743 Parábola del Fariseo y el Publicano

IMITAR A JESÚS ES EL EJEMPLO QUE SALVA

523b En Jericó. 

Jesús reanuda el discurso interrumpido…

“Y si de un pecador que antes os había dado espectáculo de escándalo,

recibís ahora espectáculos de edificación, no resolváis burlaros, sino imitar.

Porque ninguno es nunca tan perfecto, que sea imposible que otro le enseñe.

Y el Bien es siempre lección que debe ser tomada,

aunque el que lo practique, en el pasado, haya sido objeto de reprobación.

Imitad y ayudad.

Porque haciéndolo así glorificaréis al Señor.

Y demostraréis que habéis comprendido a su Verbo.

No resolváis ser como aquellos que dentro de su corazón criticáis…

porque sus acciones no están de acuerdo con sus palabras.

Haced más bien, que todas vuestras buenas acciones sean la coronación,

de todas vuestras buenas palabras.

Y entonces verdaderamente el Eterno os mirará y escuchará benévolamente.

Oíd esta parábola para que comprendáis,

cuáles son las cosas que tienen valor ante los ojos de Dios.

La parábola os enseñará a corregir en vosotros un pensamiento no bueno,

que hay en muchos corazones.

La mayoría de los hombres se juzgan por sí mismos.

Y dado que sólo uno de cada mil es verdaderamente humilde,

sucede que el hombre se juzga perfecto, sólo él perfecto;

mientras que en el prójimo nota multitud de pecados.

Un día, dos hombres que habían ido a Jerusalén para unos asuntos,

subieron al Templo, como es conforme a todo buen israelita,

cada vez que pone pie en la Ciudad Santa.

Uno era un fariseo; el otro, un publicano.

El primero había venido para cobrar el arriendo de algunos almacenes

y para hacer las cuentas con sus administradores,

que vivían en las cercanías de la ciudad.

El otro, para imponer los impuestos recaudados y para invocar piedad,

en nombre de una viuda que no podía pagar,

lo que había sido tasado por la barca y las redes.

Pescaba el hijo mayor;

Y la pesca le era apenas suficiente para dar de comer a sus muchos otros hijos.

El fariseo antes de subir al Templo, había ido a ver a los arrendatarios de los almacenes.

Habiendo dado una ojeada a éstos…

Y habiendo visto que estaban llenos de productos y de compradores,

se había complacido mucho en sí mismo…

Luego había llamado a uno de los arrendatarios de un lugar y le había dicho:

–                  Veo que tus compraventas van bien.

El hombre respondió:

–                 Sí, por gracia de Dios.

Estoy contento de mi trabajo.

He podido aumentar las mercancías y espero aumentarlas aún más.

He mejorado el lugar.

El año que viene no tendré los gastos de mostradores y estanterías…

Y por tanto, ganaré más”.

–             ¡Bien!

¡Bien!

¡Me alegro!

¿Cuánto pagas tú por este lugar?

–                Cien didracmas al mes.

Es caro, pero la ubicación es buena…

–                Tú lo has dicho.

La ubicación es buena.

Por tanto, te doblo el arriendo.

El comerciante exclamó:

–               ¡Pero señor!

¡De esta manera me quitas todas las ganancias!

–                Es justo.

¿Acaso tengo que enriquecerte a ti?

¿Con lo mío?

Enseguida.

O me das dos mil cuatrocientos didracmas, inmediatamente…

O te echo y me quedo con la mercancía.

El lugar es mío y hago de él lo que quiero.

Esto hizo con el primero.

Y lo mismo con el segundo y el tercero de sus arrendatarios.

Doblando a cada uno de ellos el precio, sordo a todas las súplicas.

Y porque el tercero, cargado de hijos, quiso oponer resistencia…

Llamó a la guardia, hizo poner los sigilos de incautación y echó afuera al desdichado.

Luego en su palacio, examinó los registros de los administradores…

Encontró el modo de castigarlos por negligentes y se incautó de la parte,

con la que con derecho, se habían quedado.

Uno tenía un hijo moribundo y por la gran cantidad de gastos,

había vendido una parte de su aceite para pagar las medicinas.

No tenía nada qué dar al detestable amo.

El hombre suplicó:

–               Ten piedad de mí, señor.

Mi pobre hijo está para morir.

Luego haré trabajos extraordinarios para resarcirte de lo que te parece justo.

Pero ahora, tú mismo puedes comprenderlo, no puedo.

–               ¿Que no puedes?

Te voy a mostrar si puedes o no puedes.

Fue con el pobre administrador a la almazara,

lo privó incluso del resto de aceite,

que el hombre se había reservado para la mísera comida…

Y para alimentar la lámpara que le permitía velar a su hijo durante la noche.

El publicano por su parte;

habiendo ido a su superior y habiendo entregado los impuestos recaudados,

recibió esta respuesta:

–                ¡Pero aquí faltan trescientos setenta ases!

¿Cómo es eso?

–                Bien, ahora te lo explico.

En la ciudad hay una viuda con siete hijos.

Sólo el primero está en edad de trabajar.

Pero no puede alejarse de la orilla con la barca,

porque sus brazos son débiles todavía para el remo y la vela.

Y no puede pagar a un mozo de barca.

Estando cerca de la orilla, pesca poco…

Y el pescado apenas es suficiente para matar el hambre,

de aquellas ocho infelices personas.

No he tenido corazón para exigir el impuesto.

–                Comprendo.

Pero la ley es ley.

¡Ay si se viniera a saber que la ley es compasiva!

Todos encontrarían razones para no pagar.

Que el jovencito cambie de oficio y venda la barca, si no pueden pagar.

–                 Es su pan futuro…

Y es el recuerdo del padre.

–                 Comprendo.

Pero no se puede transigir.

—                De acuerdo…

Pero no puedo pensar en ocho infelices privados de su único bien.

Pago yo los trescientos setenta ases.

Hechas estas cosas, los dos subieron al Templo.

Pasando junto al gazofilacio…

El fariseo ostentosamente, sacó de su pecho una voluminosa bolsa

y la sacudió en el Tesoro, hasta la última moneda.

En esa bolsa estaban las monedas tomadas de más a los comerciantes…

Lo que había sacado del aceite arrebatado al administrador

y vendido inmediatamente a un mercader.

El publicano por el contrario,

separó lo que necesitaba para regresar a su lugar y echó un puñadito de monedas.

El uno y el otro dieron por tanto, cuanto tenían.

Aparentemente, el más generoso fue el fariseo,

porque dio hasta la ultima moneda que llevaba consigo.

Pero hay que pensar que en su palacio,

tenía otras monedas y créditos abiertos con ricos cambistas.

Luego fueron ante el Señor.

El fariseo, delante del Todo, junto al límite del atrio de los hebreos, hacia el Santo;

el publicano se quedó en el fondo,

casi debajo de la bóveda que llevaba al patio de las Mujeres.

Mantenía agachada la cabeza,

aplastado por el pensamiento de su miseria respecto a la Perfección divina.

Y oraban los dos.

El fariseo muy erguido, casi insolente…

Como si fuera el amo del lugar y fuera él, el que se dignara agasajar a un visitante…

Decía:

–                  Ve que he venido a venerarte en esta Casa que es nuestra gloria.

He venido a pesar de sentir que estás en mí, porque soy justo.

Sé que lo soy.

De todas formas, aun sabiendo que lo soy sólo por mérito mío,

te doy las gracias, como está estipulado por la ley, por lo que soy.

Yo no soy codicioso, injusto, adúltero;

pecador como ese publicano que ha echado al mismo tiempo que yo,

un puñadito de monedas en el Tesoro.

Yo, Tú lo has visto, te he dado todo lo que llevaba conmigo.

Ese avaro sin embargo, ha hecho dos partes y a Ti te ha dado la menor.

La otra seguro, la guardará para juergas y mujeres.

Pero yo soy puro.

Yo no me contamino.

Yo soy puro y justo;

ayuno dos veces a la semana, pago los diezmos de cuanto poseo.

Sí, soy un hombre puro, justo y bendito, porque soy santo.

Recuerda esto, Señor.

El publicano, desde su lejano rincón…

Sin atreverse a levantar la mirada hacia las preciosas puertas del hecol…

Dándose golpes de pecho,

oraba así:

–                Señor, no soy digno de estar en este lugar.

Pero Tú eres Justo y Santo.

Me lo concedes una vez más, porque sabes que el hombre es pecador…

Y que si no se acerca a ti se transforma en un demonio.

¡Oh, mi Señor!

Yo quisiera honrarte noche y día.

Y tengo que ser esclavo de mi trabajo durante muchas horas,

un trabajo rudo que me deprime, porque produce dolor a mi prójimo;

que es más infeliz que yo.

Pero tengo que obedecer a mis superiores, porque es mi pan.

Haz, Dios mío, que sepa dulcificar el deber hacia mis superiores,

con la caridad hacia mis pobres hermanos;

para que en mi trabajo no encuentre mi condena.

Todos los trabajos son santos, si se ejercen con caridad.

Ten tu caridad siempre presente en mi corazón para que yo, miserable como soy…

sepa compadecerme de los que están sujetos a mí,

como Tú te compadeces de mí, gran pecador.

Habría querido honrarte más, Señor.

Tú lo sabes.

Pero he pensado que apartar el dinero destinado al Templo,

para aliviar ocho corazones infelices fuera mejor que echarlo en el gazofilacio.

Y luego hacer verter lágrimas de desolación a ocho inocentes infelices.

Pero, si me he equivocado, házmelo comprender, ¡Oh Señor!

Y yo te daré hasta la última moneda.

Volveré al pueblo a pie, mendigando un pan.

Hazme comprender tu justicia.

Ten piedad de mí, Señor, porque soy un gran pecador.

Ésta es la parábola.

En verdad, en verdad os digo:

Que mientras que el fariseo salió del Templo con un nuevo pecado,

añadido a los que había cometido antes de subir al Moriah;

el publicano salió de allí justificado.

Y la bendición de Dios lo acompañó a su casa y en ella permaneció.

él había sido humilde y misericordioso.

Y sus acciones habían sido aún más santas que sus palabras.

Por el contrario, el fariseo sólo de palabra y externamente era bueno;

mientras que en su interior era un demonio.

Hacía obras de diablo por soberbia y dureza de corazón.

Dios, por eso, lo aborrecía.

Quien se ensalza será siempre, antes o después, humillado;

si no aquí, en la otra vida.

Y quien se humilla será ensalzado;

especialmente arriba, en el Cielo,

donde se ven las acciones de los hombres en su verdadera verdad.

21. Porque habrá entonces una gran tribulación, cual no la hubo desde el principio del mundo, hasta el presente… Ni volverá a haberla.
22. Y si aquellos días no se abreviasen, NO SE SALVARÍA NADIE; pero en atención a los elegidos se abreviarán aquellos días.

Ven, Zaqueo.

Venid los que estáis con él.

Y vosotros, apóstoles y discípulos míos.

Os seguiré hablando en privado…

Y envolviéndose en su manto;

Jesús vuelve a la casa de Zaqueo.

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