795 El Censurador8 min read

IMITAR A JESÚS ES EL EJEMPLO QUE SALVA 

539 Juan de Zebedeo se acusa de culpas inexistentes.

Es una serena pero cruda mañana de invierno.

La escarcha ha blanqueado con sus cristales harinosos el suelo y las hierbas.

De alguna ramita seca que yace en el suelo, ha hecho una preciosa joya adornada de perlitas.

Juan sale de su gruta.

Está muy pálido con su túnica color avellana oscuro.

Además de tener también mucho frío, con la desolación que siente, pareciera estar enfermo.

Porque que tiene una palidez casi lívida y su paso es vacilante, como una persona que no se siente bien.

Va hacia el arroyo y titubea respecto a hundir en él, o no, sus manos.

Se decide y formando el cuenco de las dos manos, bebe un sorbo de esa agua cristalina,

pero ciertamente muy fría.

Sacude las manos y termina de secárselas con el extremo de la túnica.

Luego permanece un momento inseguro…

Mira hacia las ruinas donde está Jesús, mira hacia las suyas…

Y regresa hacia a éstas lentamente.

Pero llegando a la abertura por donde se entra, siente como un vahído y se tambalea.

Se hubiera caído si no se hubiera agarrado a la pared semiderruída.

Permanece un momento con la cabeza sobre el brazo doblado, agarrándose a la pared;

luego levanta la cabeza y mira a su alrededor…

Ya no entra en su cuchitril.

Rasando la pared, sujetándose en los salientes angulosos de las piedras ya carentes de revoque,

avanza los pocos pasos que lo separan del establo donde está Jesús.

Cuando llega casi a la entrada, se arroja de rodillas, gimiendo:

–              ¡Jesús, mi Señor, piedad de mí!

Jesús pronto aparece, preguntando:

–             ¿Juan?…

¿Qué haces?

¿Qué te pasa?

Juan está lívido…

Castañeteando los dientes, agrega:

–            ¡Oh, mi Señor!

¡Tengo hambre!

Hace casi dos días que no como nada.

Tengo hambre y frío…

Jesús le ayuda a ponerse de pie, invitándole:

–               ¡Ven!

¡Pasa adentro!

Juan, sujetado por el brazo de Jesús, llora con la cabeza reclinada en el hombro de Él;

suspira diciendo:

–              No me castigues, Señor, si te he desobedecido…

Jesús responde sonriendo:

–              Ya has recibido el castigo.

Pareces un moribundo…

Siéntate aquí, en esta piedra.

Hago fuego y te doy comida…

Jesús enciende con la yesca unas ramillas.

Haciendo un buen fuego en el rústico hogar que hay cerca de la puerta.

Olor de ramas quemadas y viveza de llamas se esparcen por la mísera gruta.

Jesús, pinchados en un palito dos pedazos de pan, los presenta a la llama;

cuando los siente calientes, los cubre con el corazón graso de los quesos dejados por los pastores.

El queso se ablanda y se derrite en el pan,

que ahora Jesús mantiene suspendido sobre la llama como si fuera un plato.

Sonriendo aún y pasando el pan a Juan, le dice:

–              Come ahora y no llores.

Pues su joven apóstol llora en silencio como un niño extenuado…

Y no deja de verter lágrimas, ni siquiera mientras come ese alimento reconfortante.

Jesús va hacia el pesebre y vuelve con unas manzanas;

las coloca entre las cenizas que se han calentado,

bajo el calor de la leña que arde sostenida por dos piedras que hacen de morillos.

–            ¿Estás mejor ahora?

Pregunta mientras se sienta al lado de su apóstol, que expresa que sí con la cabeza, llorando aún.

Jesús le pasa un brazo por los hombros y lo acerca hacia a Sí;

cosa que aumenta el llanto de Juan, que está todavía demasiado agotado…

Y demasiado turbado por el miedo a una reprensión, por la emoción de verse acogido así…

Demasiado como para saber hacer otra cosa que no sea llorar.

Jesús lo tiene arrimado a Sí sin hablar, mientras Juan come.

Luego dice:

–              Por ahora basta.

Las manzanas podrás comerlas más tarde.

Quisiera darte un poco de vino, pero no lo tengo.

He encontrado anteayer, al alba, haces de leña y comida fuera del establo.

Pero no había vino.

Por eso, no te lo puedo dar.

Si fuera más tarde, podría pedir leche a unos pastores que he visto que pacían el rebaño en la otra parte del arroyo.

Pero mientras no se disuelva la escarcha no salen los hatos…

–              Estoy ya mejor, Señor…

No te aflijas por mí.

–             ¿Y entonces tu aflicción por qué es?

Porque pareces…

Eso, un árbol cuya escarcha bajo el sol se estuviera derritiendo…

Dice Jesús sonriendo aún más vivamente.

Y besa a Juan en lo alto de la frente.

–             Porque estoy lleno de remordimientos, Señor…

Y… ¡Sí!

¡Suéltame!

¡Tengo que hablarte de rodillas, pedirte perdón…

–             ¡Pobre Juan!

Verdaderamente este esfuerzo superior a tu capacidad te ha debilitado también el intelecto.

¿Y tú crees que necesito tus palabras para juzgarte y absolverte?

–            Sí, sí…

Sé que sabes todo.

Pero no tendré paz hasta que no te haya dicho mi pecado;

es más, mis pecados.

Suéltame.

Déjame acusarme de mis culpas.

–            Bueno, habla, si eso te va a dar paz.

Juan cae de rodillas.

Y levantando la cara llorosa, dice:

–            He pecado de desobediencia, de presunción y de…

No sé si es correcto llamarla humanidad.

Pero la verdad es que ésta es mi culpa más reciente, más grave;

la que me produce el mayor dolor y la que me dice qué siervo inútil soy.

Más aún: qué egoísta y bajo.

Las lágrimas verdaderamente le lavan el rostro.

Mientras a Jesús la sonrisa le pone la cara cada vez más luminosa.

Jesús está un poco inclinado hacia este apóstol suyo que llora.

Y la divina sonrisa es una profunda caricia para el dolor de Juan.

Pero Juan está tan afligido, que ni siquiera lo consuela esa sonrisa.

Y continúa:

–           Te he desobedecido.

Habías dicho que no debíamos separarnos.

Y yo me separé inmediatamente de los compañeros-

Los he escandalizado.

Respondí mal a Judas de Keriot, que me observaba que estaba pecando.

Dije: “Tú lo hiciste ayer, yo lo hago hoy;

tú lo hiciste para tener noticias de tu madre;

yo lo hago para estar con el Maestro y velar por Él, defenderlo”…

Un acto mío de presunción el querer hacer esto…

¡Yo, pobre inútil, defenderte a Tí!

Y luego, otro acto de presunción, porque he querido emularte.

He dicho: “Sin duda ora y ayuna. Yo voy a hacer lo que Él hace y por su misma intención”

Y, sin embargo…

El llanto se vuelve sollozos mientras la confesión de la miseria del hombre,

de la materia que ha sobrepujado la voluntad del espíritu sale de los labios de Juan:

–              Y, sin embargo…

Me dormí.

¡Me dormí enseguida!

Y no me desperté sino cuando ya era del todo de día.

Te vi ir al río, lavarte, volver aquí…

Y comprendí que habrían podido incluso capturarte, sin estar yo preparado para defenderte.

Luego quería hacer penitencia y ayuno, pero no he sido capaz de hacerlo.

Con pequeños bocados, casi para no comer, el primer día terminé de comer mi poco pan.

Tú sabes que no tenía más.

Y no me sentía saciado aún habiendo terminado todo.

Al día siguiente he tenido todavía más hambre.

Y esta noche…

¡Oh! Ayer por la noche he dormido poco por el hambre y el frío.

Y esta noche no he dormido nada…

Esta mañana ya no he sabido resistir…

Y he venido porque he tenido miedo de morir de inanición…

Es esto lo que más me punza:

No haber sabido estar despierto para orar y velar por Tí.

Y haberlo sabido hacer por las dentelladas del hambre…

Soy un siervo estúpido y vil.

¡Castígame, Jesús!

–            ¡Pobre niño!

¡Ya quisiera Yo que todo el mundo hubiera de gritar estas culpas tuyas!

Pero escucha, levántate y escúchame…

Y tu corazón volverá a estar en paz.

¿Has desobedecido también a Simón de Jonás?».

–           No, Maestro.

Nunca lo habría hecho, porque has dicho que debíamos estar sujetos a él como a un hermano mayor.

Pero él, cuando le dije: “Mi corazón no está tranquilo viéndolo marcharse solo” respondió:

“Tienes razón. Pero yo no puedo ir porque tengo la obediencia de guiaros a todos vosotros.

Ve tú.

Y que Dios te acompañe”.

Los otros alzaron la voz y Judas más que nadie.

Recordaron la obediencia…

E incluso censuraron a Simón Pedro.

–              ¿Censuraron?…

Sé sincero, Juan.

–              Es verdad, Maestro.

Fue Judas el que censuró a Simón y me trató mal a mí.

Los otros solamente dijeron: “El Maestro ha ordenado permanecer juntos”

Y me lo decían a mí, no a nuestro jefe.

Pero Simón respondió: “Dios ve la finalidad del acto y perdonará.

Y el Maestro perdonará, porque esto es amor”

Me bendijo, me besó y me mandó tras Tí, como aquel día que fuiste con Cusa al otro lado del lago.

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