570 La Defensora5 min read

IMITAR A JESÚS ES EL EJEMPLO QUE SALVA

455a La Iglesia es confiada a la maternidad de María. 

Mientras el primer rayo de sol hace del prado una alfombra sembrada de diamantes…

Jesús va a despertar a los apóstoles y a las mujeres.

Las unas y los otros se muestran tardos en despertarse porque están cansados.

Pero María está despierta…

Inmovilizada por el niño que duerme abrazado a su pecho,

con la cabecita debajo de su mentón.

Y la Madre, viendo aparecer a su Jesús por la entrada de la gruta;

le sonríe con sus dulces ojos celestes, colorándose de rosa por la alegría de verlo.

Se libera del niño, el cual gimotea un poco al sentir que lo mueven.

Se pone de pie y va donde Jesús;

con su silencioso paso levemente ondeante, de paloma pudorosa.

Ambos se saludan:

–              Dios te bendiga Hijo mío, en este día.

–              Dios sea contigo, Mamá.

¿Has pasado una noche incómoda?

–             No, no.

Es más, muy feliz.

Me parecía tenerte a Ti cuando eras pequeñito, entre mis brazos…

Y he soñado que de tu boca manaba un río de oro, emitiendo un sonido de inefable dulzura.

Como si una voz dijera…

¡Oh, qué voz!:

«Ésta es la Palabra que enriquece al mundo y da beatitud a quien la escucha y obedece.

Salvará sin limites de poder ni de tiempo ni de espacio».

¡Oh, Hijo mío!

¡Y esta Palabra eres Tú, mi Hijo!

¿Cómo podría vivir tanto y hacer tanto,

como para poder agradecer al Eterno el haberme hecho Madre tuya?

–             Que no te preocupe eso, Mamá.

Cada uno de los latidos de tu corazón contenta a Dios.

Tú eres la viviente alabanza a Dios.

Y lo serás siempre, Mamá.

Tú le das gracias desde que existes…

–           No creo hacerlo suficientemente, Jesús.

¡Es tan grande, tan grande lo que Dios me ha hecho!

Y a fin de cuentas…

¿Qué hago yo de más respecto a lo que hacen todas las mujeres buenas…

que son como yo:

tus discípulas?

Hijo mío dile a nuestro Padre, díselo Tú,

que me dé la forma de darle gracias como el don merece.

–             Madre mía…

¿Tú crees que el Padre necesita que pida esto para ti?

Ya te ha preparado el sacrificio que habrás de consumar para esta alabanza perfecta.

Y perfecta serás cuando lo hayas cumplido…

–           ¡Jesús mío!…

Comprendo lo que quieres decir…

¿Pero seré capaz de pensar en esa hora?…

Tu pobre Mamá…

–            ¡La bienaventurada Esposa del Amor eterno!

Esto eres, Mamá.

Y el Amor pensará en ti.

–            Lo dices Tú, Hijo.

Y yo descanso en tu Palabra.

Pero Tú…

Ora por mí, en aquella hora incomprendida por todos éstos…

Que es ya inminente…

¿No es verdad?

¿No es, acaso, verdad?

Describir la expresión del rostro de María mientras mantiene este diálogo es imposible.

No existe escritor que pueda traducirla en palabra,

sin deteriorarla con melosidades o colores inciertos.

Solo quien tiene corazón y corazón bueno, aun siendo corazón viril,

puede dar literariamente  al rostro de María, la expresión real que tiene en este momento.

Jesús la mira…

Otra expresión intraducible en pobre palabra.

Y le responde:

–                Y tú ora por Mí en la hora de la muerte…

Sí.

Ninguno de éstos comprende…

No es por su culpa.

Satanás quien crea los vapores para que no vean, estén como ebrios y no comprendan.

No estén preparados por consiguiente…

Y sean más fáciles de doblegar…

Pero Yo y tú los salvaremos, a pesar de la asechanza de Satanás.

Desde ahora te los confío, Madre mía.

Recuerda estas palabras mías: te los confío.

Te doy mi herencia.

No tengo nada en la Tierra sino una Madre, que ofrezco a Dios:

Hostia con la Hostia…

Y mi Iglesia, que te confío a ti.

Sé Nutriz para Ella.

Hace poco pensaba en todos aquellos en quienes, a lo largo de los siglos,

revivirá el hombre de Keriot con todas sus taras.

Y pensaba que uno que no fuera Jesús rechazaría a este ser tarado.

Pero Yo no lo rechazaré.

Soy Jesús.

Tú, en el tiempo que permanezcas en la Tierra…

Segunda respecto a Pedro como jerarquía eclesiástica:

él cabeza, tú fiel…

Primera respecto a todos como Madre de la Iglesia,

habiéndome dado a luz a mí, Cabeza de este Cuerpo místico,

tú no rechaces a los muchos Judas;

sino socorre y enseña a Pedro, a los hermanos,

a Juan, Santiago, Simón, Felipe, Bartolomé, Andrés, Tomás y Mateo;

a no rechazar, sino a socorrer.

DefiéndeMe en mis seguidores.

Defiéndeme contra aquellos que quieran dispersar y desmembrar a la naciente Iglesia.

Y a lo largo de los siglos, ¡Oh Madre!

siempre sé tú, la Mujer que intercede y protege.

Defiende, ayuda a mi Iglesia, a mis sacerdotes, a mis fieles,

contra el Mal y el Castigo, contra sí mismos…

¡Cuántos Judas, ¡Oh Madre! a lo largo de los siglos!

Y cuántos semejantes a limitados mentales que no saben entender…

A ciegos y sordos que no saben ver y oír.

A tullidos y paralíticos que no son capaces de venir…

¡Madre, todos bajo tu manto!

Eres la única que puede y podrá cambiar los decretos de castigo del Eterno,

para uno o para muchos, porque nada podrá negar nunca la Tríada a su Flor.

–              Así lo haré, Hijo.

Por lo que depende de mí, ve en paz a tu meta.

Tu Mamá está aquí para defenderte en tu Iglesia, siempre!

–             Dios te bendiga, Mamá…

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