Archivos diarios: 14/04/22

499 Posesión Demoníaca Perfecta

499 IMITAR A JESÚS ES EL EJEMPLO QUE SALVA

420 Curación de un endemoniado completo. 

Jesús y los suyos siguen estando por los campos.

Aquí la siega de los cereales está ya terminada y los campos muestran los rastrojos resecos.

Jesús camina por el margen de un sendero sombreado.

Va hablando con unos hombres que se han unido al grupo de los apóstoles.

Uno de ellos dice:

–            Sí. Nada lo cura.

Está más que desquiciado.

Mira, es el terror de todos, especialmente de las mujeres;

porque las sigue con gestos o palabras obscenos.

¡Y ay si lograra atraparlas!

Otro agrega:

–          Nunca se sabe dónde está.

En los montes, en los bosques, en los surcos de los prados…

Aparece al improviso como una serpiente…

Las mujeres tienen mucho miedo de él.

Una jovencita, murió a causa de él en pocos días por una fuerte fiebre.

El otro día, mi cuñado había ido al lugar donde ha preparado para sí y los suyos el sepulcro;

porque se le ha muerto el padre de su mujer, para aprestar todo para la sepultura.

Pero tuvo que huir, porque dentro estaba el poseso, desnudo y gritando, como siempre.

Y lo amenazaba lanzándole piedras…

Lo siguió hasta el pueblo y luego volvió al sepulcro.

Y ha tenido que sepultar al muerto en mi sepulcro.

Otro más recordó:

–           ¿Y aquella vez que Tobías y Daniel lo habían cogido por la fuerza, lo habían atado y lo habían llevado de nuevo a su casa?

Los esperó medio sepultado entre las cañas y el barro del río…

Y cuando montaron en barca para la pesca o para atravesar el río, no sé bien;

con su fuerza de demonio alzó la barca y la volcó.

Salvaron la vida de milagro, pero todo lo que había en la barca se perdió.

Y la misma barca salió de aquello con la quilla rota y los remos destrozados. 

Jesús pregunta:

–           ¿Pero no lo mostrasteis a los sacerdotes?

–           Sí.

Atado como una carga de mercancía lo llevaron hasta Jerusalén…

¡Qué viaje! ¡Qué viaje!…

Te digo que no necesito bajar al infierno para saber lo que sucede y se dice allí.

Pero no sirvió de nada…

–           ¿Volvió como antes?

Varios responden:

–            ¡Peor!

–              ¡Y, sin embargo… el sacerdote!…

–            Sí, ya, pero…

Se necesitaría…  

Jesús pregunta:

–             ¿Qué?

Continúa…

Silencio.

–             Habla, pues.

No temas.

No te voy a acusar.

–             Bien… estaba diciendo…

Pero no quiero pecar… estaba diciendo…

que… sí…

el sacerdote lo podría conseguir si…

si…

–              Si fuese santo, quieres decir.

Y no te atreves a decirlo.

Yo te digo: evita el juzgar.

Pedro interviene:

–               Pero es verdad cuanto dices.

¡Es dolorosamente verdadero! …

Jesús calla y suspira.

Sigue un breve silencio embarazoso.

Luego uno se atreve a hablar de nuevo.

–             Si lo encontramos, ¿Lo curas?

¿Liberas estas comarcas?

–              ¿Esperas que pueda hacerlo?

¿Por qué?

–               Porque eres santo.

–               Santo es Dios».

–              Y Tú, que eres Hijo suyo.

–             ¿Cómo puedes saberlo?

–             ¡Hombre, corre la voz! Y…

Y además somos del río y sabemos lo que hiciste hace tres lunas.

¿Quién detiene una crecida, si no es Hijo o Dios?

–             ¿Y Moisés?

¿Y Josué?

–              Obraban en nombre de Dios y para su gloria.

Y podían porque eran santos.

Tú los superas.

–              ¿Lo vas a hacer, Maestro?

–              Lo haré, si lo encontramos.

Prosiguen.

El calor, que aumenta, los induce a dejar el camino…

Y a buscar alivio en una espesura de árboles que hay en la orilla del río;

que ya no está agitado como cuando la crecida;

sino que, aunque todavía baje rico en aguas…

Las tiene quietas y azules, llenas de resplandor bajo el sol.

El sendero se ensancha y muestra en el fondo una blancura de casas.

Debe ser un pueblo que se va haciendo cada vez más cercano.

En las márgenes, construcciones pequeñas, blanquísimas y sin más aberturas que una en una pared.

Parte están abiertas;

la mayoría, sin embargo, cerradas herméticamente.

En los alrededores de ellas no hay nadie.

Están diseminadas en un terreno yermo y agreste;

parece abandonado.

Sólo yerbajos y pedruscos.

De repente se escucha muy fuerte,

un grito amenazante:

–             ¡Vete!

¡Vete!

¡Retrocede o te mato!

Los lugareños dicen:

–           ¡Ahí está el poseso y nos ha visto!

–           Yo me marcho.

–           Yo también.

–             Y yo os sigo.

Jesús dice:

–             No temáis.

Quedaos y ved.

Jesús se muestra tan seguro, que los…

valientes obedecen.

Aunque, eso sí, se ponen detrás de Jesús.

También se quedan atrás los discípulos.

Jesús va adelante solo y solemne, como si nada viera ni oyera.

–             ¡Vete!

El grito de la voz es desgarrador, tiene componentes de gruñido y aullido.

Parece imposible que pueda salir de garganta humana.

–              ¡Vete!

¡Atrás!

¡Que te mato!

¿Por qué me persigues?

¡No quiero verte!

El poseso pega saltos, completamente desnudo;

moreno, con barba y pelo largos y enredados.

Los mechones negros e hirsutos, llenos de hojas secas y polvo,

le caen por encima de los ojos torvos, inyectados de sangre, móviles alrededor de sus órbitas.

Y llegan hasta la boca, abierta mientras grita

y emite demenciales carcajadas que parecen una pesadilla;

hasta la boca que emite espuma y que sangra.

(porque el desquiciado se golpea la boca con una piedra puntiaguda)

Y dice:

–             ¿Por qué no te puedo matar?

¿Quién me ata la fuerza?

¿Tú?

¿Tú?

Jesús lo mira y sigue adelante.

El loco se revuelca por el suelo, se muerde;

echa más espuma todavía, se golpea con su piedra…

Se pone de nuevo en pie bruscamente;

apunta el índice hacia Jesús, mirándolo fuera de sí,

Y dice:

–                ¡Oíd!

¡Oíd!

Este que viene Es…

Jesús levanta su Voz, adquiriendo una gran majestad:

–             ¡Calla, demonio del hombre!

Te lo ordeno.

–               ¡No!

¡No! ¡No!

No me callo, no, no me callo.

¿Qué hay entre nosotros y Tú?

¿Por qué no nos dejas tranquilos?

¿No te ha bastado habernos encerrado en el reino de infierno?

¿No te basta venir, haber venido para arrebatarnos al hombre?

¿Por qué nos impeles hasta allá abajo?

¡Déjanos vivir en nuestras presas!

Tú, grande y poderoso pasa y conquista, si puedes.

Pero déjanos a nosotros gozar y hacer daño.

Para eso estamos.

¡Oh! ¡Mal…!

¡No!

¡No puedo decirlo!

¡No me lo dejes decir!

¡No me lo dejes decir!

¡No puedo maldecirte!

¡Te odio!

¡Te persigo!

¡Te espero para torturarte!

¡Te odio a ti y a Aquel de quien procedes!

¡Y odio a Aquel que es vuestro Espíritu!

¡Odio el Amor, yo que soy Odio!

¡Quiero maldecirte!

¡Quiero matarte! Pero no puedo.

¡No puedo!

¡No puedo todavía!

Pero te espero, Cristo, te espero.

¡Muerto te veré!

¡Oh, hora de felicidad!

¡No!

¡No felicidad!

¿Muerto Tú?

No.

No muerto.

¡Y yo vencido!

¡VENCIDO!

¡SIEMPRE VENCIDO!…

¡¡¡Ah!!!…

El paroxismo toca su culmen.

Jesús sigue caminando hacia el poseso, teniéndolo bajo el rayo de sus ojos magnéticos.

Ahora Jesús está completamente solo.

Apóstoles y lugareños se han quedado atrás.

Éstos, detrás de los apóstoles, los apóstoles, separados de Jesús unos treinta metros al menos.

Algunos habitantes del pueblo, que parece muy poblado y también rico;

han salido, atraídos por los gritos;

están observando la escena, preparados también para huir como el otro grupo.

Así la escena se desarrolla de esta manera:

En el centro el poseso y Jesús, a pocos metros el uno del otro.

Detrás de Jesús, a la izquierda, apóstoles y lugareños;

a la derecha, detrás del poseso, los habitantes de pueblo.

Jesús, después de la orden de callar, no ha vuelto a hablar.

Solamente mira fijo al poseso.

Pero ahora Jesús se detiene y alza los brazos, los extiende hacia el endemoniado…

Está para hablar.

Entonces los gritos se hacen verdaderamente infernales.

El poseso se retuerce, da saltos a la derecha, a la izquierda, hacia arriba.

Parece como si quisiera huir o arremeter, pero no puede.

Está clavado allí y aparte de sus contorsiones no se le concede ningún otro movimiento.

Cuando Jesús tiende sus brazos, con las manos extendidas como quien jura;

el demente grita más fuerte…

Y después de mucho haber imprecado, reído y blasfemado,

se pone a llorar y a suplicar.

–               ¡En el infierno no!

¡No en el infierno!

¡No me mandes allí!

Horrenda es mi vida ya aquí, en esta cárcel de hombre;

porque quiero recorrer el mundo y despedazarte a tus criaturas.

¡Pero allí, allí, allí!

¡No!

¡No! ¡No!

¡Déjame fuera!…

–              Sal de éste.

Te lo mando.

–              ¡No!

–             ¡Sal!

–             ¡No!

–             ¡Sal!

–             ¡No!

–             En el nombre del Dios verdadero, sal!

–             ¡Oh! ¿Por qué me vences?

Pero no salgo, no.

Tú eres el Cristo, Hijo de Dios, pero yo soy…

–             ¿Quién eres?

–             Yo soy Belcebú.

Belcebú soy, el Amo del mundo.

Y no me doblego.

¡Te desafío, Cristo!

El poseso se inmoviliza de golpe, rígido, casi hierático.

Y mira fijo a Jesús con ojos fosforescentes, apenas moviendo los labios con palabras no inteligibles.

Y haciendo, con las manos llevadas hacia los hombros, los codos flexionados, leves movimientos.

Jesús también se ha detenido.

Ahora tiene los brazos recogidos sobre el pecho.

Lo mira.

También Jesús mueve levemente los labios.

Pero no se oye ninguna palabra.

Los presentes esperan con opiniones contrarias:

–             ¡No lo consigue!

–             Sí, ahora el Cristo lo consigue.

–             No.

Vence el otro.

–              Es bien fuerte.

–              ¡Sí!

–              ¡No!

Jesús abre los brazos.

Su rostro es un resplandor de imperio, su voz un trueno.

–             Sal.

Por última vez.

¡Sal, Satanás!

¡Lo mando Yo!

–             ¡Aaaaaaaah!

Es un grito larguísimo de aflicción infinita.

(No lo emite así uno, que sea traspasado lentamente por una espada).

Y luego el grito se concreta en palabras:

–             Salgo, sí.

Me has vencido.

Pero me vengaré.

Tú me echas a mí, pero tienes un demonio a tu lado.

Y EN ESE ENTRARÉ PARA POSEERLO.

Invistiéndolo con todos mis poderes.

Y no habrá orden tuya que me lo arrebate.

En todo tiempo, en todo lugar, me engendro hijos.

Yo, el autor del Mal.

Y como Dios se ha generado por Sí Mismo;

yo por mí mismo me genero.

Me concibo en el corazón del hombre…

Y éste me da a luz…

Da a luz un nuevo Satanás que es él mismo.

Y yo exulto…

¡Exulto de tener tanta prole!

Tú y los hombres siempre encontraréis estas criaturas mías que son otros idénticos a mí.

Voy Cristo, a tomar posesión de mi nuevo reino, como Tú quieres.

Y te dejo esta piltrafa de hombre maltratado por mí.

Por este que te dejo, limosna de Satanás a ti, Dios;

me tomo ahora mil, diez mil.

Y los encontrarás cuando seas un sucio harapo de carne…

Arrojada como escarnio a los perros…

Y tomaré otros, en el transcurso de los siglos…

¡Aquí están los NUEVOS JUDAS!

Millares y millares, para hacer de ellos mi instrumento y tu tormento.

¿Crees vencer levantando tu Signo?

Los míos lo echarán abajo y yo venceré…

¡Ah!

¡NO!

¡NO TE VENZO!

¡Pero te torturo a Tí en los tuyos! …

Se oye un fragor como de rayo.

Pero no hay ni culebrina de luz ni rumor de trueno.

Sólo un estallido seco y desgarrador.

Y mientras el poseso cae como muerto al suelo y se queda allí…

Un grueso tronco que está cerca de los discípulos cae al suelo;

como si a un metro de la base hubiera sido segado por una sierra de acción fulmínea.

El grupo apostólico apenas si tiene tiempo de apartarse.

¿Y los lugareños?…

Huyen del todo.

Pero Jesús, que se ha agachado a tomar de la mano al hombre caído;

se vuelve, estando así agachado.

Y teniendo la mano del liberado en la suya,

dice:

–           ¡Venid!

¡No temáis!

Temerosa, la gente se acerca.

–           Está curado.

Traed una túnica.

Uno sale a la carrera.

El hombre vuelve en sí poco a poco.

Abre los ojos y encuentra la mirada de Jesús.

Se sienta.

Con la mano libre se seca el sudor, la sangre y la baba.

Se echa hacia atrás el pelo, se observa.

Se ve desnudo delante de tanta gente y se avergüenza.

Se acurruca y pregunta:

–             ¿Qué ha pasado?

¿Quién eres?

¿Por qué estoy aquí, desnudo?

–             Nada, amigo.

Ahora te traerán ropa y volverás a tu casa.

–            ¿De dónde vengo?

¿Y tú de dónde vienes?

Habla con voz de enfermo, cansada y sin emoción.

–            Vengo del Mar de Galilea.

–            ¿Y cómo me conoces?

¿Por qué me socorres?

¿Cómo te llamas?

Llegan algunos hombres con una túnica.

Se la ofrecen al hombre que ha recibido el milagro.

Y llega una pobre vieja llorando y aprieta al curado contra su corazón.

–             ¡Hijo mío!

–             ¡Mamá!

¿Por qué me has dejado durante tanto tiempo?

La anciana llora más fuerte, lo besa y acaricia.

Quizás iba a decir otras palabras, pero Jesús la domina con sus ojos…

Y le inspira otras, más compasivas:

–            ¡Has estado muy enfermo, hijo mío!

Alaba a Dios, que te ha curado…

Y a su Mesías, que ha obrado en el nombre de Dios.

–             ¿Éste?

¿Cómo se llama?

–            Jesús de Galilea.

Pero su nombre es Bondad.

Bésale las manos, hijo; dile que te perdone por cuanto has hecho o dicho…

Cierto que has hablado estando…

Para detener las palabras imprudentes,

Jesús dice:

–             Sí, ha hablado estando con fiebre.

Pero no era él el que hablaba y Yo no soy severo con él.

Sé bueno ahora.

Sé continente… – recalca la palabra.

El hombre baja la cabeza, confundido.

Pero lo que Jesús ahorra, no lo ahorran los ciudadanos ricos, que ahora ya están cerca.

Entre ellos están los infaltables fariseos.

–           ¡Te ha ido bien!

–           ¡Suerte la tuya, que has encontrado a éste, amo de los demonios!

–            ¿Endemoniado yo?

El hombre está aterrorizado.

La vieja reacciona:

–             ¡Malditos!

¡Sin piedad ni respeto!

¡Víboras odiosas y crueles!

Y tú también, inútil ministro de la sinagoga.

¿Amo de los demonios el Santo?

–             ¿Y quién crees que puede tener poder sobre ellos, si no su rey y padre?

–             ¡Sacrílegos!

¡Blasfemos! ¡M…!

Jesús ordena:

–            Silencio, mujer.

Sé feliz con tu hijo.

No impreques.

A mí no me causa ni preocupación ni afrenta.

Id en paz todos.

A los buenos, mi bendición.

Vamos, amigos.

El hombre sanado dice:

–             ¿Puedo seguirte? 

–              No.

Quédate.

Sé testimonio mío y alegría para tu madre.

Ve.

Entre gritos de aplauso y cuchicheos de burla,

Jesús atraviesa parte de la ciudad;

para luego entrar de nuevo en las sombras de los árboles que están a lo largo del río.