606 El Secreto de Jesús11 min read

IMITAR A JESÚS ES EL EJEMPLO QUE SALVA

465 En Betsaida para un encargo secreto a Porfiria. 

El Maestro está con Juan en una pequeña barca,

verdaderamente una cáscara de nuez, en medio del lago;

que lentamente va aclarándose con el clarear del día.

Jesús ordena:

–               Dirige la barca a Betsaida.

Juan obedece sin decir nada.

Un vientecillo más bien enérgico, pone tirante la pequeña vela

y da veloz movimiento a la barca…

Que hasta se inclina hacia uno de los lados, de tan veloz como es su marcha.

La costa oriental va pasando rápidamente y la curva del lado septentrional,

se va acercando cada vez más.

Jesús indica:

–              Aborda antes del pueblo.

Quiero ir donde Porfiria sin que me vean otros.

Luego ve al lugar de siempre y me esperas en la barca.

Juan responde:

–               Sí, Maestro.

¿Y si me ve alguien?

–                Retenlos a todos…

Pero no les digas dónde estoy.

Tardaré poco.

Juan observa si en la playa hay un lugar bueno para abordar.

Lo encuentra: es un recuerdo…

Sólo un recuerdo de torrente arenoso al que los hombres le han extraído tierra,

para alguna necesidad que tuvieran;

de manera que forma un golfito de pocos metros,

pero suficiente para que una barca se arrime a la orilla:

elevada unos cincuenta centímetros por encima del agua.

Va allí.

barca roza un poco en el guijo, pero logra abordar.

Juan la mantiene arrimada a la orilla agarrando una raíz que sobresale de la tierra.

Jesús salta a la orilla.

Juan dirige el remo contra ella y hace fuerza para impulsar a la barca de nuevo al lago.

Lo consigue.

Levanta la cara, iluminada con su sonrisa bondadosa,

y dice:

–                Adiós, Maestro.

–                Adiós, Juan.

Jesús se encamina por entre los árboles,

mientras Juan da bordadas con su barquita.

Jesús tuerce hacia el interior, pasa entre unas huertas situadas a espaldas de Betsaida.

Va raudo para evitar entrar en el pueblo cuando éste se anima.

Llega, sin toparse con nadie en el camino, a la casa de Pedro.

Llama a la puerta de la cocina.

Pasados unos segundos, la cabeza de Porfiria se asoma cauta por encima del pretil de la azotea.

Ve y emite una exclamación de estupor.

Recoge con una mano sus espléndidos cabellos -su única belleza- que le caen sueltos por la espalda.

Y baja corriendo por la pequeña escalera, descalza…

Así está en este momento del apresurado aseo de la mañana.  

Mira asombrada al Maestro,

preguntando:

–               ¡Señor, Tú!

¿Solo?

Jesús responde:

–               Sí, Porfiria.

¿Margziam dónde está?

–               Está durmiendo.

Todavía duerme…

El muchacho se ha quedado un poco triste, un poco lánguido…

Así que lo descargo un poco.

Es también la edad…

El desarrollo…

Mientras duerme no piensa, ni llora..

–             ¿Llora a menudo?

–              Sí, Maestro.

Creo que es su debilidad actual.

Trato de fortalecerlo…

Y consolarlo…

Pero dice: «Me quedo solo.

Todas las personas a las que quiero se marchan.

Cuando no esté ya Jesús…»

Y lo dice como si estuvieras para dejarnos…

Es verdad que ha sufrido mucho en su vida…

Pero yo y Simón lo queremos…

Mucho.

Créelo, Maestro.

–             Lo sé.

Pero su alma siente…

Porfiria, necesito hablarte precisamente de estas cosas.

Por este motivo he venido, sin Simón, a esta hora.

¿Dónde podemos ir para hablar, de forma que Margziam no nos oiga y que nadie moleste?

–               Señor…

Sólo tengo…

Mi habitación nupcial.

O el cuarto de las redes…

Arriba está Margziam.

Yo también estaba ahí, porque para huir del calor nos hemos ido a dormir ahí arriba…

–                 Vamos al cuarto de las redes.

Está más lejos.

Margziam no nos oirá aunque se despierte.

–                 Ven, Señor.

Porfiria lo guía hasta el rústico y amplio cuarto ocupado por un poco de todo:

Redes, remos, comestibles, heno para las ovejas, un telar…

Porfiria se apresura a liberar una especie de tabla adosada a la pared.

A desempolvarla con un ovillo de estopa, para que el Maestro se siente.

–                 No importa, mujer.

No estoy cansado.

Porfiria levanta sus mansos ojos para mirar el rostro ajado, fatigado de Jesús.

Y parecer querer decir:

«Sí que lo estás».

Pero acostumbrada a callar, no habla.

–                 Escucha, Porfiria.

Tú eres una mujer buena y una buena discípula.

Te he querido mucho desde que te conocí…

Con mucha alegría te he recibido como discípula y he puesto en tus manos al niño.

Se que eres prudente y virtuosa como pocas.

Y sé que sabes guardar silencio, virtud rarísima en las mujeres.

Por todo esto he venido a hablarte en secreto y a confiarte una cosa que ninguno sabe;

ni siquiera los apóstoles y tampoco Simón.

Te la confío porque debo decirte cómo te debes comportar en el futuro con Margziam…

Y con todos…

Estoy seguro de que complacerás a tu Maestro en lo que te pide y que serás prudente como siempre…

Porfiria, que se ha puesto como la púrpura al oír de su Señor esta alabanza…

No hace más que asentir con la cabeza, estando como está, demasiado conmovida.

Ella que es tan tímida…

y que está acostumbrada a sufrir siempre la presión de voluntades dominantes,

que imponen sin saber si ella está dispuesta a asentir…

Demasiado conmovida para poder decir con las palabras que acepta.  

Jesús continúa:

–               Porfiria…

Yo no volveré nunca más por aquí.

Nunca más hasta que todo esté consumado…

¿Sabes, no es verdad, lo que debo consumar?…

Porfiria al oír estas palabras, ha dejado sueltos sus cabellos,

que tenía recogidos todavía en la nuca con la izquierda.

Y emite, más que un grito, un sollozo…

Un sollozo que sofoca llevándose las dos manos a la cara, mientras lentamente cae de rodillas,

gimiendo:

–                Lo sé, Señor, mi Dios…

Y llora con silencioso llanto,

que no se acusa sino por las lágrimas;

que gotean contra el suelo a través de los dedos que comprimen la cara.

–               No llores, Porfiria.

Para esto he venido.

Yo estoy preparado…

Y también lo están los que sirviendo al Mal, servirán al Bien, en verdad…

Porque harán surgir la hora de la Redención.

Podría cumplirse incluso ahora, porque tanto Yo como ellos estamos preparados…

Y cada hora que pase o cada hecho que suceda no serán sino…

Perfeccionamiento para su delito…

Y para Mi, Sacrificio.

Y serán útiles también estas horas todavía numerosas, que transcurrirán antes de esa Hora

Hay todavía algunas cosas que cumplir y que decir;

para que todo lo que debía cumplirse para conocimiento de mí quede realizado…

Pero Yo no volveré a venir aquí…

Miro por última vez este lugar…

Y entro por última vez en esta casa honrada…

No llores…

No he querido irme sin darte el adiós y la bendición de tu Maestro.

Me llevaré conmigo a Margziam.

Lo llevaré conmigo ahora, yendo hacia los confines fenicios.

Y luego, cuando baje a Judea para los Tabernáculos.

No me faltará el modo de mandarlo para acá, antes del pleno invierno.

¡Pobre niño!

Gozará de Mí durante un tiempo.

Y además…

Porfiria, no es indicado que Margziam esté presente en mi Hora.

Por tanto, no lo dejarás partir para la Pascua…

–               El precepto, Señor…

–               Yo lo libero del precepto.

Soy el Maestro Porfiria…

Y soy Dios, tú lo sabes.

Como Dios puedo absolver anticipadamente de una omisión, que ni siquiera lo es;

porque la ordeno Yo por un motivo de justicia.

La obediencia a mi orden es ya de por sí absolución a la omisión del precepto,

porque la obediencia a Dios y ésta es también un sacrificio para Margziam;

es siempre superior a cualquier otra cosa.

Y soy Maestro.

No es buen Maestro el que no sabe medir las cualidades y las reacciones de un discípulo suyo…

Y no sabe meditar sobre las consecuencias, que un esfuerzo superior a lo que el discípulo puede soportar,

puede producir en él.

También cuando se impone la virtud hay que ser prudentes y no pretender un máximo,

que la formación espiritual o las fuerzas generales del ser, no pueden dar.

Exigiendo una virtud o un dominio espiritual demasiado fuertes,

respecto al grado de fuerzas espirituales, morales e incluso físicas alcanzado por la criatura,

se puede producir una dispersión de las fuerzas ya acumuladas…

Y un quebrantamiento del ser en sus tres grados:

espiritual, moral, físico.

Margziam, un pobre niño, ha sufrido demasiado ya.

Y ha conocido demasiado la brutalidad de sus semejantes, hasta rozar el odio hacia ellos.

No podría soportar lo que será mi Pasión:

Un mar de amor doloroso en que lavaré los pecados del mundo.

Y un mar de odio satánico que tratará de sumergir a todos aquellos que Yo he amado,

anulando todo mi trabajo de Maestro.

En verdad te digo que hasta los más fuertes se plegarán bajo la marea de Satanás,

al menos durante un breve tiempo…

Pero no quiero que Margziam se pliegue y que beba esa ola desoladora…

Es un inocente…

Y lo quiero…

Yo siento mucha piedad,

por quien ya ha sufrido más que lo que sus fuerzas consienten…

He llamado al más allá al espíritu de Juan de Endor…

–                ¿Ha muerto Juan?

¡Oh!…

Margziam había escrito muchos rollos para él…

Otro dolor para el niño…

–                  Yo le comunicaré la muerte de Juan…

Decía que lo he arrebatado a esta vida, para preservarlo también a él del choque de esa Hora.

También Juan había sufrido demasiado por parte de los hombres.

¿Por qué despertar los sentimientos adormecidos?

Dios es bueno.

Prueba a sus hijos.

Pero no es un incauto experimentador…

¡Oh, si los hombres supieran hacer lo mismo!

¡Cuántas menos destrucciones de corazones…

O simplemente cuántas menos borrascas peligrosas en los corazones!…

Pero volviendo a Margziam,

él no debe venir a la Pascua próxima.

Por ahora tú no hablarás.

Cuando llegue el momento, le dirás esto:

«El Maestro me ha dado la orden de no mandarte a Jerusalén.

Y te promete un premio singular si lo obedeces»

Margziam es bueno y obedecerá…

Porfiria esto es lo que quiero de ti:

Tu silencio, tu fidelidad, tu amor.

–                Todo lo que quieras, mi Señor.

Honras demasiado a tu pobre sierva…

No merezco tanto…

Vete tranquilo, Maestro y Dios.

Haré lo que quieres…

Pero el dolor la vence y cae rostro en tierra.

Antes había permanecido siempre arrodillada, relajada sobre los talones,

con los ojos fijos en la cara de Jesús…

Ahora cae al suelo, cubierta toda por el manto de sus cabellos de azabache.

Y solloza fuertemente,

diciendo:

–                ¡Qué dolor, Maestro!

¡Oh, qué dolor!

¡Qué conclusión!

¡Qué conclusión para el Mundo!

¡Qué será para nosotros que te amamos!

¡Qué pasará con tu sierva!

¡El Único!

¡El único que realmente me ha amado, que no me ha despreciado nunca,

que no ha sido dominante conmigo, que me ha tratado como a las otras…

A mí que soy tan ignorante, tan poca cosa, tan torpe!

¡Oh, y yo y Margziam, porque primero me lo dijo Margziam a mi, cuando nos habíamos serenado..!

Todos decían que no podía ser cierto…

Todos:

Simón, Natanael, Felipe…

Sus mujeres…

Ellos saben, son hombres sabios…

Y Simón…

¡Oh mi Simón!…

¡Si Tú lo has elegido debe valer algo!…

¡Y todos… todos decían que no podía ser!…

Pero ahora lo dices Tú.

Tú lo dices…

Y no se puede dudar de tu palabra…

Porfiria está verdaderamente desolada y conmueve por su dolor.

Jesús se inclina hasta ponerle una mano en la cabeza.

Trata de consolarla:

–               No llores así…

Va a oír Margziam…

Ya sé que nadie lo cree, ninguno quiere llegar a creer…

Su propia sabiduría y su propio amor causa en ellos el no creer…

Y no obstante, así es…

Porfiria, Yo me marcho.

Antes de dejarte, te bendigo para este momento y para siempre.

Piensa siempre que te he amado y que he estado contento de tu amor por Mí.

No te digo: persevera en él.

Sé que lo harás, porque el recuerdo de tu Maestro será siempre tu dulzura, en la que te refugiarás.

Tu dulzura y tu paz, incluso en la hora de la muerte.

Piensa entonces que tu Maestro murió para abrirte el Paraíso…

Y que te espera allí…

¡Vámos, levántate!

Voy a despertar a Margziam y a entretenerlo un poco.

Tú mientras, borra las huellas de tu llanto.

Luego reúnete con nosotros.

Juan me espera para llevarme a Cafarnaúm.

Si tienes algo que mandar a Simón, prepáralo.

Recuerda que tendrá necesidad de su ropa gruesa…

Porfiria, verdadera criatura de sumisión y solícita obediencia, besa los pies de Jesús.

Hace ademán de levantarse, pero una ola de amor le hace perder el control;

ruborizándose vivamente, toma las dos manos de Jesús y las besa:

Una, dos, diez veces.

Luego se levanta y deja que se marche…

Jesús sale.

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