567 El Amor de Fusión

IMITAR A JESÚS ES EL EJEMPLO QUE SALVA

454 María Santísima y su amor perfecto. 

Se viene la noche, trayendo brisas que refrescan después de tanto calor…

Y penumbras de alivio después de tanto sol.

Jesús se despide de los de Ippo, muy firme en su propósito de no prorrogar la partida,

pues quiere estar en Cafarnaúm para el sábado.

La gente se aleja sin ganas.

Alguno, obstinado, lo sigue incluso fuera de la ciudad.

Entre éstos está la mujer de Afeq,

la viuda, que en el arrabal del lago,

rogó al Señor que la eligiera como tutora del pequeño Alfeo, a quien su madre no quería.

Se ha incorporado al grupo de las discípulas y ya está muy familiarizada con ellas.

Tanto, que la tratan como a una de la familia.

Ahora está con María Salomé, la madre de Santiago de Zenedeo y de Juan;

hablando muy animadamente con ella, en tono bajo.

Más atrás va María con su cuñada, María Cleofás.

Y ajustan su paso al del pequeñuelo, que camina en medio de ellas, dando la mano a las dos.

Alfeo se divierte en saltar en el borde de todas las piedras de la calzada construida por los romanos

ciertamente por estar hecha así, de piedras regulares.

Y ríe, diciendo cada vez:

–               ¿Ves qué bien lo hago?

¡Mira, mira otra vez!

Un juego que habrán hecho todos los niños del mundo,

cuando van de la mano de los que sienten para sí afectuosos.

Y las dos santas criaturas que lo sujetan de la mano,

muestran gran interés en su juego y lo alaban,

por la habilidad  con que se ve que salta.

El pobre pequeñuelo ha recobrado lozanía en pocos días de vida pacífica y amorosa;

la expresión de sus ojos es festiva, como la de los niños felices.

La sonrisa argentina de su boca lo hace incluso más atractivo y sobre todo, más niño;

no teniendo ya esa expresión que tenía en el anochecer de la partida de Cafarnaúm:

de hombrecito prematuramente triste.

María de Alfeo, observando esto…

Y oyendo algunas palabras de Sarah la viuda,

dice a su cuñada:

–               ¡Así sería perfecto!

Si yo fuera Jesús, se lo entregaría.

María responde:

–                Tiene una madre, María…

–                ¿Madre?

¡No lo digas!

Es más madre una loba que esa desalmada.

–                Es verdad.

Pero aunque no sienta el deber hacia su hijo, sigue teniendo el derecho respecto al hijo.

–                      ¡Mmm!

¡Para hacerle sufrir!

¡Míralo, ahora está mucho mejor!

–                    Ya lo veo.

Pero… Jesús no tiene el derecho de arrebatar los hijos a las madres;

ni siquiera para dárselos a quien los amaría.

–                      Tampoco los hombres tendrían derecho a… Basta.

Yo sé a qué me refiero.

–                     Te comprendo…

Quieres decir: tampoco los hombres tendrían derecho a quitarte el Hijo a ti.

Y no obstante, lo harán…

Pero haciendo esto, un acto humanamente cruel, provocarán un bien infinito.

Esto sin embargo, no sé si sería un bien para aquella mujer…

–                Para el niño sí.

Pero ¿Por qué Jesús nos dijo aquella cosa horrenda?

No tengo paz desde que la sé…

–                 ¿Y no sabías ya antes que el Redentor debía padecer y morir?

–                  ¡Sí que lo sabía!

¡Pero no sabía que era Jesús!

¡Porque lo he querido, ¿Eh?!

Más que a mis propios hijos.

Tan hermoso, tan bueno…

¡Oh!

Te envidiaba María mía, cuando era niño.

Y también siempre que…

Siempre…

Me dolía un simple soplo de viento que sufriera Él…

No puedo pensar que será torturado…

María Cleofás llora en su velo.

Y María la Madre, la consuela:

–                María mía, no mires la cosa desde el lado humano.

Piensa en sus frutos…

Yo, ya te puedes imaginar como veo irse la luz cada día…

Cuando muere la luz, digo: un día menos de tener a Jesús…

¡Oh! ¡María!

Por una cosa sobre todo, doy gracias al Altísimo:

Por haberme concedido alcanzar el amor perfecto.

Perfecto hasta lo que puede poseer una criatura…

Que me concede poder medicar y fortificar mi corazón diciendo:

“Su dolor y el mío son útiles para mis hermanos: bendito sea el Dolor”.

Si no amara así al prójimo…

No podría, ni siquiera pensar que van a matar a Jesús…

–              ¿De qué magnitud es, entonces, tu amor?

¿Qué amor hay que tener para poder decir esas palabras?

¿Para… para… no salir huyendo con el propio hijo?

¿Defenderlo y decir al prójimo:

“Mi primer prójimo es mi hijo y a él lo amo sobre todas las cosas”?

–                Es a Dios a quien hay que amar sobre todas las cosas.

–                Él también es Dios.

–                Él hace la voluntad del Padre y yo con Él.

¿Que de qué magnitud es mi amor?

¿Que qué amor hay que tener para poder decir esas palabras?

El amor de fusión con Dios…

Con la unión total, el abandono total;

vivir perdidas en Él, siendo una parte de Él Mismo.

De la misma forma que la mano es una parte de ti misma y hace lo que tu cabeza ordena.

Este es mi amor y es el amor que se debe tener,

para hacer siempre con buena voluntad, la voluntad de Dios.

–              Pero tú eres tú.

Eres la Bendita entre todas las criaturas.

Seguro que lo eras ya antes de tener a Jesús,

porque Dios te eligió para tenerlo.

Y te es fácil…

–               No, María.

Yo soy la Mujer y la Madre como toda mujer y madre.

El don de Dios no suprime a la criatura, que tiene su humanidad como todas las demás…

Aunque el don le dé una espiritualidad muy fuerte.

Tú sabes ya que yo he debido aceptar el don con voluntad espontánea…

Y con todas las consecuencias que el don comportaba.

Porque todo don divino es una gran bienaventuranza, pero también un fuerte compromiso.

Y Dios no violenta a ningún hombre para que acepte sus dones,

sino que pregunta a la criatura.

Y si la criatura, a la voz espiritual que le habla, contesta: “No”

Dios no la fuerza.

Todas las almas, al menos una vez en la vida, reciben la propuesta de Dios acerca de…

–           ¡No!

¡Yo no!

¡A mí no me ha pedido nunca nada! – exclama segura María de Alfeo.

María Virgen sonríe mansamente…

Y responde:

–             No te has percatado.

Y tu alma ha respondido sin que te dieras cuenta.

Eso es porque ya amas mucho al Señor.

–            ¡Te digo que no me ha hablado nunca!…

–            ¿Y por qué entonces estás aquí como discípula, siguiendo a Jesús?

¿Y por qué entonces, esa aflicción tuya porque tus hijos todos, sean seguidores de Jesús?

Sabes lo que significa seguirlo.

Y no obstante quieres que tus hijos lo sigan.

–            Así es!

Quisiera darle todos mis hijos.

Porque entonces verdaderamente diría que los he dado a luz…

A la Luz, a mis hijos.

Y oro mucho…

Oro porque pueda darlos a la Luz:

A Jesús, con una verdadera, eterna maternidad.

–             ¡Pues ya lo ves!

¿Y por qué eso?

Porque Dios te preguntó un día y te dijo:

“María, ¿Me concederías a tus hijos para ser mis ministros en la nueva Jerusalén?”.

Y tú respondiste: “Sí, Señor”

En la Tierra, el Amor de Jesús DOSIFICA nuestro calvario, Nos da el HEROÍSMO para el martirio. Y ÉL ES EL CIRENEO que nos ayuda a recorrer el Camino Y subir a la Cruz……

Y también ahora, que sabes que el discípulo no es más que el Maestro…

Respondes a Dios, que te pregunta aún para probar tu amor…

Respondes: “Sí, mi Señor.

¡Lo que quiero es que sean tuyos!”

¿No es así?

–               Sí, María.

Es así.

Es verdad.

Soy tan ignorante que no sé comprender lo que sucede en el alma.

Pero cuando Jesús o tú me hacéis pensar, digo que es verdad.

Es realmente verdad.

Digo que…

Preferiría verlos muertos por los hombres, antes que enemigos de Dios…

Claro que…

Si los viera morir… si…

¡Oh! Bueno, pero el Señor…

El Señor me ayudaría, ¡eh!

En esa hora…

¿O te ayudará sólo a ti?

–             Ayudará a todas sus hijas fieles y mártires en el espíritu.

En el espíritu y en la carne para gloria suya.

Alfeo, oyendo esto que dicen, ha dejado de dar brincos.

Y ha estado atentísimo a la conversación.

–            ¿Pero a quién van a matar? – pregunta el niño.   

Mirando alrededor curioso y un poco atemorizado,

hacia los campos solitarios que se van poniendo oscuros…

Vuelve a preguntar:

–           ¿Hay bandidos?

¿Dónde están?

–            No hay bandidos, pequeño.

Y por ahora, a nadie van a matar.

Salta, sigue saltando… – responde María Stma.

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