Archivos diarios: 27/04/22

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IMITAR A JESÚS ES EL EJEMPLO QUE SALVA

426 Con las romanas en Cesárea Marítima. 

Jesús es huésped de la humilde familia del soguero.

Una casita baja…

Y salitrosa por la proximidad de las aguas marinas.

Detrás de la casa, unos almacenes poco fragantes,

donde se descargan las mercancías antes de que los distintos compradores las retiren.

Delante, un camino polvoriento, surcado por pesadas ruedas.

Rumoroso a causa de los descargadores, de los muchachos traviesos, de los carreteros…

De los marineros que van y vienen ininterrumpidamente.

Al otro lado del camino, una pequeña dársena, de agua oleaginosa por los detritos arrojados en ella…

Y por su inmovilidad.

De la dársena sale un pequeño puerto-canal;

que desemboca en el verdadero, amplio puerto capaz de recibir naves grandes.

Por la parte occidental, hay una plaza arenosa donde se fabrica la cuerda;

en medio de un fuerte rechinar de cabrestantes de torsión movidos a mano.

En la parte oriental otra plaza mucho más pequeña, aún más ruidosa y desordenada,

donde hombres y mujeres apañan redes y velas.

Luego casuchas bajas y salitrosas, llenas de niños semidesnudos.

Ciertamente no se puede decir que Jesús haya elegido un lugar señorial como alojamiento:

Moscas, polvo, batahola, olor de agua estancada y cáñamo puesto a remojo,

antes de ser usado son los soberanos del lugar.

Y en la casita del cordelero está el Rey de reyes…

echado con sus apóstoles encima de un montón de cáñamo sin elaborar.

Duerme, cansado…

En ese humilde cuarto,  que es medio trastero, medio almacén;

que está en la parte de atrás de la casita.

Y a través del cual se entra, por una puerta negra como el alquitrán, a la cocina también negra.

Por una puerta carcomida y corroída por el polvo y el salitre;

que le dan una tonalidad blanco-gris de pómez, se sale a la plaza donde se fabrica la cuerda.

Y de donde llegan hedores de cáñamo en maceración.

El sol azota la plaza a pesar de cuatro enormes plátanos:

dos a un lado, dos al otro, de la plaza rectangular;

bajo los cuales están los cabrestantes para retorcer el cáñamo.

No es posible saber la palabra correcta para nombrar la máquina que usan.

Los hombres, cubiertos con una túnica reducida a lo esencial para tapar lo que la decencia impone;

empapados de sudor como si estuvieran debajo de una ducha;

dan vueltas y vueltas a su cabrestante,

con movimiento continuo como galeotes condenados…

Hablan sólo lo suficiente para decir las indispensables palabras inherentes al trabajo.

Por tanto, si se quita el chirrido de las ruedas de los cabrestantes y el del cáñamo estirado en la torsión,

no hay ningún otro ruido en la plaza,.

Esto es un extraño contraste con el que hay en los otros lugares de alrededor de la casa del soguero.

Los trabajadores dan vueltas a su malacate y no se oye otro ruido al estirar el cáñamo.

Por eso sorprende, la exclamación de uno de los sogueros:

–           ¡¿Mujeres?!

Los demás lo miran,

exclamando: 

–              ¿A estas horas tan tremendas?

–             ¡Mirad!…

El sol fustiga sin piedad, en la pequeña plazoleta;

pese a los cuatro gigantescos plátanos que están en cada ángulo de la plaza rectangular.

–            Vienen justamente hacia aquí…

Bromeando, un joven soguero,

dice:

–           Tendrán necesidad de cuerdas para atar a sus maridos…

–              Tal vez pueden necesitar también cáñamo para labores.

–             ¡Mmm!

¿Del nuestro, tan tosco como es, cuando hay quien lo ofrece ya espadillado?

–             ¿Del nuestro, cuando pueden conseguir uno muy fino?

–             El nuestro cuesta menos.

¿Ves?

Son pobres…

–           Pero no son hebreas.

Mira cómo el manto es diferente.

–               Así es.

–              Acá en Cesárea Hay de todo un poco…

–              Tal vez busquen al Rabbí…

–              Estarán enfermas…

–              Mira como vienen cubiertas y con este calor.

El soguero al que todos obedecen,

dice:

–           Con tal de que no sean leprosas…

Miseria sí, pero lepra no;

no la quiero ni siquiera por resignación a Dios.

–             ¿Pero oyes lo que dice el Maestro?:

“Hay que aceptar todo lo que Dios manda”.

–           Pero Dios no manda la lepra.

La mandan los pecados, los vicios y los contagios…

¡Lo único que me faltaría sería lepra en casa, con todos los hijos que tengo!…

El soguero patrón, dejando de mover el cabrestante;   

Se adelanta, para ir a su encuentro.

Y se pone en camino.

Sus compañeros lo siguen…

Diciendo:

–           Vamos también a oír qué dicen,.

–           Para saber lo que quieren…

Las mujeres han llegado ya por detrás no de estos que hablan.

Y que están en el lado opuesto de la plaza;

sino de los que están en la parte cercana de la casa…

Y a las mujeres les quedan más próximos, para llegar a ellos.

Una de ellas se inclina, para decir algo a uno de los sogueros…

El cual se vuelve, asombrado.

Y se queda un momento donde está…

Como atolondrado.

Luego va con el capataz de los trabajadores.

Y habla con él…

El cordelero capataz, dirigiéndose al soguero patrón,

cuando éste ha llegado hasta el pequeño grupo;

Le informa:

–             Simón, esta mujer desea algo…

Pero habla en una lengua extranjera.

Háblale tú que has navegado…

Tratando de ver su cara, bajo el velo oscuro,

Simón pregunta con voz ronca,

en latín culto:

–           ¿Qué quieres?

Ella responde en un griego clásico:

–           Al Rey de Israel.

Al Maestro.

–           ¡Ah!

Comprendo.

¿Pero… sois leprosas?

–               No.

–               ¿Quién me lo puede asegurar?

–               Él mismo.

Pregúntale a Él.

El hombre duda…

Realmente no sabe qué hacer…

Luego dice:

–            Bien.

Haré un acto de Fe y Dios me protegerá.

Lo voy a llamar.

Quedaos aquí.

dudando

Las cuatro mujeres, no se mueven:

Son un grupo extraño, ceniciento y mudo.

Que son observadas con estupor y con manifiesto temor, por parte de los sogueros;

que se han agrupado a algunos pasos de distancia.

E1 hombre va al almacén y toca a Jesús…

Que duerme.

Le dice:

–            Maestro…

Sal afuera.

Te buscan.

Jesús se despierta y se levanta enseguida,

preguntando:

–            Quién?

–            ¡Mmm!…

Mujeres griegas.

Tapadas completamente…

Dicen que no son leprosas…

Y que Tú me lo puedes asegurar…

Jesús dice:

–            Voy enseguida.

Se anuda las sandalias que se había quitado.

Se ata la túnica en la parte del cuello y se ciñe el cinturón.

Que también se había quitado para estar más libre y poder dormir mejor.

Y sale al encuentro de las mujeres.

Caminando junto con el soguero.

Las mujeres hacen ademán de ir hacia Él.

Simón les ordena:

–            ¡Estad ahí, os digo!

No quiero que caminéis por donde juegan mis hijos…

Primero quiero que Él diga que estáis sanas.

Las mujeres se detienen.

Jesús se acerca a ellas.

La más alta, que no había hablado antes.

Dice en voz baja una palabra.

Jesús se vuelve al soguero:

–            Simón, puedes estar tranquilo.

Las mujeres están sanas y necesito escucharlas en paz.

¿Puedo entrar en la casa?…

–            No.

Está la vieja, que es más charlatana y curiosa que una urraca.

Ve allá al final, debajo del cobertizo de los pilones.

Hay también una pequeña bodega.

Allí estarás solo y en paz.

Jesús dice a las mujeres:

–             Venid…

Y va con ellas al final de la plaza, debajo del hediondo cobertizo,.

Dentro del cuarto, estrecho como una celda;

donde guardan herramientas rotas, trapajos, sobras de cáñamo, telas de araña gigantescas.

Donde el olor de la maceración y del moho raspan la garganta, de lo penetrantes que son.

Jesús, que está muy serio y pálido;

con una sonrisa de disculpa…

Mientras dice:

–         No es un lugar apropiado para ustedes.

Pero no dispongo de otra cosa.

Ellas se quitan el velo y el manto.

Y se descubre que son Plautina, Livia, Valeria y la liberta Álbula Domitila.