Archivos diarios: 7/03/22

485 Espigueo Milagroso

485 IMITAR A JESUS ES EL EJEMPLO QUE SALVA

411a Espigueo milagroso para una viejecita. Cómo ayudar a quien se enmienda.

Jesús acompañado por Tomás, Santiago, Pedro y Juan, van a ayudar a una viejecita que está espigando bajo el ardiente sol… 

Pero Pedro toma a Juan por una manga, se lo lleva un poco aparte y le dice:

–          Pregúntale al Maestro que qué es lo que le produce tanta felicidad.

Yo ya se lo he preguntado, pero sólo me ha dicho:

“Mi felicidad es ver que un alma busca la Luz”.

Pero si se lo preguntas tú…

A ti te dice todo.

Juan se debate entre la discreción y el deseo de complacer a Pedro.

Se acerca lentamente donde va Jesús, que está ya en las tierras espigando.

La viejecita, al ver a todos esos jóvenes, pone un gesto de desconsuelo…

Y se empeña en ser rápida.  

Jesús le grita:

–         ¡Mujer! ¡Mujer!

Estoy espigando para ti.

No estés al sol, madre.

Ahora voy.

La viejecita, desorientada por tanta bondad, lo mira fijamente;

luego obedece y lleva su cuerpo pequeño, delgaducho, curvado y un poco tembloroso,

a la estrecha faja de sombra del ribazo.

Jesús se mueve diligentemente, recogiendo espigas.

Juan le sigue de cerca.

Más lejos están Tomás y Santiago.

Muy afanado, Juan dice:

–          ¡Maestro! 

¿Cómo encuentras tantas espigas?

¡Yo en el surco de al lado encuentro tan pocas!

Jesús sonríe y no habla.

Pareciera que donde se deposita la mirada divina, surgen espigas
cortadas y no recogidas.

Jesús recoge y sonríe.

Tiene un verdadero fajo de espigas entre los brazos.  

Y dice a su predilecto:

–         Ten, Juan, el mío.

Así tienes muchas también tú y la pequeña madre se pondrá contenta.

–          Pero, Maestro…

¿Estás haciendo un milagro?

¡No es posible que encuentres tantas!

–          ¡Chist!

Es para esa pequeña madre…

Pensando en la mía y en la tuya.

¡Mira de qué viejecita se trata!…

El buen Dios, que da de comer al pajarillo recién nacido,

quiere llenar el minúsculo granero de esta abuelita.

Tendrá pan para estos meses que le quedan.

No verá la nueva cosecha.

Pero no quiero que pase hambre en su último invierno.

¡Ahora vas a ver qué exclamaciones!

Prepárate, Juan, que se te van a lastimar los oídos;

como Yo me preparo a ser lavado de llanto y besos…

–          ¡Qué contento estás, Jesús, desde hace unos días!

¿Por qué?

–          ¿Lo quieres saber tú o alguien te manda?

Juan, ya rojo por el esfuerzo, se pone carmesí.

Jesús comprende…

Y dice:

–          Di a quien te manda, que hay un hermano mío que está enfermo y busca curación.

Su voluntad de curarse me llena de alegría.

–          ¿Quién es, Maestro?

–          Un hermano tuyo, uno a quien ama Jesús, un pecador.

–          ¿Entonces no es uno de nosotros?

–          Juan, ¿Crees que entre vosotros no exista el pecado?

¿Crees que Yo sólo exulto por vosotros?

–          No, Maestro.

Sé que también nosotros somos pecadores y que quieres salvar a todos los hombres.

–          ¿Entonces?

Te dije: “No indagues” cuando se trataba de descubrir el mal. 

Te digo lo mismo ahora que hay una aurora de bien. 

Llegan con la viejecita y Jesús dice:

–       ¡Paz a ti, madre!

Aquí están nuestras espigas.

Mis compañeros vendrán después con las suyas.

–         Que Dios te bendiga, hijo.

¿Cómo has encontrado tantas?

En verdad que veo poco, pero son dos gavillas grandísimas…

La anciana las palpa, su mano temblorosa las acaricia, las quiere levantar.

No puede.

–         Te ayudaremos.

¿Dónde está tu casa?

Señala a una casita que está detrás de los campos,

diciendo:

–         Aquélla – 

–        ¿Estás sola, verdad?

–         Sí.

¿Cómo lo sabes?

¿Quién eres

–         Soy uno que tiene una madre.

–         ¿Éste es tu hermano?

–          Es mi amigo.

El amigo, desde detrás de Jesús, hace grandes gestos a la ancianita.

Pero ésta, que tiene veladas sus pupilas, no los ve.

Y además está demasiado centrada en observar a Jesús.

Su anciano corazón de madre se conmueve.

–          Estás sudando, hijo.

Ven aquí a la sombra de este árbol.

Siéntate.

¡Mira cómo te gotea el sudor!

Sécate con mi velo.

Está raído pero limpio.

Toma, toma, hijo mío.

–         Gracias, madre.

–        ¡Bendita la que es madre de Tí, que eres bueno!

Dime tu nombre y el suyo.

Para decírselos a Dios y que os bendiga.

–         María y Jesús.

–         María y Jesús…

María y Jesús… Espera.

Una vez lloré mucho…

El hijo de mi hijo había caído muerto por defender a su niño.

Mi hijo murió de dolor por esto…

Entonces se decía que había caído el Inocente porque se buscaba a uno de nombre Jesús…

Ahora estoy a las puertas de la muerte y vuelve ese nombre…

–          En aquellos días lloraste por aquel Nombre, madre.

Te bendíce ahora ese Nombre…

–          Eres Tú aquel Jesús…

Díselo a una que se acerca a la muerte.

Y que ha vivido sin maldecir, porque le dijeron que su dolor era para salvar el Mesías, a Israel.

Juan redobla sus gestos.

Jesús calla.

–          ¡Oh! ¡Dímelo!

¿Eres Tú?

¿Tú que me bendices al final de mi vida?

En nombre de Dios, habla.

–           Yo soy.

–           ¡Ah!

La viejecita se postra contra el suelo.

–           ¡Salvador mío!

He vivido esperando y no esperaba ya verte.

¿Veré tu triunfo?

–           No, madre.

Como Moisés, morirás sin conocer ese día.

Pero te anticipo la paz de Dios.

Yo soy la Paz, el Camino y la Vida.

Tú, madre y abuela de justos, me verás en otro, eterno triunfo.

Y te abriré las puertas, a ti y a tu hijo, al hijo de tu hijo y a su niño.

¡Consagrado al Señor aquel niño muerto por Mí!

¡No llores, madre!…

–          ¡Y yo te he tocado!

¡Y Tú me has recogido las espigas!

¡Oh, ¿Cómo he merecido este honor?!

–           Por tu resignación santa.

Ven, madre. A tu casa.

Y que este trigo te dé pan para el alma más que para el cuerpo.

Yo soy el Pan verdadero que ha bajado del Cielo para saciar todas las hambres de los corazones.  

Tomás y Santiago han llegado con sus manojos.

Jesús les dice:

–          Vosotros, tomad estas gavillas.

Y vamos.

Y van los tres cargados de espigas. 

Jesús los sigue con la abuelita que llora y susurra palabras de oración.

Llegan a la casita.

Son dos cuartitos, un horno minúsculo, una higuera y una pequeña vid.

Limpieza y pobreza.

–          ¿Este es tu nido?

–          Este.

¡Bendícelo, Señor!

–          Llámame hijo.

Y pide porque mi madre tenga consuelo en su dolor,

tú que sabes lo que es el dolor de una madre.

Adiós, madre.

Te bendigo en el nombre del Dios verdadero.

Y Jesús levanta la mano y bendice la pequeña morada.

Luego se inclina para abrazar a la viejecita.

La aprieta contra su corazón y la besa en la cabeza cubierta de pocos pelitos blancos.

Y ella llora y pasa sus labios por las manos de Jesús, lo venera, lo ama…

Y así termina todo…

¿Y entonces por qué estaba contento?  

Porque el simple deseo de ese momento, flor en la landa del corazón de Judas,

hacía que el Padre mirase benignamente a este discípulo mío que Yo amaba y que no podría salvar.

¡La mirada de Dios sobre un corazón!

¿Qué más quisiera Yo, sino que el Padre os mirase a todos y con amor?

Y debía estar dichoso, para dar al desdichado también ese medio para resurgir.

El acicate de mi alegría al verlo volver a Mí.

Un día, después de mi muerte, Juan supo esta verdad, y la comunicó a Pedro, Santiago, Andrés y a los otros,

porque así se lo había ordenado Yo al Predilecto, el cual no desconoció ningún secreto de mi corazón.

Lo supo y lo dijo, para que todos dispusieran, después, de una norma en la guía de los discípulos y fieles.

Al alma que, caída, va al ministro de Dios y confiesa su error, al amigo o hijo, al marido o hermano que, habiendo errado,

vienen diciendo: “Tenme contigo.

Ya no quiero cometer más errores para no causar dolor a Dios y a ti”, no se le debe – además de las otras cosas –

privar de la satisfacción de ver nuestra dicha por verlos deseosos de hacernos felices.

Se requiere un tacto infinito en el cuidado de los corazones.

Yo, Sabiduría, aun sabiendo que en el caso de Judas era inútil,

tuve este tacto para enseñar a todos el arte de redimir, de ayudar a quien se redime.

Y ahora digo también, como a Simón cananeo: “¡Ánimo, ánimo!”,

y te abrazo para hacerte sentir que hay quien te ama.

De estas manos descienden castigos y también caricias,

y de mis labios palabras severas y también – más numerosas y dichas con mucha más alegría – palabras de complacencia.