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551 IMITAR A JESÚS ES EL EJEMPLO QUE SALVA

479 Con Juan al pie de la torre de Yizreel en espera de los campesinos de Yocaná

Jesús dice:

–           Estás muy cansado, Juan.

Y no obstante…

Habría que llegar a Enganním antes de la puesta del Sol de mañana.

El apóstol predilecto, que está pálido por el cansancio,

por ser el que ha caminado más que todos.

A pesar de de todo, sonriendo,

Juan responde: 

–             Llegaremos, Señor.

 Y trata de tomar un paso más rápido para convencer al Maestro de que no está muy cansado.

Pero pronto vuelve a los andares de quien no puede más:

Espalda curvada, cabeza pendiendo hacia adelante como oprimida por un yugo,

pies que rozan el suelo y frecuentemente tropiezan.

–              Dame, al menos, las sacas.

La mía pesa.

–               No, Maestro.

Tú no estás menos cansado que yo.

–              Tú lo estás más…

Porque fuiste desde Nazaret al bosque de Matatías y luego volviste a Nazaret.

–             Y dormí en una cama.

Tú no.

Estuviste en vela en el bosque y pronto te pusiste en camino de nuevo.

–              También tú.

Lo dijo José.

Salisteis con las estrellas.

–               ¡Pero las estrellas duran hasta el alba!… – sonríe Juan.

Luego, poniéndose serio,

añade:

–               Y no es el poco sueño lo que da dolor…

–               ¿Qué otra cosa, Juan?

¿Qué te ha causado dolor?

¿Quizás que mis hermanos…?

–                ¡No, Señor!

Ellos también…

Pero lo que me pone lastre…

No, no lo que me pone lastre…

Lo que me abruma es haber visto llorar a tu Madre…

No me dijo por qué lloraba.

Y yo tampoco se lo pregunté, a pesar de mis ganas de preguntárselo.

Pero la miraba tanto, que me dijo:

“En casa te diré.

Ahora no, porque lloraría más fuerte”.

Y en casa me habló, tan dulce y tristemente…

Que también lloré yo.

–              ¿Qué te dijo?

–              Me dijo que te quisiera mucho.

Que no te causara nunca el más mínimo dolor, porque luego tendría mucho remordimiento.

Me dijo “Hagamos todo nuestro deber en los meses que nos quedan…

Y más que el deber”.

Porque para Ti, que eres Dios, sólo el deber es poco.

 Lo que me hizo sufrir mucho y si no lo hubiera dicho ella, no podría creerlo…

También me dijo:

“Y es incluso poco hacer sólo el deber hacia quien se marcha y no podremos luego servirle…

Para poder estar resignados después, cuando ya no esté entre nosotros…

Es necesario haber hecho más que el deber.

Hay que haber dado todo todo el amor, los cuidados, la obediencia, todo, todo.

Entonces, en medio del desgarro de la separación, se dice:

“¡Puedo decir que mientras Dios ha querido que lo tuviera,

no he descuidado ni un instante de amarle y servirle!”‘.

Y yo dije:

“¿Pero se va realmente el Maestro?

¡Muchas cosas tiene que hacer todavía!

Habrá tiempo…”

Mientras dos grandes lágrimas bajaban de sus ojos, Ella meneó la cabeza, diciendo:

“El Maná verdadero, el vivo Pan, volverá al Padre,

cuando el hombre se esté felicitando de saborear el trigo nuevo…

Y nosotros estaremos solos, entonces, Juan”.

Yo para consolarla, dije: “Un gran dolor.

Pero si vuelve al Padre, debemos alegrarnos.

Ninguno podrá ya dañarle”.

Y ella gimió:

“¡Oh, pero antes!”

Y yo creí entender.

Pero ¿Va a ser exactamente así, Señor?

¿Así, así?

Mira, no es que no creamos en tus palabras.

Lo que pasa es que te queremos y…

Yo no te voy a decir como Simón un día: esto no te puede suceder.

Yo creo, todos creemos…

Pero te queremos y…

¡Oh, Señor mío!

¿Los pecados del amor son realmente pecados?

–              El amor no peca nunca, Juan.

–              Pues entonces nosotros que te queremos,

estamos dispuestos a combatir y a matar por defenderte.

Los galileos no son estimados por los otros.

Precisamente porque nos llaman pendencieros.

Bueno pues defendiéndote, justificaremos la fama que tenemos.

Estamos en los lugares donde, en tiempos de Débora, Baraq destruyó el ejército de Sisara,

con sus diez mil (Jueces 4, 1-16).

Y esos diez mil eran de Neftalí y Zabulón.

Nosotros venimos de aquéllos.

El nombre era distinto, pero el corazón es igual.

–              Eran diez mil…

¿Pero ahora, aunque fuerais diez veces diez mil, qué podríais?

–              ¡Qué!

¿Temes a las cohortes?

No son tantas, y además…

Ellos no te odian.

No molestas.

No piensas en el reino, en un reino que arrebate una presa a las águilas romanas.

No intervendrán entre nosotros y tus enemigos.

Y éstos estarán pronto vencidos.

–               Mil, diez mil, cien mil que fuerais…

¿Qué sería eso contra la Voluntad del Padre?

Yo debo cumplirla…

Juan desalentado, deja de hablar.

Es extraña esta testarudez, esta incapacidad mental, incluso en los mejores seguidores de Jesús;

para comprender la más alta misión de Él.

Lo aceptan como Maestro, como Mesías.

Creen en su facultad de salvar y redimir.

Pero cuando se encuentran frente al modo como redimirá…

Su intelecto se cierra.

Parece incluso, que para ellos pierdan valor las profecías.

Y decir esto respecto a los israelitas, que se puede decir que respiran, caminan, se nutren y viven,

por medio de las profecías, es decir todo.

Todo lo que traen los Libros sagrados es verdadero,

menos esto:

Que el Mesías debe padecer y morir, ser vencido por los hombres.

Esto no lo pueden aceptar.

Cristo se afana en mostrar cuadros de su futura Pasión, para que puedan leer lo que ésta será…

Y ellos parecen ciegos y sordos.

Cierran los ojos.

No ven y por tanto, no comprenden.

La noche ya se va acercando, un poco nublada, cuando llegan a la vista de Yizreel.

Jesús da ánimos a Juan.

Que ya no ha vuelto a hablar y que va como un sonámbulo, de tan cansado como está,

diciéndole:

–              Pronto llegaremos.

Y tú entrarás a buscar un alojamiento para ti.

–               Y para Ti.

–               No, Juan.

Yo me quedaré junto al camino que viene de la llanura.

Pienso que vendrán de noche…

Quiero consolarlos y despedirlos antes del alba.

–               ¡Estás tan cansado…!

Quizás llueva, como la noche pasada.

–               Ven, al menos hasta la mitad de la vigilia del gallo.

–              No, Juan.

–              Entonces me quedo contigo.

Estamos cerca de las tierras de los fariseos y…

Además se lo prometí a tu Madre y a mí mismo.

No quiero tener motivo de auto-acusarme…

En los cuatro ángulos de Yizreel hay unas antiguas torres.

Parecen cuatro ceñudos gigantes puestos allí para hacer de carceleros de la pequeña ciudad,

construida en un alto que domina a la llanura,

la cual en la sombra precoz de un atardecer nublado, va desapareciendo.

Jesús dice:

–                Vamos a subir a ese talud que hay al pie de la torre.

Veremos todo el camino sin ser vistos.

Hay hierba para tumbarse y el escalón que hay delante de la puerta nos resguardará,

si viene la lluvia.

Suben.

Se sientan en un bajísimo murete semiderruido, situado a unos diez metros de la torre.

Parece una protección puesta antiguamente alrededor de este torreón.

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