549 ¡Ingratitud!6 min read

549 IMITAR A JESÚS ES EL EJEMPLO QUE SALVA

447b En Cafarnaúm unas palabras de Jesús sobre la misericordia y el perdón no encuentran eco.

Jesús reanuda su discurso, como si nada le hubiera interrumpido:

–             Debéis trabajar tanto cuanto el Mal trabaja.

Para edificar en vosotros y en torno a vosotros la casa del Señor,

como os decía al principio.

Hacer con una gran santidad,

que Dios pueda seguir descendiendo a los corazones y a nuestra amada Patria natal,

que tan castigada está ya…

Y que no sabe qué nimbo de desventura se está hinchando para ella en el septentrión,

en la nación fuerte que ya nos domina y que nos dominará cada vez más,

porque las acciones de los ciudadanos son tales,

que suscitan la repugnancia del Bonísimo e instigan al fuerte.

Y enojados Dios y el dominador,

¿Cómo pretendéis gozar de paz y bien?

Sed, sed buenos, hijos de Dios.

Haced que en Israel no uno, sino una multitud sean buenos,

para alejar los tremendos castigos del Cielo.

Os he dicho al principio que donde no hay paz,

la palabra de Dios no puede, pacíficamente escuchada, dar frutos en los corazones.

Y ya veis que esta reunión no ha sido tranquila y no será fructífera.

Hay demasiada agitación en los corazones…

Podéis marcharos.

Tendremos todavía unas horas para estar juntos.

Y orad, como Yo oro, para que quien nos turba se convierta…

Vamos, Madre.

Y abriéndose paso entre la multitud, sale a la calle.

Elí está todavía allí…

Térreo como un muerto, se arroja a los pies de Jesús,

suplicando:

–              ¡Piedad!

Me salvaste una vez al nieto.

Sálvame a mí, para tener tiempo de convertirme.

¡He pecado!

Lo confieso.

Pero Tú eres bueno…

Roma…

¡Oh, qué me va a hacer Roma?

Un hombre le grita:

–              Te va a desempolvar bien el polvo del verano con unos buenos latigazos.

Y la gente se ríe…

Mientras Elí emite un grito de agudo dolor, como si ya sintiera los azotes,

y gime:

–               Soy viejo…

Estoy enfermo y lleno de dolores…

¡Ay de mí!

Varios gritan:

–            ¡La cura hará que se te pasen, viejo chacal!

–            ¡Te vas a rejuvenecer y vas a bailar!…

Jesús ordena:

–              ¡Silencio! -a los protagonistas de esta burla.

Y al fariseo:

–             Levántate, ten decoro.

Tú sabes que no desciendo a complots con Roma.

¿Qué quieres pues, que te haga?

–             Es verdad. Sí.

Es verdad.

Tú no conspiras.

Es más, desprecias a los romanos, los odias, los mal…

–             Nada de eso.

No mientas ensalzándome como antes acusándome.

Y ten presente que no sería alabanza el decir de Mí que odio a éste o a aquél.

O maldigo a éste o a aquél:

Yo soy el Salvador de todos los espíritus.

Y ante mis ojos no hay razas ni rostros, sino espíritus.

–             ¡Es verdad!

¡Es verdad!

Pero Tú eres justo, Roma lo sabe y te defiende por ello.

Mantienes tranquilas a las turbas, enseñas el respeto a las leyes y…

–             ¿Es acaso un pecado ante tus ojos?

–             ¡No! ¡No!

¡Es justicia!

Sabes hacer lo que todos deberíamos hacer, porque eres justo.

Porque…

La gente hace risitas y cuchichea.

Bastantes epítetos se oyen, aunque se digan en voz baja:

–              ¡Embustero!

–              ¡Hipócrita!

–              ¡Esta misma mañana hablabas de otra manera! etc.

Jesús repite la pregunta:

–              Bien.

¿Y qué tengo que hacer Yo?

Elí exclama desesperado:

–            ¡Ir allí, donde el centurión!

¡Rápido!

Antes de que se marche la estafeta.

¿Ves?

¡Ya están preparando los caballos!

¡Piedad!

Jesús lo mira:

Pequeño, tembloroso, lívido de miedo, miserable…

Lo mira atentamente y con compasión.

Sólo cuatro pupilas lo miran con compasión:

Las del Hijo y las de la Madre.

Todas las demás son irónicas, severas o inquietas…

Incluso Juan y Andrés, tienen la mirada dura de severidad desdeñosa.

–             Tengo piedad.

Pero no voy donde el centurión…

–             Está en buena amistad contigo…

–             Que no.

–              Quería decir que te está agradecido por…

Por motivo del siervo que le curaste.

–             También a ti te curé al nieto.

Y no me estás agradecido, a pesar de ser israelita como Yo.

La merced no crea obligación.

–               Sí que la crea.

¡Ay de aquel que no sea agradecido para con…!

Elí comprende que se está condenando a sí mismo y trabándose, se calla.

La gente se burla.

El fariseo insiste:

–           ¡Pronto, Rabí!

¡Gran Rabí!

¡Santo Rabí!

¿No ves que está dando órdenes?

¡Ya se van a marchar!

¿Deseas verme escarnecido?

¿Muerto?

–             No.

Yo no voy a recordar una merced.

Ve tú y dile: “El Maestro dice que seas compasivo”.

¡Ve!

Elí se echa a trotar…

Mientras Jesús se dirige hacia su casa, en sentido opuesto.

El centurión debe haber aceptado,

porque se ve que desmontan los soldados que ya estaban a caballo.

Le devuelven al centurión una tablilla encerada y se llevan los caballos.

Pedro exclama:

–             ¡Qué pena!

¡Ese arresto venía de maravilla!

Mateo le responde:

–             Sí.

El Maestro debió haber dejado que lo castigaran.

Tantos golpes como insultos nos propina.

¡Viejo odioso!

Tomás exclama:

–              ¡Y así otra vez volvemos a empezar!

Jesús se vuelve severo:

–             ¿Tengo seguidores o demonios?

¡Marchaos vosotros que tenéis un corazón sin misericordia!

Me resulta penosa vuestra presencia.

Petrificados por el reproche, los tres se quedan donde están.

María implora:

–            ¡Hijo mío!

¡Ya tienes mucho dolor!

¡Y yo tengo ya mucha pena!

No añadas ésta…

¡Míralos!…

Y Jesús se vuelve a mirar a los tres…

Tres rostros desolados, con toda la esperanza y el dolor en los ojos.

Jesús ordena:

–            ¡Venid!

¡Oh, las golondrinas son menos rápidas!

–            Que sea la última vez que os oigo decir palabras como ésas.

Tú Mateo, no tienes derecho a decirlas;

tú Tomás, no has muerto todavía para juzgar quién es perfecto creyéndote salvado;

y tú Simón de Jonás, lo que has hecho es como subir fatigosamente a una cima

una piedra voluminosa y dejarla rodar hacia abajo.

Entiéndeme rectamente lo que quiero decir…

Y ahora escuchad.

Aquí, en la sinagoga y en la ciudad es inútil hablar.

Voy a hablar desde las barcas, en el lago;

ahora en un lugar, luego en otro.

Prepararéis las barcas, las que hagan falta.

E iremos en las tardes serenas o en las auroras frescas…

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