azar, bajo los árboles o entre las hileras de vides;

y maduran, a pesar de las frondas, porque los tuesta bien este sol que ya evoca el cercano desierto.

Polvo, rumor de voces, suciedad, confusión de día de mercado.

Y, como el destino, inexorables, los consabidos escrupulosos fariseos y escribas,

que con vistosos gestos polemizan y conversan con aire de sabios en el mejor ángulo de la plaza.

Y que fingen no ver a Jesús o no conocerlo.

Jesús continúa recto.

Va a comer a una placita secundaria, casi de la periferia, toda umbrosa debido al entrelazado de

ramas que forman los árboles de todo tipo.

Parece que se trata de una parte de monte incluida hace poco en el poblado y que conserva todavía

ese recuerdo de su estado natural.

El primero que se acerca a Jesús, que está comiendo pan y aceitunas, es un hombre andrajoso.

Pide un poco de pan.

Jesús le da el suyo y todas las aceitunas que tiene en la mano.

Pedro observa:

–           ¿Y Tú?

Ya sabes que no tenemos cuartos, ¿No?…

–            Hemos dejado todo a Ananías…

Jesús responde:

–            No importa.

No tengo hambre.

Sed, sí…

El mendigo dice:

–            Aquí detrás hay un pozo.

Pero, ¿Por qué me has dado todo?

Podías haberme dado la mitad de tu pan…

Si no te da asco tomarlo de nuevo…

–           Come, come.

Puedo pasar sin él

Pero, para quitarte esa sospecha de que tengo asco de ti, dame con tus manos un solo bocado;

me lo comeré para ser tu amigo…

El hombre, de rostro triste y deslucido, se reviste de la belleza de una sonrisa de admiración,

y dice:

–            ¡Es la primera vez, desde que soy el pobre Ogla, que uno me dice que quiere ser amigo mío!

Dando el pedazo de pan a Jesús.

Pregunta:

–            « ¿Quién eres?

¿Cómo te llamas?».

–            Soy Jesús de Nazaret, el Rabí de Galilea.

–            ¡Ah!…

He oído por otros hablar de Ti…

Pero… ¿No eres el Mesías?..

–           Lo soy.

–           Y Tú, el Mesías…

¿Eres tan bueno con los mendigos?

El Tetrarca manda a sus siervos que nos peguen si nos encuentra en su camino…

–           Yo soy el Salvador.

No pego. Amo.

El hombre lo mira muy fijamente.

Luego empieza a llorar lentamente.

–          ¿Por qué lloras?

–           Porque… querría ser salvado…

¿Ya no tienes sed, Señor?

Te llevaría hasta el pozo y hablaría contigo…

Jesús intuye que el hombre quiere confesar algo.

Se levanta y dice:

–            Vamos.

Pedro reacciona diciendo:

–           ¡Voy yo también!

–           No.

Además… vuelvo enseguida…

Y debemos sentir estima por los que se arrepienten.

Va con el hombre detrás de una casa, a partir de la cual ya empiezan los campos.

Ogla señala diciendo:

–            Allí está el pozo…

Bebe y luego escúchame.

–            No, hombre.

Vierte antes en Mí tu preocupación…

Luego beberé-

Quizás encuentre una fuente aún más dulce que el agua del suelo para mi sed.

–           Cuál, Maestro?

–           Tu arrepentimiento.

Vamos debajo de aquellos árboles.

Aquí las mujeres nos observan. Ven.

Poniéndole la mano en el hombro, lo mueve hacia una espesura de olivos.

–             ¿Cómo sabes que tengo culpas y que estoy arrepentido?

–           ¡Habla, hombre!

Y no tengas miedo de Mí.

–            Señor…

Éramos siete hermanos de un solo padre, pero yo había nacido de la mujer con que mi padre se

había casado cuando se quedó viudo.

Y los otros seis me odiaban.

Mi padre, al morir, dividió entre todos por igual.

Pero, una vez fallecido, sobornando a los jueces, los seis me despojaron de todo y nos expulsaron

a mí y a mi madre con acusaciones infames

Ella murió cuando yo tenía dieciséis años…

Murió a causa de la penuria…

Desde entonces no he tenido a nadie que me amara… – llora con ahogo.

Toma nuevas fuerzas y continúa:

–          Los seis, ricos y felices, prosperaban sirviéndose también de lo mío.

Y yo me moría de hambre, porque me había puesto enfermo asistiendo a mi agotada madre…

Pero Dios los castigó, uno a uno.

Los maldije tanto, los odié tanto, que se abatió sobre ellos el maleficio.

¿Hice mal? Sí, sin duda.

Lo sé. Y lo sabía.

Pero, ¿Cómo podía no odiarlos y maldecirlos?

El último, que en realidad era el tercero, resistía contra todas las maldiciones;

es más, prosperaba con los bienes de los otros cinco, que había tomado:

legítimamente respecto a los tres más pequeños, que habían muerto sin dejar mujer,

casándose con la mujer del primogénito, que había muerto sin dejar hijos;

fraudulentamente respecto al segundo,

habiendo adquirido, con engaños y préstamos,

de la viuda y de los huérfanos, buena parte de los bienes del padre.

Y, cuando me encontraba de casualidad en los mercados a donde yo iba, como siervo de un rico,

a vender alimentos, me insultaba y me pegaba…

Una noche me encontré con él… Yo estaba solo; él también.

Y un poco embriagado de vino… yo, embriagado de recuerdos y odio…

Habían pasado diez años desde el día en que había muerto mi madre…

Me insultó, e insultó a la muerta…

La llamó “perra inmunda” y a mí me llamó “hijo de hiena…”.

Señor… si no hubiera tocado a mi madre… habría soportado.

Pero la insultó…

Lo agarré por el cuello. Luchamos…

Quería solamente pegarle… Pero resbaló y cayó al suelo…

Y la tierra estaba cubierta de hierba resbaladiza, en pendiente…

Y abajo había un barranco y un torrente…

Rodó – estaba borracho -, y cayó…

Después de tantos años, todavía lo buscan…

Pero está debajo de las rocas y de la arena de uno de los torrentes del Líbano.

Yo no volví donde mi patrón.

Y él no volvió a Cesárea Paneas.

Yo me alejé, sin paz…

¡La maldición de Caín! Miedo a la vida… miedo a la muerte…

Enfermé… Y luego… oí hablar de Ti…

Pero tenía miedo…

Decían que veías el interior de los corazones.

¡Y son tan malos los rabíes de Israel!… No conocen la piedad…

Tú, Rabí de los rabíes, eras mi terror… Y huía de Ti.

Y, no obstante, querría ser perdonado…

Llora echado en el suelo…

Jesús lo mira,

y susurra:

–            ¡Carguemos sobre Mí también estos pecados!…

¡Hijo! Escucha. Yo soy la Piedad, no el terror.

También he venido para tí…  No te acobardes ante Mí…

Soy el Redentor

¿Quieres ser perdonado? ¿De qué?

–          De mi delito.

¿Me lo preguntas? He matado a mi hermano.

–          Has dicho: “Quería sólo pegarle”,

porque en ese momento te sentías herido y airado.

Lo hacías como el respirar: espontáneamente.

El odio y la maldición, la alegría cuando veías su castigo era tu pan espiritual, ¿No es verdad?

–           Sí, Señor.

Mi pan durante diez años.

–          Pues bien,

en realidad tu mayor delito lo empezaste, desde el momento en que odiaste y maldijiste.

Eres seis veces homicida de tus hermanos.

–         Pero Señor, me habían arruinado y odiado…

Y mi madre había muerto de hambre…

–        ¿Quieres decir que tenías razón en vengarte?

–         Sí. Quiero decir esto. –          No tienes razón.

Para castigar estaba Dios, tú debías amar.

Y Dios te habría bendecido en la Tierra y en el Cielo.

–          ¿Entonces ya no me va a bendecir nunca?

–          El arrepentimiento atrae de nuevo la bendición.

¡Pero, cuánto dolor, cuanta angustia te has causado con tu odio!

Mucho más de cuanto te causaban tus hermanos…

–          ¡Es verdad! ¡Es verdad!

Un horror que dura ya desde hace veintiséis años.

¡Perdóname en nombre de Dios!

Tú eres testigo de mi dolor por el pecado.

No pido nada para mi vida.

Soy un mendigo y un enfermo.

Quiero seguir así y sufrir y expiar.

¡Pero dame la paz de Dios!

He hecho sacrificios en el Templo, padeciendo hambre para acumular la suma para el holocausto.

Pero no podía manifestar mi delito

Y no sé si habrá sido grato mi sacrificio.

–        Nulo.

Aunque todos los días hubieras ofrecido uno,

¿De qué te servía, cuando lo inmolabas con falsedad?

El rito que no va precedido de una sincera confesión del pecado, es supersticioso e inútil.

Una culpa añadida a otra culpa.

Y por tanto, aún más que inútil.

Ofrenda sacrílega.

¿Qué le decías al sacerdote?

–          Decía:

“Quiero expiar, porque he pecado por ignorancia, haciendo cosas que el Señor ha prohibido”.

Yo pensaba: “Sé en qué he pecado y Dios también lo sabe.

Pero al hombre no le puedo hablar con claridad.

Dios, que ve todo, sabe que pienso en mi pecado”.

–          Restricciones mentales, escapatorias indignas.

El Altísimo odia estas cosas.

Cuando se peca, se expía

No lo vuelvas a hacer.

Nota: la restricción mental a veces es necesaria y la Iglesia la admite,

como aquel sacerdote perseguido que preguntado si era sacerdote, para fusilarlo, respondió:

¡No, soy presbítero!… y se escapó.

En el caso que Jesús reprueba, el mendigo, en confesión, ante el sacerdote, no debía haber usado

la restricción mental, sólo lícita cuando el que nos pregunta no tiene derecho a saber la verdad:

–           No, Señor.

¿Y seré perdonado?

¿O debo ir a confesar todo?

¿Pagar con la vida la vida que tomé?

Me basta morir con el perdón de Dios.

–          Vive para expiar.

No podrías devolver el marido a la viuda, ni el padre a los hijos…

¡Antes de matar, antes de dejar que el odio se haga nuestro amo, habría que pensar!

Pero levántate, y camina por la nueva vía

Encontrarás en tu camino a algunos discípulos míos.

Ellos recorren los montes de Judea, si vas de Tecua a Belén, y más allá, hacia Hebrón.

Diles que te manda Jesús y que dice que antes de Pentecostés subirá hacia Jerusalén,

pasando por Betsur y Béter.

Pregunta por Elías, José, Leví, Matías, Juan, Benjamín, Daniel, Isaac.

¿Te acordarás de estos nombres?

Ogla asiente con la cabeza.

Jesús agrega:

Dirígete especialmente a ellos.

Ahora vamos…

–          ¿Y no bebes?

–           He bebido tu llanto.

¡Un alma que vuelve a Dios!

No hay para mí refrigerio mejor.

–           ¿Entonces estoy perdonado? Dices: “Vuelve a Dios”…

–           Sí. Estás perdonado.

Y no vuelvas a odiar nunca.

El hombre se agacha de nuevo, porque se había puesto de pie…

Y besa los pies de Jesús.

451 Parábola de la Encrucijada

451 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA385

385 Parábola de la encrucijada y milagros cerca del pueblo de Salomón

Sale de la casita la pequeña tropa, aumentada por el anciano,

que se contempla a si mismo admirado,

con la túnica de alguno de los apóstoles de pequeña estatura.

Jesús empieza a decir

–            Si quieres quedarte, padre…

Pero el anciano le interrumpe:

–           ¡No, no!

¡Voy yo también!

¡Déjame ir! ¡He comido ayer!

He dormido esta noche, ¡Y además en una cama!

¡Y ya no tengo el dolor en el corazón!

Estoy fuerte como un joven.

–             Pues ven.

Estarás conmigo, con Bartolomé y mi hermano Judas.

Vosotros, de dos en dos, diseminaos como se ha dicho.

Antes de la sexta todos aquí de nuevo.

Id, y que la paz sea con vosotros.

Se separan.

Unos van hacia el río, otros hacia los campos.

Jesús deja que se adelanten y luego se pone en marcha Él también, el último.

Cruza lentamente el pueblo.

Y no pasa desapercibido a los pescadores que regresan del río o que van a él;

ni a las diligentes amas de casa que se han levantado con el alba para las coladas,

para regar sus pequeñas huertas o para hacer el pan.

Pero ninguno dice nada.

Sólo un muchachito, que empuja hacia el río a siete ovejas,

pregunta al anciano:

–            ¿A dónde vas, Ananías?

¿Te vas del pueblo?

–            Voy con el Rabí.

Pero vuelvo con Él. Soy su siervo.

Jesús corrige:

–           No.

Eres mi padre.

Todos los ancianos justos son un padre y una bendición para el lugar que los hospeda.

Y para quien los socorre.

Bienaventurados los que aman y honran a los ancianos.

Dice Jesús con aspecto solemne.

El niño lo mira con temor.

Luego susurra:

–          Yo daba siempre un poco de mi pan a Ananías…

Como queriendo decir: «No me regañes, que no lo merezco».

Ananías confirma

–          Sí.

Micael era bueno conmigo.

Era amigo de mis nietos…

Y luego ha seguido siéndolo también del abuelo.

Su madre no es mala tampoco.

Ayudaría. Pero tiene once hijos y viven todos con la pesca…

Algunas mujeres se acercan curiosas y se ponen a escuchar

Jesús dice:

–            Dios ayudará siempre a quien ayuda lo que puede al pobre.

Y siempre hay forma de ayudar.

Muchas veces, el decir: “No puedo” es embuste.

Porque, si uno se lo propone, siempre se encuentra el bocado superfluo, la manta rota,

el vestido que ya no se usa, para dárselo a quien no tiene estas cosas.

Y el Cielo recompensa el don.

Dios te recompensará, Micael, por esos pedazos de pan que has dado al anciano.

Jesús acaricia al niño y reanuda su camino.

Las mujeres se quedan cabizbajas donde estaban.

Luego preguntan al niño, el cual dice lo que sabe.

Y el miedo se apodera de las avaras mujeres que han cerrado el corazón,

a las necesidades del anciano…

Entretanto, Jesús ha llegado a la altura de la última casa

y ahora se dirige hacia la bifurcación

que desde el camino de primer orden se desvía hacia el poblado.

Se ve desde aquí que por el camino principal pasan caravanas que van de regreso

hacia las ciudades de ta Decápolis y la Perea.

–           Vamos allí y predicamos. ¿Quieres hacerlo tú también, padre?

–           No sé hacerlo. ¿Qué digo?

–          Sí que sabes.

Tu alma posee la sabiduría de perdonar y de ser fiel a Dios.

Y de tener resignación incluso en las horas de dolor.

Y sabes que Dios socorre a quien en Él espera.

Ve y díselo a los peregrinos.

–            ¡Ah, esto sí!

–           Judas, ve con él.

Yo me quedo con Bartolomé en la bifurcación.

Y así es: llegando allí, se pone a la sombra de un grupo de plátanos frondosos…

Y espera paciente.

Alrededor, los campos están hermosos, llenos de espigas y de árboles frutales.

Frescos en esta hora matutina.

La mirada los contempla con placer.

Y las caravanas pasan por el camino…

Pocos miran a los dos que están apoyados a los troncos de los plátanos.

Piensan que son viandantes cansados.

Pero alguno reconoce a Jesús y lo señala.

O se inclina saludando.

El primero para su burrito y los de los parientes, baja y se dirige hacia Jesús:

Se presenta diciendo:

–           ¡Dios sea contigo, Rabí!

Soy de Arbela.

Te escuché el otoño pasado.

Ésta es mi esposa; ésta, su hermana viuda; y mi madre.

Este hombre anciano es su hermano.

Y ése, joven, es el hermano de mi mujer.

Y aquí ves a los hijos de todos nosotros.

Dános tu bendición, Maestro

He sabido que has hablado en el vado.

Pero llegué allí de noche…

¿No nos vas a decir a nosotros ninguna palabra?

Jesús responde:

–           La Palabra no se niega nunca.

Pero espera unos minutos, porque están viniendo otros…

En efecto, abatidos, están llegando a la bifurcación los habitantes del pueblo.

Y otros, que ya habían pasado por el camino en dirección hacia el norte, regresan;

otros, despertada su curiosidad, se detienen y bajan de sus cabalgaduras,

o se quedan sobre la silla.

Se forma un pequeño auditorio, que va aumentando cada vez más.

Vuelven también Judas de Alfeo y el anciano.

Y con ellos vienen dos enfermos y varios sanos.

Jesús empieza a hablar.

Los que recorren los caminos del Señor,

los caminos indicados por el Señor, y los recorren con voluntad buena,

acaban encontrando al Señor.

Vosotros encontráis al Señor regresando de cumplir vuestro deber de fieles israelitas

respecto a la Pascua santa.

Y he aquí que la Sabiduría os habla, como deseáis,

en este cruce donde nos hace encontrarnos la bondad divina.

Muchas son las encrucijadas que el hombre encuentra en el camino de su vida,

y más encrucijadas sobrenaturales que materiales.

Todos los días, la conciencia se ve puesta ante las bifurcaciones y cruces del Bien y del Mal.

Y debe elegir con atención para no errar.

Y si yerra, debe saber volver para atrás humildemente cuando alguien lo llama o le advierte.

Y, aunque le pareciera más bonita la vía del Mal,

o simplemente la de la tibieza,

debe saber elegir la vía escabrosa pero segura del Bien.

Escuchad una parábola.

Un grupo de peregrinos, venidos de lejanas regiones en busca de trabajo,

se encontró en los confines de un estado.

En estos confines había unos contratantes de trabajo,

que habían sido enviados por distintos patrones.

Había quien buscaba hombres para las minas.

Otros buscaban hombres para las tierras de labor y para los bosques;

otros, siervos para un rico infame;

otros, soldados para un rey que estaba en la cima de un monte,

en su castillo, al cual se llegaba por un camino muy empinado.

El rey quería soldados,

pero exigía que fueran no tanto soldados de violencia

cuanto soldados de sabiduría,

para enviarlos luego por las ciudades a santificar a sus súbditos.

Por eso vivía arriba, como en un eremitorio, para formar a sus siervos

 sin que las distracciones  mundanas los corrompieran ni retrasaran o

anulasen la formación de su espíritu.

No prometía altos salarios.

No prometía vida cómoda.

Pero aseguraba que el estar a su servicio produciría santidad y premio.

Esto decían sus  enviados a los que llegaban a las fronteras.

Sin embargo, los enviados de los patrones de las minas o de las tierras decían:

“No será una vida cómoda, pero seréis libres y ganaréis lo suficiente

para vivir un poco holgadamente”.

Y los que buscaban siervos para un patrón infame prometían incluso

abundante comida, ocio, goces, riquezas:

“Basta con que consintáis a sus caprichos  ¡De ninguna manera penosos! 

y todos gozaréis como sátrapas”.

Los peregrinos se consultaron entre sí.

No querían dividirse…

Preguntaron:

“¿Pero están cerca las tierras y las minas y el palacio del mundano y el del rey?”.

“¡No!” respondieron los contratantes.

“Venid a esa encrucijada para mostraros los distintos caminos.”

Fueron.

“Mirad.

Aquel camino espléndido, umbrío, florido, liso, con fuentes frescas,

desciende hacia el palacio del señor”

dijeron los contratantes de los siervos.

“Mirad.

Este camino polvoriento, que va entre campos serenos, conduce a las tierras de labor.

Calienta el sol, pero, como podéis ver, también está bien”

dijeron los de las tierras.

“Mirad.

Este camino, tan marcado por ruedas pesadas, y con manchas oscuras,

señala la dirección de las minas.

No es ni buena ni mala…” dijeron los de las minas.

“Mirad.

Este sendero empinado, hundido entre rocas encendidas por el sol,

sembrado de espinos y barrancos, que hacen lenta la marcha,

pero, en compensación, procuran una fácil defensa contra los asaltos de

los enemigos, conduce a oriente, al castillo severo, diríamos casi sagrado,

donde los espíritus se forman en el Bien” dijeron los del rey.

Y los peregrinos miraban, miraban, y calculaban…

Tentados por muchas cosas, de las cuales sólo una era totalmente buena.

Y lentamente se fueron dividiendo.

Eran diez.

Tres torcieron hacia los campos… dos hacia las minas.

Los que quedaban se miraron y dos dijeron:

“Venid con nosotros. Donde el rey.

No vamos a ganar, ni vamos a gozar en la Tierra, pero seremos santos eternamente”.

“¿Aquel sendero de allí? ¡Ni locos!

¿No ganar? ¿No gozar?

No merecía la pena dejar todo y venir a tierras extranjeras para tener

todavía menos de lo que teníamos en nuestra patria.

Nosotros queremos ganar y gozar…”.

“¡Pero perderéis el Bien eterno!

¿No habéis oído que es un patrón infame?”.

“¡Eso son cuentos!

Después de un poco lo dejamos, habremos gozado y seremos ricos”.

“No os liberaréis jamás de él. Mal han hecho los primeros,

siguiendo la avidez de dinero.

¡Pero, vosotros!

Vosotros seguís la avidez de placer.

¡Oh! ¡No cambiéis el destino eterno por una hora que pasa!”.

“Sois unos estúpidos y creéis en las promesas ideales.

Nosotros vamos a la realidad. ¡Adiós!…”

y echándose a correr entraron por el bonito camino umbrío, florido, rico

en agua, liso, en cuyo fondo brillaba bajo el sol, el mágico palacio del mundano.

Los dos restantes tomaron, llorando y orando, el empinado sendero.

Y era tan difícil que, a los pocos metros, casi se desanimaron.

Pero perseveraron.

Y la carne parecía cada vez más ligera, a medida que avanzaban.

Y la fatiga se sentía consolada por un extraño júbilo.

Llegaron jadeantes, arañados, a la cima del monte.

Fueron admitidos a comparecer ante el rey, el cual les dijo todo lo que

exigía para incorporarlos en el número de sus valientes, y terminó:

“Pensadlo durante ocho días y luego dad una respuesta”.

Y ellos pensaron mucho y sostuvieron duras luchas contra el Tentador,

que quería amilanar; contra la carne, que decía:

“Vosotros me sacrificáis”; contra el mundo, cuyos recuerdos todavía seducían.

Pero vencieron. Permanecieron.

Vinieron a ser héroes del Bien.

Llegó la muerte, o sea, la glorificación.

Desde lo alto del Cielo vieron en las profundidades, a aquellos que

habían ido donde el amo infame.

Encadenados también ahora, después de la vida, gemían en la oscuridad del Infierno.

“¡Y querían ser libres y gozar!” dijeron los dos santos.

Y los tres condenados, horrendos de aspecto, los vieron y los maldijeron,

y maldijeron a todos, a Dios el primero, diciendo:

“^Nos habéis engañado a todos!”.

“No. No podéis decir eso.

Se os había advertido el peligro.

Habéis querido vosotros vuestro mal” respondieron los bienaventurados,

que, a pesar de que veían y oían los torpes gestos de burla y blasfemias

lanzados contra ellos, estaban serenos.

Y vieron a los de los campos y las minas en distintas regiones purgativas,

y ellos a su vez los vieron y dijeron:

“No fuimos ni buenos ni malos, y ahora expiamos nuestra tibieza.

¡Orad por nosotros!”.

“¡Lo haremos! Pero, ¿Por qué no vinisteis con nosotros?”.

“Porque fuimos no demonios, pero sí hombres…

No tuvimos generosidad.

Amamos más que al Eterno y Santo a lo que ,aun siendo honesto, era transitorio.

Ahora aprendemos a conocer y a amar con justicia”.

La parábola ha terminado.

Todos los hombres están en la encrucijada.

Toda la vida en una encrucijada.

Bienaventurados los que son firmes y generosos

en la voluntad de seguir los caminos del Bien.

Dios sea con ellos.

Dios toque y convierta a quien así no es y lo conduzca a serlo.

Idos en paz.

–            ¿Y los enfermos?

Jesús pregunta:

–            ¿Qué tiene la mujer?

–          Fiebres malignas que le retuercen los huesos.

Ha ido hasta las aguas milagrosas del Mar Grande.

Pero sin alivio.

Jesús se inclina hacia la enferma y le pregunta:

–         ¿Quién crees tú que Soy Yo?

Ella responde

–         El que buscaba.

El Mesías de Dios.

¡Ten piedad de mí, que te he buscado mucho!

–         Tu fe te dé salud, tanto a tus miembros como a tu corazón.

¿Y tú, hombre?

El hombre no responde.

Por él habla la mujer que le acompaña:

–           Un cáncer le roe la lengua.

No puede hablar.

Y muere de hambre.

Efectivamente, el hombre es un esqueleto.

–           ¿Tienes fe en que te puedo curar?

El hombre indica que sí con la cabeza.

Jesús ordena:

–          Abre tu boca.

Y acerca su cara a la horrenda boca roída por el cáncer.

Echa en ella su aliento,

y dice:

«¡Quiero!».

Un momento de espera y luego dos gritos:

–          ¡Mis huesos otra vez sanos!

–          María, estoy curado!

¡Mirad! Mirad mi boca.

¡Hosanna! ¡Hosanna!

Y quiere levantarse, pero se tambalea por la flaqueza.

–           Dadle de comer – ordena Jesús.

Y hace ademán de retirarse.

–           ¡No te marches!

¡Vendrán otros enfermos!

Volverán atrás otros…

¡También a ellos, también a ellos! – grita la multitud.

–           Todas las mañanas, desde la aurora hasta la hora sexta vendré aquí.

Que alguna persona voluntariosa se ocupe de  reunir a los peregrinos.

Varios dicen:

–            ¡Yo, yo, Señor!

–           Que Dios os bendiga por esto.

Y Jesús tuerce hacia el pueblo con sus primeros compañeros

y con los otros, que han ido llegando poco a poco – todos con más gente – mientras hablaba.

Jesús pregunta:

–           Pero dónde están Pedro y Judas de Keriot?

–           Han ido a la ciudad que está cercana.

Llenos de dinero. A comprar…

Sonriendo, Simón Zelote observa:

–          Sí.

Judas ha obrado un milagro y está de fiesta.

Juan mientras acaricia al viejecito, que está alegre.,

dice:

–          También Andrés.

Y tiene una oveja como recuerdo.

Le ha curado a un pastor la pierna rota.

Y el pastor le ha recompensado así.

Se la daremos al padre…

La leche es buena para los ancianos…

Entran en la casa y preparan un poco de comida…

Están ya para sentarse a la mesa, cuando llegan los dos que faltaban,

cargados como burros y seguidos por un carrito cargado de esos cañizos

que sirven de cama a los pobres de Palestina.

Pedro dice:

–           Perdona, Maestro.

Pero esto era necesario.

Ahora estaremos bien.

Y Judas:

–           Observa.

Hemos comprado lo estrictamente necesario, limpio y pobre.

Como te gusta a Ti – y se ponen a trabajar para descargar.

Y luego despiden al carrero.

–        Doce yacijas y doce cañizos.

Algunos utensilios para la comida.

Aquí las semillas.

Aquí las palomas

Ahí los denarios.

Y mañana mucha gente.

¡Uf! ¡Qué calor!

Pero ahora va todo bien.

¿Tú qué has hecho Maestro?…

Y mientras Jesús narra, se sientan a la mesa, contentos.