474 Interrogatorio Implacable11 min read

474 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA

405a El pequeño Miguel.

El grupo apostólico, duerme profundamente en el henil.

Regresan los campesinos propietarios de la casa.

Hombres, mujeres, niños

Y con ellos están también los discípulos.

Ven a Jesús y a los suyos, durmiendo en el heno…

Y convierten las voces en susurros, para no despertarlos.

Alguna mamá propina un pescozón al niño que no quiere callarse…

O al menos hace ademán de querer hacerlo.

Un crío va con pasitos de tortolita, con sus pies descalzos muy silencioso y un dedito en la boca,

a observar a Jesús,

«el más hermoso» dice adorándolo arrobado…

Él, que duerme con la cabeza apoyada en el brazo doblado para hacer de almohada.

No se da cuenta de que es objeto del escrutinio amoroso y generalizado…

Pues todos descalzos, de puntillas, acaban imitándolo…

Los primeros:

Los discípulos pastores, Matías y Juan, que se enternecen viéndolo durmiendo así en el heno.

Y Matías observa:

—         Como en su primer sueño está nuestro Maestro.

Pero menos feliz que entonces…

Le falta también su Madre…

Juan responde:

—          Sí.

Lo único que tiene siempre cerca, es la persecución.

Pero nosotros lo amaremos siempre, lo amamos siempre como en aquella hora…

–          Más que entonces, Matías.

Más que entonces.

Entonces amábamos sólo por fe y porque es tierno amar a un niño;

pero ahora amamos también por conocimiento…

–           Ha sido odiado desde pequeño, Juan.

¡Recuerda lo que sucedió para matarlo!…

El rostro de Matías se ensombrece y su voz se quiebra recordando.

–           Es verdad…

¡Pero, bendito sea aquel dolor!

Todo lo perdimos, menos a Él.

Y eso es lo que cuenta.

¿De qué nos habría servido el tener todavía parientes, casa y nuestro pequeño bienestar,

si Él hubiera muerto?

–            Es verdad.

Tienes razón, Matías.

¿Y de qué nos servirá tener todo el mundo, cuándo Él no esté ya en el mundo?

–           No me hables de eso…

Entonces seremos verdaderamente unos desvalidos…

Juan se vuelve hacia los campesinos,

y despidiéndose,

dice:

–         Marchaos vosotros.

Nosotros nos quedamos con el Maestro.

El hombre más anciano de la casa,

apenado dice: .

–        Siento no haber pensado en dejarles la llave.

Podían entrar en casa, estar mejor…

–         Se lo diremos…

De todas formas, se sentirá feliz también por vuestro amor.

Id, id…

Los campesinos entran en la casa.

Y pronto el humo que sube de la chimenea dice que están preparando la comida.

Pero lo hacen con delicadeza, conteniendo a los niños, haciendo poco ruido…

Y también sin hacer ruido, llevan lo que han cocinado a los discípulos.

y susurran:

–          Para cuando se despierten.

Lo hemos dejado aparte para ellos…

Luego el silencio envuelve de nuevo la casa.

Quizás los segadores, que han estado trabajando desde el alba, se han echado en las camas,

para descansar en estas horas en que sería imposible estar en las tierras,

bajo el sol incandescente.

Se adormilan también los discípulos…

Las palomas y los gorriones han hecho una pausa…

Sólo las golondrinas pasan como saetas incansables…

Con su vuelo rápido escriben palabras azules en los espacios celestes

y palabras de sombra en el blanco corral…

El pequeñín de antes, precioso con su camisita corta,

único ropaje a que ha quedado reducido en esta hora tórrida,

saca su cabecita morena por la puerta de la cocina;

echa una ojeada…

da unos pasos cauteloso, con sus tiernos piecitos,

que sufren en contacto con el suelo hirviente de sol.

La camisita, desatada, se le cae casi del hombro regordete.

Llega donde los discípulos e intenta pasar por encima de ellos,

para ir otra vez a mirar a Jesús.

Pero sus piernitas son demasiado cortas,

para poder superar los cuerpos musculosos de los adultos;

tropieza y se cae encima de Matías, que se despierta…

y ve la carita turbada, próxima al llanto, del pequeñuelo.

Sonríe y dice, intuyendo la maniobra del niño:

–          Ven aquí, te pongo entre Jesús y yo.

Pero quédate callado y quieto.

Déjalo dormir, porque está muy cansado.

Y el niño feliz, se sienta a adorar el hermoso rostro de Jesús.

Lo mira, lo escruta, siente grandes deseos de hacerle una caricia,

de tocarle sus cabellos de oro.

Pero Matías vigila sonriente y no se lo permite.

Entonces el pequeño pregunta en voz baja:

–          ¿Duerme siempre así’?

Matías susurra:

–           Siempre así .

–          ¿Está cansado?

¿Por qué?

–           Porque camina y habla mucho.

–          ¿Por qué habla y camina tanto?

–          Para enseñar a los niños a ser buenos.

A amar al Señor, para ir con Él al Cielo.

El niño señalando con su dedito,

pregunta:

–          ¿Allí arriba?

¿Y cómo? Está lejos…

–           El alma.

¿Sabes lo que es el alma?

–           ¡Nooo!

–           Es la cosa más bonita que hay en nosotros y…

–          ¿Más que los ojos?

Mi mamá me dice que mis ojos son dos estrellas.

¡Y las estrellas son muy bonitas, eh?!

El discípulo sonríe y responde:

–           Es más bonita que las estrellitas de tus ojos.

Porque el alma buena es más bonita que el Sol.

–          ¡Oh!

¿Y dónde está?

¿Dónde la tengo?

–           Aquí.

En tu corazoncito.

Ve, oye todo y no muere nunca.

Y cuando uno no es nunca malo y muere como un justo,

el alma vuela arriba con el Señor.

El niño señala a Jesús diciendo:

–        ¿Con Él? 

–         Con Él.

–        ¿Pero Él tiene alma?

–         Tiene alma y divinidad.

Porque ese Hombre al que estás mirando es Dios.

–         ¿Tú cómo lo sabes?

¿Quién te lo ha dicho?

–          Los ángeles.

El niño, que se había sentado completamente encima de Matías,

no puede recibir esta noticia tranquilamente.

Bruscamente se pone de pie,

y dice:

–          ¿Tú has visto a los ángeles?

Mira a Matías con los ojos como platos

La noticia es tan impresionante, que por un instante se olvida de Jesús.

Siendo así que no ve que Él entreabre los ojos, despertado por el grito ligero del niñito.

Los vuelve a cerrar y gira la cabeza hacia la otra parte.

–          ¡Calla!

¿Lo ves? Lo despiertas…

O te mando a casa.

La vocecita es de nuevo un susurro,

preguntando:

–           Estoy quieto.

¿Pero cómo son los ángeles?

¿Cuándo los has visto? –

Y Matías paciente, cuenta la noche de Navidad al pequeñuelo que se ha vuelto a sentar en su pecho,

Totalmente arrobado.

Matías paciente, responde a todos los porqués:

« ¿Por qué había nacido en un establo?

¿No tenía casa?

¿Era tan pobre que no encontraba una casa?

¿Y ahora no tiene casa?

¿No tiene a su Mamá?

¿Dónde está su Mamá?

¿Por qué lo deja solo, si sabe que ya lo han querido matar?

¿No lo quiere?…

Una lluvia de preguntas y también de respuestas.

Y la última, a la que Matías responde:

–            Esta Mamá santa quiere mucho a su divino Hijo

Pero hace el sacrificio de su dolor de dejar que se marche, para que los hombres se salven.

Para consolarse piensa que hay todavía hombres buenos capaces de amarlo…»

Esta respuesta, suscita:

« ¿Y no sabe que hay niños buenos que lo quieren?

¿Dónde está?

Dímelo, que voy y le digo: «No llores. Yo le doy el amor a tu Hijo».

¿Tú qué crees, que se pondrá contenta?

Matías lo besa diciendo:

—             Mucho, niño.

–             ¿Y Él se pondrá contento?

–             Mucho, mucho.

Díselo cuando se despierte

–            ¡Sí, sí!

¿Pero cuándo se despierta?

El niño está ansioso…

Jesús no resiste más.

Se vuelve otra vez, con los ojos bien abiertos y una sonrisa luminosa,

diciendo:

–            Ya me lo has dicho, porque he oído todo.

Ven aquí niño.

El niño no se lo hace repetir dos veces.

Se vuelca encima de Jesús y lo acaricia,

lo besa, le toca con su dedito la frente, las cejas, las pestañas de oro,

se mira en el espejo de sus ojos azules, se frota contra la suave barba. contra los sedosos cabellos…

Diciendo a cada descubrimiento:

« ¿Qué bonito eres!

¡Bonito! ¡Bonito!».

Jesús sonríe y también Matías.

Y luego, a medida que se van despertando los otros,

porque ahora el pequeño ya no tiene tantos miramientos,

sonríen discípulos y apóstoles al ver ese examen detallado,

repetido por este hombrecito en miniatura, semidesnudo, regordete,

que se pasea todo tranquilo y feliz por el cuerpo de Jesús

para observarlo de la cabeza a los pies.

Finalmente dice:

–          ¡Date la vuelta!

Y explica: «para ver las alas»

preguntando luego desilusionado:

«¿Por qué no las tienes?».

–          No soy un ángel, niño.

–          ¡Pero eres Dios!

¿Cómo puedes ser Dios sin estar lleno de alas?

¿Cómo vas a poder ir al Cielo?

–           Soy Dios.

Precisamente porque soy Dios no necesito alas.

Hago lo que quiero y todo lo puedo.

–           Entonces hazme los ojos como los tuyos.

Son bonitos.

–           No.

Los que tienes te los he dado Yo, y me gustan así.

Di, más bien, que te haga un alma de justo para amarme cada vez más.

–            También me has dado Tú el alma.

Entonces te gustará como la tengo – dice con lógica infantil el pequeño.

–            Sí, ahora me gusta mucho porque es inocente

Pero, mientras que tus ojos serán siempre de este color de aceituna madura,

tu alma de blanca puede pasar a negra si te vuelves malo.

–             Malo no.

Te quiero y quiero hacer lo que decían los ángeles cuando naciste:

«Paz a Dios en el Cielo y gloria a los hombres de buena voluntad»

Dice el niñito equivocándose,

lo cual provoca una fragorosa carcajada en los adultos;

cosa que le hace sentir vergüenza y callarse.

Pero Jesús lo consuela,

no sin corregirle:

–          Dios es siempre Paz, niño.

Es la Paz.

Los ángeles lo glorificaban por el nacimiento del Salvador.

Y daban a los hombres la primera regla para obtener la paz que vendría, por mi Nacimiento:

«tener buena voluntad». La que tú quieres.

–          Sí. Dámela entonces.

Métemela aquí, donde ese hombre dice que tengo el alma.

Y con los dos índices se golpea repetidamente el pequeño pecho.

–           Sí, pequeño amigo.

¿Cómo te llamas?

–            ¡Miguel!

–            Nombre del poderoso arcángel.

Entonces buena voluntad para ti, Miguel.

Y que seas un confesor del Dios verdadero, diciendo a los perseguidores,

lo que tu angélico patrón: «¿Quién como Dios?».

Te bendigo, ahora y para siempre.

Y le impone las manos.

Pero el pequeñuelo no está convencido.

Dice:

–          No.

Besa aquí, en el alma;

entrará dentro tu bendición y quedará encerrada dentro.

Y descubre el pequeño pecho para ser besado,

sin que ningún obstáculo se interponga entre su cuerpecito y los labios divinos.

Los presentes sonríen.

Y al mismo tiempo, están conmovidos.

¡Y no falta el motivo!

La fe maravillosa del inocente, que por instinto, dirían algunos;

por impulso espiritual, del Espíritu Santo, ha ido a Jesús,

es verdaderamente conmovedora.

Jesús lo señala,

diciendo:

–            ¡Si todos tuviesen el corazón de los niños!…

Entretanto han pasado las horas.

La casa toma vida de nuevo.

Se oyen voces de mujer, de niños, de hombres.

Y una madre llama:

–            ¡Miguel!

¡Miguel! ¿Dónde estás?

Y se asoma asustada mirando, con un atroz pensamiento en su corazón, al pozo bajo.

Jesús le dice:

–          No temas, mujer.

Tu hijo está conmigo.

–          ¡Oh! Temía…

Le gusta mucho el agua…

–          Sí, ha venido al Agua Viva que baja del cielo a dar Vida a los hombres.

–          Te ha molestado…

Se me ha escabullido tan calladito que no he oído…

Dice la mujer excusándose.

Jesús rechaza, diciendo:

–          ¡Oh! ¡No!

No me ha molestado.

Me ha consolado.

Los niños nunca causan dolor a Jesús.

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