IMITAR A JESÚS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
461f El griego Zenón y la carta de Síntica con la noticia de la muerte de Juan de Endor.
Jesús enrolla el folio y observa la cara de los que lo escuchan.
Están pálidos.
Pero Pedro susurra:
– No comprendo por qué llorabas…
Pensaba que había otras cosas…
Jesús responde:
– Lloraba…
Porque confrontaba al que fue uxoricida forzado, a la esclava pagana, con demasiados de Israel.
– ¡Comprendo!
Te angustia el que los hebreos sean inferiores a los gentiles.
Y los sacerdotes y príncipes a los forzados.
Tienes razón…
¡He sido un estúpido!
¡Qué mujer esta mujer!
¡La pena es que haya tenido que marcharse!…
Jesús abre el tercer folio.
Y sigue leyendo:
‘Y sepa imitar en todo al discípulo y hermano que ya está en la paz,
a donde ha ido después de haber cumplido todas las purificaciones…
En tu honor y para aliviar tus sufrimientos”.
– ¡Ah!
¡No, no!
Pedro ha saltado con agilidad encima del asiento, antes de que Jesús haya podido separarse.
Y ve que no es posible haber llegado ya a donde Jesús mira.
Hay qué tener en cuenta que el pergamino se enrolla en sí mismo,
a medida que por arriba se le va soltando;
por lo cual, muchos renglones están ya ocultos en lo alto del folio.
Jesús levanta la cabeza.
Y con el rostro más afligido que triste, dulce pero firme, repele a su apóstol,
y dice:
– ¡Pedro, tu Maestro sabe lo que te conviene!
Deja que Yo te dé lo que para ti es bueno…
Pedro queda tocado por esas palabras.
Y más por la mirada –tan implorante, luciente por una lágrima que está para caer- de Jesús.
Baja del asiento,
y dice:
– Obedezco…
¿Pero, qué podrá ser lo que hay ahí?
Jesús reanuda la lectura:
“Y ahora que he hablado de otros, hablo de mí.
He dejado Antigonio después de la sepultura de Juan.
No porque me tratasen mal, sino porque sentía que ése no era mi lugar.
¿Por qué lo sentía?
No lo sé.
Lo sentía.
Como te he dicho, había conocido a muchas familias, porque muchos habían venido a nosotros.
He preferido quedarme en la casa de Zenón,
precisamente porque está en el ambiente en que espero trabajar.
Una mujer romana quería que viviera en su espléndida casa, junto a la Columnata de Herodes.
Una siria riquísima me invitaba como maestra al taller de tejidos que su marido,
que es de Tiro, ha abierto en Seleucia.
Una viuda prosélito, madre de siete niñas, que vive cerca del puente Seleucio,
quería que viviera con ella, por respeto a Juan, maestro de los niños.
Una familia greco-asiria, con almacenes en una calle cerca del Circo, solicitaba que fuera a ella,
porque en el tiempo de los juegos podía ser útil.
En fin, un romano que había sido centurión, sin duda militar y que se había quedado aquí,
no sé exactamente con qué obligación, fue curado también con el bálsamo,
insistía para tenerme en su casa.
No. No quería los ricos, ni los mercaderes.
Quería almas.
Almas griegas y romanas,
porque siento que por ellas debe empezar la expansión de tu Doctrina en el mundo.
Y aquí estoy, en casa de Zenón, en las laderas del Sulpio, cerca de los cuarteles.
La ciudadela se cierne amenazadora desde la cima.
Y sin embargo, a pesar de ser tan adusta, es mejor que los ricos palacios del Onfolo y del Ninfeo.
Y tengo amigos en ella.
Un soldado que te conoce, de nombre Alejandro:
un sencillo corazón de niño dentro de un cuerpo grande de soldado.
Y el mismo tribuno, llegado hace poco de Cesárea, bajo su clámide tiene un corazón recto.
Dentro de su tosca sencillez, se acerca más a la Verdad Alejandro.
Pero tampoco el tribuno, que te admira como a un orador perfecto, un filósofo “divino”, como él dice,
es hostil a la Sabiduría, aunque todavía no pueda acoger la Verdad.
Conquistar a éstos y a sus familias con un mínimo de tu conocimiento,
significa esparcir la semilla de este conocimiento a septentrión y a mediodía, a oriente y a occidente,
porque los soldados son como granos agitados por el aventador.
O mejor: tamo que el molino del viento,
en este caso la voluntad de los Césares y las necesidades de dominio, esparce por todas partes.
Cuando llegue un día en que tus apóstoles, como pájaros lanzados a volar, se esparzan por la Tierra,
gran ayuda será para ellos el encontrar en los lugares de apostolado uno, uno sólo,
aunque sea uno sólo que no ignore tu venida.
Por esta idea cuido también de los gladiadores,
los cuerpos dolientes de los viejos y los heridos de los jóvenes;
por esto mismo, ya no evito a las mujeres romanas;
por esto soporto a quienes eran causa de dolor para mí…
Todo. Por ti.
Si yerro, aconséjame con tu sabiduría.
Sólo que sepas, pero ya lo sabes, que mis errores provienen de deficiencias, no de malicia.
Señor, tu sierva te ha dicho muchas cosas…
Nada, respecto a lo mucho que tengo en el corazón.
Pero Tú ves mi espíritu.
Señor… ¿Cuándo veré tu rostro?
¿Cuándo veré de nuevo a tu Madre?
¿y a los hermanos?…
La vida es un sueño que pasa.
Pasará la separación.
Estaré en Ti y con ellos.
Será la alegría y la libertad para mí, también para mí, como para Juan.
Me postro a tus pies, mi Salvador.
Bendíceme con tu paz.
A María de Nazaret, a las discípulas, paz y bendición.
A los apóstoles y a los discípulos, paz y bendición.
A ti, Señor, gloria y amor”.
– He leído.
Madre, ven conmigo.
Vosotros esperadme.
O descansad.
No regreso.
Estaré en oración con mi Madre.
Juana, si alguno me busca, estoy en el cenador de cerca del lago.
Pedro ha apartado un poco a María y le dice algo, intranquilo pero en voz baja.
María le sonríe y susurra algo.
Luego alcanza a su Hijo, que sigue el sendero apenas visible en la noche.
Jesús pregunta:
– ¿Qué quería Simón de Jonás?
María responde:
– Saber, Hijo mío.
Es como un niño…
Un niño grande…
Pero es muy bueno.
– Sí, es muy bueno.
Y te ha rogado a ti, que eres buenísima, para saber…
Ha descubierto el punto débil:
tú y Juan.
Lo sé.
Hago como que no lo sé, pero lo sé.
Pero no puedo ceder siempre para complacerlo…
Al ver que Jonathán viene con una lámpara de plata y con unos almohadones,
que ahora dispone en la mesa y en los asientos del cenador,
Jesús le dice:
– No hacía falta, Jonathán.
Podíamos estar también sin luz.
El mayordomo y expastor, responde:
– Lo ha ordenado Juana.
La paz a ti, Maestro.
– Y a ti.