493 IMITAR A JESÚS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
415 Un alto en el camino en Bethania.
En el ardiente estío, el grupo apostólico avanza penosamente,
en medio del horno candente en que se ha convertido el camino que hay desde el monte de los Olivos hasta Bethania.
Muy poco defienden de los rayos del sol abrasador, los árboles que hay a lo largo de sus orillas.
Los campos están desnudos de mieses, el calor es abrasador.
Pero más ardiente y furioso es el odio…
Los apóstoles van acalorados y llenos de polvo, comentando los últimos sucesos.
Jesús, el Peregrino Perseguido; con su vestido blanco, con su rostro afligido, con su paso cansado…
Y su corazón dolorido por el odio vertido sobre él en las últimas horas;
camina con la mirada resignada de quien ya contempla la muerte,
que se le acerca más con el transcurso de cada hora y con cada paso que da.
Y que ha sido aceptada por obedecer la Voluntad de Dios.
Bethania es el refugio donde hay amor, frescura, protección y lealtad.
Cuando llega a la casa de Lázaro, el sol ya tiñe de rojo el horizonte…
El ocaso arrebola el cielo cuando Jesús llega a Bethania.
Y Jesús y los apóstoles son los únicos que desafían al horno del camino,
poco amparado por los árboles que se extienden desde el Monte de los Olivos,
hasta los relieves de Bethania.
El verano se intensifica.
Pero más aún se intensifica el odio.
Los campos están pelados y agostados:
Hornos son que reflejan soplos de fuego.
Jesús encabeza el grupo apostólico…
Sudorosos, llenos de polvo, le siguen los suyos.
Los corazones de los enemigos de Jesús están todavía más pelados, no ya de amor,
sino de honradez, de moral incluso humana, agostados por el odio…
Y para Jesús sólo hay una casa.
Hay sólo un refugio: Bethania.
Allí hay amor, alivio, protección, fidelidad…
El Peregrino perseguido se dirige allí con su rostro apenado;
su paso cansado, como quien no puede detenerse por venir detrás, aguijoneándole, los enemigos…
Y la mirada resignada como quien contempla la muerte que ya acepta, por obediencia a Dios…
En medio del extenso jardín todo está cerrado y muy silencioso, en espera de horas más frescas
El jardín está vacío y mudo; en él sólo el sol reina, despótico.
Tocan la campanilla y Tomás llama con su potente voz de barítono.
Una cortina se separa, una cara mira…
Luego un grito:
– ¡El Maestro!
Y los siervos se apresuran a salir a su encuentro, seguidos por las asombradas amas.
Que ciertamente no esperaban a Jesús en esa hora todavía de fuego.
Marta y María saludan desde lejos, ya inclinadas, preparadas para postrarse:
– ¡Rabbuní!,
– ¡Mi Señor!
Cosa que hacen en cuanto, abierta la cancilla, Jesús no está ya separado de ellas.
Y las saluda diciendo:
– Marta, María, la paz a vosotras y a vuestra casa.
– La paz a ti, Maestro y Señor…
– Pero, ¿Cómo a esta hora?
Preguntan las hermanas (indicando a los domésticos que se marchen para que Jesús pueda hablar libremente.
Jesús dice con tristeza:
– Para dar reposo al cuerpo y al espíritu, donde no se me odia…
Mientras tiende hacia ellas las manos como para decir:
« ¿Me queréis con vosotras?»
Y se esfuerza en sonreír, pero es una sonrisa muy triste…
refutada por la mirada de sus ojos apenados.
María se enciende inmediatamente,
y pregunta:
– ¿Te han hecho algún mal?
Y Martha a su vez:
¿Qué te ha sucedido?
Y materna, añade:
– Ven, te daré alivio.
¿Desde cuándo estás caminando, que te ves tan cansado?
Jesús responde :
– Desde el alba…
Y puedo decir que sin parar, porque la corta pausa en casa de Elquías el Anciano,…
Ha sido peor que un largo camino.
– ¿Allí te han angustiado?…
– Sí…
Y antes en el Templo…
María pregunta:
– ¿Pero por qué has ido a casa de esa serpiente?
– Porque no ir hubiera servido para justificar su odio…
Que me habría acusado de despreciar a los miembros del Sanedrín.
Pero ya…
Vaya Yo o no vaya, la medida del odio farisaico está colmada…
Y ya no habrá tregua…
– ¿En esta situación estamos?
Quédate con nosotros, Maestro.
Aquí no te harán ningún mal…
– Faltaría a mi misión…
Muchas almas esperan a su Salvador.
Debo ir…
– ¡Pero no te van a dejar ir!
– No.
Me perseguirán permitiéndome moverme para estudiar todos los pasos que dé.
Dejándome hablar para estudiar todas mis palabras.
Vigilándome como los sabuesos a su presa para tener…
Algo que pueda parecer falta…
Y todo servirá para ese fin…
Marta, que es siempre tan discreta, se siente tan invadida de piedad,
que levanta la mano como para hacerle una caricia en la mejilla enflaquecida;
pero se detiene y se ruboriza.
Dice:
– ¡Perdona!
¡Me has hecho sentir la misma pena que me hace sentir nuestro Lázaro!
¡Perdóname, Señor, por haberte amado como a un hermano que sufre!
– Soy el hermano que sufre…
Amadme con puro amor de hermanas…
Pero, ¿Y Lázaro?
María responde:
– Cada vez más desfallecido, Señor… –
Y a las lágrimas que ya le irritan los ojos da rienda suelta con esta confesión,
que se une a la pena de ver tan afligido a su Maestro.
– No llores, María.
Ni por Mí ni por él.
Hacemos la divina Voluntad.
Se debe llorar por quien no sabe hacer esta voluntad…
María se inclina para tomar la mano de Jesús y la besa en la punta de los dedos.
Entretanto han llegado a la casa.
Entran y van inmediatamente a donde Lázaro.
Los apóstoles por su parte descansan y se refrescan con lo que ofrecen los criados.
Jesús se inclina hacia el macilento Lázaro, cada vez más consumido;
lo besa sonriente para aligerar la tristeza de su corazón.
Lázaro dice:
– ¡Maestro, cuánto me quieres!
Ni siquiera has esperado a la caída de la tarde para venir a mí.
Con este calor…
Jesús responde:
– Amigo mío, Yo me deleito en ti y tú en Mí.
Lo demás es nada.
– Es verdad.
Es nada.
Incluso mi sufrimiento me es nada…
Ahora sé por qué sufro, y qué puedo con mi sufrimiento.
Y Lázaro sonríe con una íntima, espiritual sonrisa.
Un sollozo quiebra la voz de Martha,
al decir:
– Así es, Maestro.
Casi se diría que nuestro Lázaro ve con placer la enfermedad y…
La hermana calla.
Lázaro confirma:
– Sí, dilo…
¿Por qué no?: y la muerte.
Maestro, diles a ellas que me deben ayudar, como hacen los levitas con los sacerdotes.
– ¿A qué, amigo mío?
– A consumar el sacrificio…
Pálida de dolor, María, acariciando la mano amarillenta de su hermano.
pregunta más fuerte:
– ¡Y sin embargo tenías miedo de la muerte hasta hace poco tiempo!
¿Entonces ya no nos quieres?
¿Ya no quieres al Maestro?
¿No le quieres servir?…
– ¿Y lo preguntas tú?
¿Precisamente tú, alma ardiente y generosa?
¿No soy tu hermano?
¿No tengo tu misma sangre y tus mismos santos amores:
Jesús, las almas y vosotras, amadas hermanas?…
Pero desde Pascua mi alma conserva una gran palabra.
Y amo la muerte.
Señor, te la ofrezco por tu misma intención.
– ¿Entonces ya no me pides la curación?
– No, Rabbuní.
Te pido bendición para saber sufrir y… Morir…
Y si no es demasiado pedir, para redimir…
Tú lo dijiste…
– Lo dije.
Y te bendigo para darte todas las fuerzas.
Jesús le impone las manos.
Luego lo besa.
– Estaremos juntos y me instruirás…
– No ahora, Lázaro.
No me detengo.
He venido unas pocas horas.
Cuando se haga de noche me marcho.
Los tres hermanos,
preguntan, desilusionados:
– ¿Por qué?
– Porque no puedo detenerme…
Volveré en otoño.
Y entonces… estaré mucho aquí.
Porque mucho haré aquí…
Y en los alrededores…
Sigue un silencio triste.
Luego Marta suplica:
– Entonces, al menos, descansa y repón fuerzas…
– Nada me dará como vuestro amor nuevas fuerzas.
Haced que descansen mis apóstoles y a mí dejadme estar aquí, con vosotros, con esta paz…
Marta sale, llorando.
Y vuelve con unas tazas de leche fría y fruta temprana…
Diciendo:
– Los apóstoles han comido y ahora duermen cansados.
Maestro mío, ¿Verdaderamente no quieres descansar?
– No insistas, Martha.
No habrá surgido todavía el alba y ellos ya me estarán buscando…
Aquí, en el Getsemaní, en casa de Juana, en todas las casas amigas.
Pero para el alba Yo ya estaré lejos.
Lázaro pregunta:
– ¿A dónde vas, Maestro?
– Hacia Jericó, pero no por el camino usual…
Tuerzo hacia Tecua y luego retrocedo hacia Jericó.
Martha susurra:
– Camino molesto en este período…
– Precisamente por eso está solitario.
Caminaremos de noche.
Las noches son claras, incluso antes de que se levante la Luna…
Y el alba viene tan rápido…
María pregunta:
– ¿Y luego?
– Luego la Transjordania.
Y a la altura de Samaria, en su septentrión, pasaré el río y vendré a esta parte.
Lázaro dice:
– Ve pronto a Nazaret.
Estás cansado…
– Antes tengo que ir a la orilla del mar…
Luego… iré a Galilea.
Pero también me perseguirán allí…
Martha dice:
– Tendrás en todo caso a tu Madre, que te consuela…
– ¡Sí, pobre Mamá!
María recuerda:
– Maestro, Magdala es tuya.
Ya lo sabes.
– Lo sé, María…
Conozco todo el bien y todo el mal…
– ¡Separados así!…
¡Durante tanto tiempo!
¿Me encontrarás vivo, Maestro?
– No lo dudes.
No lloréis…
Hay que habituarse también a las separaciones.
Y son útiles para probar la fuerza de los afectos.
Se entienden mejor los corazones amados viéndolos con ojo espiritual, desde lejos.
Cuando, no bajo el efecto del gusto humano por la cercanía física del amado,
se puede meditar en su espíritu y en su amor…
Se comprende más el yo de la persona lejana…
Estoy seguro de que pensando en vuestro Maestro lo comprenderéis mejor todavía,
cuando veáis y contempléis en paz mis acciones y mis afectos.
– ¡Oh, Maestro!
¡Pero nosotros no tenemos dudas respecto a Ti!
– Ni yo respecto a vosotros.
Lo sé. Pero me conoceréis más todavía.
Y no os digo que me améis, porque conozco vuestro corazón.
Digo solamente: orad por Mí.
Los tres hermanos lloran…
¡Está tan triste Jesús!…
¿Cómo no llorar?
– ¿Qué queréis?
Dios había puesto el amor entre los hombres.
Pero los hombres, en su lugar, han metido el odio…
Y el odio divide no sólo a los enemigos entre sí,
sino que también se introduce astutamente para separar a los amigos.
Sigue un silencio largo.
Luego Lázaro dice:
– ¡Maestro, vete de Palestina durante un tiempo!…
– No.
Mi puesto está aquí.
Para vivir, evangelizar, morir.
– Pero encontraste un remedio para Juan y la griega.
Ve con ellos.
– No.
A ellos había que salvarlos.
Yo debo salvar.
Y ésta es la diferencia que explica todo.
El altar está aquí…
Y aquí está la cátedra.
No puedo ir a otro lugar.
Y además…
¿Creéis que ello cambiaría lo que está decidido?
No. Ni en la Tierra ni en el Cielo.
Lo único que haría sería empañar la pureza espiritual de la figura mesiánica.
Sería “el cobarde” que se salva con la fuga.
Debo dar el ejemplo, a los del presente y a los del futuro…
De que en las cosas de Dios, en las cosas santas, no hay que ser cobardes…
Lázaro suspira diciendo:
– Tienes razón, Maestro…
Y Martha, apartando la cortina,
apoya diciendo:
– Tienes razón…
La tarde avanza.
Ya no hay sol…
María se echa a llorar angustiosamente…
Como si esta palabra hubiera tenido el poder de disolver su fuerza moral,
que contenía su llanto vertiendo lágrimas sólo silenciosamente.
Llora más desconsoladamente que en la casa del fariseo,
cuando con su llanto pedía perdón al Salvador…
Martha le pregunta:
– ¿Por qué lloras así?
– ¡Porque has dicho la verdad, hermana!
Ya no hay Sol…
El Maestro se marcha…
Ya no hay Sol para mí… para nosotros…
Jesús dice:
– Calmaos.
Os bendigo.
Quede con vosotros mi bendición.
Y ahora dejadme con Lázaro, que está cansado y necesita silencio.
Velando a mi amigo descansaré.
Asistid a los apóstoles y haced que estén preparados para la hora de las sombras…
Las discípulas se retiran y Jesús se queda silencioso, recogido en Sí mismo;
sentado al lado del amigo que pierde vigor y que, satisfecho con esa cercanía,
se duerme con una leve sonrisa en el rostro.