IMITAR A JESÚS ES EL EJEMPLO QUE SALVA
565 Jesús conforta a Samuel, turbado por Judas de Keriot.
Sigue estando Jesús.
Camina lentamente, sólo y absorto…
Hacia la zona espesa del bosque que está al oeste de Efraím.
Del torrente sube un frufrú de aguas, de los árboles descienden cantos de pájaros.
La luz del sol primaveral y vivo, es dulce bajo la trabazón de las ramas…
Silencioso, el camino por la exuberante alfombra herbosa.
Los rayos solares crean una móvil alfombra de aros y estrías dorados sobre el verdor de las hierbas.
Alguna flor todavía rociada, es alcanzada de lleno por un pequeño disco de luz…
Y rodeada toda de sombra, resplandece como si sus pétalos fueran preciosas lascas.
Jesús sube…
Sube hacia el promontorio que sobresale como un balcón sobre el vacío subyacente.
Un balcón en que se levanta una encina colosal…
Y del que penden flexibles ramas de zarzas silvestres o de escaramujo, hiedras y clemátides;
que no hallando sitio o apoyo en el lugar en que han nacido, demasiado angosto para su exuberante vitalidad;
se vuelcan hacia el vacío como una melena desordenada y suelta…
Extienden sus ramas esperando poder asirse a algo.
Ya está Jesús a la altura de este promontorio.
Se dirige hacia su punta más prominente, apartando la maraña de matorrales.
Es una bandada de pajarillos que huye, con aleteo y trino provocados por el miedo.
Jesús se detiene y observa al hombre que le ha precedido allí arriba…
Que tumbado sobre la hierba, casi en el límite del promontorio;
hincados los codos sobre el suelo, con la cara apoyada sobre las manos, mira al vacío…
Hacia Jerusalén.
El hombre es Samuel, el ex discípulo de Jonathán ben Uziel.
Está pensativo.
Suspira.
Menea la cabeza…
Jesús mueve unas ramas para llamar su atención…
Y habiendo visto que su intento ha sido vano;
recoge una piedra que estaba entre la hierba y la echa a rodar hacia abajo por el sendero.
El ruido de esta piedra que al bajar choca una y otra vez…
Hace reaccionar al joven…
Que se vuelve sorprendido, diciendo:
– ¿Quién está aquí?»
Saliendo detrás del robusto tronco de la encina asentada en el límite del senderillo que conduce allí…
Lo hace como si hubiera llegado en ese momento.
Jesús responde:
– Yo, Samuel.
Me has precedido en uno de mis lugares preferidos para la Oración.
Samuel se apresura a levantarse y a recoger el manto…
Se lo había quitado y lo había extendido debajo en el suelo, para poder recostarse sobre él.
Se apresura a disculparse:
– ¡Oh, Maestro!
Lo siento…
Te dejo enseguida el sitio.
– ¡No!
¿Por qué?
Hay sitio para los dos.
¡Es tan bonito este lugar!
¡Tan aislado y solitario…
Suspendido en el vacío, con tanta luz y tanto horizonte delante!
¿Por qué quieres dejarlo?
– Pues…
Para dejarte orar libremente…
– ¿Y no podemos hacerlo juntos?
O incluso meditar…
Hablando entre nosotros, elevando el espíritu en Dios…
Olvidando a los hombres y sus faltas;
pensando en Dios nuestro Padre y Padre bueno de todo:
Aquellos que lo buscan y aman con buena voluntad?
Samuel pone un gesto de sorpresa cuando Jesús dice «olvidar a los hombres y sus faltas…»
Pero no replica.
Se vuelve a sentar.
Jesús se sienta a su lado, en la hierba.
Le dice:
“Quédate aquí sentado.
Estemos aquí juntos.
Mira qué limpio está hoy el horizonte.
Si tuviéramos ojos de águila, podríamos ver la blancura de los pueblos…
De las cimas de los montes que forman corona en torno a Jerusalén.
Y quién sabe, quizás veríamos un punto reluciente como una gema, en el aire…
Un punto que nos haría palpitar el corazón:
Las cúpulas de oro de la Casa de Dios…
¡Mira…!
Jesús señala un punto lejano, en el horizonte…
Allí está Betel.
Se ven albear las casas.
Y allá, más allá de Betel, está Berot.
¡Qué aguda astucia la de los antiguos habitantes de ese lugar y de los aledaños!
Pero salió bien, aunque el engaño no sea nunca un arma buena.
Salió bien porque los puso al servicio del verdadero Dios.
Conviene siempre perder los honores humanos, por conquistar la cercanía con lo Divino.
Aunque aquellos honores humanos eran muchos y de valor…
Mientras que la cercanía con lo divino es humilde y desconocida.
¿No es verdad?
– Sí, Maestro…
Así es, como Tú dices.
En mi caso ha sido así.
– Pero estás triste…
A pesar de que el cambio debería hacerte feliz.
Estás triste.
Sufres.
Te aíslas.
Miras hacia los lugares que has dejado.
Pareces un pájaro cautivo, que atrapado entre las barras de su prisión…
Mirase con mucha añoranza hacia el lugar de sus amores.
No te digo que no lo hagas.
¡Eres libre!
Puedes marcharte y…
– Señor…
¿Hablas así porque Judas te ha hablado mal de mí?
– No.
Judas no me ha hablado.
A Mí no me ha hablado.
Pero a tí, sí.
Estás triste por esa razón.
Y por ese motivo…
Te aíslas con un sentimiento de desánimo.
– No.
Señor…
Si sabes estas cosas sin que nadie te las haya dicho,
sabrás también que si estoy triste;
no es por un deseo de dejarte o por un arrepentimiento de haberme convertido…
Ni por nostalgia del pasado…
Tampoco por miedo a los hombres…
Por un miedo que se me trata de provocar, a sus castigos.
Estaba mirando allí, es verdad…
Miraba hacia Jerusalén, pero no por ganas de volver.
Me refiero a no por ganas de volver para lo que era antes.
Porque claro que sueño con volver allí como un israelita.
Como lo hacemos todos nosotros…
Deseamos entrar en la Casa de Dios y adorar al Altísimo.
Y no creo que Tú me puedas reprender por eso.