584 Milagros en Sábado

IMITAR A JESÚS ES EL EJEMPLO QUE SALVA

460 Fariseos en Cafarnaúm con José y Simón de Alfeo. 

Al encontrarlo en la terraza absorto en profunda oración,

Bartolomé pregunta:

–             ¿No llevas al niño de nuevo a su madre?

Jesús responde:

–              No.

Voy a esperar a que ella regrese de la sinagoga…

–             ¿Esperas que allí dentro el Señor le hable…

Y que… comprenda su deber?

Piensas sabiamente.

Pero ella no es sabia.

Otra madre habría venido inmediatamente ayer por la noche, para llevarse a su criatura.

En fin…

Habíamos navegado en un mar tempestuoso…

Ella no sabía de dónde veníamos…

¿Se ha preocupado acaso, de ver si su niño había sufrido algún daño?

¿Viene acaso, esta mañana?

Mira cuántas madres están ya levantadas, a pesar de que haya amanecido hace poco;

diligentes en tender los vestidos de fiesta para que terminen de secarse…

Y los niños se los pongan limpios para el día del Señor.

Un fariseo diría que hacen una obra servil, porque tienden esos vestiditos.

Yo digo que hacen una obra de amor, hacia Dios y hacia sus hijos.

Son en general mujeres pobres.

Mira allí: María de Benjamín y Rebeca de Miqueas.

Y en aquella modesta terraza,

Yoana desenredando  pacientemente las orlas de la pobre túnica de su hijo,

para que parezca menos pobre en la función sagrada.

Y allá, en la orilla que dentro de poco estará llena de sol,

Sélida tiende la tela todavía basta, para que parezca fina lo que es tela sin desbastar,

bonita sólo por el sacrificio que le cuesta:

Muchos pedazos de pan, negados al hambre del vientre para transformarlos en copos de cáñamo.

¿Y allí no está Adiná frotando con hierbas la tuniquita descolorida de su niña,

para que parezca más verde?

Pero no se ve a la otra…

–             ¡Que el Señor le cambie el corazón!

No hay otra cosa que decir…

Permanecen apoyados en la pared de la terraza,

mirando la naturaleza refrescada por el temporal:

que ha puesto terso el aire y ha limpiado la vegetación.

El lago, aún un poco agitado y menos azul que de costumbre,

Porque le varetean las aguas que han descendido de los torrentes llenos por pocas horas.

Arrastrando el polvo del reseco lecho, está hermoso, a pesar de estos desagües de ocre.

Parece un gran lapislázuli con perláceas vetas;

que han corrido rumorosos, bajo un límpido sol que se asoma ahora tras los montes orientales

y enciende todas las gotas aún retenidas entre los ramajes.

Golondrinas y palomas, surcan festivas el aire purificado.

Y entre las frondas pájaros de todas las especies trinan y gorjean.  

Bartolomé comenta:

–              El calor se marcha.

Bonita estación del año ésta.

Fecunda y bonita.

Como una edad madura.

¿No es verdad, Maestro?

–               Bonita… sí…

Pero se ve que Jesús está lejos con su pensamiento.

Bartolomé lo mira…

Luego pregunta:

–                ¿En qué piensas?

¿En lo que vas a decir hoy en la sinagoga?

–               No.

Pienso que los enfermos esperan.

Vamos nosotros dos a curarlos.

–               ¿Nosotros solos?

–                Simón, Andrés, Santiago y Juan han ido a sacar las nasas que había metido Tomás,

en previsión de nuestro regreso.

Los otros duermen.

Vamos nosotros dos.

Bajan y se dirigen hacia la campiña.

A las casas diseminadas por entre las huertas o ya en el campo,

a la búsqueda de enfermos amparados en casas de pobres, siempre hospitalarias.

Pero hay quien se adelanta al Maestro, intuyendo a dónde va.

Hay quien le dice:

–             Espérame aquí, en mi huerto.

Te los traemos aquí…

Y pronto, de distintas partes, como aguas de exiguos regatillos que se unen en un único estanque,

los enfermos vienen, o los traen, a Aquel que cura.

Y los milagros se efectúan.

Jesús los despide diciendo:

–               No digáis, si alguien os preguntara, que os he curado.

Volved a vuestras casas, donde estabais.

Este discípulo mío, antes del ocaso, llevará ayudas a los más pobres.

Bartolomé recomienda:

–                  Si.

No lo digáis.

Lo perjudicaríais.

Recordad que es sábado y que muchos lo odian.

-No perjudicaremos a quien nos ha beneficiado.

Uno que antes era paralítico, muy agradecido,

dice:

–            Lo diremos en nuestros pueblos, sin precisar qué día nos curamos. 

Otro que estaba enfermo de los ojos y recuperó la vista,

añade:

–               Es más…

Yo dijera que nos disemináramos por los campos en espera del ocaso.

Los fariseos saben dónde estábamos alojados y podrían venir a ver…

–               Buena idea, Isaac.

Ayer preguntaban demasiado.

Y demasiadas cosas…

Pensarán que cansados de esperar, nos hemos marchado antes de la puesta de sol.

Uno que era ciego, pregunta:

–             ¿Pero ayer por la noche nos vio el apóstol?

¿No era él el que hablaba?

–                No.

Era un hermano del Señor.

No nos traicionará.

Bartolomé dice:

–              Decid sólo a dónde vais.

Para poderos encontrar cuando venga.

Los enfermos se consultan entre sí.

Quién querría ir hacia Corozaín, quién hacia Mágdala.

Lo dejan al dictamen de Jesús.

Y Jesús dice:

–               A los campos del camino que va a Mágdala.

Seguid el segundo torrente.

Pronto encontraréis una casa.

Id allí y decid:

“Nos manda Jesús”

Os acogerán como a hermanos.

Id y que Dios esté con vosotros.

Y vosotros con Dios, no pecando en el futuro.

Jesús se echa a caminar de nuevo…

No volviendo inmediatamente al pueblo por el camino recorrido antes,

sino describiendo por entre los huertos

un semicírculo que lo lleva al lado del manantial que está cerca del lago.

Manantial que toman al asalto las mujeres,

queriendo aprovisionarse cuando todavía el sol no está alto y el agua está fresca.

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