IMITAR A JESÚS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
542 Los judíos en casa de Lázaro.
Aunque Martha esté deshecha de dolor y muerta de cansancio, no pierde su señorío al recibir visitas.
Sigue siendo la anfitriona perfecta que sabe recibir y ofrecer a los huéspedes la casa.
Honrando a las personas con ese porte señorial perfecto propio de la verdadera señora.
Así ahora, habiendo conducido al grupo a una de las salas más magníficas de la casa,
enseguida ordena que les sirvan bebidas refrescantes, vinos exquisitos, frutas, dátiles, miel, etc.
dando las indicaciones para que se traigan los refrescos habituales…
Y para que los huéspedes tengan todo aquello que pueda serles reconfortante.
Los criados van de acá para allá sirviendo bebidas calientes o vinos de calidad;
ofreciendo fruta espléndida, dátiles dorados como topacios;
uva seca, parecida a nuestra uva moscatel, de racimos de una perfección fantástica.
Y miel virgen.
Todo en ánforas, copas, bandejas, platos preciosos.
Y Marta vigila atentamente, para que ninguno quede desatendido;
en un trato tan excelente según la edad y también según las personas,
cuyos caracteres le resultan bien conocidos…
Dando la pauta para el servicio a los criados.
Así, para a un criado que se dirige a Elquías con un ánfora llena de vino y con una copa,
le dice:
– Tobías, no vino;
sino agua de miel y jugo de dátiles.
Y a otro:
– Sin duda, Juan prefiere el vino.
Ofrécele el blanco de uva pasa.
Y personalmente, al viejo escriba Cananías le ofrece leche caliente;
abundantemente dulcificado por ella con la dorada miel,
mientras dice:
– Te vendrá bien para tu tos.
Te has molestado en venir, enfermo cómo estás y en un día tan frío.
Estoy emocionada de veros tan bondadosos.
Invierno está tan crudo, me conmueve el veros tan solícitos.
Cananías responde:
– Es nuestro deber, Martha.
Euqueria tu madre, fue de nuestra estirpe.
Una verdadera mujer judía que nos honró a todos
Martha replica:
– El honor a la venerada memoria de mi madre toca mi corazón.
Referiré estas palabras a Lázaro.
Acercándose el fariseo Elquías, el maestro de la hipocresía,
dice:
– Queremos saludarlo…
¡Un amigo tan bueno!
– ¿Saludarlo?
¡No es posible!
Está demasiado agotado…
Félix agrega:
– ¡No le vamos a molestar!
¿No es verdad, vosotros?
Nos contentamos con un adiós desde la puerta de su habitación.
– No puedo.
No puedo de ninguna manera.
Nicomedes se opone a que sufra cualquier tipo de fatiga o de emoción.
Calascebona insiste:
– Una mirada al amigo moribundo no puede matarlo, Martha.
¡Demasiado nos dolería el no haberle saludado!
Marta está nerviosa, vacilante.
Mira hacia la puerta, quizás para ver si María viene en su ayuda.
Pero María está ausente.
– ¡Oh! ¡No lo molestaremos!
– No puedo permitirlo.
De veras que no puedo.
Nicomedes no quiere que se le moleste en lo más mínimo.
– Una mirada al amigo que está por morir, no lo puede molestar, Martha.
¡Sería muy triste que no se le pudiese saludar…!
Martha no sabe qué hacer.
Mira a la puerta esperando una ayuda que no llega…
Los judíos ven su titubeo.
Observan como buitres al asecho este nerviosismo suyo.
Y Sadoq el escriba, se lo dice a Marta:
– Se diría que viniendo te hemos puesto nerviosa, mujer.
– No.
Nada de eso.
Comprended mi dolor.
Hace meses que vivo al lado de uno que agoniza y…
Ya no sé…
Ya no sé moverme como antes en las fiestas…
Elquías dice:
– ¡Esto no es una fiesta!
¡No queríamos tampoco que nos dieras estos honores!
Pero… Quizás…
Quizás nos escondes algo y por eso no nos dejas ver a Lázaro, ni permites que pasemos a su habitación.
¡Je! ¡Je!
¡Esto se sabe!
Pero, no temas, que la habitación de un enfermo es lugar sagrado de asilo para cualquiera.
Créelo…
Sadoc el escriba, insinúa:
– Parece que nuestra venida te ha desagradado.
Martha lo niega:
– ¡No!
¡No!
¡En verdad!
Tened en cuenta mi dolor.
Hace meses que estoy junto a alguien que agoniza…
Y no sé…
Elquías dice con tono significativo:
– ¿No nos estarás ocultando algo, verdad?
Por eso no quieres que veamos a Lázaro.
Y no nos dejas entrar a su habitación…
Apareciendo en la puerta y manteniendo apartada la cortina purpúrea con la mano,
Con su espléndida voz resonante como un órgano,
María aparece en el umbral diciendo:
– No hay nada que ocultar en la recámara de nuestro hermano.
No hay nada escondido en ella.
En ella solo está uno que agoniza…
Esa habitación acoge únicamente a un moribundo para el que sería un acto de piedad,
evitarle todo recuerdo penoso.
Y tú Elquías, eres un recuerdo penoso de los tiempos de dolor…
Todos vosotros, sois recuerdos que no agradan a Lázaro.
Martha grita un gemido suplicante, para frenarla:
– ¡María!
– No, hermana.
Déjame hablar.
Dirigiéndose a los demás, agrega:
Sólo un recuerdo del pasado volverá a causar dolor…
Para quitaros cualquier duda, venga conmigo uno de vosotros…
Si ver a un moribundo no le molesta y el hedor de su cuerpo agonizante, no le desagrada…
De la carne que está muriendo, no le provoca náuseas.
Saliendo del rincón donde se encontraba y poniéndose frente a María,
un herodiano pregunta con ironía:
– ¿Acaso no eres tú un recuerdo que causa dolor?
Marta gime con angustia.
María mira con mirada de águila inquieta, sus ojos centellean;
se yergue altiva, olvidándose del cansancio y el dolor, que verdaderamente encorvan su cuerpo.
Y con una expresión de reina ofendida, con gesto majestuoso,
responde:
– Sí.
También yo soy un recuerdo.
Pero ya no causo dolor, como tú dices.
Soy el recuerdo de la misericordia de Dios.
Y al verme Lázaro está en paz;
porque sabe que entrega su alma en las manos de la Misericordia Infinita.
– ¡Ja, ja, ja!
¡No eran éstas las palabras de otros tiempos!
¡Tu virtud!…
¡Sólo a quien no te conoce podrías mostrársela…!
Y le hace un gesto provocativo…
E invitador.
– Pero a tí no.
¿No es así?
No vas a ser tú a quien se la muestre…
Pues precisamente a tí te la pongo delante de los ojos,
para decirte que uno se hace como aquellos con quienes va.
Uno se convierte en lo que practica.
Yo, en aquellos tiempos por desgracia, estaba contigo.
Era como tú…
Ahora estoy con el Santo y me hago honesta.
– Cosa destruida no se reconstruye, María.
– Tienes razón.
Efectivamente, tú y todos, vosotros.
No podéis reconstruir el pasado.
No podéis rehacer lo que habéis destruido.
No puedes tú que me causas horror y asco.
Ni vosotros, que ofendisteis en el tiempo del dolor a mi hermano,
cuando sufría lo habéis ofendido y ahora por torcida finalidad y un fin avieso,
queréis hacer gala de que sois sus amigos.
Un fariseo de mediana edad, exclama:
– ¡Vaya que eres audaz, mujer!
¡Puede ser que el Rabí te haya arrojado muchos demonios, pero no te hizo mansa!
– Así es, Jonathás ben Annás…
No me hizo débil.
Al contrario, me ha hecho más fuerte, con esa audacia que es propia de la persona íntegra;
más fuerte de lo que puede ser un honesto.
Con la fortaleza de la persona que ha querido volver a ser honesta,
rompiendo todo vínculo con el pasado para hacerse una vida nueva.
De lo que quiere ser, el que quiere volver al buen camino…
Del que ha roto sus antiguas cadenas, para rehacer totalmente su vida.
¡Ea! ¿Quién viene a ver a Lázaro?
Se muestra imperiosa como una reina.
Y a todos los domina con su valor intrépido.
Su autoridad es tan majestuosa, con su franqueza, despiadada incluso contra sí misma.
Martha, por el contrario, está muy angustiada,
con lágrimas en esos ojos suyos que miran fijamente a María, suplicándole que calle.
Acompañando sus palabras con un suspiro de víctima, falso como una serpiente…
Elquías dice:
– ¡Voy yo!
Sí.
Iré yo.
Y se va con ella, a la habitación del enfermo.
Salen juntos.