IMITAR A JESÚS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
440 Otro sábado en Nazaret.
Un nuevo comienzo de sábado en Nazaret,
porque apenas está empezando la puesta del sol del viernes.
Tomás está guardando en su sitio las herramientas.
Simón barre el aserrín, mientras Jesús limpia los cacharros, de cola, barnices y pintura.
Cuando, sudorosos pero alegres, llegan Mirta y Noemí junto con el joven Abel.
Se apean de sus burritos…
Y Abel los lleva al pesebre de los asnerizos de Nazaret, que ahora son discípulos.
Ellas entran por la puerta del taller, abierta para dar ventilación a la amplia habitación,
donde el calor de la rústica chimenea se ha hecho cómplice del gran calor estival.
Las mujeres se inclinan al entrar…
Saludando:
– La paz sea contigo, Maestro.
Y con vosotros también.
Atraviesan el taller y luego se postran ante Jesús.
Jesús contesta:
– La paz sea con vosotras.
Sois muy fieles.
¡Venir con este calor!
– ¡Oh, no es gran cosa!
Se encuentra uno tan bien aquí, que se olvida todo.
¿Dónde está tu Mamá?
– Está allá.
Terminando un vestido para Áurea.
Id vosotras.
Y las dos toman sus alforjas y van donde está María.
Se oyen sus voces armónicas más bien bajas,
que se funden con la vocecita aún no pulida de Áurea y con la voz argentina de María.
Zelote dice:
– Maestro, Mirta además de conservar al hijo que tenía…
Ha conseguido una nueva hija y en poco más de un año.
– Sí.
En poco más de un año…
Hace más de un año que María Magdalena se convirtió.
¡Cómo pasa el tiempo!
Me parece que fue ayer…
¡Cuántas cosas han sucedido también el año pasado!
Tomás recuerda:
– En poco más de un año.
¡Aquel hermoso retiro antes de la elección!
¡Luego encontramos a Juan de Endor!
¡Seguido de Margziam!
También a Daniel de Naím y María de Lázaro.
Luego Síntica…
Pero, ¿Dónde estará Síntica?
Pienso en ello frecuentemente.
Y no sé comprender por qué…
Tomás termina monologando consigo mismo, porque Jesús y Simón no le responden.
Salen al huerto a lavarse…
Para después acercarse hasta donde se encuentran las discípulas.
Regresa Abel y encuentra a Tomás todavía pensativo y perdido en sus recuerdos…
Moviendo distraídamente sus instrumentos de orfebre.
Abel se inclina a verlos…
Y pregunta:
– ¿Tuviste trabajo?
Tomás contesta:
– ¡Oh!
He hecho felices a todas las mujeres de Nazareth.
He reparado un montón de joyas.
No habría imaginado nunca que hubiera que arreglar tantas hebillas, brazaletes, collares y lises.
Hasta he tenido que rogar a Mateo que me trajera metal de Tiberíades.
Me he hecho una gran clientela…
¡Ja! ¡Ja! (ríe alegre)
Como no la tiene ni siquiera mi padre.
Verdad es que no pido dinero…
– ¿Pones tú todo?
– No.
Cobro sólo el valor del metal.
El trabajo lo regalo.
– Eres generoso.
– No.
Sabio.
No estoy ocioso.
Doy ejemplo de laboriosidad y de desapego del dinero y…
Predico…
Creo que actuando así he predicado más, sin decir una palabra palabra en la sinagoga,
que si hubiera estado hablando sin parar.
Y además…
Hago práctica.
Me he prometido a mí mismo que con el trabajo haré propaganda,
cuando tenga que ir a predicar a Jesús en medio de los infieles;
me estoy adiestrando para ello.
– Eres sabio como orfebre y como apóstol.
– Me esfuerzo en serlo por amor a Jesús…
¿Así que tú has ganado una hermana?
Trátala bien, ¿Eh?
Es como una palomita de nido.
Te lo digo yo, que estoy acostumbrado por mi oficio a tratar con las mujeres.
Es una ingenua palomita que ha tenido gran miedo del gavilán.
Que busca alas maternas y fraternas como defensa.
Si tu madre no la hubiera deseado, la habría pedido yo para mi hermana gemela.
¡Un hijo más, un hijo menos!
Es muy buena mi hermana, ¿Sabes?
– También mi madre.
Se le murió una niña cuando se quedó viuda.
Tal vez se le puso mala la leche, con el dolor por la muerte de mi padre.
Yo apenas me acuerdo de esa hermanita…
Quizás ni siquiera la recordaría, si mi madre no la llorase frecuentemente.
Y si todas las niñitas pobres de Belén no hubieran tenido derecho a comida y vestidos de nuestra casa,
en recuerdo de la pequeñuela muerta…
Como he crecido yo solo con mi madre,
he acabado teniendo yo también un gran amor por las niñas pequeñas…
Me doy cuenta de que ésta ya no es una niña pequeña…
Pero la veré como si lo fuera, por su corazón;
si es como decís mi madre, Noemí y tú…
– Puedes estar seguro de ello.
Vamos allá…
Allá, es en el comedor donde están las mujeres, Jesús y el Zelote.
Y donde Mirta, que ha venido con una gran esperanza, está conquistando a Áurea;
probándole una túnica de lino que ha cosido para la muchacha.
Mirta, que ha venido con una gran esperanza;
está conquistándose el corazón de Áurea y le prueba un vestido de lino que le hizo.
– Te queda bien.
Le dice acariciándola, mientras le ajusta el vestido.
Enseguida exclama:
– ¡Oh!
Ahí está mi hijo Abel.
Acércate hijo.
Mira…
Ésta es Áurea.
Pertenecerá a nuestra familia…
¿Lo sabías?
Abel contesta:
– Sí.
Y me siento tan contento como tú.
Mira a la niña.
La estudia…
Sus negros ojos se clavan en ella.
Se muestra satisfecho y sonríe.
Le dice:
– Nos amaremos en el Señor que nos salvó.
Lo amaremos y haremos que otros lo amen.
Seré para ti un hermano en espíritu y en cariño.
Lo prometo ante el Maestro y mi madre…
Y con una gran sonrisa, le tiende su mano fuerte y morena.
Áurea vacila por un momento…
Se sonroja y estrecha la mano de Abel.
Le contesta:
– Así lo haremos.
En el Señor.
Los presentes se sonríen entre sí.