793 Crepúsculo Invernal4 min read

IMITAR A JESÚS ES EL EJEMPLO QUE SALVA

538a Jesús, orante en la gruta de la Natividad.

El cielo al Occidente, parece todo él una pérgola de glicina en flor…

Mientras que al Este, presenta ya el puro cobalto de un frío firmamento invernal del Oriente.

Y ya las primeras luces sidéreas se asoman al extremo límite del cielo.

Jesús acelera el paso, para hallarse como es debido, en el lugar que ha elegido…

Antes de que la noche sea completa.

Pero, llegado a un punto alto desde el que se ve enteramente la pequeña ciudad de Belén…

Se detiene, mira, suspira…

Mientras el sol va bajando lentamente…

Luego sigue avanzando veloz.

Llega al sepulcro de Raquel cuando la última rojura del ocaso,

se apaga en una pincelada de color violado…

Y aparece el crepúsculo.

Mientras el cielo se pinta de cobalto acompañando con mucho frío, el anochecer invernal…

Las primeras estrellas comienzan a asomarse.

Enseguida el Maestro,  baja rápido.

No entra en la ciudad.

La rodea por las últimas casas.

Jesús apresura el paso…

Va directamente a las ruinas de la Torre de David, al lugar en donde nació.

Pasa el arroyo que  corre junto a la gruta.

Pone pie en el pequeño espacio libre que hay y que está cubierto de hojas secas…

Echa una ojeada dentro de las ruinas.

El lugar está vacío.

Entra en la gruta donde nació.

Y Juan se queda a una cierta distancia, cauto para no ser visto ni oído…

Rebusca, mira…

Encuentra, más tanteando que con la vista, otro de los establos semiderruídos, que están a un lado.

Entra también él y enciende una lumbre, con un par de ramas, en un rincón.

Hay un poco de paja, un poco de pajuzo sucio, algunas ramas secas, heno en el pesebre.

Juan está contento y habla consigo mismo:

–                 Al menos…

¡Aquí lo Oiré…!

Y…

Morimos juntos o lo salvo.

Luego, suspirando dice:

–               ¡Nació aquí!

¡Viene aquí a llorar su dolor…!

Y…

Levantando los brazos y su cara hacia arriba, con las palmas de las manos abiertas, implora:

«¡Ah, eterno Dios, salva a tu Cristo!

¡Ah, Dios Eterno!

¡Salva a tu Mesías!

Me tiembla el corazón, ¡Oh! Dios ¡Altísimo!

Porque Él se aísla siempre…

Antes de emprender grandes cosas.

¿Y qué obra grande puede hacer, sino manifestarse como Rey Mesías?

¡Oh! ¡Todas sus palabras están dentro de mí…

Yo soy un muchacho tonto, ignorante y poco es lo que comprendo…

¡Todos comprendemos muy poco!

¡Oh, eterno Padre nuestro!

¡Pero yo tengo miedo!

¡Mucho miedo!…

Porque Él habla de muerte…

¡De una muerte dolorosa…

De Traición…

¡Y de cosas terribles y horrorosas…!

¡Tengo miedo, Dios mío!

Da fuerzas a mi corazón, Eterno Señor.

¡Tengo muchísimo miedo!…

Robustece mi corazón, Señor eterno.

¡Mis piernas flaquean por el terror!…

Fortalece mi corazón de muchachillo…

Como ciertamente fortaleces el de tu Hijo para los futuros acontecimientos…

¡Oh, que yo lo presiento!

¡Para eso ha venido aquí…

Para sentirTe más que nunca y robustecerse con tu Amor.

¡Yo lo imito…

¡Oh Padre Santísimo!

Ámame y haz que te ame;

para tener la fuerza de padecer ¡Todo sin cobardía!…

Para consuelo de tu Hijo.»…

Juan hace una larga oración…

De pie, erguido, con los brazos levantados…

A la luz temblorosa de dos ramas que ha encendido en el elemental hogar.

Ora hasta que el fuego está a punto de apagarse.

Luego se sube al ancho pesebre y se acurruca en el heno.

Envuelto en el manto oscuro, envuelta la gruta en las tinieblas…

Juan se convierte todo él, en una sombra uniformada con la sombra.

Hasta que un primer claror de luna se introduce por la apertura situada al Oriente,

para decir que es plena noche.

Juan ora largamente.

De pie, con los brazos en alto.

Después sube al pesebre y se acurruca entre el heno, envuelto con su manto.

Cansado, se queda dormido.

Su respiración y el chasquido del arroyo, son los únicos rumores en esta noche de Diciembre.

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