IMITAR A JESÚS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
455 La Iglesia es confiada a la maternidad de María.
Cuando rompe el alba Jesús se despierta…
Y se incorpora en su tosco lecho, hecho de tierra y hierba.
Luego se pone en pie, agarra sus sandalias y el manto que se había echado encima,
para defenderse del rocío y del fresco nocturno.
Y cautelosamente pasa por entre la maraña de piernas, brazos, torsos y cabezas,
de los apóstoles que dormían alrededor de El.
Con la luminosidad insegura del alba, que bajo los árboles frondosos apenas si es un atisbo de luz…
Se aleja algunos metros, aguzando la vista para ver en dónde pone los pies.
Y llega a un prado descubierto, el cual por un trozo entre árboles y rocas,
muestra un pequeño recorte del lago, que se despierta…
Y un amplio recorte del cielo que se hace claro pasando del pardo cerúleo,
propio del firmamento al salir de la noche, al celeste.
Mientras que al oriente ya se difumina con una pincelada amarillosa;
cada vez más afianzada y cargada,
hasta pasar del amarillo pálido al amarillo rosado y luego a un pálido coral hermosísimo.
El alba promete un hermoso día, a pesar de una levísima niebla que se resiste a ceder a la luz
el campo del cielo allá abajo, al oriente.
Disgregándose en velos de nubes tan ligeras, que el azul del cielo no se resiente;
sino que se adorna como con muselina blanquísima orillada de oro y corales.
Una muselina que va cambiando sin cesar, que se hace cada vez más bella…
Como esforzándose en alcanzar la perfección de su efímera belleza,
antes de que el día la destruya con el triunfo del sol.
Al occidente por el contrario, resiste algún astro aún a la luz creciente,
aunque carente ya del resplandor nocturno.
La Luna, próxima ya a desaparecer por detrás de las crestas de los montes…
Navega pálida, sin brillo, como un planeta moribundo.
Jesús erguido, con los pies desnudos sobre la hierba cargada de rocío…
Cruzado de brazos, la cabeza alta mirando al día que surge, parece pensar…
Pero en realidad habla con el Padre, en un coloquio de espíritus.
El silencio es absoluto.
De forma tal, que se oyen caer al suelo las gotas del abundantísimo rocío.
Pasan algunos minutos…
Jesús, todavía de pie y con los brazos cruzados baja la cara…
Y se abisma aún más en una meditación intensa.
Está concentrado totalmente en Sí mismo.
Sus magníficos ojos bien abiertos miran fijamente al suelo,
como para arrancar a las hierbas una respuesta.
Pero lo más seguro es, que no ven ni siquiera el lento movimiento de los tallitos;
los cuales es como si se estremecieran con el viento fresco del alba y también ellos se despertaran…
Con un estremecer semejante al de uno que sale de un profundo sueño…
Se despereza, se da la vuelta…
Y se despeja para volver a estar bien despierto, ágil en todos sus nervios y músculos.
Jesús mira, pero no ve este despertar de las hierbas y flores silvestres:
en las ramitas, en las hojas, en las corolas que forman umbelas, racimos, espigas o ramilletes…
Unas flores aisladas en los cálices;
otras que forman nimbos radiados, bocas de dragón, cornucopias, penachos, bayas;
algunas, enhiestas sobre sus tallos;
otras, sin tersura y colgadas de un tallo que no es suyo, al que se han enroscado;
otras en el suelo fláccidas, reptantes;
unas, reunidas en familias de muchas plantitas bajas y humildes;
otras, solitarias, anchas, de color y aspecto violentos…
Todas, tratando de sacudirse de los pétalos las gotas de rocío,
deseosas ahora ya no de aguazo sino de sol…
Caprichosas tanto en los deseos como en sus composturas…
Muy semejantes en esto a los hombres, que nunca están satisfechos con lo que tienen.
Jesús pareciera estar escuchando.
Pero ciertamente no oye el frufrú del viento que va aumentando…
Y se divierte en sacudir las gotas de rocío y hacerlas caer,
ni el bisbiseo cada vez mayor de los pajarillos que se despiertan
y se cuentan los sueños de la noche.
O intercambian sus consideraciones sobre la cuna tibia y cóncava dónde,
en medio de pelusa y blando heno, los que ayer estaban implumes,
hoy ya echan las primeras plumas.
Y abren desmesuradamente los desmedidos picos mostrando ávidos, las gargantas rojas…
Chillando con su primera, exigente petición de alimento.
Pareciera estar escuchando.
Ciertamente no es al primer reclamo burlón del mirlo,
al primer canto dulce del curruco,
ni de la alondra la nota de oro trinada, alzándose festiva al encuentro de los primeros rayos del sol.
Dejando las peñas donde han hecho el nido…
Empiezan a tejer su tela de vuelos incansables de la tierra al cielo;
las numerosas golondrinas…
Pero Jesús no oye nada de esto, ni el chillar que rasga el aire quieto.
Tampoco ve a una urraca,
que se columpia en la rama del roble junto al que está meditando el Maestro…
Y tampoco oye su grito roto que parece preguntarle:
«¿Quién eres? ¿En qué estás pensando?»
Burlándose también de Él…
Nada de esto interrumpe su meditación.
Pero ¿Quién no sabe que las urracas hacen desaires?
Ésta, cansada de ver a un intruso en su pradito, que quizás es su lugar de placer,
arranca del roble dos hermosas bellotas unidas en un solo pecíolo…
Y con precisión de campeón de tiro, las deja caer sobre la cabeza de Jesús.
No es un proyectil pesado, que pueda herir…
Pero por la altura desde la que viene, adquiere en todo caso la consistencia suficiente…
como para hacer reaccionar al Meditabundo, que mirando hacia arriba…
Ve al ave que con las alas abiertas y jocosas inclinaciones de cabeza,
se complace del tiro llevado a cabo.
Jesús sonríe levemente, menea la cabeza;
suspirando como para coronar sus meditaciones…
Y empieza a caminar arriba y abajo.
La urraca, con sonora risa y un gué gué de mofa;
baja a aletear, buscar, escarbar en la hierba liberada del Intruso.
Jesús busca agua…
Pero no la encuentra.
Se resigna a volver donde los apóstoles.
Pero los pájaros le enseñan dónde hallarla…
En bandadas bajan hacia unas flores anchísimas en forma de cáliz,
cada una de ellas es una pequeña copa con agua.
También se posan en unas hojas anchas, peludas…
que en cada uno de esos pelos tienen retenida una gota de rocío.
Y ahí beben o hacen sus abluciones.
Jesús los imita.
Recoge en el cuenco de las manos el agua de los cálices y se refresca la cara.
Toma las anchas hojas peludas y con ellas se quita el polvo de los pies descalzos…
Se limpia las sandalias, se las ata…
Con otras se lava las manos, hasta que las ve limpias.
Y sonríe mientras susurra:
– ¡Las divinas perfecciones del Creador!
con la mano húmeda se ha ordenado también los cabellos y la barba.
Finalmente ahora está refrescado, aseado.
Y mientras el primer rayo de sol hace del prado una alfombra sembrada de diamantes,
va a despertar a los apóstoles y a las mujeres.