748 Reconocimiento Sobrenatural7 min read

IMITAR A JESÚS ES EL EJEMPLO QUE SALVA

525a El juicio sobre Sabea de Betlequí.

Ya ven los bosques que orillan el río.

El sol poniente de invierno tiñe de oro las cimas de los árboles…

Y esparce una luz amarilla y clara,

sobre las personas que están recogidas entre los árboles.

Los escribas que se adelantaron, van gritando:

–                   ¡Aquí está el Mesías!

–                    ¡Está aquí!

–                    ¡Poneos en pie!

–                     ¡Salid a su encuentro!

Y tuercen hacia un sendero que termina en un roble colosal,

de poderosas raíces semidescubíertas que sirven de asiento,

a quien se refugia al lado de su tronco.

El grupo de personas recogido alrededor se vuelve;

se pone en pie, se abre y se disgrega…

Para salir al encuentro de los que llegan.

Junto al tronco se quedan solamente tres escribas;

Juan de Éfeso y dos ancianos:

Un hombre y una mujer.

Más otra mujer que está sentada en una raíz,

que asoma sobre la tierra, con la espalda apoyada en el tronco.

Con la cabeza agachada y reclinada sobre las rodillas,

que tiene a su vez estrechadas entre los brazos anudados.

Está toda cubierta por un velo de un morado tan oscuro que parece negro.

Parece ajena a todo.

No reacciona con el griterío.

Un escriba la toca en el hombro,

diciendo:

–               Está aquí el Maestro, Sabea.

Levántate y salúdalo.

La mujer no responde, ni se mueve.

Los tres escribas se miran y sonríen irónicos…

haciendo un gesto de complicidad a los otros que se están acercando.

Y dado que los que esperaban al no ver a Jesús…

Se habían callado…

Entonces ellos y sus cómplices gritan más fuerte que nunca,

para que la mujer no se dé cuenta del engaño.

Un escriba se dirige a la anciana madre que está con su hija,

diciéndole:

–             Mujer…

Al menos tú, saluda al Maestro y di a tu hija que lo haga también.

La mujer se postra, junto con su marido;

ante Judas Tadeo, Juan y el ladrón arrepentido.

Luego levantándose,

dice a su hija:

–              Sabea, tu Señor está aquí.

Venéralo.

La joven no se mueve.

La sonrisa irónica de los escribas se acentúa…

Uno, delgado y narigudo, dice con voz nasal y alargando las palabras:

–              ¿No te esperabas esta prueba, no es verdad?

Y tu corazón se estremece.

Sientes que tu fama de profetisa está en peligro y no pruebas suerte.

Me parece que esto es suficiente para definirte como embustera…

La mujer levanta la cabeza de golpe.

Echa hacia atrás el velo y mira con ojos bien abiertos,

mientras dice:

–                No miento, escriba.

Y no tengo miedo, porque estoy en la verdad.

¿Dónde está el Señor?

–               ¿Cómo es eso?

¿Dices que lo conoces y no lo ves?

Lo tienes delante de ti.

Ella responde contundente:

–             Ninguno de éstos es el Señor.

Por eso no me movía.

Ninguno de estos.

Sadoq cuestiona:

–             ¿Ninguno de éstos?

¿Y ese galileo rubio no es el Señor?

Yo no lo conozco, pero sé que es rubio y con ojos de cielo.

No es el Señor…

–              Entonces este alto y de aspecto grave.

Mira qué trazos de rey.

Sin duda es Él.

Sin mirar a Tadeo,

ella responde tajante:

–               No es el Señor.

No es ninguno de éstos el Señor.

Y la mujer bajando de nuevo la cabeza;

la mete entre las rodillas, regresando a su postura inicial.

Pasa un largo rato.

Luego…

Ya se ve venir a Jesús.

Los escribas han impuesto silencio a la poca gente que está ahí.

Por tanto, su llegada no resulta advertida por ninguna aclamación.

Jesús viene adelante, entre Pedro y su primo Santiago.

Camina lenta…

Silenciosamente.

La hierba tupida ahoga todo rumor de pasos.

Mientras la madre se enjuga las lágrimas con su velo,

un escriba dice estas palabras hirientes:

«Vuestra hija está desquiciada y miente»

El padre suspira e incluso reprende a su hija.

Jesús llega al linde del sendero y se detiene.

La joven, que no ha podido oír nada;

que no ha podido ver nada;

se pone en pie bruscamente.

Arroja el velo, descubriendo así toda la cabeza;

eleva hacia adelante los brazos, emitiendo un grito poderoso:

–               ¡Ahí está y viene a mí, mi Señor!

¡Éste es el Mesías!

¡Oh hombres que queréis engañarme y envilecerme!

¡Veo sobre Él la luz de Dios señalándomelo…

Y yo lo venero!

Y se arroja al suelo, pero quedándose donde estaba…

A unos dos metros frente a Jesús.

Rostro en tierra, entre la hierba,

grita:

–                         ¡Yo te saludo, Rey de los pueblos!

¡Admirable, Príncipe de paz, Padre del siglo sin fin, Caudillo del pueblo nuevo de Dios!

Permanece postrada bajo su amplio manto oscuro, de un morado casi negro, como el velo.

Luego se levanta.

Pero, en el momento en que se ha levantado, pegada al tronco negro y arrojado el velo,

se ha quedado con los brazos tendidos hacia delante, como una estatua.

Es posible observar que bajo el manto está vestida con una túnica de gruesa lana de un blanco marfileño,

ceñida simplemente con un cordón en el cuello y en la cintura.

Ysobre todo, es posible admirar su belleza de mujer madura.

Tendrá treinta años.

Y treinta años en Palestina, equivalen al menos, a cuarenta de los nuestros generalmente:

porque, si para María Santísima esta regla tiene una excepción;

para las otras mujeres la madurez llega pronto.

Especialmente para las de cabellos y tez morenos, con facciones muy bien modeladas como ésta.

Ella es el tipo clásico de la mujer hebrea.

Posiblemente así habrán sido Raquel, Rut y Judit, celebres por su belleza.

Alta, radiante y bien conformada, pero esbelta;

lisa su piel de morenita palidez;

pequeña la boca de labios un poco abultados, vivamente rojos;

nariz recta, larga, delgada;

con  dos ojos profundos, oscuros, de suavidad de terciopelo entre arcos de pestañas largas y muy tupidas;

frente alta, lisa, regia;

algo alargado el óvalo de su cara;

espléndidos cabellos de ébano como una corona de ónix.

No lleva ninguna joya;

pero tiene un cuerpo estatuario y una majestuosidad de reina.

Ahora se levanta, apoyándose en sus manos largas, morenas, muy bellas,

unidas a los brazos por una muñeca delgada.

Ya está en pie de nuevo, contra el tronco oscuro.

Mira en silencio al Maestro.

Algunos escribas le dicen:

–                Te equivocas, Sabea.

–                Él no es el Mesías…

Sino el que antes has visto y no has reconocido.

Ella menea la cabeza negando firme, severa.

No aparta los ojos del Señor.

Luego su rostro se transfigura…

Y adquiere una expresión que no se puede decir si es de alegría ferviente…

O de somnolencia extática;

participa de ambas cosas;

porque parece palidecer como quien está próximo al desvanecimiento;

mientras que toda la vida se concentra en sus ojos,

que se iluminan con una luz de alegría, de triunfo, de amor…

Es imposible describirlo.

¿Ríen esos ojos?

No, no ríen, como tampoco lo hace la severa boca.

Sin embargo, hay en ellos una luz de alegría.

Y cada vez adquieren mayor potencia de intensidad…

De una intensidad que impresiona.

Jesús la mira con su mirada mansa, un poco triste…

Un escriba susurra:

–                    ¿Ves como es una demente?

Jesús no replica.

Mira y calla.

Con la mano izquierda suelta y sujetándose con la derecha el manto a la altura del pecho…

La mujer abre la boca y extiende los brazos como antes.

Parece una enorme mariposa de alas moradas y cuerpo de marfil viejo.

Un nuevo grito sale de sus labios:

–                 ¡Oh Adonai, eres grande!

¡Sólo Tú eres grande, Adonai!

Grande eres en el Cielo y en la Tierra, en el tiempo y en los siglos de los siglos…

Y más allá del tiempo, desde siempre y para siempre.

¡Oh Señor!

¡Hijo del Señor!

Bajo tus pies están tus enemigos.

Sujeto está tu trono por el amor de los que te aman.

La voz se hace cada vez más segura y fuerte;

al mismo tiempo que los ojos se separan del rostro de Jesús.

Mirando a un punto lejano…

Un poco por encima de las cabezas atentas, que tiene a su alrededor….

Y que ella domina sin esfuerzo,

pues está erguida y pegada al tronco de este roble crecido;

en una prominencia del terreno,

como encima de un pequeño ribazo.

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