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TERCER MISTERIO DE GLORIA

TERCER MISTERIO DE GLORIA

(Hech. 2, 1-36

            LA VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO

ESPÍRITU SANTO:

YO SOY EL AMOR

No hago uso de Mi Propia Voz, por cuanto mi Voz se encuentra en todo lo creado y más allá de lo creado. Me derramo como el éter por todo cuanto existe. Enciendo el fuego, circulo como la sangre.

Estoy Presente en todas las palabras de Cristo y florezco en los labios de la Virgen; purifico y vuelvo luminosa la boca de los profetas y de los santos. YO SOY AQUEL QUE INSPIRO TODAS LAS COSAS ANTES DE QUE FUESEN; ya que mi poder es el que puso en movimiento, como un latido, el Pensamiento Creador del Eterno.

Todas las cosas se hicieron por Cristo. Más todas las hice YO-AMOR, puesto que Soy yo, Quién con mi Secreta Fuerza, moví al Creador a realizar tal Prodigio.

Cuando nada había, EXISTÍA YO. Y estaré asimismo, cuando nada quede sino el Cielo.

Yo Soy el Inspirador de la Creación del Hombre, al que se le entregó el mundo para su deleite. Este Mundo en el que desde los océanos, hasta las estrellas; de las nevadas cumbres de las montañas, hasta los delicados pétalos de las flores, aparece impreso Mi Sello.

Yo seré quién ponga en los labios del último hombre, esta invocación: “¡VEN SEÑOR JESÚS!”

Yo Soy Aquel que habla sin palabras dondequiera y a través de toda doctrina que tenga su origen en Dios.

Yo Soy Aquel que para aplacar al Padre, infundí la idea de la Encarnación y bajé como Fuego Creador a hacerme Germen en las entrañas purísimas de María; iniciando la Encarnación de Dios y la Redención del Hombre: Sangre Divina, híbase formando del manantial de sangre humana. Corazón del Hijo que latía al ritmo del Corazón de la Madre. Carne Eterna que se formaba de  la Carne Inmaculada de la Virgen, para subir después convertido en Hombre a la Cruz y de la Cruz al Cielo; para estrechar con un Aro de Amor, la Nueva Alianza entre Dios y los hombres. Lo mismo que con un Abrazo de Amor, estrechara al Padre y al Hijo, engendrando la Trinidad.

Yo estaba al lado del Verbo Inmolado por más que al parecer, no hubiese indicios de que estuviera allí. ÉL invocó al padre por tenerlo Ausente; más no a Mí. Yo me encontraba en Él cuando sublimaba al Amor a fuerza de Sacrificio. Yo estaba en ÉL infundiéndole fuerza para sufrir el Infinito Dolor del Mundo; de todo el mundo y para el Mundo. Pues formé su Cuerpo Santísimo, justo era que estuviese en el Corazón de la Víctima del Amor, para recoger sus méritos y presentarlos al Padre.

YO FUI EL SACERDOTE DEL CALVARIO, EL QUE ELEVÉ LA VICTIMA OFRECIÉNDOLA.

Y fui el Sacerdote, porque en el sacrificio es siempre el Sacerdote, -y lo es de un modo indispensable- EL AMOR.

Yo descendí a revestir con mi Poder a los Doce reunidos en el Cenáculo. Y me derramé también sobre María. Más si para todos fue conocimiento, por el que se les hizo patente la Tercera Persona con sus Dones Divinos; para María no fue sino un más vivo reencuentro. Para todos fue Llama, para Ella fue Beso. Y, EL ETERNO PARÁCLITO ERA SU ESPOSO DESDE HACÍA TREINTA Y CUATRO AÑOS, en que mi Fuego la poseyó de tal forma; que hice de su Candor un cuerpo de Madre. Y aún después de los Esponsales Divinos, hasta tal punto la colmé de Mí, que ya no podía añadir más a la ya Llena de Gracia.

PERFECCIÓN SOBRE PERFECCIÓN. Y la Purísima Carne de la Virgen se convirtió en el Arca Viviente, que guardó el Misterio de la Encarnación.

La Obra de nuestra mutua entrega, ya se había realizado. Nuestro Hijo había vuelto al Cielo, tras haber dado cumplimiento a Todo. Vine a depositar el segundo beso de agradecimiento a la Esposa Santa, que con cada latido de su corazón repetía, alegrando a Dios Uno y Trino: ¡Santo, Santo, Santo y Bendito seas Tú, Señor Excelso!

Bajé por segunda vez a reiterar mi abrazo de Esposo, mientras mi Presencia se hizo visible en una flama. Prometí a María la Tercera y definitiva Unión, en la feliz morada del Cielo. Porque el Cielo era su meta. Porque en Ella ya no había más que un deseo: POSEER A DIOS. No por unos instantes, sino en un eterno presente.

Yo transformo en mi esposa al alma que me llama con un corazón puro y amante: EL AMOR SE DA A QUIEN SE ARREPIENTE, A QUIEN CREE, A QUIEN ESERA, A QUIEN PERDONA, A QUIEN AMA…

*******

No hay voces ni ruidos en la casa del Cenáculo. Sólo están los Doce y María Santísima.  La habitación parece más grande porque los muebles y enseres están colocados de forma distinta y dejan libre todo el centro de la habitación, como también dos de las paredes. A la tercera ha sido arrimada la mesa grande que fue usada para la Cena.

La Virgen, sentada sola en su asiento tiene a sus lados en los triclinios, a Pedro y a Juan. Matías, el nuevo apóstol, está entre Santiago de Alfeo y Judas Tadeo. La Virgen tiene delante un arca ancha y baja de madera oscura, cerrada. María está vestida de azul oscuro. Cubre sus cabellos un velo blanco, cubierto a su vez por el extremo de su manto.  Todos los demás tienen la cabeza descubierta.

María lee atentamente en voz alta. Pero por la poca luz que le llega, creo que más que leer repite de memoria las palabras escritas en el rollo que tiene abierto. Los demás la siguen en silencio, meditando. De vez en cuando responden, si es el caso de hacerlo.

El rostro de María aparece transfigurado por una sonrisa extática. ¡¿Qué estará viendo, que tiene la capacidad de encender sus ojos como dos estrellas claras, y de sonrojarle las mejillas de marfil, como si se reflejara en Ella una llama rosada?!: es, verdaderamente, la Rosa mística…

Los apóstoles se echan algo hacia adelante, y permanecen levemente al sesgo, para ver el rostro de María mientras tan dulcemente sonríe y lee (y parece su voz un canto de ángel). A Pedro le causa tanta emoción, que dos lagrimones le caen de los ojos y  por un sendero de arrugas excavadas a los lados de su nariz, descienden para perderse en la mata de su barba entrecana.

Pero Juan refleja la sonrisa virginal y se enciende como Ella de amor, mientras sigue con su mirada a lo que la Virgen lee y cuando le acerca un nuevo rollo, la mira y le sonríe.

La lectura ha terminado. Cesa la voz de María. Cesa el sonido que produce el desenrollar o enrollar los pergaminos.

María se recoge en una secreta oración, uniendo las manos sobre el pecho y apoyando la cabeza sobre el arca. Los apóstoles la imitan…

Entonces un ruido fortísimo y armónico, con sonido de viento y arpa, con sonido de canto humano y de voz de un órgano perfecto, resuena de improviso en el silencio de la mañana. Se acerca, cada vez más armónico y fuerte, y llena con sus vibraciones la Tierra, las propaga a la casa y las imprime en ésta, en las paredes, en los muebles, en los objetos. La llama de la lámpara, hasta ahora inmóvil en la paz de la habitación cerrada, vibra como chocada por el viento, y las delgadas cadenas de la lámpara tintinean vibrando con la onda de sobrenatural sonido que las choca.

Los apóstoles levantan la cabeza al escuchar  ese fragor hermosísimo, que contiene las más hermosas notas de los Cielos y la Tierra salidas de la mano de Dios que se acerca cada vez más. Algunos se ponen de pie preparándose para huir; otros se acurrucan en el suelo cubriéndose la cabeza con las manos y el manto o dándose golpes de pecho pidiendo perdón al Señor; otros, demasiado asustados como para conservar ese comedimiento que siempre tienen respecto a la Purísima, se arriman a María.

El único que no se asusta es Juan y es porque ve la paz luminosa de alegría que se acentúa en el rostro de María, la cual levanta  la cabeza y sonríe frente a algo que sólo Ella conoce y luego se arrodilla abriendo los brazos y las dos alas azules de su manto así abierto se extienden sobre Pedro y Juan que, como Ella, se han arrodillado.

Pero, todo lo que he tardado minutos en describir se ha verificado en menos de un minuto.

Y luego entra la Luz, el Fuego, el Espíritu Santo, con un último fragor melódico, en forma de globo lucentísimo, ardentísimo; entra en esta habitación cerrada, sin que puerta o ventana alguna se mueva y permanece suspendido un momento sobre la cabeza de María, a unos tres palmos de su cabeza (que ahora está descubierta, porque María, al ver al Fuego Paráclito, ha levantado los brazos como para invocarlo y ha echado hacia atrás la cabeza emitiendo un grito de alegría, con una sonrisa de amor sin límites). Y pasado ese momento en que todo el Fuego del Espíritu Santo, todo el Amor, está recogido sobre su Esposa, el Globo Santísimo se escinde en trece llamas cantarinas y lucentísimas -su luz no puede ser descrita con parangón terrenal alguno- y desciende y besa la frente de cada uno de los apóstoles.

Pero la llama que desciende sobre María no es lengua de llama vertical sobre besadas frentes: es corona que abraza y nimba la cabeza virginal, coronando Reina a la Hija, a la Madre, a la Esposa de Dios; a la incorruptible Virgen, a la Llena de Hermosura, a la eterna Amada y a la eterna Niña; pues que nada puede mancillar a Aquella a quien el dolor había envejecido, pero que ha resucitado en la alegría de la Resurrección y tiene en común con su Hijo una acentuación de hermosura y de frescura de su cuerpo, de sus miradas, de su vitalidad… gozando ya de una anticipación de la belleza de su glorioso Cuerpo elevado al Cielo para ser la flor del Paraíso.

El Espíritu Santo fulguran sus llamas en torno a la cabeza de la Amada. ¿Qué palabras le dirá? ¡Misterio! El bendito rostro aparece transfigurado de sobrenatural alegría y sonríe con la sonrisa de los serafines, mientras ruedan por las mejillas de la Bendita lágrimas beatíficas,  que incidiendo en ellas la Luz del Espíritu Santo, parecen diamantes.

El Fuego permanece así un tiempo… Luego se disipa… De su venida queda, como recuerdo, una fragancia que ninguna flor terrenal puede emanar… es el perfume del Paraíso…

Los apóstoles vuelven en sí… María permanece en su éxtasis. Recoge sus brazos sobre el pecho, cierra los ojos, baja la cabeza… nada más… continúa su diálogo con Dios… insensible a todo… Y ninguno osa interrumpirla.

Juan, señalándola, dice:

–              Es el altar y sobre su gloria se ha posado la Gloria del Señor…

Pedro confirma con sobrenatural impulsividad:

–              Sí. No perturbemos su alegría. Vamos, más bien, a predicar al Señor para que se pongan de manifiesto sus obras y palabras, en medio de los pueblos.

Santiago de Alfeo dice:

-¡Vamos! ¡Vamos! El Espíritu de Dios arde en mí.

Matías agrega:

-Y nos impulsa a actuar. A todos. Vamos a evangelizar a las gentes…

Salen como empujados por una vigorosa fuerza que los impulsa a llevar el Reino de Dios a todos los hombres…

 

Oración.

VEN ESPÍRITU SANTO:

Ven Espíritu Santo y envía desde el Cielo, los rayos de tu virtud. Ven Padre de los pobres. Ven Dador de los dones, ven Luz de los corazones. Consolador Magnífico; Dulce Huésped del Alma, Suavísimo Dulzor. Descanso en la fatiga, Brisa en el ardiente estío, Consuelo en el Dolor. ¡Oh Fuego Dichosísimo inunda en resplandores el corazón del fiel! Sin tu Divina Gracia, nada hay puro en el hombre, pobre de todo bien. Lava el corazón sórdido; riega el que está marchito; sana el que enfermo está. Doblega al duro y rígido; inflama al tibio y endereza al que extraviado va. Da a tus oyentes súbditos que sólo en Ti confían, el Septiforme Don. Danos preciosos méritos, danos dichoso tránsito y eterno galardón. ¡Oh, Divino Amor! ¡Lazo Sagrado que unes al Padre y al Hijo! Espíritu Todopoderoso, Fiel Consolador de los afligidos; penetra en los abismos de mi corazón; haz brillar en él tu esplendorosa Luz. Esparce ahí tu dulce rocío, a fin de hacer cesar su grande aridez. Envía los rayos celestiales de Tu Amor, hasta lo profundo de mi alma, para que penetrando en ella se enciendan todas mis debilidades, mis negligencias, mis languideces. Ven Dulce Consolador de las almas desoladas; Refugio en los peligros y Protector en la miseria. Ven Tú que lavas a las almas de sus manchas y curas sus llagas. Ven Fuerza del débil y Apoyo del que cae. Ven Doctor de los humildes y Vencedor de los orgullosos. Ven Padre de los huérfanos, Esperanza de los pobres, Tesoro de los que están en la indigencia. Ven Estrella de los navegantes, Puerto seguro de los náufragos, Ven, Fuerza de los Vivientes y salud de los que van a morir. Ahuyenta al enemigo, infúndenos tu calma, dirige nuestros pasos y nuestro mal aparta. Enséñanos al Padre y al Hijo nos declaras. Y en Ti de ambos Espíritu, Fe de nuestra alma. ¡Ven Espíritu Santo! Ven y ten piedad de mí. Haz a mi alma sencilla, dócil y fiel. Compadécete de mí debilidad con tanta bondad, que mi pequeñez encuentre gracia ante tu Grandeza Infinita. Mi impotencia la encuentre ante la multitud de tus misericordias. Por nuestro Señor Jesucristo, mi Salvador, que contigo y con el Padre, Vive y Reina, siendo Dios, por los siglos de los siglos. Amen

PADRE NUESTRO…

DIEZ AVE MARÍA…

GLORIA…

INVOCACIÓN DE FÁTIMA…

CANTO DE ALABANZA…

 

SEGUNDO MISTERIO DE GLORIA

LA ASCENCIÓN DE JESÚS AL CIELO

La aurora ha surgido completamente. Ya el sol está alto y se escuchan las voces de los apóstoles. Es una señal para Jesús y María. Se detienen. Se miran, el Uno enfrente de la Otra y luego Jesús abre los brazos y recibe en su pecho a su Madre…  El amor rebosa en una lluvia de besos a su Madre amadísima. El amor cubre de besos al Hijo amadísimo. Parece que no puedan separarse.

Luego la Mujer como criatura, se arrodilla a los pies de su Dios, que es su Hijo; y el Hijo, que es Dios, impone las manos sobre la cabeza de la Madre Virgen, de la eterna Amada y la bendice en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo… Luego se inclina y la levanta, depositando  un último beso en la blanca frente como pétalo de azucena bajo el oro de los cabellos. ¡Todavía muy juveniles!

Regresan hacia la casa y Pedro les sale al encuentro diciendo:

–           ¡Señor! Afuera entre el monte y Betania, están todos los que querías bendecir hoy.

Jesús contesta:

–          Bien. Ahora vamos donde ellos. Pero antes venid. Quiero compartir con vosotros una vez más el pan.

María se retira y se quedan Jesús con sus once apóstoles en el comedor. En la mesa hay carne asada, pequeños quesos y aceitunas pequeñas y negras; un ánfora de vino y otra más grande de agua. Y panes anchos.

Jesús ofrece y divide. Está en el centro, entre Pedro y Santiago de Alfeo. Los ha llamado Él a estos lugares. Juan, Judas de Alfeo y Santiago están frente a Él; Tomás, Felipe y Mateo, a un lado; Andrés, Bartolomé y el Zelote, al otro lado. Así, todos pueden ver a su Jesús…

Una comida de breve duración, y silenciosa.

Los apóstoles, llegado el último día de cercanía de Jesús, y a pesar de las sucesivas apariciones, colectivas o individuales, desde la Resurrección, apariciones llenas de amor, no han perdido ni un momento esa devotísima compostura que ha caracterizado sus encuentros con Jesús Resucitado.

La comida ha terminado. Jesús abre las manos por encima de la mesa y dice:

–           Bien… Ha llegado la hora en que debo dejaros para volver al Padre mío. Escuchad las últimas palabras de vuestro Maestro.

No os alejéis de Jerusalén en estos días. Lázaro, con el cual he hablado, se ha preocupado una vez más de hacer realidad los deseos de su Maestro y os cede la casa de la última Cena, para que dispongáis de una casa donde recoger a la asamblea y recogeros en oración. Estad dentro de esta casa en estos días y orad asiduamente para prepararos a la venida del Espíritu Santo, que os completará para vuestra misión. Recordad que Yo -y era Dios- me preparé con una severa penitencia a mi ministerio evangelizador. Vuestra preparación será siempre más fácil y más breve. Pero no exijo más de vosotros. Me basta con que oréis con asiduidad, en unión con los setenta y dos y bajo la guía de mi Madre, la cual os confío con solicitud filial. Ella será para vosotros Madre y Maestra, de amor y sabiduría perfectos.

Habría podido enviaros a otro lugar para prepararos a recibir al Espíritu Santo. Pero no. Quiero que permanezcáis aquí.

Porque es Jerusalén, la que negó, es Jerusalén la que debe admirarse por la continuación de los prodigios divinos, dados en respuesta a sus negaciones. Después el Espíritu Santo os hará comprender la necesidad de que la Iglesia surja justamente en esta ciudad la cual, juzgando humanamente, es la más indigna de tener a la Iglesia. Pero Jerusalén sigue siendo Jerusalén, a pesar de estar henchida de pecado y a pesar de que aquí se haya verificado el deicidio. Nada la beneficiará. Está condenada.

Pero, aunque ella esté condenada, no todos sus habitantes lo están. Permaneced aquí por los pocos justos que tiene en su seno; permaneced aquí porque ésta es la ciudad regia y la ciudad del Templo, y porque, como predijeron los profetas, aquí, donde ha sido ungido, aclamado y exaltado el Rey Mesías, aquí debe comenzar su soberanía en el mundo y aquí, en este lugar en que Dios ha dado libelo de repudio a la sinagoga a causa de sus demasiado horrendos delitos, debe surgir el Templo nuevo al que acudirán gentes de todas las naciones.

Leed a los profetas (Isaías 2, 1-5; 49, 5-6; 55, 4-5; 60; Miqueas 4, 1-2; Zacarías 8, 20-23). Todo está en ellos predicho.

Primero mi Madre, después el Espíritu Paráclito, os harán comprender las palabras que los profetas dijeron para este tiempo.

Permaneced aquí hasta que Jerusalén os repudie a vosotros como me ha repudiado a mí; hasta que odie a mi Iglesia como me ha odiado a mí y maquine planes para exterminarla. Entonces llevad la sede de esta amada Iglesia mía a otro lugar, porque no debe perecer. Os digo que ni siquiera el Infierno prevalecerá contra ella. Pero si Dios os asegura su protección, no por ello tentéis al Cielo exigiendo todo del Cielo. Id a Efraím, como fue vuestro Maestro porque no era la hora de que fuera capturado por los enemigos. Os digo Efraím para deciros tierra de ídolos y paganos. Pero no será la Efraím de Palestina la que deberéis elegir como sede de mi Iglesia. Desde el corazón del hombre, la sangre se propaga a todos los miembros. Desde el corazón del mundo, el cristianismo se debe propagar a toda la Tierra.

Por ahora mi Iglesia es como una criatura ya concebida pero que todavía se está formando en la matriz. Jerusalén es su matriz y en su interior el corazón aún pequeño, en torno al cual se congregan los pocos miembros de la Iglesia naciente, envía sus pequeñas ondas de sangre a estos miembros.

Está para venir el Espíritu Santo, el Santificador, y vosotros quedaréis henchidos de Él. Mirad que estéis puros, como todo lo que debe acercarse al Señor. Yo también era el Señor como Él. Pero había revestido mi Divinidad con un velo para poder estar entre vosotros, y no sólo para adoctrinaros y redimiros con los órganos y la sangre de este velo, sino también para que el Santo de los Santos estuviera entre los hombres, eliminando la barrera, para todos los hombres, incluso para los impuros, de no poder depositar la mirada en Aquel al que temen mirar los serafines. Pero el Espíritu Santo vendrá sin velo de carne y se posará sobre vosotros y descenderá a vosotros con sus siete dones y os aconsejará. Ahora bien, el consejo de Dios es una cosa tan sublime, que es necesario prepararse para él con la voluntad heroica de una perfección, que os haga semejantes al Padre vuestro y a vuestro Jesús, y a vuestro Jesús en su relación con el Padre y con el Espíritu Santo. Así pues, caridad y pureza perfectas para poder comprender al Amor y recibirlo en el trono del corazón.

Sumíos en el vórtice de la contemplación. Esforzaos en olvidar que sois hombres y en transformaros en serafines. Lanzaos al horno, a las llamas de la contemplación. La contemplación de Dios es semejante a chispa que salta del choque de la piedra contra el eslabón y produce fuego y luz. Es purificación el fuego que consume la materia opaca y siempre impura y la transforma en llama luminosa y pura.

No tendréis el Reino de Dios en vosotros si no tenéis el amor. Porque el Reino de Dios es el Amor, y aparece con el Amor, y por el Amor se instaura en vuestros corazones en medio de los resplandores de una luz inmensa que penetra y fecunda, disuelve la ignorancia, comunica la sabiduría, devora al hombre y crea al dios, al hijo de Dios, a mi hermano, al rey del trono que Dios ha preparado para aquellos que se dan a Dios para tener a Dios, a Dios, a Dios, a Dios sólo. Sed, pues, puros y santos por la oración ardiente que santifica al hombre porque le sumerge en el fuego de Dios, que es la caridad.

¿Os acordáis de mis palabras de la última Cena? Os prometí el Espíritu Santo. Pues bien, está para llegar, para bautizaros no ya con agua, como hizo con vosotros Juan preparándoos para mí, sino con el fuego, para prepararos a que sirváis al Señor tal y como Él quiere que vosotros lo sirváis. Mirad, Él estará aquí dentro de no muchos días. Después de su venida vuestras capacidades aumentarán sin medida, y seréis capaces de comprender las palabras de vuestro Rey y hacer las obras que Él ha dicho que se hagan, para extender su Reino sobre la Tierra.

–           ¿Entonces vas a reconstruir, después de la venida del Espíritu Santo, el Reino de Israel? – le preguntan interrumpiéndole.

–           Ya no existirá el Reino de Israel, sino mi Reino, que se verá cumplido cuando el Padre ha dicho. No os corresponde a vosotros conocer los tiempos ni los momentos que el Padre se ha reservado en su poder. Pero vosotros, entretanto, recibiréis la virtud del Espíritu Santo que vendrá a vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en Judea y en Samaria y hasta los confines de la Tierra, fundando las asambleas en los lugares en que estén reunidas personas en mi Nombre; bautizando a las gentes en el Nombre Stmo. del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo, como os he dicho, para que tengan la Gracia y vivan en el Señor; predicando el Evangelio a todas las criaturas; enseñando lo que os he enseñado; haciendo lo que os he mandado hacer. Y Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.

Otra cosa quiero. Que la asamblea de Jerusalén la presida Santiago, mi hermano. Pedro, como jefe de toda la Iglesia, deberá emprender a menudo viajes apostólicos, porque todos los neófitos desearán conocer al Pontífice jefe supremo de la Iglesia. Pero grande será el predicamento que, ante los fieles de la naciente Iglesia, tendrá mi hermano. Los hombres son siempre hombres y ven las cosas como, hombres. A ellos les parecerá que Santiago sea una continuación de mí, por el simple hecho de ser hermano mío. En verdad digo que es más grande y más semejante al Cristo por la sabiduría que por el parentesco.

Pero, así es; los hombres, que no me buscaban mientras estaba en medio de ellos, ahora me buscarán en aquel que es pariente mío. Tú, Simón Pedro… tú estás destinado a otros honores…

Pedro dice:

–           Que no merezco, Señor. Te lo dije cuando te me apareciste, y te lo digo, en presencia de todos, una vez más. Tú eres bueno, divinamente bueno, además de sabio, y cabal ha sido tu juicio sobre mí. Yo renegué de ti en esta ciudad. Cabalmente has juzgado que no reúno las condiciones para ser su jefe espiritual. Quieres evitarme muchos vituperios justos…

Santiago de Alfeo se inclina rindiendo homenaje a Pedro y contesta:

–           Todos fuimos iguales, menos dos, Simón. Yo también huí. No es por esto, sino por las razones que ha expresado, por lo que el Señor me ha destinado a mí a este puesto; pero tú eres mi Jefe, Simón de Jonás, y como tal te reconozco. En la presencia del Señor y de todos los compañeros, te profeso obediencia. Te daré lo que pueda para ayudarte en tu ministerio, pero, te lo ruego, dame tus órdenes, porque tú eres el Jefe y yo el súbdito. Cuando el Señor me ha recordado una conversación ya lejana, he agachado la cabeza diciendo: «Hágase lo que Tú quieres». Esto mismo te diré a ti a partir del momento en que, habiéndonos dejado el Señor, tú seas su Representante en la Tierra. Y nos querremos ayudándonos en el ministerio sacerdotal.

Jesús confirma:

–           Sí. Quereos unos a otros, ayudándoos recíprocamente, porque éste es el mandamiento nuevo y la señal de que sois verdaderamente de Cristo.

No os turbéis por ninguna razón. Dios está con vosotros. Podéis hacer lo que quiero de vosotros. No os impondría cosas que no pudierais hacer, porque no quiero vuestra perdición sino vuestra gloria. Mirad, voy a preparar vuestro lugar junto a mi trono. Estad unidos a mí y al Padre en el amor. Perdonad al mundo que os odia. Llamad hijos y hermanos a los que se acerquen a vosotros, o a los que ya están con vosotros por amor a mí.

Tened la paz de saber que siempre estoy preparado para ayudaros a llevar vuestra cruz. Yo estaré con vosotros en las fatigas de vuestro ministerio y en la hora de las persecuciones y no pereceréis, no sucumbiréis, aunque lo parezca a los que ven las cosas con los ojos del mundo. Sentiréis peso, aflicción, cansancio, seréis torturados, pero mi gozo estará en vosotros, porque os ayudaré en todo. En verdad os digo que, cuando tengáis como Amigo al Amor, comprenderéis que todas las cosas sufridas y vividas por amor a mí se hacen ligeras, aun las duras torturas del mundo. Porque para aquel que reviste todas sus acciones -voluntarias o impuestas- de amor, el yugo de la vida y del mundo se le transforman en yugo recibido de Dios, recibido de mí. Y os repito que mi carga está siempre proporcionada a vuestras fuerzas y que mi yugo es ligero, porque Yo os ayudo a llevarlo.

Sabéis que el mundo no sabe amar. Pero vosotros, de ahora en adelante, amad al mundo con amor sobrenatural, para enseñarle a amar. Y si os dicen, al veros perseguidos: «¿Así os ama Dios?, ¿haciéndoos sufrir?, ¿dándoos dolor? Entonces no merece la pena ser de Dios», responded: «El dolor no viene de Dios. Pero Dios lo permite. Nosotros sabemos el motivo de ello y nos gloriamos de tener la parte que tuvo Jesús Salvador, Hijo de Dios». Responded: «Nos gloriamos si nos clavan en la cruz, nos gloriamos de continuar la Pasión de nuestro Jesús». Responded con las palabras de la Sabiduría (Sabiduría 2, 23-24): «La muerte y el dolor entraron en el mundo por envidia del demonio. Pero Dios no es autor de la muerte ni del dolor, ni se goza del dolor de los vivientes. Todas sus cosas son vida y todas son salutíferas». Responded: “Al presente parecemos perseguidos y vencidos, pero en el día de Dios, cambiadas las tornas, nosotros, justos, perseguidos en la Tierra, estaremos gloriosos frente a los que nos vejaron y despreciaron». Pero decidles también: «¡Venid a nosotros! Venid a la Vida y a la Paz. Nuestro Señor no quiere vuestra perdición, sino vuestra salvación. Por esto ha entregado a su Hijo predilecto, para la salvación de todos vosotros».

Y alegraos de participar en mis padecimientos para poder estar después conmigo en la gloria. «Yo seré vuestra desmesurada recompensa» promete en Abraham (Génesis 15, 1) el Señor a todos sus siervos fieles. Sabéis cómo se conquista el Reino de los Cielos: con la fuerza; y a él se llega a través de muchas tribulaciones. Pero el que persevere como Yo he perseverado estará donde estoy Yo.

Ya os he dicho cuál es el camino y la puerta que llevan al Reino de los Cielos, y Yo he sido el primero en caminar por ese camino y en volver al Padre por esa puerta. Si existieran otros os los habría mostrado, porque siento compasión de vuestra debilidad de hombres. Pero no existen otros… Al señalároslos como único camino y única puerta, también os digo, os repito, cuál es la medicina que da fuerza para recorrerlo y entrar. Es el amor. Siempre el amor. Todo se hace posible cuando en nosotros está el amor. Y el Amor, que os ama, os dará todo el amor, si pedís en mi Nombre tanto amor como para haceros atletas en la santidad. Ahora vamos a darnos el beso de despedida, amigos míos queridísimos.

Se pone en pie para abrazarlos. Todos hacen lo mismo. Pero, mientras que Jesús tiene una sonrisa pacífica de una hermosura verdaderamente divina ellos lloran, llenos de turbación.

Juan, echándose sobre el pecho de Jesús, en medio de los fuertes espasmos a causa de los sollozos solicita por todos, intuyendo el deseo de todos:

–           ¡Danos al menos tu Pan! ¡Qué nos fortalezca en este momento!

Jesús le responde:

–           ¡Así sea!

Entonces toma un pan, lo parte después de haberlo ofrecido y bendecido y repite las palabras rituales. Y lo mismo hace con el vino, repitiendo después:

–           Haced esto en memoria mía – añadiendo- De mí que os he dejado esta arra de mi amor para seguir estando y estar siempre con vosotros hasta que vosotros estéis conmigo en el Cielo.

Los bendice y dice:

–           Y ahora vamos.

Salen de la habitación, de la casa…

Jonás, María y Marco están afuera. Se arrodillan y adoran a Jesús.

Jesús los bendice al pasar y dice:

–           La paz permanezca con vosotros, y el Señor os compense de todo lo que me habéis dado.

Marcos se alza y dice:

–           Señor, los olivares que hay a lo largo del camino de Betania están llenos de discípulos que te esperan.

–           Ve a decirles que se dirijan al Campo de los Galileos.

Marcos se echa a correr con toda la velocidad de sus jóvenes piernas.

Los apóstoles dicen entre sí:

–           Entonces, han venido todos.

Más allá, sentada entre Margziam y María Cleofás, está la Madre del Señor. Y viéndolo acercarse, se levanta y lo adora con todo el impulso de su corazón de Madre y de fiel.

Jesús las invita:

–           Ven, Madre, y también tú, María… – al verlas paradas, paralizadas por su majestad que es tan  resplandeciente y emana como en la mañana de la Resurrección.

Jesús no quiere apabullar con esta majestad suya, así que afablemente, pregunta a María de Alfeo:

–           ¿Estás sola?

María de Alfeo contesta:

–           Las otras… las otras están adelante… con los pastores y… con Lázaro y toda su familia… Pero nos han dejado a nosotras aquí, porque… ¡oh, Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!… ¿Cómo soportaré el no verte, Jesús bendito, Dios mío, yo que te quise incluso antes de que nacieras y que tanto lloré por ti cuando no sabía dónde estabas después de la matanza… yo que tenía mi sol y todo mi bien en tu sonrisa desde que volviste?… ¡Oh, cuánto bien! ¡Cuánto bien me has dado!… ¡Ahora sí que voy a ser verdaderamente pobre, viuda, ahora sí que voy a estar verdaderamente sola!… ¡Estando Tú, teníamos todo!… Aquella tarde creí conocer todo el dolor… Pero el propio dolor, todo aquel dolor de aquel día, me había ofuscado y… sí, era menos fuerte que ahora… Y además… estaba el hecho de que ibas a resucitar. Me parecía no creerlo, pero ahora me doy cuenta de que sí lo creía, porque no sentía lo que siento ahora… – y jadea ahogándose por el llanto.

Jesús llama a los pastores, a Lázaro, a José, a Nicodemo, a Manahén, a Maximino y a los otros de los setenta y dos discípulos. Les dice que se acerquen, pero quiere tener especialmente cerca a los pastores. Dice a éstos:

–           Venid aquí. Vosotros, que estuvisteis junto al Señor cuando vino del Cielo y que os inclinasteis ante su anonadamiento; estad ahora cerca del Señor cuando vuelve al Cielo, exultando en vuestro espíritu por su glorificación. Habéis merecido este puesto porque habéis sabido creer contra toda circunstancia desfavorable y habéis sabido sufrir por vuestra fe. Os doy las gracias por vuestro amor fiel.

A todos os doy las gracias. A ti, Lázaro amigo. A ti, José, y a ti. Nicodemo, compasivos con el Cristo cuando serlo podía significar un gran peligro. A ti Manahén, que por ir por mi camino has sabido despreciar los sucios favores de un inmundo. A ti Esteban, florida corona de justicia, que has dejado lo imperfecto por lo perfecto y serás coronado con una corona que todavía no conoces pero que te será anunciada por los ángeles. A ti Juan, por breve tiempo hermano mío en el pecho purísimo y venido a la Luz más que a la vista. A ti Nicolái, que siendo prosélito, has sabido consolarme por el dolor de los hijos de esta nación. Y a vosotras discípulas buenas y más fuertes que Judit, sin que por ello dejan de ser dulces.

Y a ti Margziam niño mío, qué tomarás a partir de ahora el nombre de Marcial, en memoria del niño romano matado en el camino y puesto delante del cancel de Lázaro con el rótulo de desafío: «Y ahora di al Galileo que te resucite, si es el Cristo y si ha resucitado»…  Último de los inocentes que en Palestina perdieron la vida por servirme a Mí aun inconscientemente y primero de los inocentes de todas las naciones; de los inocentes que por haberse acercado a Cristo, serán odiados y recibirán prematura muerte, como capullos de flores arrancados de su tallo antes de abrirse. Que este nombre, Marcial, te señale tu destino futuro: sé apóstol en tierras bárbaras y conquístalas para tu Señor, como mi amor conquistó al niño romano para el Cielo.

A todos…  A todos os bendigo en este adiós, invocando al Padre, invocando para vosotros la recompensa de los que han consolado el doloroso camino del Hijo del hombre. Bendita sea la Humanidad en esa porción selecta suya, que está en los judíos y está en los gentiles y que se ha manifestado en el amor que ha tenido hacia mí.

Bendita sea la Tierra con sus hierbas y sus flores; benditos sus frutos, que me procuraron delicia y alimento muchas veces. Bendita sea la Tierra con sus aguas y con su calor, por las aves y los animales, que muchas veces superaron al hombre en confortar al Hijo del hombre. Bendito seas tú, Sol, bendito seas tú, mar, benditos seáis vosotros, montes, colinas, llanuras; benditas vosotras, estrellas que me habéis acompañado en la nocturna oración y en el dolor. Y tú, Luna, que has sido luz para mis pasos durante mi peregrinaje de Evangelizador. Benditas seáis todas las  criaturas obras del Padre mío, compañeras mías en este tiempo mortal, amigas de Aquel que había dejado el Cielo para quitar a la atribulada Humanidad las espinas de la Culpa que separa de Dios. (Con su última bendición – dirá la Madre Santísima – Jesús devolvió bondad y santidad a todas las cosas de la Creación) ¡Benditos seáis también vosotros  instrumentos inocentes de mi tortura: espinas, metales, madera, cuerdas trenzadas, porque me habéis ayudado a cumplir la Voluntad del Padre mío!

¡Qué voz tan resonante tiene Jesús! Se expande por el aire templado y sereno como voz de bronce golpeado; se propaga en ondas sobre el mar de rostros que lo miran desde todas las direcciones. Rodeándolo mientras sube con aquellos a quienes más quiere hacia la cima del Monte de los Olivos. Al llegar al principio del Campo de los Galileos, despoblado de tiendas en este período situado entre las dos fiestas, Jesús ordena a los discípulos:

–           Detened a la gente donde está. Luego seguidme.

Y sigue subiendo hasta la cima junto con su Madre, los apóstoles, Lázaro, los pastores y Marcial.

Jesús luego se sube sobre un gran peñasco albeante entre la hierba verde de un claro. El sol incide en Él, haciendo blanquear cual si fuera nieve su túnica; relucir cual si fueran de oro, sus cabellos. Y sus ojos centellean con luz divina.

Abre los brazos en ademán de abrazar: parece querer estrechar contra su pecho a todas las multitudes de la Tierra, que su espíritu ve representadas en esa muchedumbre.

Su inolvidable, inimitable voz da la última orden:

–           ¡Id! Id en mi Nombre, a evangelizar a las gentes hasta los extremos confines de la Tierra. Dios esté con vosotros. Que su amor os conforte, su luz os guíe, su paz more en vosotros hasta la vida eterna.

Se transfigura en belleza. ¡Hermoso! Tanto y más hermoso que en el Tabor.

Caen todos de rodillas, adorando. Él, elevándose ya de la piedra en que se apoyaba, busca una vez más el rostro de su Madre y su sonrisa alcanza una potencia que nadie podrá jamás representar… Es su último adiós a su Madre.

Sube, sube… El Sol, aún más libre para besarlo -ahora que no hay frondas, ni siquiera sutiles, que intercepten el camino de sus rayos-, incide con sus resplandores sobre el Dios-Hombre que asciende con su Cuerpo santísimo al Cielo y evidencia sus Llagas gloriosas, que resplandecen como rubíes vivos. El resto es un perlado sonreír de luces. Es verdaderamente la Luz que se manifiesta en lo que es, en este último instante como en la noche natalicia.

Centellea la Creación con la luz del Cristo que asciende. Una luz que supera a la del Sol. Una luz sobrehumana y beatísima. Una luz que desciende del Cielo al encuentro de la Luz que asciende… Y Jesucristo, el Verbo de Dios, desaparece para la vista de los hombres en este océano de esplendores…

En la tierra, dos únicos ruidos en el silencio profundo de la muchedumbre extática: el grito de María cuando El desaparece: « ¡Jesús!», y el llanto de Isaac.

Los demás están enmudecidos por religioso estupor y permanecen allí como en espera de algo, hasta que dos luces angélicas en forma mortal, aparecen y dicen las palabras recogidas en el primer capítulo de los Hechos Apostólicos:

–           Hombres de Galilea, ¿por qué estáis mirando al Cielo? Este Jesús, que os ha sido ahora arrebatado y que ha sido elevado al Cielo, su eterna morada, vendrá del Cielo, en su debido tiempo, tal y como ahora se ha marchado.

DICE MARÍA:

Supone generosidad ofrecerse víctima por el mundo y es grande y santa esta generosidad; porque os hace semejantes a mi Jesús, Víctima Inocente, Santa, Aniquilada por el Amor. Pero se da otra generosidad, aún más excelsa: La Generosidad Heroíca.

Se da la Suprema heroicidad en el Sacrificio, cuando una creatura lleva su amor hasta saber renunciar al consuelo de contar con la ayuda y la Presencia sensible de Dios.

Yo la probé. Yo puedo enseñaros porque soy Maestra en esta Ciencia del Sacrificio; quién a este punto llega, deja de ser alumno y se convierte en maestro. SABER RENUNCIAR a la Libertad, a la salud, a la maternidad, al amor y por último: AL CONSUELO DE DIOS. Que es el que hace soportables todas las renuncias, las endulza y las hace deseables.

Entonces es cuando se apura el acíbar que bebió mi Hijo y se hace comprensible la soledad que envolvió mi corazón, desde la mañana de la Ascensión, hasta mi Asunción.  Esta es la perfección del sufrimiento.

Con todo yo era feliz dentro de mi sufrir; porque no había egoísmo, sino encendida caridad.

Como supe dar cumplimiento en grados ascendentes, a todas las ofrendas y todas las separaciones; teniendo siempre presente en mi espíritu, que cuando lo traspasaban, era conforme a la Voluntad de Dios, mi Señor y aumentaban su Gloria.  Me preparé a estos dolores y supe separarme poco a poco: primero a la preparación de su Misión; a su Predicación; a su Captura; a su Muerte y Sepultura. Supe sonreír y bendecirlo, sin tener en cuenta las lágrimas del corazón.

Al rayar el alba del cuadragésimo día de su Vida Gloriosa; cuando sin testigos como en la mañana de su Resurrección, vino a darme su beso, antes de ascender al Cielo. Había convivido con los apóstoles y había completado las enseñanzas con las que daba vida a la Naciente Iglesia. Me la entregaba para que la tutelase, mientras se fortalecía lo suficiente para caminar solita.

Yo Madre, perdía al Hijo que con su Presencia me proporcionaba el gozo inefable. Pero Yo, también su Primera Creyente; sabía que terminaba para ÉL, su estancia en este mundo, que por más que ya no podía dañarlo; no por eso dejaba de serle hostil.

Se abrieron los Cielos para recibir en la Gloria, al Hijo que tornaba al Padre tras el Dolor. De nuevo se juntó el Amor Trino sin más separaciones. El que llegase a faltarme la Luz y la respiración al no estar ya mi Jesús en el Mundo; el que faltase en el aire su aliento que lo santificara; el que EL, tras haber sido el Hijo del Hombre y volviese a ser el Hijo de Dios, revestido para siempre de su Gloria Divina; fue mi último FIAT  en la Tierra, no menos pronto y generoso que el de Nazaret.

Siempre FIAT a los Quereres de Dios. Ya venga a unirse con nosotros o se nos aleje para prepararnos la mansión en su Reino. Y vivir sin que disminuya un solo grado el amor, por más que ya no esté visible con nosotros.

Se ha de ofrecer esta renuncia para su gloria y por los hermanos,  a fin de que nuestra soledad se cambie para ellos en Divina Compañía y el silencio que ahora nos produce decaimiento; se cambie en Palabra para tantos que se encuentran en necesidad de ser Evangelizados por el Verbo.

*******

Oración.

Amado Padre Celestial: Por tu Infinita Bondad, enséñanos y ayúdanos a ser generosos en la pobreza de espíritu. Ayúdanos a desprendernos de todo y a no aferrarnos a nada que no seas Tú. Danos la humildad y la docilidad que necesitamos, para hacer de Ti el centro de nuestra vida y la razón de nuestra existencia. Ayúdanos a decirte como nuestra Madrecita del Cielo, siempre SÍ a todo lo que nos pidas. Pero también ayúdanos a darte, todo lo que nos vas a pedir. Gracias ABBA Santísimo, seas Bendito y Alabado por los infinitos siglos de los siglos. Amen

PADRE NUESTRO…

DIEZ AVE MARÍA…

GLORIA…

INVOCACIÓN DE FÁTIMA…

CANTO DE ALABANZA…

PRIMER MISTERIO DE GLORIA IV

PRIMER MISTERIO DE GLORIA IV

CUARTA PARTE:Si no veo, no creo.’

LA RESURRECCIÓN DE JESÚS

Dos días después…

Los Diez están en el patio del Cenáculo. Y conversan:

Simón Zelote dice:

–                       Estoy muy preocupado porque Tomás no se ha dejado ver. Y no sé dónde encontrarlo.

Juan:

–                       Tampoco yo.

–                       No está en la casa de sus padres. Nadie lo ha visto. ¿Lo habrán aprehendido?

–                       Si así fuera, el Maestro no hubiera dicho: “Diré lo demás cuando llegue el que está ausente.”

–                       Es verdad. Voy a ir otra vez a Betania. Tal vez ande por los montes y no tiene valor para acercarse.

Mateo:

–                       Ve, ve, Simón. A todos nos reuniste y nos salvaste al llevarnos con Lázaro. ¿Os acordáis de lo que el Señor dijo de él?: “Fue el primero que en mi Nombre ha perdonado y guiado.” ¿Por qué no lo pondrá en lugar de Iscariote?

Felipe:

–                       Porque no ha de querer dar a su amigo fidelísimo el lugar del Traidor.

Pedro:

–                       En la mañana, oí: Cuando estaba con los vendedores de pescado en el mercado… Y sé que no fue una habladuría, pues conozco al que lo dijo. Que los del Templo no saben qué hacer con el cuerpo de Judas. No saben quién habrá sido; pero encontraron dentro del recinto sagrado su cuerpo totalmente corrompido y con la faja todavía amarrada al cuello. Me imagino que fueron los paganos quienes lo descolgaron y lo arrojaron allí. Quién sabe cómo…

Santiago de Alfeo:

–                       Pues a mí me dijeron en la fuente, que desde ayer por la tarde, las entrañas del Traidor, estaban esparcidas desde la casa de Caifás, hasta la de Annás. Ciertamente se trata de paganos; porque ningún hebreo hubiera tocado jamás el cuerpo, después de cinco días. ¡Quién sabe cuán corrompido estaba ya!

Juan se pone palidísimo, al recordar lo que vio.

Y exclama:

–                       ¡Qué horror! ¡Ya estaba corrompido desde el Sábado!

Bartolomé:

–                       ¡Y arrojarlo en el lugar sagrado!… ¡Profanar el Templo de esa manera!…

Andrés:

–                       Pero, ¿Quién podía hacerlo? ¡Si tienen guardias por todos lados!…

Felipe:

–                       A menos que haya sido Satanás…

Mateo:

–                       Pero como fue a parar al lugar donde se colgó. ¿Era suyo?

Nathanael:

–                       ¿Y quién supo algo con certeza sobre Judas de Keriot? ¿Os acordáis cuán difícil y complicado era?

Zelote:

–                       Dirías mejor mentiroso, Bartolomé. Jamás fue sincero. Estuvo con nosotros tres años y nunca se nos integró. Y nosotros que siempre estábamos juntos. Cuando estábamos con él; parecía como si nos topásemos contra una muralla.

Tadeo:

–                       ¿Una muralla? ¡Oh, Simón! Mejor di un laberinto.

Juan:

–                       Oídme. Ya no hablemos de él. Me parece como si al recordarlo, lo tuviésemos todavía aquí con nosotros y que volviera a darnos camorra. Quisiera borrar su recuerdo no solo de mí, sino de todo corazón humano, hebreo o gentil. Hebreo, para que no enrojezca de vergüenza, por haber salido de nuestra raza semejante monstruo. Gentil, para que ninguno de ellos llegue a decir: ‘Su Traidor fue uno de Israel’ soy un muchacho y comprendo que no debería hablar antes que Pedro, que es nuestra cabeza. Pero como quisiera que lo más pronto posible se nombre a alguien para que ocupe su lugar. Uno que sea santo. Porque mientras vea ese lugar vacío en nuestro grupo, veré la boca del Infierno con sus hedores, sobre nosotros. Y tengo miedo de que nos engañe…

Andrés:

–                       ¡Qué no, Juan! Te ha quedado una espantosa impresión de su Crimen y de su cuerpo pendiente del árbol.

Juan objeta:

–                       No, no. También María lo ha dicho: “He visto a Satanás, al ver a Judas de Keriot” ¡Oh, Pedro! ¡Tratemos de buscar a un hombre santo que ocupe su Lugar!

Pedro:

–                       Escúchame. Yo no escojo a nadie. Si Él que es Dios, escogió a un Iscariote,  ¿Qué voy a escoger el pobre de mí?

Tadeo:

–                       Y con todo, tendrás que hacerlo.

Pedro:

–                       No, querido. Yo no escojo a nadie. Lo preguntaré al Señor. Basta con los pecados que he cometido…

Santiago de Alfeo dice desconsolado:

–                       Tenemos muchas cosas que preguntar. La otra noche nos quedamos como atolondrados. Nos falta aprender muchas cosas… Y cómo vamos a hacer para saber lo que está mal ¿O no lo está? Mira como el Señor se expresa de nosotros; muy diferente de los paganos. Mira cómo encuentra excusa ante una cobardía o negación. Pero no ante la duda sobre su Perdón. ¡Oh! ¡Tengo miedo de equivocarme!

Santiago de Zebedeo lo apoya:

–                       No cabe duda de que nos ha dicho tantas cosas. Pero me parece que no he entendido nada. Desde hace una semana estoy como tonto. Parece que tuviera un agujero en la cabeza…

Todos confiesan sentirse igual.

Sigue un largo silencio que es interrumpido por los toques en la puerta. Todos se quedan callados y esperan…

Cuando un siervo va a abrir, todos se quedan sorprendidos y lanzan un ‘¡Oh!’ De emoción al ver que entra en el vestíbulo Elías junto con Tomás…

Un Tomás tan cambiado, que está irreconocible.

Todos los rodean con gritos de júbilo:

–                       ¿Sabes que ha Resucitado y que ha venido? Espera tu regreso.

Tomás contesta:

–                       Lo sé. Me lo ha dicho también Elías. Pero no… No lo creo. Creo en lo que mis ojos ven. Y veo que todo ha terminado. Veo que estamos dispersos. Veo que no hay ni un sepulcro, a donde se le pueda ir a llorar. Veo que el Sanedrín se quiere librar de su cómplice. Y por eso ha decretado que se le entierre a los pies del olivo donde se colgó; como si fuese un animal inmundo. Y también se quiere liberar de los seguidores del Nazareno… En las Puertas me detuvieron el Viernes y me dijeron: ‘¿Eras también uno de los suyos? Está Muerto. No hay nada que hacer. Vuelve a trabajar el oro.’ Y huí…

Zelote:

–                       ¿A dónde? Te buscamos por todas partes.

–                       ¿A dónde? Fui a la casa de mi hermana que vive en Rama. Luego no me atreví a entrar; porque no quise que me regañara una mujer. Desde entonces vagué por las montañas de la Judea. Ayer terminé en Belén. Fui a su Gruta. ¡Cuánto he llorado!… Me dormí entre las ruinas y allí me encontró Elías, que había ido… No sé por qué.

Elías contesta:

–                       ¿Por qué? Porque en las horas de alegría o de dolor intensos, se va  donde se siente más a Dios. En esa gruta mi alma se siente acariciada por el recuerdo de su llanto de pequeñín. Esta vez yo fui para gritar mi felicidad y tomar lo más que pudiera de Él, porque queremos predicar su Doctrina y esas ruinas nos ayudarán…  Un puñado de esa tierra. Una astilla de esos palos que lo vieron Nacer. No somos santos, para tener el atrevimiento de tomar tierra del Calvario…

Pedro:

–                       Tienes razón, Elías. También nosotros lo haremos. ¿Y Tomás?…

–                       Dormía y lloraba. Le dije: ‘Despiértate. No llores más. Ha resucitado’ No quiso creerme. Pero tanto le insistí, que lo convencí. Y aquí está ahora, con vosotros. Y yo me retiro. Voy a unirme con mis compañeros que han ido a Galilea. La paz sea con vosotros.

Elías se va…

Y Pedro dice:

–                       Tomás. ¡Ha resucitado! Te lo aseguro. Estuvo con nosotros. Comió. Habló. Nos bendijo. Nos perdonó. Nos ha dado potestad de perdonar. ¡Oh! ¿Por qué no viniste antes?

Tomás no se ve libre de su abatimiento…

Tercamente mueve la cabeza y dice convencido:

–                       Yo no creo. Habéis visto un fantasma. Todos vosotros estáis locos. Sobre todo, las mujeres… Un muerto no resucita por sí mismo.

–                       Un hombre no. Pero Él es Dios.

–                       Sí creo que es Dios. Pero porque lo creo, pienso y digo que por más Bueno que sea; no puede regresar a nosotros que tan poco le amamos. Igualmente aseguro que por más Humilde que sea; ya estará harto de haber tomado nuestra carne. No. Seguro que está en el Cielo, cual Vencedor. Y puede ser que se digne aparecer como Espíritu. He dicho: Tal vez… ¡Porque ni siquiera de esto somos dignos! Pero que haya resucitado en carne y huesos… ¡No lo creo!

Tadeo:

–                       Si… Lo hemos besado. Y lo vimos comer. Hemos oído su voz, tocamos su mano y vimos sus heridas.

–                       Aunque así sea, no creo. No puedo. Necesito ver para creer. Si no veo en sus manos el agujero de los clavos y no meto en ellas mi dedo. Si no toco las heridas de sus pies y si no meto mi mano en el agujero que hizo la lanza, no creeré. No soy un niño, ni una mujercilla. Quiero la evidencia. Lo que mi razón no puede aceptar, lo rechazo. Y no puedo aceptar lo que me decís.

Juan:

–                       Pero, ¡Tomás! ¿Crees que te queremos engañar?

Tomás contesta inclinando la cabeza:

–                       No. Más bien os agradezco que seáis tan buenos, de querer darme la paz que habéis logrado obtener con vuestra ilusión. Pero… Debo ser sincero: No creo en su Resurrección.

Bartolomé:

–                       ¿No tienes miedo de que te vaya a castigar? Él sabe y ve todo. Tenlo en cuenta.

–                       Le pido que me convenza. Tengo cabeza y la uso. Que Él, Señor de la Inteligencia humana, enderece la mía; si está extraviada.

Zelote:

–                       Pero la razón. Como Él lo ha dicho; es libre.

–                       Con mayor razón no puedo sujetarla a una sugestión colectiva. Os quiero… Y quiero mucho al Señor…  Le serviré como pueda. Y me quedaré con vosotros. Predicaré su Doctrina. Pero no puedo creer, sino lo que veo.

Tomás, obstinado; No escucha a nadie más que a sí mismo.

Le hablan todos de lo que han visto y de cómo lo han visto.  Le aconsejan que hable con la Virgen.

Pero él mueve su cabeza…  Se ha sentado sobre la banca de piedra, que es menos dura que su razón y tercamente repite:

–                       Creeré si lo veo.

Los apóstoles mueven la cabeza, pero nada pueden hacer. Lo invitan a que pase al comedor; para cenar. Se sientan dónde quieren, alrededor de la mesa donde se celebró la Pascua. Pero el lugar de Jesús, es considerado sagrado. Las ventanas están abiertas, al igual que las puertas. La lámpara con dos mechas, esparce una luz débil sobre la mesa. Lo demás en el amplio salón, está sumergido en la penumbra.

Juan tiene a su espalda una alacena. Y está encargado de dar a sus compañeros, lo que deseen comer. El pescado asado, ya está sobre la mesa. Así como el pan, la miel y los quesitos frescos.

Juan está volteado, tomando de la alacena, el queso que su hermano Santiago le pidió. Y ve…

Se queda paralizado, con el queso en la mano…

Entonces en la pared que está detrás de los apóstoles; como a un metro del suelo, con una luz tenue y fosforescente. Como si saliese de las penumbras, en las capas de una niebla luminosa; emerge cada vez más clara, la figura de Jesús…

Parece como si su cuerpo, con la luz que llega; inmaterial al principio; poco a poco se va materializando más y más, hasta que su Presencia se manifiesta, totalmente real. Está vestido de blanco. Hermosísimo. Amoroso. Sonriente. Con los brazos abiertos y las palmas de su manos expuestas. Las llagas parecen dos estrellas diamantinas, de las que brotan vivísimos rayos de Luz…

Las llagas no se ven. El vestido le oculta los pies y el costado. Y también de allí brota la luz. Al principio parece como si estuviera bañado por la luna. Finalmente aparece su cuerpo concreto. Es Jesús…  El Hombre-Dios. Pero más solemne y majestuoso, desde que Resucitó.

Todo esto sucedió en el lapso de unos tres segundos. Nadie más se ha dado cuenta. Hasta que Juan pega un brinco y deja caer sobre la mesa el plato con el queso…

Apoya las manos en la orilla y se inclina, como si fuese atraído por un imán y lanza un “¡Oh!”  Apagado, que todos oyen.

Con el ruido del plato que cayó y el salto de Juan. Al verlo extasiado; miran en la misma dirección que Él ve… Y ven a Jesús. Felices y llenos de entusiasmo, se ponen de pie. Y se dirigen hacia Él.

Jesús, con una sonrisa mucho mayor, avanza hacia ellos. Caminando por el suelo, como cualquier mortal.

Jesús, que antes había mirado solo a Juan; acariciándolo con la mirada. Los mira a todos y dice:

–                       La paz sea con todos vosotros.

Todos lo rodean jubilosos. Pedro y Juan de rodillas. Otros de pie, pero inclinados, lo reverencian y lo adoran. El único que se queda como cohibido, es Tomás. Está arrodillado junto a la mesa. En el mismo lugar donde estaba sentado, pero no se atreve a acercarse. Y hasta parece como si quisiera hallar donde ocultarse.

Jesús extiende sus manos para que se las besen. Los apóstoles las buscan con ansia sin igual. Jesús los mira, como si buscase al Undécimo. Claro que Él hace así para dar tiempo a Tomás, a que tenga valor para acercarse…

Al ver que el incrédulo apóstol; avergonzado por lo que siente, no se atreve a hacerlo. Lo llama:

–                       Tomás. Ven aquí.

El apóstol levanta la cabeza. Totalmente desconcertado. Con los ojos llenos de lágrimas… pero no sabe qué hacer. Baja la cabeza. Jesús da unos pasos a donde Él está y vuelve a ordenar:

–                       Ven aquí, Tomás.

La voz de Jesús, es más imperiosa que antes. Tomás se levanta a duras penas y avergonzado, se dirige lentamente a donde está Jesús.

Jesús exclama:

–                       Ved a quién no cree, si no ve. –y en su voz hay un tono de Perdón.

Tomás lo siente. Mira a Jesús y lo ve sonreír. Toma valor y corre hacia él.

Jesús le dice:

–                       Ven aquí. Acércate. Mira. Mete tu dedo; si no te basta con mirar en las heridas de tu Maestro.

Jesús extiende su mano. Se descubre el pecho y muestra la herida. Ahora la luz ya no brota de las llagas. Desde el momento en que caminó como cualquier mortal, la luz cesó. Las heridas son reales. Dos agujeros. Uno en la muñeca derecha y otro en la mano izquierda.

Tomás tiembla. Pero no toca. Mueve sus labios y no sale ni una palabra.

Jesús ordena con una dulzura infinita:

–                       Dame tu mano, Tomás.

Con su mano derecha toma la del apóstol. Le toma el dedo índice y lo pone dentro de la herida de la mano izquierda; hasta hacerle sentir que está bien atravesada. Después le toma los cuatro dedos y los introduce en la herida del costado. Y mientras tanto, mira a Tomás. Una mirada dura y dulce al mismo tiempo. Y le dice:

–                       Ya no quieras ser un hombre incrédulo; sino de Fe.

Tomás por fín se atreve a hablar. Con la mano dentro del Corazón de Jesús. Sus palabras son entrecortadas por el llanto. Y cae de rodillas al pronunciarlas, con los brazos levantados por el arrepentimiento:

–                       ¡Señor mío y Dios mío!

No dice más.

Jesús lo perdona.

Le pone su mano derecha sobre la cabeza y le responde:

–                       Dignos de alabanza serán los que creerán en Mí, sin haberme visto. ¡Qué premio les daré si tengo en cuenta vuestra fe; que ha necesitado verme para creer!…

Luego pone su brazo sobre la espalda de Juan. Toma a pedro de la mano y se sientan a la mesa. Ocupa su lugar. Están sentados como en la noche de la Pascua. Pero Jesús quiere que Tomás se siente enseguida de Juan. Luego dice:

–                       Comed amigos.

Pero nadie tiene hambre. Rebosan de alegría. La alegría de contemplarlo. Jesús toma todos los alimentos, los ofrece, los bendice y los reparte.

Él toma un pedazo de miel le da a Juan y toma lo demás. Luego dice:

–                       Amigos, no debéis asustaros cuando Yo me aparezco. Soy siempre vuestro Maestro, que ha compartido con vosotros el pan, la sal y el sueño. Que os eligió porque os ha amado. También ahora os sigo amando…

Y Jesús continúa hablando. Enseñando. Dando instrucciones…

Al día siguiente los apóstoles toman sus mantos y preguntan:

–                       ¿A dónde vamos Señor?

Cuando se dirigen a Jesús ya no lo hacen con la familiaridad de antes. Parece como si hablasen con su alma arrodillada. El Maestro que su fe creía ser Dios; pero que estaba junto a sus sentidos, pues era un Hombre. Ahora es el Señor. Es Dios. Y lo miran como el verdadero creyente, mira la Hostia Consagrada. El amor los empuja a que sus ojos se claven en el Amado. Pero el temor los hace bajar los ojos.

Y es que aún cuando Jesús sea el mismo, después de su Resurrección ya no es el mismo. Aunque su cuerpo sea verdadero; sin embargo es diferente. Se ha revestido de una majestad divina y su aire de súplica; ya desapareció.

Se ha revestido de una majestad divina. El Jesús Resucitado parece todavía más alto y robusto. Libre de todo peso, seguro, victorioso, infinitamente Majestuoso y Divino. Atrae e infunde temor al mismo tiempo. Ahora habla poco. Y si no responde. No insisten. Todos se han vuelto tímidos en su Presencia.

Y si como ahora, extiende su mano para tomar su manto; ya no corren como antes para ayudarle, cuando los apóstoles se disputaban el honor de hacerlo. Parece como si tuvieran miedo de tocar su vestidura y su cuerpo.

Debe ordenar, como ahora lo hace:

–                       Ven Juan. Ayuda a tu Maestro. Estas heridas son verdaderas heridas. Y las manos heridas no son ágiles, como antes.

Juan obedece y ayuda a Jesús a ponerse su amplio manto. Parece como si vistiera a un pontífice; por los gestos majestuosos que asume, procurando no lastimarlo.

Jesús dice:

–                       Vamos al Getsemaní. Debo enseñaros algo… Tenemos que borrar muchas cosas.

En varias caras se dibuja el pavor al preguntar:

–                       ¿Vamos a ir al Templo?

Jesús responde:

–                       No. Lo santificaría con mi Presencia y no se puede. No hay más redención para él. Es un cadáver que rápidamente se descompone, pues no quiso la Vida. Pronto desaparecerá… 

En la casa de campo donde Jesús, acompañado por María de Simón, la madre de Judas; obró el milagro al curar a Ana, la madre de Juana. En una gran habitación que hay en el fondo de un enorme corredor, en el lecho; está una mujer irreconocible por la angustia mortal que la está destruyendo.  La fiebre la devora, encendiendo sus mejillas salientes. Las sienes las tiene hundidas. Los ojos rojos por la calentura y el llanto, cerrados bajo unos párpados hinchados. Y lo que no está rojo, tiene la amarillez intensa, verdosa, como de bilis derramada en la sangre. Tiene los brazos descarnados y las manos afiladas, sobre las mantas que se mueven al jadear.

Cerca de la enferma, está Ana la madre de Juana. Y ella le seca las lágrimas y el sudor. Agita un abanico de palma. Cambia los lienzos mojados en vinagre aromatizado, de la frente y de la garganta. Le acaricia las manos y los cabellos despeinados, que son más blancos que negros. Que le caen sobre las mejillas, tiesos del sudor; sobre las orejas que parecen de alabastro por lo transparente.

También Ana llora y la consuela diciendo:

–                       No así, María. No así. Basta… él fue el que pecó. Tú sabes cómo es el Señor Jesús.

María de Simón, grita:

–                       ¡Cállate! No repitas ese Nombre, que al decírmelo se profana. ¡Soy la madre… del Caín… de Dios!… ¡Ah!

El llanto es desgarrador. Siente que se ahoga. Se arroja la cuello de su amiga, que le ayuda a vomitar bilis que le ale de la boca.

–                       ¡Calma! ¡Calma! ¡No así! ¿Qué quieres que te diga, para persuadirte de que el Señor te ama? Te lo repito. Te lo digo por lo que me es más santo: mi Salvador y mi hija. Él me lo dijo, cuando me lo trajiste. Dijo algo con lo que mostró, su infinito amor por ti. Tú eres inocente. Él te ama. Estoy segura. Segura de que otra vez se entregaría para darte paz; pobre madre atormentada.

–                       ¡Madre del Caín de Dios! ¿Escuchas? Ese viento que sopla allá afuera… lo dice… Lleva por el mundo su voz que grita: ‘María de Simón. Madre de Judas, el que Traicionó al Maestro. Y lo entregó a sus verdugos.’ ¿Lo oyes? Todo lo proclama. Las tórtolas, las ovejas, toda la tierra está gritando que soy yo… ¡No! ¡No quiero curarme! ¡Quiero morirme!… Dios es justo y no me castigará en la otra vida. Pero acá, el mundo no perdona… No distingue. Estoy enloqueciendo, porque el mundo aúlla: ¡Eres la madre de Judas!…

Se deja caer sobre la almohada. Ana la acomoda otra vez y sale con los lienzos sucios.

María. Con los ojos cerrados después del último esfuerzo, gime:

–                       ¡La madre de Judas! ¡De Judas! ¡De Judas!  -jadea. Y luego- pero, ¿Qué cosa es Judas? ¿Qué cosa parí? ¿Qué cosa es Judas? ¿Qué cosa?…

Esta vez no hay luz. Nada anunciala Presenciasanta del Dios-Hombre Resucitado.

De pronto Jesús se materializa a un lado del lecho de la enferma. Se inclina sobre ella y le dice amorosísimo:

–                       ¡María! ¡María de Simón!

La mujer casi delira y no le hace caso. Está sumergida en el torbellino de su dolor. Está obsesionada con la misma idea que se repite monótona, como el golpeteo de un tamboril: ¡La madre de Judas! ¡Qué cosa parí! El mundo aúlla: ¿Qué cosa es Judas?

Aparecen dos lágrimas en los dulces ojos de Jesús. Pone la mano sobre la frente de la enferma; haciendo a un lado las cataplasmas húmedas de vinagre. Y le dice:

–                       Un infeliz. Nada más esto. Si el mundo aúlla. Dios ahoga su aullido diciéndote: ‘Tranquilízate, porque Te amo.’ ¡Mírame, pobre madre!  Controla tu espíritu extraviado y ponlo en mis manos. ¡Soy Jesús!…

María de Simón abre sus ojos como si saliera de una pesadilla y ve al Señor.

Siente su mano sobre su frente. Se lleva las manos a la cara y gime:

–                       ¡No me maldigas! ¡Si hubiera sabido lo que había concebido; me hubiera arrancado las entrañas, para que no hubiera nacido!

–                       Y hubieras cometido un pecado muy grave, María. ¡Oh, María! ¡No quieras hacer algo malo por culpa de otro! Las madres que han cumplido con su deber, no tienen por qué sentirse responsables por los pecados de sus hijos. tú cumpliste con tu deber. María, dame tus manos. Cálmate ¡Pobre, madre!

–                       Soy la madre de Judas. Estoy inmunda como todo lo que tocó ese demonio. ¡Madre de un Demonio! No me toques. –y llora.

Se revuelve en el lecho, tratando de esquivar las manos divinas que la quieren tocar. Las dos lágrimas de Jesús, le caen sobre la cara enrojecida por la fiebre.

Jesús le dice:

–                       Te he purificado María. Mis lágrimas de compasión han caído sobre ti. Desde que bebí mi Cáliz de Dolor, por nadie he llorado. Pero sobre ti, lo hago con toda mi compasión.

La toma de las manos y se sienta a un lado del lecho. Teniendo las manos temblorosas de María, entre las suyas. La compasión que brilla en los hermosos ojos de color zafiro acaricia, envuelve a la enferma curándola.

La infeliz mujer, se calma y murmura:

–                        ¿No me tienes rencor?

Jesús le contesta.

–                       Te amo. Por eso he venido. Tranquilízate.

–                       Tú perdonas. Pero el mundo. Tu Madre me odiará.

–                       Ella te considera una hermana. El mundo es cruel. Tienes razón. Pero mi Madre, es la Madre del Amor. Es buena. Tú no puedes andar por el mundo. Pero Ella vendrá a ti, cuando ya todo esté en paz. El tiempo tranquiliza…

–                       Si me amas, hazme morir.

–                       Todavía no. Tu hijo no supo darme nada. Sufre un poco de tiempo por Mí. Será breve.

–                       Mi hijo te dio mucho dolor…  ¡Te dio un horror infinito!

–                       Y a ti, un dolor infinito. El horror ha pasado. no sirve para más. Pero tú dolor sí sirve. Se une al mío. Tus lágrimas y mi Sangre lavan el mundo. Tus lágrimas están entre mi Sangre y el llanto de mi Madre. Y alrededor, el dolor de los santos que sufrirán por Mí. ¡Pobre María!

Y con cuidado la recuesta. Le cruza las manos y ve cómo se tranquiliza. Ana regresa y se queda estupefacta en el umbral.

Jesús, que se ha puesto de pie; la mira y le dice:

–                       Cumpliste con mi deseo. Para los obedientes hay paz. Tu corazón me ha comprendido. Vive en mi paz.

Vuelve a bajar los ojos sobre María de Simón, que lo mira entre un río de lágrimas, más tranquila. Le sonríe. La consuela nuevamente:

–                       Pon tus esperanzas en el Señor. Y te dará sus consuelos.

La bendice y trata de irse; pero…

María de Simón da un grito de dolor:

–                       Se dice que mi hijo te Traicionó con un beso. ¿Es verdad Señor? Si es así permíteme que lo lave besándote las manos. ¡Oh! ¡No puedo hacer otra cosa!  ¡No puedo hacer otra cosa, para borrarlo… para borrarlo!  -el dolor la ahoga, mordiendo su corazón con ferocidad.

Jesús no le da sus manos para que se las bese. En toda la entrevista, Él ha tenido cuidado para que no le vea las llagas, que ha mantenido ocultas con la blanquísima tela que no es de este mundo. Y lo que hace, es tomarle la cabeza entre sus manos y besarla en la frente, de la más infeliz de todas las mujeres. Es el beso de Dios. ¡Qué no habrá transmitido en él!…

Luego Jesús le dice:

–                       ¡Mis lágrimas y mi beso! Nadie ha tenido tanto de Mí… Quédate tranquila. Entre Yo y tú, no hay más que amor.

La bendice y atraviesa rápidamente la habitación.

Sale detrás de Ana, que no se atrevió a acercarse, ni a hablar; pero que llora de emoción. Cuando están en el corredor, Ana hace la pregunta que la inquieta En su corazón:

–                       ¿Mi hija?

Jesús responde:

–                       Hace quince días que goza del Cielo. No te lo dije allá adentro, porque hay un gran contraste entre tu hija y su hijo.

Ana dice:

–                       Es verdad. Una desgracia. Creo que morirá.

–                       No. No tan pronto.

–                       Ahora estará más tranquila. La has consolado. ¡Tú! ¡Tú que puedes más que todos!

–                       Yo la compadezco más que todos. Soy la Divina Compasión.Soy el Amor. Yo te lo digo, Mujer: si Judas me hubiera lanzado tan solo una mirada de arrepentimiento, le habría alcanzado de Dios el Perdón.

¡Cuánta tristeza en el rostro de Jesús! La mujer queda maravillada. Y sólo pregunta:

–                       Pero, ¿Ese desgraciado pecó de repente? O…

–                       Desde hacía meses que pecaba. Y ni una palabra mía. Ninguna acción mía, pudieron detenerlo. Pues era muy grande su voluntad de pecar. Pero no se lo digas a ella…

–                       No se lo diré Señor. Cuando Ananías huyó de Jerusalén sin haber consumadola Pascua.Lamisma noche dela Parasceve, entró gritando: “Tu hijo traicionó al Maestro y lo entregó a sus enemigos. Lo Traicionó con un beso. Yo he visto al Maestro golpeado, escupido, flagelado; coronado de espinas. Cargando conla Cruz; crucificado y muerto por obra de tu hijo. Nuestro nombre lo gritan los enemigos del Maestro, cual bandera de triunfo, con palabras obscenas. La hazaña de tu hijo la cuentan a gritos. Por menos de lo que cuesta un cordero, vendió al Mesías. Y con un beso traidor, lo señaló a los guardias.” María cayó por tierra  y se puso negra. El médico dice que se le derramó la bilis; que se le despedazó el hígado. Y que toda la sangre se le ha corrompido. Y… el mundo es malo. Ella tiene razón. Tuve que traérmela aquí; porque iban a la casa de ella en Keriot a gritar: “¡Tu hijo Deicida y suicida! ¡Se ahorcó! Belcebú se ha llevado su alma y Satanás su cuerpo.” ¿Es verdad este horrible prodigio?

–                       No mujer. Fue encontrado muerto, pendiente de un olivo…

–                       ¡Ah! Gritaban: “El Mesías ha Resucitado. Es Dios. Tu hijo Traicionó a Dios. Eres la madre del traidor de Dios. Eres la madre de Judas.”

Por la noche, me la traje aquí.  Con Ananías y un siervo fiel; el único que se quedó con ella, porque todos los demás la dejaron y nadie quiso estar con ella. Ahora esos gritos los oye María en el viento, en el rumor de la tierra. En todas partes.

–                       ¡Pobre madre! ¡Es cosa horrible! ¡Sí!

–                       ¿Pero aquel demonio no pensó en eso?

–                       Era una de las razones que Yo empleaba para detenerlo. Pero de nada sirvió. Judas llegó a Odiar inmensamente a Dios. Cuando jamás amó verdaderamente a su padre, ni a nadie. A ningún prójimo suyo. Su egoísmo fue tal, que terminó destruyéndose a sí mismo.

–                       ¡Es verdad!

–                       Adiós mujer. Mi bendición te de fuerzas para soportar los insultos del mundo, porque compadeces a María. Besa mi mano. A ti si te la puedo mostrar. A ella le hubiera causado un gran dolor.

Echa hacia atrás la manga, dejando al descubierto la muñeca atravesada. Ana lanza un gemido al tocar con sus labios la punta de sus dedos. En ese momento se escucha el ruido de la puerta al abrirse y el grito ahogado de un viejo que se postra:

–                       ¡El Señor!

Ana le dice emocionada:

–                       Ananías, el Señor es Bueno. Vino a consolar a tu parienta y a nosotros también.

El hombre no se atreve a moverse. Llora diciendo:

–                       Pertenecemos a una raza cruel. No puedo mirar al Señor.

Jesús se le acerca. Le toca la cabeza diciendo las mismas palabras que le había dicho a María:

–                       Los familiares que han cumplido con su deber, no tienen por qué sentirse responsables del pecado de un pariente. ¡Anímate, Ananías! ¡Dios es Justo! La paz se contigo y con esta casa. He venido y tú irás a donde te envíe. Para la Pascua Suplementaria los discípulos estarán en Bethania. Irás a ellos y les dirás que doce días después de que Yo morí, me viste en Keriot, vivo y verdadero. En cuerpo, alma y divinidad. Te creerán porque he estado mucho con ellos. Pero los confirmarás en su Fe, acerca de mi Naturaleza Divina, al comprobar que estoy en cualquier lugar, al mismo tiempo.

Pero antes que eso, irás hoy mismo a Keriot y le dirás al sinagogo que reúna al pueblo. Y ante la presencia de todos, proclamarás que he venido aquí y que se acuerden de mis palabras de despedida. Te replicarán: ‘¿Por qué no ha venido Él con nosotros?’ Y les responderás así: ‘El Señor me ha dicho que os dijese, que si hubierais hecho lo que Él os ordenó que hicierais para con una madre inocente, Él se hubiera manifestado. Habéis faltado al Amor.’  ¿Lo harás?

Ananías responde:

–                       ¡Es difícil, Señor! Es difícil hacerlo. Todos nos tienen por leprosos del corazón… El sinagogo no me escuchará y o me dejará hablar al pueblo. tal vez me pegue… sin embargo lo haré; porque Tú lo ordenas…

El anciano no ha levantado su cabeza y contestó manteniendo su actitud de profunda adoración…

Jesús le dice:

–                       ¡Mírame Ananías!

Cuando Ananías obedece, lo ve. Jesús está tan bello como en el monte Tabor… Es Dios en todo su esplendor. La luz lo cubre ocultando su Rostro y su sonrisa…

Ha desaparecido…

En el corredor solo quedan los dos que quedan postrados en profunda adoración…

Mientras tanto en la hacienda que tiene Daniel, el sobrino de Elquías en Beterón. Un grupo de sinedristas están discutiendo…

Elquías dice:

–                       Lo traje aquí porque no sé a dónde llevarlo. Vosotros sabéis que tengo mis dudas de que Daniel también sea miembro de esa odiosa y nueva secta que ha dado en llamarse ‘cristianos’ Vine también para comprobarlo…

Sadoc le aconseja:

–                       Quiere huir. Irse por el mar. ¿Por qué no darle gusto?

Nahúm objeta:

–                       Porque es incapaz de actos juiciosos. A solas en el mar moriría. Y ninguno de nosotros es capaz de conducir una barca.

Eleazar ben Annás:

–                       ¡Y luego, aunque se pudiera! ¿Qué sucedería con lo que dice, en el lugar del desembarco? Dejad que escoja su camino…

Cananías:

–                       A la presencia de todos. Aún de su pariente… Haz que exprese su voluntad y que se haga como quiera realizarla.

Se admite esta proposición y Elquías llama a un siervo. Le ordena que traigan a Simón Boeto y que llamen a Daniel.

Enseguida vienen los dos. Y si Daniel da la impresión de no sentirse cómodo con cierta clase de gente. Simón tiene el semblante de un verdadero orate al que no le falta ni la baba…

Elquías:

–                       Óyenos Simón. Tú dices que te tenemos en prisión, porque queremos matarte…

Simón Boeto:

–                       Tenéis que hacerlo. Tal es la orden.

Sadoc:

–                       Deliras, Simón. Calla y escucha. ¿Dónde crees que te podrías curar?

Simón:

–                       En el mar. En el mar. En medio del mar. Donde no se oye ninguna voz. Donde no hay sepulcros. Porque los sepulcros se abren y de ellos salen los muertos. Y mi madre me maldice…

Elquías:

–                       Calla. Escucha. Te amamos. Como a nuestra propia carne. ¿De veras quieres ir allá?

Simón:

–                       Sí que quiero. Porque aquí los sepulcros se abren y mi madre me maldice… Y…

 

Cananías:

–                       Irás pues. Te llevaremos al mar. Te daremos una barca y tú…

Daniel grita:

–                       ¡Cometéis un homicidio! ¡Está loco! ¡No puede ir solo!…

Nahúm:

–                       Dios no hace fuerza a la voluntad del hombre. ¿Acaso podríamos hacer lo que Dios no quiere?

Daniel objeta:

–                       Pero si está loco. No tiene voluntad. Entiende menos que un infante. No podéis hacer eso…

Elquías:

–                       Tú cállate. Sólo eres un campesino ignorante. Nosotros sí sabemos. Mañana partiremos por mar. ¡Alégrate, Simón! ¡Por el mar! ¿Comprendes?

Simón suspira:

–                       ¡Ah! ¡Ya no escucharé las voces de la tierra! Ya no más las voces… ¡Ah!

Pero luego empieza la confusión…

Simón da un grito prolongado. Se convulsiona. Se tapa las orejas y cierra los ojos. Luego escapa aterrorizado.

Al mismo tiempo, Daniel corre al lado contrario que Simón y a unos veinte metros se postra en tierra con una adoración profunda…

Jesús está frente a él, con toda la majestad del Hombre-Dios Resucitado y lo saluda con una sonrisa llena de amor. Daniel es uno de los setenta. Le dice:

–                       Sígueme.

Daniel contesta:

–                       ¿A dónde, Señor mío y Dios mío?

–                       Ve a Jerusalén. Allí encontrarás a los apóstoles. Irás por el mundo a predicar mi Palabra y a llevar la Buena Nuevade mi Resurrección. Luego te daré más instrucciones. Te amo.

Jesús lo bendice y desaparece. Daniel llora de felicidad.

Simultáneamente, Simón Boeto cae preso de unas convulsiones aterradoras, hecha espuma por la boca y da unos alaridos escalofriantes:

–                       ¡Hazlo callar! ¡No está muerto! ¡Grita! ¡Grita! ¡Grita más que mi madre! ¡Más que mi padre! ¡Más que en el Gólgota! ¡Allí! ¡Allí! ¡No lo veis allí! ¡Allí está!…

Y señala donde está Daniel feliz, sonriente. Con la cara levantada en alto, después de haberla tenido pegada contra el suelo…

Elquías exclama totalmente desconcertado:

–                       ¿Pero quién es? ¿Qué es lo que sucede? Detened a ese loco y a aquel necio. –Luego su voz parece un gruñido. Grita furioso-  ¿Acaso estamos perdiendo todos el seso?

Elquías se acerca al ‘necio’ que no es otro Daniel, lo sacude con fuerza. Está colérico y no se preocupa del ‘loco’ de Simón, que se revuelca en la tierra, con espuma en la boca y lanzando gritos como si fuese un animal rabioso. Todos los miran a los dos, paralizados por el terror.

Elquías apostrofa a Daniel:

–                       Visionario holgazán. ¿Quieres explicarme qué estás haciendo?

Daniel le replica:

–                       Déjame. Ahora te conozco bien. Me voy lejos de ti. He visto a quién para mí es un Dios Bondadoso y para vosotros terror. He visto Aquel a quién afirmáis que está muerto. Y por la cara de tus compinches, creo que también vosotros lo habéis visto. Me voy. Más que el dinero y cualquier otra riqueza, me importa mi alma. ¡Adiós, maldito! Y si puedes, trata de alcanzar el Perdón de Dios.

–                       ¿A dónde vas?  ¡No te lo permito!

–                       No puedes detenerme. ¿Acaso tienes derecho de meterme a la cárcel? ¿Quién te lo dio? Te dejo todo esto, que es lo que amas. Yo sigo a Quién amo con toda mi alma, con todo mí ser. Adiós.

Y dándole la espalda, se aleja corriendo como si tuviera alas en los pies, hacia la pendiente verde de olivos y de árboles frutales. Todos lo miran pasmados.

Mientras tanto, con heridas. Con espuma. Temblando de terror e infundiendo pavor a su vez; Simón da unos alaridos espeluznantes. Gritando:

–                ¡Me ha llamado Parricida! ¡Haced que se calle!… ¡Cállate!… ¡Parricida! ¡La misma palabra que mi madre! ¿Por qué los muertos dicen las mismas palabras?…

Elquías y los demás están lívidos.La Iralos ahoga.

Elquías amenaza:

–                       ¡Acabaré contigo, Daniel! Exterminaré a todos los que con sus ‘delirios’ afirman que el Galileo está vivo. Lo digo y lo haré. Lo juro por…

Sadoc:

–                       Lo haremos. Lo haremos. Pero no podemos tapar todas las bocas. Todos los ojos que hablan porque ven. También nosotros lo hemos visto…

Elquías y otros aúllan:

–                       ¡Cállate! ¡Cállate!…

Eleazar ben Annás tiene todo el terror milenario que Israel tiene hacia el Altísimo, al pronunciar con sus labios temblorosos:

–                       Estamos vencidos. Tenemos que cargar nuestro Crimen. Y ha llegado la expiación… -Se golpea el pecho angustiosamente. Como si ya tuviera ante sí el patíbulo. Y se lamenta- Tendremos que enfrentar la Venganza de Yeové… 

La continuación de esta historia, está enla Biblia…

  (EL QUE TENGA OÍDOS, QUE OIGA…)

Cuando me amáis hasta vencer todo por Mí; tomo vuestra cabeza y vuestro corazón en mis manos llagadas y con mi Aliento os inspiro mi Poder. Os salvo a vosotros, hijos a quienes amo. Os hacéis hermosos, sanos, libres y felices. Os convertís en los hijos queridos del Señor. Os hago portadores de mi Bondad, entre los pobres hombres; para que los convenzáis de ella y de Mí. TENED FE EN MÍ. AMADME. NO TEMÁIS. TODO LO QUE HE SUFRIDO PARA SALVAROS, SEA LA PRENDA SEGURA DE MI CORAZÓN, DE VUESTRO DIOS.

Soy el Primogénito de los Resucitados. Igual será en vosotros. Tanto en la tierra como en el Cielo; SOY YO VERDADERO DIOS Y VERDADERO HOMBRE; con mi Divinidad, mi Cuerpo, mi Alma, mi Sangre; Infinito cual mi Naturaleza Divina Es. Contenido en un Fragmento de pan, como mi Amor lo Quiso, Real, Omnipresente, Amante, Verdadero Dios, Verdadero Hombre; Alimento del Hombre hasta la consumación de los siglos. Gozo Verdadero de los elegidos, no para el Tiempo, sino para la Eternidad.

LA EUCARISTIA ES EL ÚLTIMO MILAGRO DEL HOMBRE-DIOS.

LA RESURRECCIÓN ES EL PRIMER MILAGRO DEL DIOS-HOMBRE.

Que por Sí Mismo trasmuta su cadáver,  el Viviente Eterno, PORQUE SOY EL ALFA Y EL OMEGA, EL PRINCIPIO Y EL FIN.

Oración:

¡Ven Señor Jesús! ¡Ven Amor Eterno! ¡Ven Señor Excelso! ¡Digno Eres de tomar el Libro y de abrir los Sellos! Ya que Tú fuiste degollado y con tu Sangre compraste para Dios, a hombres de toda raza, pueblo y nación. Los hiciste Reino y Sacerdotes para nuestro Dios. Y dominarán toda la Tierra. ¡Digno es el Cordero que ha sido Degollado, de recibir, el Poder y la Riqueza, la Sabiduría, la Fuerza y la Honra! ¡La Gloria y la Alabanza al que está sentado en el Trono y al Cordero! ¡Alabanza, Honor, Gloria y Poder, por los siglos de los siglos! Amen

PADRE NUESTRO…

DIEZ AVE MARÍA…

GLORIA…

INVOCACIÓN DE FÁTIIMA…

CANTO DE ALABANZA…

 

 

 

PRIMER MISTERIO DE GLORIA III

TERCERA PARTE: CONFIRMANDO LA FE

LA RESURRECCIÓN DE JESÚS

Las mujeres piadosas van al sepulcro
(Escrito el 2 de abril de 1945)

Las mujeres que habían partido, caminan a lo largo del muro sumido en la penumbra. Por algunos minutos no hablan. Van bien arropadas y miedosas de tanto silencio y soledad. Luego, cobrando ánimo a la vista de la absoluta tranquilidad que reina en la ciudad, se reúnen en grupo y, dejando el miedo, hablan.

Susana pregunta:
–           ¿Estarán ya abiertas las puertas?

Salomé responde:

–           Claro. Mira allá al primer hortelano que entra con verduras. Se dirige al mercado.- y añade- ¿Nos dirán algo?

Magdalena interroga:

–           ¿Quién?

–           Los soldados, en la puerta Judiciaria… Por allí… entran pocos y salen menos… Podríamos levantar sospecha…»

–           ¡Y qué con eso! Nos verán, y verán a cinco mujeres que van al campo. Nos pueden tomar por quienes, después de haber celebrado la pascua, regresan a su ciudad.

–           Pero… para no llamar la atención de ningún malintencionado, ¿Por qué mejor no salimos por otra puerta y luego damos vuelta a lo largo del muro?…

–           Se haría más largo el camino.

–           Pero estaríamos más seguras. Vamos a la puerta del Agua…

Magdalena responde secamente:

–           ¡Oh, Salomé! ¡Si yo fuera tú, escogería la puerta Oriental! Sería más largo el recorrido. Hay que hacerlo pronto y volver presto.

Todas le ruegan:

–           Entonces escojamos otra, pero no la Judiciaria. Sé buena…

–           Está bien, y ya que lo queréis, pasaremos por donde Juana. Nos pidió que se lo hiciéramos saber. Si fuéramos derecho, no habría necesidad. Pero como queréis dar una vuelta más larga, pasemos por su casa…

–           ¡Oh, sí! También por los guardias que hay allí… Juana es conocida y respetada…

Martha dice:

–           Propondría que se pasase por la casa de José de Arimatea. Es el dueño del lugar.

Magdalena se detiene y contesta:

–           ¡Claro! ¡Hagamos ahora un cortejo para que nadie repare en nosotras! ¡Oh, qué cobarde hermana tengo! Más bien, Marta, hagamos así. Yo me adelanto y espero. Vosotras venís con Juana. Me pondré en medio del camino si hay peligro alguno, me veréis y regresaremos. Os aseguro que los guardias ante esto que lo he pensado (enseña una bolsa llena de monedas) nos dejarán hacer todo.

Susana dice:

–           Lo diremos también a Juana. Tienes razón.

Magdalena decide:

–           Entonces id, que yo me voy por mi parte.

Martha dice temerosa por ella:

–           ¿Te vas sola, María? Voy contigo.

–           No. Tú vete con María de Alfeo a la casa de Juana. Salomé y Susana te esperarán cerca de la puerta, del lado del afuera de los muros. Luego tomaréis juntas el camino principal. Hasta pronto.

Magdalena no da pie a otros posibles pareceres y se va veloz con su bolsa de perfumes y el dinero en el seno. Pasa por la puerta Judiciaria para llegar más pronto. Nadie la detiene…
Las otras la miran… Y se van.  Más adelante en otra calle, vuelven a dividirse. Salomé y Susana siguen por la calle, entre tanto que Marta y María de Alfeo llaman al portón de hierro, de la rica mansión de Juana de Cusa. Cuando están en el atrio, esperándola; sucede el breve y fuerte terremoto que vuelve a aterrorizar a todos los habitantes de Jerusalén, que no han olvidado los sustos del Viernes.

Magdalena por su parte, está exactamente en los linderos del huerto de José de  Arimatea; cuando la sorprende el poderoso rugir de esta señal celestial. María siente el sacudimiento y cae por tierra, murmurando:

–           ¡Señor mío!

Luego se levanta y corre veloz hacia la huerta. El celeste meteoro ha entrado destruyendo sello y cal puestos para refuerzo de la tumba. Con el estruendo cae la puerta de piedra, dejando como muertos a los guardias aterrorizados.

María al llegar ve a estos carceleros del Triunfador echados por tierra como un manojo de espigas segadas, pero no relaciona el terremoto con la resurrección. Y cuando  contempla aquel espectáculo piensa que haya sido un castigo de Dios contra los profanadores del sepulcro de Jesús y cayendo de rodillas grita:

–           ¡Ay de mí! ¡Lo han robado!

Queda destrozada. Se desploma llorando como una niña al encontrar la tumba vacía.

Luego se levanta y corre para ir a decirlo a Pedro y Juan. Y como no piensa sino en avisar a los dos, no se acuerda de ir al encuentro de sus compañeras, ni de esperarlas en el camino. Como  una gacela regresa por la puerta Judiciaria y vuela por las calles y llega hasta el Cenáculo. Toca fuertemente en el portón y le abren.

Magdalena pregunta angustiada:

–           ¿Dónde están Juan y Pedro?

La mujer señala el Cenáculo y dice:

–           Allí.

Los dos discípulos la miran sorprendidos, cuando ella en voz baja por compasión a la Virgen, pero llena de dolor, dice:

–           ¡Se han llevado al Señor del Sepulcro! ¡Quién sabe dónde lo habrán puesto!

Los dos apóstoles dicen al mismo tiempo:

–           ¡Pero cómo! ¿Qué estás diciendo?

Magdalena responde ansiosa:

–           Me adelanté… para comprar las guardias… para que nos dejasen embalsamarlo. Están allí como muertos… El sepulcro está abierto, la piedra por tierra… ¿Quién habrá sido? ¡Oh, venid! Corramos…

Susana y Salomé han llegado a la muralla, cuando el terremoto las asusta. Pero el amor sobrepuja el miedo y rápidas se dirigen al sepulcro. Cuando entran en el huerto, ven a los guardias tirados por tierra… Y ven que sale una gran luz del sepulcro abierto. Luego se asoman al umbral y en la oscuridad de la gruta sepulcral ven a un ser muy luminoso y bellísimo, que les sonríe. Las saluda desde el lugar de donde está: apoyado a derecha de la piedra de la unción que desaparece con el inmenso resplandor.
Espantadas caen de rodillas.
Dulcemente el ángel les habla:

–           No temáis. Soy el ángel del divino Dolor. He venido para ser feliz con su término. Jesús no siente más el dolor, ni la humillación de la muerte. Jesús de Nazaret, el Crucificado a quien buscáis, ha resucitado. ¡No está más aquí! Vacío está el lugar donde lo pusieron. Alegraos conmigo. Id. Decid a Pedro y a los discípulos que ha resucitado, que se os adelanta en Galilea. Allá lo veréis por un poco de tiempo más, según lo había dicho.

Las mujeres caen con el rostro a tierra y cuando lo levantan, murmuran aterrorizadas:

–           ¡Ahora moriremos! ¡Hemos visto el ángel del Señor!
En campo abierto se tranquilizan un poco.

Salomé dice:

–           Si contamos lo que vimos nadie nos creerá.

Susana contesta:

–           Si decimos que estuvimos en el sepulcro, los judíos pueden acusarnos de haber matado a los guardias. Y…

–           ¡Oh no! ¡No! ¡No podemos decir nada a nadie!

Y deciden callar sin decir nada ni a amigos, ni a enemigos. Espantadas, enmudecidas regresan por otro camino a casa. Entran y se meten al cenáculo. Ni siquiera tratan de ver a la Virgen… Allí piensan si lo que han visto, no habrá sido un engaño del demonio.

Como humildes que son, piensan…

“No puede ser que se nos haya concedido ver al enviado de Dios.” No. “Es Satanás que nos quiso aterrorizar.”
Y lloran, rogando como dos niñas espantadas por una pesadilla…

Mientras tanto…

El tercer grupo: el de Juana, María de Alfeo y Marta; van por la calle,  donde  las sorprendió el terremoto y ven a la gente aterrorizada, recordando lo sucedido el Viernes.

María de Alfeo dice:

–           ¡Mejor si todos están atemorizados! Tal vez hasta los guardias lo estarán y nos dejarán pasar.

Ligeras van a la muralla. Mientras caminan, Juan, Pedro y Magdalena han llegado al huerto Juan se adelanta y  llega primero al sepulcro. Ya no están los guardias. Tampoco el ángel. Juan se arrodilla temeroso y afligido en el umbral abierto y dice:

–           Simón, ¡No está! María ha visto bien. Ven, entra, mira.

La oscuridad, a estas horas de la mañana, es densa dentro del sepulcro.  Sólo se ilumina por la abertura de la puerta en la que se dibujan las sombras de Juan y Magdalena…

Pedro se esfuerza en ver y tembloroso toca la mesa de la unción y la siente vacía… Y dice:
–           Juan, ¡No está! ¡No está!… ¡Oh, ven también tú! Tanto he llorado que apenas si puedo ver algo con esta raquítica luz.
Juan se levanta y entra. Mientras lo hace Pedro descubre el sudario colocado en un rincón, bien doblado y con él la Sábana enrollada cuidadosamente.

Pedro dice muy triste:

–           De veras que lo han robado. No pusieron los guardias por nosotros, sino para hacer esto… Y nosotros permitimos que lo hicieran…

Magdalena pregunta:

–           Oh, ¿dónde lo habrán puesto?

Juan dice:

–           ¡Pedro, Pedro, ahora… todo se ha acabado!»

Los dos discípulos salen anonadados.

Pedro dice:

–           Vámonos, Magdalena. Lo dirás a su Madre…

Magdalena objeta:

–           Yo no me voy. Me quedo aquí… Podrá venir alguien… No me voy… Aquí hay todavía algo de El. Su Madre tenía razón… Respirar el aire donde estuvo El es el único consuelo que nos queda.

–           El único consuelo… Ahora tú misma lo ves que era una tontería esperar.

Por toda respuesta, Magdalena se abate hasta el suelo, junto a la puerta y llora mientras los otros despacio se van. Después de un rato levanta su cabeza, mira adentro y entre lágrimas ve a dos ángeles sentados a la cabeza y a los pies de la mesa donde se hizo el embalsamamiento. La pobre María está tan aturdida con la lucha que se traba entre la esperanza y la Fe, que los mira sin siquiera sorprenderse.

Y uno de ellos le pregunta:

–           ¿Por qué estás llorando, mujer?

Magdalena responde:

–           Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto.

El ángel mira a su compañero y sonríe. Con mucha alegría, los dos miran hacia el huerto
florido con los miles de corolas que se han abierto a los primeros rayos del sol en los manzanos que hay allí.

María se vuelve para ver lo que miran. Y ve a un Hombre, hermosísimo al que no reconoce…

Él la mira con piedad y le pregunta:

–           Mujer, ¿Por qué estas llorando? ¿A quién buscas?

Entre sollozos Magdalena dice:

–        ¡Me han quitado al Señor Jesús! Había venido para embalsamarlo con la esperanza de que resucitase… Todo mi valor, todas mis esperanzas, toda mi fe giran en torno a mi amor por El… pero ahora no lo encuentro más… ¡Todo es inútil! Los hombres han robado a mi Amor y con ello todo se han llevado… ¡Oh Señor mío, si tú te lo llevaste, dime dónde lo pusiste! Mira: soy la hija de Teófilo, la hermana de Lázaro, pero estoy a tus pies para suplicártelo como una esclava. ¿Quieres que te compre su cuerpo? Lo haré. ¿Cuánto quieres? Soy rica. ¡Dime, dime, dónde está mi Señor Jesús! Hace tres días que la ira de Dios nos ha castigado por lo que se hizo a su Hijo… No agregues profanación al delito…

Jesús se revela en su triunfante fulgor y centellea al decir:

–        ¡María!

María al son de su grito que llena el huerto se levanta, se echa a los pies de Jesús. Quiere besarlos.

Pero Jesús tocándola apenas con la punta de sus dedos sobre la frente la separa diciéndole:

–        ¡No me toques! Aun no he subido a mi Padre con este vestido. Ve donde están mis hermanos y amigos y diles que subo a mi Padre y vuestro, a mi Dios y vuestro. Y luego iré donde están ellos.

Jesús desaparece envuelto en un destello.

Magdalena besa el suelo donde estuvo y corre a casa. Entra como un cohete hasta la habitación de la Virgen y la abraza llorando de alegría y gritando:

–           ¡Ha resucitado! ¡Ha resucitado!

Mientras acuden Pedro y Juan y del cenáculo salen espantadas Salomé y Susana, que escuchan lo sucedido; llegan de la calle María de Alfeo, Marta y Juana que con el aliento entrecortado y dicen:

–           ¡Estuvimos allí! Vimos dos ángeles que dijeron ser los custodios del Hombre-Dios. Y el ángel de su Dolor nos dio la orden de decir a los discípulos que había resucitado.

Pedro mueve la cabeza negando.

Martha confirma:

–           Sí.  Han dicho: «¿Por qué buscáis al Viviente entre los muertos? Él no está aquí. Ha resucitado como lo predijo cuando estaba en Galilea. ¿No os acordáis de ello? Dijo: ‘El Hijo del hombre debe ser entregado en las manos de los pecadores y será crucificado. Pero resucitará al tercer día’ »

Pedro sacude su cabeza diciendo:

–           ¡Muchas cosas han sucedido en estos días! Os habéis quedado asustadas.
Magdalena levanta la cabeza del regazo de María y confiesa:

–           ¡Lo he visto! Le he hablado. Me ha dicho que sube al Padre y que luego vendrá. ¡Qué bello es!…

Y llora como nunca lo había hecho, ahora que no tiene por qué atormentarse a sí misma al luchar contra las dudas que le asechaban de todas partes.
Pedro y Juan dudan. Se miran. Su mirada dice:

–           ¡Imaginaciones de mujeres!
Ahora Susana y Salomé se atreven a hablar. Pero la inevitable diversidad de detalles: de los guardias que antes estaban como muertos y después, no; de los ángeles que son uno y dos, que los apóstoles no vieron; de que Jesús viene aquí y de que se adelanta a ellos en Galilea, hace que la duda crezca más en los apóstoles y que se persuadan que son «imaginaciones de mujeres».
María, la feliz Madre; guarda silencio sosteniendo a Magdalena…

María de Alfeo dice a Salomé:

–          Vayamos nosotras dos. Veamos si todas estaban ebrias…

Y salen corriendo.
Las otras se quedan. Los dos apóstoles tranquilamente se burlan de ellas, cerca de María que no dice nada, absorta en un pensamiento que nadie comprende que sea un éxtasis.

Más tarde, vuelven las dos mujeres entradas en años, llorando de felicidad y diciendo:

–           ¡Es verdad! ¡Es verdad! Lo hemos visto. Nos ha dicho, cerca del huerto de Bernabé: «La paz sea con vosotras. No tengáis miedo. Id a decir a mis hermanos que he resucitado y que vayan dentro de pocos días a Galilea. Allí estaremos todavía un poco juntos». Así ha dicho. Magdalena tiene razón. Hay que decirlo a los que están en Galilea, a José, a Nicodemo, a los discípulos de mayor confianza, a los pastores. Id. Haced algo… ¡Oh, ha resucitado!…

Los apóstoles les contestan incrédulos:

–           ¡Estáis locas!

–           ¡El dolor os ha trastornado la cabeza!

–           Habéis creído que la luz fuese un ángel, que el viento fuese voz, que el sol fuese Jesús.

–           No os critico. Os comprendo, pero no puedo creer sino en lo que yo he visto: el Sepulcro abierto y vacío y los guardias que huyeron después de haber sido robado el cadáver.

Salomé objeta:

–           ¡Pero si los guardias mismos lo están diciendo que ha resucitado! ¡Si la ciudad está alborotada y los jefes de los sacerdotes están que se mueren de rabia porque los guardias, aterrorizados, han hablado! Ahora quieren que digan de modo diverso y para eso les han pagado. Pero ya se sabe. Si los judíos no creen en la resurrección, si no quieren creer, muchos otros creerán…

Pedro levanta sus hombros y hace intento de irse mientras murmura:

–           ¡Uhm, mujeres!…

Entonces la Virgen, levanta la mirada transfigurada y dice:

–           Realmente ha resucitado. Lo he tenido entre mis brazos. Lo he besado en sus llagas. –  Y luego se inclina depositando un beso sobre los cabellos de Magdalena y agrega- Sí, la alegría es más fuerte que el dolor, pero no es más que un grano de arena de lo que será tu océano de júbilo eterno. Bienaventurada tú que sobre la razón has hecho que hablase el espíritu.

Pedro ya no se atreve a protestar…  y luego dice:

–           Entonces, si es así, hay que hacerlo saber a los demás. A los que andan por los campos… buscar… hacer algo. ¡Ea!, levantaos. Si viniese… que por lo menos nos encuentre.- Y no cae en la cuenta que confiesa que no cree aun ciegamente en la resurrección.

María se retira a su habitación…

En eso se oye  que alguien llama en el portón.

Magdalena abrió y luego fue a buscar a María diciéndole:

–                       Es Mannaém. Quiere saber si en algo puede servir.

María contesta:

–                       Hazlo entrar. Siempre ha sido bueno. Tráelo hasta aquí.

Mannaém entra. No viene vestido de lujo, como antes. Parece un hombre acomodado, pero del pueblo. Su vestido es café oscuro, casi negro. Y un manto igual. No trae joyas, ni la espada. Con las manos cruzadas sobre el pecho, se inclina al saludar. Y luego se arrodilla, como si estuviera ante un altar.

María le dice:

–                       Levántate. Y perdona si no respondo a la inclinación. No puedo…

Mannaém contesta:

–                       No debes. No lo permitiría. Sabes quién soy. Por eso te ruego que me trates como tu siervo. ¿Te puedo servir en algo? Veo que no hay ningún hombre aquí. Por Nicodemo que es mi amigo, supe que todos huyeron. No se podía hacer nada. Esa es la verdad. Pero al menos le dimos el consuelo de que nos viera. Yo… yo lo saludé en el Sixto. Y luego ya no pude porque… Es inútil decirlo. También esto fue obra de Satanás. Ahora estoy libre… y vine a ponerme a tu servicio. Ordena, Mujer.

–                       Quiero reunir a todos los apóstoles. Unos están en casa de Lázaro y a todos los quisiera tener aquí.

–                       ¡Ah! ¡Voy! ¡Les avisaré!

Se levanta. Y al hacerlo no puede reprimir un gesto de dolor, que contrae su bello rostro varonil.

–                       ¿Estás herido?

–                       ¡Umh!… Sí. Es cualquier cosa… Un brazo que me duele un poco…

–                       ¿Acaso por nuestra causa? ¿Por eso no estuviste allá arriba?

–                       Sí. Por ello. Y esto es lo que más me duele. No la herida. –Mannaém comienza a llorar-  El resto de farisaísmo, hebraísmo, satanismo; que hubo en mí; porque satanismo es lo que ha llegado a ser el culto de Israel; salió con la sangre. Me siento como un bebé a quién después de habérsele cortado el ombligo, no tiene más contacto con la sangre de su madre. Y las pocas gotas que todavía quedan en el cordón recién cortado; no entran en él. Sino que caen inútiles… El recién nacido vive con su corazón y su sangre. Así yo. Hasta ahora no me había formado completamente. He llegado a término y he nacido a la Luz. Nací el Viernes… Mi madre es Jesús de Nazareth. Me dio a luz cuando lanzó su último grito… ¡Oh! ¡Sólo quisiera verlo!… ¡No he visto su Rostro de Redentor!… Cuando vayáis a su sepulcro decídmelo…

–                       Te está mirando, Mannaém. Vuélvete…

Mannaém que había entrado con la cabeza inclinada y que sólo había mirado a la Virgen, se vuelve un poco asustado y ve el Sudario de la Verónica…

María explica…

–                       Nique me ha traído este milagro, para consolarme. ¡Es el rostro de Jesús! Se imprimió…  ¡Vivo!…  En el lienzo; ¡Doloroso y sin embargo sonriente! Al que lo contemple… Está doloroso, pero está sonriendo…

Mannaém se postra en el suelo, en señal de Adoración… llora.

Luego se levanta. Arrodillado, se inclina ante María y dice:

–                       Me voy. ¡Bendíceme, Madre de los pecadores!…

María lo bendice como una Madre muy amorosa y lo besa en la frente. Y él se va.

Después de visitar a la Virgen…

Mannaém va subiendo con cierta dificultad, por una vereda hacia una hermosa casa en medio del olivar. Y como ya no hay nadie ante quién tenga que disimular, el dolor que lo atormenta… continúa por la vereda. Un grupo   de cedros del Líbano, rodean la casa a donde se dirige…

Los árboles gigantes que la resguardan, hacen más hermoso el panorama. Sin titubeo entra… y pregunta al siervo que ha acudido:

–                       ¿Dónde está tu patrón?

–                       Allá… -señala la terraza que da hacia el jardín-  Con José. Hace poco acaba de llegar…

–                       Diles que estoy aquí.

El siervo regresa con Nicodemo y José. Las voces de los tres, se mezclan en un solo grito:

–                       ¡Ha resucitado!

Se miran sorprendidos…

Luego, Nicodemo toma su amigo del brazo y lo lleva a una rica sala, blanca y lujosa. José los sigue. Toman asiento en los cómodos sillones. Un criado les lleva Agua fresca y frutas.

Mannaém es el que queda más cerca de la puerta. Y José nota el rictus de dolor que hizo Mannaém al sentarse…

Le pregunta:

–                       ¿Qué te pasa?

Mannaém contesta:

–                       Un regalo de mi hermano… Por eso no pude estar con Él. Pero espero que pronto se me pasará… En cuanto me vi libre, fui al Cenáculo. Ella quiere a todos los discípulos.

Nicodemo pregunta:

–                       ¿Tuviste el valor de regresar?

Mannaém:

–                       Sí. Él lo dijo. ‘¡Al Cenáculo!’  Quiero verlo… Quiero verlo glorioso para que se me borre el dolor del recuerdo de haberlo visto ligado y cubierto de suciedades como si fuera un malhechor, a quién el mundo pisoteaba con desdén.

José de Arimatea en voz baja dice:

–                       ¡Oh! También nosotros quisiéramos verlo… Para arrancar de nosotros el horror del recuerdo cuando lo vimos condenado. Con sus innumerables heridas. Él ya se apareció a las mujeres. Inclusive a las romanas…Y a Longinos y a Octavio; los dos centuriones que estaban encargados de la ejecución…  Fueron a decírselo a Ella. ¡Estaban tan felices!…

Nicodemo:

–                       Es justo. En estos años ellas han sido fieles siempre. Nosotros teníamos miedo. Su Madre lo ha reprochado: ‘En esta hora habéis demostrado un amor tan pobre’

José:

–                       Pero para desafiar a Israel que hoy más que nunca le es contrario, tenemos necesidad de verlo… ¡Si supieses! Los guardias hablaron… Ahora los jefes del Sanedrín y los fariseos, que ni con la Ira del Cielo se han convertido, andan buscando a quien sepa que ha resucitado, para echarlo a la cárcel. Yo mandé al pequeño Marcial, un niño no atrae la atención; a avisar a los de casa para que estén alertas. Han sacado dinero sagrado del Templo, para pagar a los guardias y que digan que los discípulos robaron el cuerpo. El soborno fue lo bastante cuantioso, para comprarles el testimonio de que lo de la resurrección fue una mentira por temor al castigo. La ciudad está en efervescencia como un paiolo. Ahora perseguirán a los que afirmen que Resucitó.

Mannaém:

–                       Tenemos necesidad de su bendición, para tener valor.

Nicodemo:

–                       Ya se le apareció a Lázaro. Era como la hora de tercia. Vimos a Lázaro como transfigurado.

José:

–                       ¡Oh! ¡Lázaro lo merece!… Nosotros…

Nicodemo:

–                       Tienes razón. Nosotros tenemos todavía la costra de la duda y del respeto humano, como una lepra que no hubiese sido sanada. Y solamente Él puede decir: ‘Quiero que quedéis limpios’

Mannaém:

–                        Somos los más imperfectos. Tal vez a nosotros no nos conceda el privilegio de verlo Resucitado. ¿Ya no nos hablará?

José pregunta:

–                       ¿Y ya no hará más milagros para castigo del mundo, ahora que ha resucitado de la muerte y dejado atrás las miserias de la carne?

Sus preguntas solo pueden tener una respuesta. La de Jesús que no viene. Los tres quedan muy desanimados.

Luego Mannaém dice:

–                       Me voy a ir al Cenáculo. Ahí lo esperaré. Si me matan, Él absolverá mis pecados y lo veré en el Cielo. Si no lo veo aquí en la Tierra. Mannaém es algo tan inútil en sus filas, que si cae; será como el tallo de una flor cortada en un tupido jardín; apenas si se nota su vacío…

En ese momento, una luz más brillante que el sol, pero que no lastima el mirarla; ilumina la puerta. Y de esta luz emerge la divina Presencia del Resucitado.

Jesús tiene las palmas de las manos abiertas, en actitud de abrazar. Los tres quedan estupefactos…  Jesús avanza hasta donde está Mannaém y le pone su mano derecha sobre el hombro izquierdo, deteniéndolo de levantarse mientras dice:

–                       ¡La paz sea contigo! La paz sea con vosotros. Quedaos donde estáis. –se inclina sobre Mannaém y le dice: ¡Quiero que seas sano!

Luego se yergue:

–                       Aquí me tenéis y pronuncio la palabra que queréis: “Quiero que quedéis  limpios de todo cuanto de impuro hay en vuestro creer” Mañana bajareis a la ciudad. Id a donde están los hermanos. Esta tarde quiero hablar sólo a los apóstoles. Hasta pronto. Dios esté siempre con vosotros. Mannaém, gracias. Has creído mejor que éstos. Gracias pues, a tu espíritu. A vosotros, gracias por vuestra piedad. Haced que se transforme en algo más alto, con una vida de Fe intrépida.

Jesús desaparece y la luz poco a poco se desvanece…

Los tres quedan felices y sin saber qué decir.

José pregunta:

–                       ¿Pero era Él?

Nicodemo responde:

–                       ¿No reconociste su voz?

–                       La voz… Puede tenerla aún un espíritu. Tú Mannaém, que estuviste tan cerca, ¿Qué te pareció?

Mannaém pega un brinco y dice emocionado:

–                       Un cuerpo verdadero. Hermosísimo. Respiraba. Sentí su aliento. Despedía calor. Y… he visto las llagas. Estaban abiertas. No manaban sangre, pero eran carne viva. ¡Oh, no dudéis más! No os vaya a castigar. ¡Hemos visto al Señor! Quiero decir: Jesús ha vuelto glorioso como su Naturaleza Divina lo exige. Y nos sigue amando… En verdad os digo que si Herodes me ofreciese el reino, le respondería: ‘Tu trono y corona son para mí, polvo y estiércol. Nada es superior a lo que poseo. ¡He visto el rostro de Dios!

Nicodemo se lleva las manos a la cabeza y en el colmo del asombro, pregunta:

–                       José, tú preguntaste si seguiría haciendo milagros… ¿Ya viste a Mannaém, cómo se levantó?…

Mannaém exclama:

–                       ¡Oh! Cuando me puso la mano en el hombro sentí un calor que me recorrió por todo el…  -y rápido se quita la ropa hasta quedar sólo con los calzoncillos de lino.

Los dos amigos miran asombrados la fuerte espalda de Mannaém que está surcada por un montón de líneas rojas, completamente cicatrizadas.

Nicodemo le acerca un espejo de plata, mientras le dice:

–                       ¡Vaya que hiciste enojar a Herodes! Mira cómo te dejó…

José cae de rodillas llorando…

Mannaém se postra adorando y diciendo:

–                       ¡Bendito seas Señor Jesús! ¡Señor mío y Dios mío! ¡Gracias!…

LUNES DE PASCUA

Esa noche en el Cenáculo…

Están los diez apóstoles. Han terminado de cenar, sobre los platos quedan los restos de pescado y dan sorbos a las copas de vino, mientras hablan. Sus palabras son breves; como si monologasen consigo mismos y mutuamente dejan que uno siga hablando sin hacerle caso.

Pero la conversación gira alrededor de Jesús.

Tadeo afirma:

–                       Longinos dijo que había pensado: ¿Debo pedirle que me cure o que crea? Su  corazón le respondió que pidiese ‘poder creer’ y eso pidió. Y la Voz de Él le dijo: “Ven a Mí”. Y experimentó la voluntad de creer y se sintió curado. Así me lo dijo.

Mateo, que está a su lado, pregunta:

–                       ¿A qué hora dijo Valeria y las romanas que lo habían visto?

Nadie responde.

Andrés:

–                       Mañana voy  a Cafarnaúm.

Silencio.

Bartolomé se felicita:

–                       ¡Qué maravilla! Coincidir exactamente en el momento en que llegó la litera de Claudia.

Juan suspira:

–                       Pedro, hicimos mal en habernos venido inmediatamente… Si nos hubiéramos quedado, lo habríamos visto como Magdalena.

Santiago de Zebedeo:

–                       No comprendo cómo pudo estar en Emmaús y en el palacio de Juana al mismo tiempo. Y cómo aquí, dónde está su Madre. Allá dónde estaba Magdalena… Y luego Valeria…

Pedro:

–                       No vendrá. No he llorado lo suficiente para merecerlo… Tiene razón. Pero, ¡Cómo! ¡Cómo pude haber hecho eso!

Zelote:

–                       ¡Qué transfigurado estaba Lázaro! Os aseguro que parecía un sol. Me imagino que le pasó lo mismo que a Moisés, después de que vio a Dios. ¿No es verdad vosotros, que os encontrabais allí?

Nadie lo escucha.

Santiago de Alfeo se vuelve a Juan y le pregunta:

–                       ¿Cómo dijo a los de Emmaús? Me parece que nos excusó, ¿No es verdad? ¿No dijo que todo había sucedido porque nosotros los israelitas comprendemos mal la naturaleza de su Reino?

Juan no responde. Y volviéndose a mirar a Felipe,  habla al aire; porque a Felipe no se dirige:

–                       A mí me basta saber que ha resucitado. Oraré porque mi amor sea cada vez más grande. Porque si pensáis bien; ha ido en proporción al amor que le tenemos. Primero a su Madre, a María Magdalena, luego los niños, a mi madre y la tuya; luego Lázaro, Martha… ¿Cuándo se apareció a Martha? Estoy seguro que cuando se puso a cantar el Salmo: “El Señor es mi pastor…” ¿Recuerdas como nos maravilló con su inesperado canto? ¡Qué bueno que ya encontró nuevamente su camino! Antes andaba como sin saber qué hacer… ¿Qué habrá querido decir con esponsalicios confirmados?

Felipe, que por un momento lo miró y luego dejó que hablara solo; da un suspiro y piensa en voz alta:

–                       No sabré qué decirle si viene… Huí… Y me parece que huiré. Antes lo hice por temor a los hombres, ahora será por temor a Él.

Bartolomé se pregunta:

–                       Dicen todos que es hermosísimo. Pero, ¿Puede ser más bello de lo que ya era?

Mateo:

–                        Yo le diré: ‘Me perdonaste sin decir palabra alguna, cuando yo era publicano. Perdóname también ahora con tu silencio; porque mi cobardía no merece que me hables.’

Zelote suspira:

–                       Yo no puedo dejar de pensar en Lázaro que al punto se le premió, después de haber ofrecido su vida… También yo lo he dicho: ‘Mi vida por tu gloria’ Pero no ha venido…

Pedro:

–                       ¿Qué estás diciendo Simón? Tú que eres culto, dime. ¿Qué debo decirle para darle a entender que lo amo y que le pido perdón? Tú Juan. Tú has hablado mucho con su Madre. Ayúdame. ¡No está bien dejar solo al pobre de Pedro!

Juan se compadece de su atribulado compañero y responde:

–                       De mi parte le diría sencillamente: ‘Te Amo’ En el amor está incluido todo el arrepentimiento y también el deseo de ser perdonado. Pero… no sé. Simón, ¿Qué dices tú?

Zelote responde:

–                       Yo pronunciaría el grito que provocaba los milagros: “¡Jesús, ten piedad de mí!” Y basta.

Pedro se angustia:

–                       En esto pienso y es lo que me hace temblar. ¡Oh! Me siento aniquilado por la vergüenza y el arrepentimiento… Aún ésta mañana tenía miedo de verlo. No me atrevo a enfrentarlo y…

Juan le da ánimos:

–                       Y fuiste el primero en entrar. No tengas miedo. Parece que no lo conocieras.

La habitación se ilumina como si un relámpago hubiese penetrado en ella.  Los apóstoles se tapan las caras temiendo un rayo. Pero al no oír el estruendo. Levantan la cabeza.

Jesús está en medio de la habitación, junto a la mesa. Abre los brazos diciendo:

–                       La paz sea con vosotros.

Nadie responde.

Todos lo miran asombrados. Quién con la palidez o con la vergüenza, con miedo y con reverencia. Se sienten atraídos y al mismo tiempo deseosos de huir.

Jesús, con una gran sonrisa, da un paso adelante. Y dice:

–                       No tengáis miedo. Soy Yo. ¿Por qué estáis acobardados? ¿No teníais deseos de verme? ¿No os había dicho que regresaría? ¿No os lo dije hasta la tarde de la Pascua?

Nadie se atreve a hablar. Pedro ha empezado a llorar. Juan sonríe. Los dos primos lo miran con los ojos brillantes y con un intento de decir algo que se queda solo en sus labios. Parecen dos estatuas representando el deseo.

Jesús dice:

–                       ¿Por qué dentro de vuestros corazones, traban lucha la duda y la Fe? ¿El amor y el temor? ¿Por qué queréis seguir siendo carne y no espíritu? Soy Jesús. Vuestro Jesús Resucitado.  –Levanta sus manos mostrando las llagas por ambos lados. Y agrega-  ¡Mirad! Tú que viste mis heridas y vosotros que no las visteis. Porque sabed que esto es muy diferente de lo que Juan vio. Tú primero. Ven, estás completamente limpio. Tanto que puedes tocarme sin temor. El amor, la obediencia, la fidelidad, te han purificado del todo. mi Sangre, con la que bañaste cuando me bajaste del patíbulo, completó todo. mira. Son mis propias manos, mis propias heridas. Contempla mis pies. ¿Ves como ésta es la señal del clavo?

Sí. Soy Yo. No soy un fantasma. Tocadme. Los espectros no tienen cuerpo. Yo tengo un cuerpo verdadero.  –Pone su mano sobre la cabeza de Juan que se le ha acercado- ¿Sientes? Tiene calor y es pesada. –Le sopla a la cara- Y esto es aliento.

Juan murmura:

–                       ¡Oh, Señor mío!

Jesús dice:

–                       Sí. Vuestro Señor. Juan no llores de miedo, ni de deseo. Ven a Mí. Soy quien siempre te ama. Sentémonos, como siempre, a la mesa. ¿Tenéis algo que comer? Dádmelo entonces.

Andrés y Mateo, caminando como sonámbulos: toman de la alacena pan y pescado asado. Y un tarro con miel apenas abierto, que está a un lado.

Jesús ofrece el alimento y come. Da a cada uno, un pedazo de lo que come. Los mira. Es Bueno; pero tan inmensamente Majestuoso, que están paralizados.

Santiago de Zebedeo es el primero que se atreve a hablar:

–                       ¿Por qué nos miras así?

Jesús contesta:

–                       Porque quiero conoceros.

–                       ¿Todavía no nos conoces?

–                       Igual que vosotros que no me conocéis. Si me conocierais, sabríais Quién Soy, cuánto os amo y encontraríais palabras para hablarme de vuestro tormento. Estáis callados, como lo estaríais enfrente de un desconocido, cuyo Poder imagináis y por eso teméis. Hace unos momentos hablabais… He venido y ahora os calláis. ¿Estoy tan cambiado que no me parezco? ¿O estáis tan cambiados que ya no me amáis?

Juan, que está cerca de Jesús, reclina su cabeza sobre su pecho, como solía hacerlo antes. Y con voz queda dice: ‘Te amo, Dios mío.’ Pero se estremece por haberse atrevido a recargar su cabeza sobre el resplandor que mana de Jesús, pese a que la carne de su Cuerpo, es semejante a la nuestra.

Jesús lo atrae sobre su corazón y entonces Juan se entrega libremente a un llanto de felicidad.

Esta es la señal para que todos se acerquen.

Pedro se desliza entre la mesa y el asiento y llorando, de rodillas le suplica:

–                       ¡Perdón! ¡Perdón! Sácame de este infierno en el que desde hace tantas horas me debato. Dime que comprendiste que mi error no fue error de mi corazón, sino de mi debilidad humana que se impuso sobre él. Dime que has visto mi arrepentimiento… Que hasta la muerte me durará…

Jesús le dice:

–                       Ven aquí, Simón de Jonás.

–                       Tengo miedo. Ven aquí. No quieras ser ahora cobarde.

–                       No merezco acercarme a Ti.

–                       Ven aquí. ¿Qué te dijo mi Madre? “Si no lo miras en este Sudario, no tendrás el valor de mirarlo otra vez.” ¡Eres un necio! ¿Con mi rostro, con mi dolorosa mirada, no te decía que te comprendía y que te perdonaba? Regalé ese lienzo para consuelo, para guía, para absolución y bendición…

¿Qué cosa os ha hecho Satanás, para cegaros en tal forma? Ahora Yo te digo: Si no me miras ahora, que sobre Mí he puesto un velo para ponerme al alcance de vuestra debilidad; jamás podrás venir a Mí, tu Señor, sin temor. ¿Y entonces qué cosa te volverá a traer? Pecaste por presunción, ¿Quieres pecar ahora por obstinación? Ven. Te lo mando.

Pedro se arrastra sobre sus rodillas, con las manos cubriendo su cara llena de lágrimas. Cuando llega a los pies de Jesús, lo detiene poniéndole una mano sobre su cabeza. Pedro, con lágrimas más abundantes, toma esa mano y se la besa mientras dice sollozando:

–                       ¡Perdón! ¡Perdón! ¡Oh, Dios mío, perdón!

Jesús quita su mano y con ella levanta la cara del apóstol. Lo mira en esos ojos enrojecidos, quemados, destrozados por el arrepentimiento. La mirada de Jesús parece querer llegar hasta el fondo de su alma.

Luego dice:

–                       Vamos. Quítame el oprobio de Judas. Bésame dónde él me besó. Quítame con tu beso, la huella de su Traición.

Pedro levanta su cabeza al mismo tiempo que Jesús se inclina y le besa en la mejilla… después se reclina sobre las rodillas de Jesús y se queda en esta posición. Como un anciano que se comporta cual niño; que sabe que ha hecho mal, pero que sabe que ha sido perdonado.

Los demás, al ver la Bondad de Jesús; encuentran fuerzas para acercarse. Los primeros son sus primos. Quisieran decir tantas cosas… Pero no logran decir ni una palabra.

Jesús los acaricia y los anima con su sonrisa. Luego se acercan Andrés y Mateo.

Mateo dice:

–                       Como en Cafarnaúm…

Y Andrés:

–                       Yo… yo… te amo.

Bartolomé entre lágrimas:

–                       No fui un docto, sino un necio. Éste sí que lo fue.  –y señala a Zelote a quién Jesús sonríe.

Santiago de Zebedeo dice a su hermano, Juan:

–                       Díselo tú…

Jesús se vuelve y dice:

–                       Hace cuatro noches que lo dices y siempre he tenido compasión de ti.

Felipe muy inclinado, es el último en acercarse; pero Jesús le obliga a levantar la cabeza  y le dice:

–                       Para predicar al Mesías, se necesita mucho valor.

Ahora todos están alrededor de Jesús. Poco a poco ganan confianza. Vuelve la tranquilidad. La Majestad de Jesús es tan grande, que les impone un sumo respeto. Pero poco a poco, ellos atraviesan el límite que les imponía y empiezan a hablar.

Su primo Santiago se lamenta:

–                       ¿Por qué nos has hecho esto, Señor? Sabías que somos nada y que todo viene de Dios. ¿Por qué no nos diste las fuerzas para estar a tu lado?

Jesús lo mira y sonríe.

Zelote:

–                       Ahora todo se ha cumplido y nada tienes que padecer. Tus sufrimientos los imaginaba y esto acabó con mis fuerzas. Sentía que me ahogaba; pero te obedecí…

Jesús lo mira y sonríe.

Andrés:

–                       Señor. sabes lo que mi corazón anhelaba. Pero después me faltó todo. como si me lo hubiesen arrebatado, los verdugos que te aprehendieron. Y solo me quedó un agujero en la mente… ¿Porqué has permitido esto, Señor?

Felipe:

–                       Tú hablas del corazón… Yo me sentí como si hubiese perdido la razón, después que me dieran un mazazo en la nuca. De pronto en la noche me encontré en Jericó. ¡Oh, Dios, Dios! Me imagino que así será posesión. ¡No supe ni como había llegado allá!

Bartolomé:

–                       Felipe tiene razón. Yo miraba hacia atrás. Estaba tan aturdido, que no sabía nada de nada. Miraba a Lázaro, cruelmente atormentado, pero muy seguro. Y me decía: ‘¿Por qué él puede estar así y yo no?’

Santiago de Zebedeo:

–                       También yo miraba a Lázaro y decía: ‘Si por lo menos mi corazón fuera así.’ Porque yo solo experimentaba dolor, dolor y más dolor. Lázaro sufría, pero tenía paz.

Jesús los mira a cada uno de los tres y sonríe. Pero no dice nada.

Tadeo:

–                       Traté de ver lo que Lázaro veía. Pero no pude. Por eso me mantenía cerca de él. ¡Su cara parecía un espejo! Un poco antes del terremoto del Viernes, la tenía como si estuviera aplastado. Y luego de pronto, cobró un aire de majestad en su dolor. ¿Recordáis cuando dijo: ‘El deber cumplido, produce Paz’? Todos pensamos que era un reproche dirigido contra nosotros. Ahora pienso que lo dijo por Ti. Lázaro fue un faro en nuestras tinieblas. ¡Cuánto le has dado, Señor!

Jesús sonríe y calla.

Andrés confirma:

–                       Sí. La vida. Tal vez con ella le diste un alma diferente. Porque pensándolo bien, ¿En qué se diferencia de nosotros? Y sin embargo no es solo un hombre. Es algo superior. Por lo que fue en el pasado, debía ser menos perfecto en su espíritu. Pero ha logrado serlo. Y nosotros… Señor… mi amor ha sido como una espiga vacía. Sólo produce paja.

Mateo:

–                       No puedo pedir nada, porque ha sido mucho lo que he obtenido con mi conversión. Pero, ¡Si! Yo hubiera querido lo que tuvo Lázaro. Un corazón entregado a Ti. También yo pienso como Andrés…

Juan:

–                       También Magdalena y Martha fueron como faros. Vosotros no las visteis. Una era piedad y silencio. ¡La otra! ¡Oh! Si estuvimos juntos como un manojo de paja, alrededor de la Virgen, es porque Magdalena lo hizo con el fuego de su amor intrépido. Sí. El amor. Nos han superado en amar… Por esto fueron lo que fueron.

Jesús continúa sonriendo y sin decir una palabra.

Los apóstoles dicen al mismo tiempo:

–                       Pero han sido grandemente recompensados…

–                       Tú dejaste que te vieran.

–                       Los visitaste primero.

–                       A los tres.

–                       A María después de tu Madre…

Es indudable que en sus palabras se trasluce el tono de un cierto reproche, por estas personas privilegiadas. Que se hace más evidente en los que hablan luego, conforme se van atreviendo a más…

Felipe:

–                       Magdalena sabe desde hace muchas horas que has resucitado. Y nosotros sólo hora podemos verte…

Tadeo:

–                       No más dudas en ellos. Pero en nosotros, ¡Cuántas!… Mira. Sólo ahora comprendemos que nada ha terminado. ¿Si todavía nos amas y no nos rechazas? ¿Por qué entonces, solo a ellos; Señor?

Pedro:

–                        Sí. ¿Por qué a las mujeres y sobre todo, a María Magdalena? Le tocaste la frente. Ella asegura que le parece llevar una guirnalda eterna. Y a nosotros tus apóstoles, nada…

La sonrisa desaparece del rostro de Jesús.

Mira seriamente a Pedro y dice:

–                        Tenía Yo Doce discípulos. Los amaba con todo mi corazón. Los había elegido. Y como una madre cuidé de que crecieran durante mi vida. No tenía secretos para ellos. Todo les decía, les explicaba, les perdonaba. Tenía discípulos. Había ricos y pobres. Tenía mujeres discípulas, de un pasado turbio y de frágil constitución. Pero mis predilectos eran los apóstoles.

Llegó mi Hora. Uno me Traicionó y me entregó a los verdugos. Tres se echaron a dormir, mientras Yo sudaba sangre. Todos, menos dos; huyeron cual cobardes. Uno me negó por temor, no obstante el ejemplo del otro, joven y fiel. Y como si no fuera suficiente, entre los Doce he tenido un suicida desesperado y otro que ha dudado de tal forma de mi Perdón; que no quiso creer en la Misericordia de Dios, pese a las palabras de mi Madre. Si tuviera que ver a mis seguidores con ojos humanos, tendría que asegurar: ‘Fuera de Juan, fiel en el amor y de Simón, fiel en la obediencia, ya no tengo apóstoles.’ Esto debería haber dicho cuando padecía en el recinto del Templo, en el Pretorio, por las calles, en la Cruz.

Había mujeres. Una, la más pecadora en el pasado; fue la llama que soldó las fibras deshechas de los corazones. Esa mujer es María de Mágdala. Tú me negaste y huiste. Ella desafió la muerte para estar cerca de Mí. Al sentirse insultada se levantó el velo, para recibir los escupitajos  y burlas, pensando que así se asemejaba más a su Rey Crucificado. En el fondo de los corazones era objeto de burla porque creía en mi resurrección y pese a ello siguió creyendo. Destrozada ha vuelto a reaccionar. Y por la mañana pese a su Dolor dijo: ‘De todo me despojo, pero dadme a mi Maestro.’ Puedes repetir tu pregunta: ¿Por qué a ella?

Tuve discípulos pobres, que eran los pastores. Pocas veces tuve la oportunidad de estar cerca de ellos y sin embargo no dudaron en proclamar su fidelidad.

Tuve discípulas tímidas, como lo son todas las mujeres hebreas. Y con todo, no vacilaron en abandonar sus casas y avanzar en medio de la marea del odio de un pueblo que me blasfemaba; con tal de darme esa ayuda que mis apóstoles me negaron… Tenía el rostro cubierto de escupitajos y de sangre. Lágrimas y sudor corrían por mis heridas. Suciedad y polvo lo cubrían. ¿Cuál fue la mano que lo limpió? Ninguna de las vuestras. Éste estaba junto a mi madre. Éste juntaba a las ovejas dispersas. ¿Cómo podían ayudarme? Tú escondiste tu cara por miedo al desprecio del mundo; mientras tu Maestro se cubría con él. A esa delicada mano de mujer, le di el regalo de mi sonrisa.

Tuve paganas que admiraban al ‘filósofo.’ Porque eso era para ellas. Y cuando todo un mundo de ingratos me había abandonado… ellas; las poderosas romanas; no tuvieron empacho en aceptar las costumbres hebreas, para decirme: ‘Somos tus amigas’

Me moría de sed. La fiebre y el dolor se habían apoderado de Mí. Ya había manado Sangre de Mí, en el Getsemaní por el Dolor de ser Traicionado, abandonado, negado, azotado, sumergido por las culpas infinitas y por el Rigor de Dios. También corría sangre en el Pretorio… ¿Quién quiso dar una gota de agua a mi garganta que ardía de sed? ¿Una mano de Israel? No. Un pagano compasivo. La misma mano que por decreto eterno, me abrió el pecho para mostrar que el corazón tenía ya una herida mortal. Y era que la falta de amor, la cobardía, la Traición; ya habían abierto. Fue un pagano. Os lo recuerdo: “Tuve sed y me dio de beber” En todo Israel no hubo Uno, que me hubiese dado un solo consuelo. O porque no podían, como mi Madre, las mujeres fieles y los pastores. O por mala voluntad. Y un pagano tuvo para el Desconocido, un gesto de compasión que mi pueblo no me dio. En el Cielo encontrará el sorbo de agua que me dio… En verdad os digo que si rechacé todo consuelo, porque cuando se es víctima no conviene templar la suerte. No quise rechazar lo que me ofrecía el pagano; porque en ello probé la miel de todo el amor que los gentiles me brindarán, en recompensa de toda la amargura que me hizo beber Israel. No me quitó la sed. Pero sí el desconsuelo. Acepté ese sorbo, para atraer hacia Mí, al que ya se inclinaba hacia el Bien. ¡Que el Padre lo bendiga por su compasión!

¿No habláis más? ¿Ya no me preguntáis porqué he procedido como lo hice? No os atrevéis ¿Verdad? Os lo diré. Os diré los porqués de esta Hora.

¿Quiénes sois? Mis continuadores. Los sois pese a vuestro extravío. ¿Qué debéis hacer? Convertir al Mundo al Mesías. ¡Convertirlo!

Es la cosa más delicada y difícil, amigos míos. Los desprecios, las burlas, el orgullo, el celo exagerado, son cosas que se opondrán al éxito. Pero como nada, ni nadie os hubiese convencido para que usaseis bondad, condescendencia y caridad;  para con los que están en las Tinieblas. Fue necesario, ¿Comprendéis?… Que después de que se hubiera aplastado vuestro orgullo de hebreos, de varones, de apóstoles. Para comprender la verdadera sabiduría y la grandeza de vuestro ministerio. La mansedumbre, la paciencia, compasión y el amor sin límites.

Veis que aquellos que mirabais con desprecio o con orgullosa compasión, os han superado en la Fe y en el Obrar. Todos. La pecadora de otros tiempos. Lázaro, aficionado a la cultura profana, fue el primero que perdonó y guió. Las mujeres paganas. La débil mujer de Cusa. ¿Débil? En verdad que a todos os supera. Es la primera mártir de mi Fe. Los soldados de Roma. Los pastores. El herodiano Mannaém y hasta Gamaliel el rabino. No te estremezcas Juan. ¿Crees que mi espíritu estaba en las Tinieblas?

Y esto os ha sucedido, para que el día de mañana al recordar vuestro error, no cerréis vuestro corazón a quien se acerca a la Cruz. Y sin embargo Yo sé que no lo haréis hasta que la Fuerza del Señor, no os haya revestido con su Fuego.

Pedro. En lugar de estar llorando, tú que debes ser la Piedra de mi Iglesia, grábate ésta verdad en el corazón. La mirra se emplea para preservar de la corrupción, llénate de su amargura. Y cuando quieras cerrar tu corazón y la Iglesia a uno de otra fe; recuerda que no fue Israel, No Israel, sino Roma; quién me defendió y tuvo piedad. Acuérdate que no fuiste tú, sino una pecadora, la que tuvo la osadía de estar a los pies de la Cruz y por eso mereció ser la primera en verme. Y para que no te hagas digno de una reprensión, Imita a tu Dios. Abre tu corazón y la Iglesia diciendo: “Yo el pobre Pedro, no puedo despreciar; porque si lo hiciere; Dios me despreciará y mi error tornará cual es, ante sus ojos” ¡Ay de ti si no te hubiera reducido a este estado! Serías un Lobo y no un Pastor.

Jesús, revestido con toda su imponente majestad se pone de pie…

Hijos míos, os hablaré más veces, mientras esté con vosotros. Entre tanto os absuelvo y os perdono. Después de la Prueba que si  fue cruel y avasalladora. También fue necesaria y saludable. Descienda sobre vosotros la paz del Perdón. Y con ella en el corazón volved a ser mis amigos fieles y fuertes. Mi Padre me envió al Mundo. Yo os mando a él, para que continuéis mi Evangelización. Miserias de toda clase vendrán a vosotros en demanda de consuelo. Sed buenos, pensando en la miseria vuestra, cuando os quedasteis sin Mí. Llevad con vosotros la Luz. En las Tinieblas no se puede ver. Sed limpios, para que otros lo sean. Sed amor para amar. Luego vendrá El que es Luz, Purificación, Amor. Para prepararos a este Ministerio os comunico el Espíritu Santo. A quienes les perdonareis sus pecados, les serán perdonados. A quienes no, no se les perdonarán. Vuestra experiencia os haga  justos para juzgar. El Espíritu Santo os haga santos para santificar. Vuestra voluntad sincera de reparar vuestra falta, os haga heroicos para la vida que os aguarda. Lo que todavía no os digo, os lo diré cuando el que está ausente, haya venido. Rogad por él. Quedaos con mi paz y sin angustia alguna de que no os ame.

Jesús desaparece igual que como entró; dejando entre Pedro y Juan, el lugar vacío. Desaparece en medio de un resplandor que hace que los apóstoles cierren sus ojos. Cuando los abren; encuentran que solo la Paz de Jesús ha quedado como una flama que quema y que sana. Que consume las amarguras del pasado en un solo deseo: el  de servir.

PRIMER MISTERIO DE GLORIA II

SEGUNDA PARTE: EL TEMPLO PROFANADO y…

LA RESURRECCIÓN DE JESÚS

Al día siguiente… el Sábado de gloria.

Amanece nublado y amenazando aguacero.

Muy entrada la mañana, Juan regresa y entra a la habitación de la Virgen… La saluda y le dice:

–                       Madre, no pude encontrar a Pedro. Sólo a… Judas de Keriot.

María pregunta:

–                       ¿Dónde está?

Juan la mira espantado y dice:

–                       ¡Oh, Madre! ¡Qué horror! Estaba yo en el camino del Monte de los Olivos y vi que sobre una saliente volaban en círculos los buitres, en medio de riñas. No sé por qué fui allí…  Y vi… ¡Que espanto! Está colgado de un olivo, hinchado y negro como si hubiera muerto hace más de una semana. Huele muy feo. Está horrible…

–                       ¡Qué horror! Dices bien… Más allá de la Bondad, ha estado la Justicia. En realidad la Bondad está ausente ahora… Pero Pedro… ¡Tenemos que encontrar a Pedro y a todos los demás!…

–                       Iré a buscarlos, Madre. No te preocupes.

Por la tarde de ese sábado, los sacerdotes del Templo hablan de un suceso impactante que ha impedido la Ofrenda del Incienso.

Annás y Caifás han sido notificados de que en sus casas, están esparcidas las entrañas de un cuerpo humano en descomposición.

Nadie se explica quién pudo cometer tan abominable sacrilegio. Pero las malas noticias no acaban ahí.

Un joven levita entra aterrorizado y dice que vayan al Lugar Santísimo a ver lo que está sucediendo. Que los ha mandado llamar Eleazar ben Annás.

Ellos corren y cuando llegan…

Annás dice a Caifás:

–                       No hace ni veinticuatro horas que el Velo se rasgó y el quicio del Altar se abrió, dejando al descubierto al Santo de los Santos, ¿Qué sucede ahora que pueda ser peor que eso?

Caifás contesta:

–                       ¡Es una locura! Desde la muerte de ‘Ese’ no acaban nuestras desgracias.

Lo ‘peor’ lo muestra Eleazar al verlos llegar jadeantes por la carrera. Y les pregunta horrorizado:

–                       ¡Ved! ¿Quién pudo haber hecho esto?…

El Sumo Pontífice se asoma al lugar donde sólo el sacerdote de turno puede entrar y queda paralizado por el espeluznante espectáculo.

Annás lo mira asustado y se asoma también.

La respuesta lo deja igual de pasmado…

cadaver

El cadáver putrefacto, lleno de gusanos, negro e irreconocible, está sobre el Altar. Junto al lugar donde se adora al Santo de los santos… ¿Pero quién …? ¿Por qué? ¿O?…

¿Qué es lo que está pasando?…

Caifás mira los vestidos. El color amarillo es inconfundible… Y la faja roja enredada en su cuello… Reflexiona y…

Se queda boquiabierto y se toca la herida en los labios, mientras murmura asombrado:

–                       ¡No puede ser! ¡Es Judas de Keriot!

Annás:

–                       ¿Quién pudo haberlo traído? ¡Esto es imposible!…

El Sumo Pontífice:

–                       ¡El Templo ha sido Profanado!…

Y se llevan las manos a la cabeza, sin poderlo creer… Y tampoco saben qué hacer, pues nadie se quiere contaminar…

Al día siguiente…

La Resurrección (Escrito el 1° de abril de 1945)

En el huerto todo es silencio y brillar de rocío.

El firmamento azul-negro lleno de titilantes estrellas, poco a poco va tomando un color zafiro más claro. El alba va empujando de oriente a occidente las zonas más oscuras, como la ola durante la marea alta que avanza cubriendo la playa oscura, sustituyendo el gris negro de la arena mojada y el de los arrecifes, con el azul marino del agua antes de que la luz del sol los cambie en otro color.

Las estrellas parpadean cada vez más débiles, bajo la luz blanco-verdosa del alba. Poco a poco, el cielo va perdiendo sus miríadas de estrellas, al mismo tiempo que va surgiendo la aurora, con sus fulgores purpúreos. Los pajarillos aún duermen entre el ramaje de un altísimo ciprés y en el seto de laureles que los defiende del viento.

Los guardias fastidiados, temblando de frío; aletargados por el sueño, guardan el sepulcro en diversas actitudes…

La puerta del sepulcro, ha sido reforzada con una gruesa capa de cal, como si fuese un contrafuerte. Sobre el color blanco opaco golpean las largas ramas del rosal y también sobre el sello del templo.

Solo quedan los rescoldos de una fogata; los huesitos pulidos con los que jugaron al dominó, sobre un tablero marcado en la vereda y las sobras de la cena consumida. Se han acomodado, unos para velar y otros para dormir.

El cielo tiene los tintes del alba antes del amanecer… Y de repente se asoma un meteoro brillantísimo, que desciende cual bola de fuego de un resplandor incomparable,  seguido de una brillante estela. Desciende velocísimo hacia la tierra, derramando una luz tan intensa, que pese a su belleza infunde temor.

La rosada luz de la aurora desaparece al contacto de esta blanquísima incandescencia.

Los guardias levantan espantados sus cabezas, porque junto con la luz llega un retumbo armónico y majestuoso que llena todo lo creado… Lo escuchan y por ser desconocido, no  lo pueden comprender…

Viene de las profundidades paradisíacas. Es el Aleluya, la gloria angelical que sigue al Espíritu de Jesús, que vuelve a su cuerpo glorioso.

El meteoro da contra la inútil cerradura del sepulcro; lo destruye, lo echa por tierra, esparce terror y fragor sobre los guardias, que habían sido puestos de carceleros del Dueño del Universo y al pegar contra la tierra provoca un nuevo terremoto como había sucedido cuando el Espíritu del Señor salió de la tierra…

Entra en la oscuridad del sepulcro que se ilumina con esa luz indescriptible y mientras permanece suspendida en el aire inmóvil, el Espíritu vuelve a entrar en el cuerpo sin vida bajo las fúnebres vendas.

Todo esto no sucedió en un minuto, sino en fracción de minuto. El aparecer, descender, penetrar y desaparecer de la luz de Dios ha sido velocísimo…  El «Quiero» del divino Espíritu a su frío cuerpo no recibe contestación. El «Quiero» lo dice la Esencia a la materia muerta. Sin embargo no se oye ni una palabra.

La carne recibe la orden y obedece con un profundo respiro…
No pasa más de un minuto y…

Bajo el Sudario y la Sábana; la carne muerta, se vuelve gloriosa y se transforma en una eterna belleza.

Despierta del sueño de la muerte, vuelve de la «nada» en que estaba. El corazón se despierta… Da el primer latido… Empuja en las venas la helada sangre que quedó e inmediatamente crea lo que necesitan las arterias vacías… Lo que necesitan los pulmones inmóviles, el cerebro…  Lleva calor, salud, fuerzas, pensamiento…  Un instante más…

Y un movimiento repentino se sucede bajo la Sábana.

Tan repentino que del instante en que El ciertamente mueve las manos cruzadas,  al momento en que aparece de pie: imponente, brillantísimo con su vestido de inmaterial materia, sobrenaturalmente hermoso y majestuoso; con esa solemnidad que lo cambia y lo eleva, siendo siempre el mismo; apenas si el ojo humano tiene tiempo de captar los cambios.

Y ahora nuestro espíritu puede admirarlo…

Han desaparecido todas las huellas de su atroz tormento. Está limpio, sin heridas, ni sangre. Despide luz de sus cinco llagas y la misma Luz brota también de cada poro de su piel.

Cuando da el primer paso — y al moverse los rayos que brotan de manos y pies le forman como aureola de luz, desde la cabeza nimbada de una corona que le hicieron las heridas de las que no brota sangre sino resplandor, hasta la orla del vestido.-  Cuando al abrir sus brazos que tiene cruzados sobre el pecho, descubre una luminosidad vivísima que se trasluce por el vestido encendiéndole a la altura del corazón — entonces realmente es la «Luz» que ha tomado cuerpo.

No se trata de la pobre luz terrena, ni de la de los astros, ni de la del sol; sino de la de Dios. Todo el brillo paradisíaco se junta en un solo Ser y le da su azul inimaginable por pupilas, su fuego de oro por cabellos, su candidez angelical por vestiduras y colorido y lo que no puede describir la palabra humana: el inmenso ardor de la Santísima Trinidad…  Que anula con su potencia abrasadora cualquier fuego del paraíso, absorbiéndolo en Sí,  para engendrarlo de nuevo en cada instante del tiempo eterno.

Corazón del cielo que atrae y difunde su sangre, las incontables gotas de su sangre incorpórea: los bienaventurados, los ángeles, todo cuanto es el paraíso: el amor de Dios, el amor a Él. Lo que forma al Jesús resucitado todo es luz.

Cuando se dirige hacia la salida… Su magnífico resplandor, permite ver dos luminosidades hermosísimas, cual estrellas con respecto al sol. Están a cada lado del umbral, postradas en adoración ante su Dios que pasa envuelto en su luz; derramando dicha en su sonrisa.

Sale. Deja su fúnebre gruta. Vuelve a pisar la tierra que se despierta de alegría y se adorna con el brillo del rocío, con los colores de las hierbas, de los rosales, con las corolas de los manzanos que se abren milagrosamente al primer beso que les da el sol. La tierra saluda adorando al Sol eterno que por ella pasa.

Los guardias están allí, semi-desmayados…

Los ojos mortales no ven a Dios, pero sí los puros del universo… Ven y admiran las flores, las hierbas, los pajaritos…  Al Poderoso que pasa en un nimbo de Luz que es suya, en un nimbo de luz solar. Su sonrisa, su mirada que se posa sobre las flores, sobre las ramas de los árboles; que se levanta al cielo…  Todo lo reviste de su Belleza.

Más suaves y transparentes que el del más bello rosal,  son los pétalos que forman una corona sobre la cabeza del vencedor.

El rocío le brinda sus diamantes. El cielo en sus ojos resplandecientes se refleja. El sol alegre pinta con sus colores una nubecilla de una ligera brisa, para que venga a besar a su Rey; trayéndole los perfumes de los jardines que extrajo y las caricias de los delicados pétalos.

Jesús levanta su mano y Bendice.

Los pajarillos se desgranan en trinos. El viento en perfumes. Jesús desaparece… dejando a su paso un rastro de incomparable dicha…

Jesús se aparece a su Madre
(Escrito el 21 de febrero de 1944)

La Virgen está postrada con el rostro en tierra. Parece un ser abatido, como la flor muerta de sed de que ha hablado.

La cerrada ventana se abre bruscamente…  Y con el primer rayo del sol entra Jesús.

María, que se estremeció al ruido y levanta su cabeza para ver qué clase de viento hubiera abierto las hojas de la ventana, mira a su radiante Hijo: hermoso, infinitamente más hermoso de lo que era antes de su pasión, sonriente, vivo. Luminoso más que el sol, con un vestido blanco que parece tejido con luz  y se acerca a Ella.

María se endereza sobre sus rodillas y juntando sus manos sobre el pecho en cruz, habla con un sollozo que es risa y llanto: «Señor, Dios mío.»

Y se queda extasiada al contemplarlo. Las lágrimas que bañaban su rostro se detienen. Su rostro se hace sereno, tranquilo con la sonrisa y el éxtasis.

Jesús no quiere ver a su Madre de rodillas como a una esclava…

Tendiéndole las manos de cuyas llagas salen rayos que hacen más luminoso su cuerpo, le dice:

–                        ¡Madre!

No es la palabra desconsolada de las conversaciones y de los adioses anteriores a la pasión, ni el lamento desgarrador de su encuentro en el Calvario y en su último suspiro…

Es un grito de triunfo, de alegría, de victoria, de fiesta, de amor, de gratitud.

Se inclina sobre su Madre que no se atreve a tocarlo…  Le pasa las manos por los codos doblados, la pone de pie, la estrecha contra su corazón y la besa.

¡Oh!, entonces María comprende que no es una visión…

Que es realmente su Hijo resucitado…  Que es su Jesús, su Hijo quien la sigue amando como a tal. Y con un grito se le echa al cuello, lo abraza, lo besa, entre lágrimas y sonrisas. Lo besa en la frente donde no hay más heridas; en la cabeza que no está despeinada, ni ensangrentada; en los brillantes ojos, en las mejillas sanas, en la boca que está hinchada. Luego le toma las manos, besa el dorso y la palma. Se arrodilla, besa sus pies al levantar la resplandeciente vestidura. Luego se pone de pie. Lo mira, pero no se atreve a hacer más…

Entonces Él sonríe y comprende. Entreabre su vestido, muestra el pecho y pregunta:

–                       ¿Madre, no besas ésta, que tanto te hizo sufrir y que eres la única digna de besar? Bésame en el corazón, Madre. Tu beso me borrará el último recuerdo de todo lo que fue dolor y me dará la alegría que falta aún a mi júbilo de resucitado.

Toma entre sus manos el rostro de la Virgen, le apoya sus los labios en la herida del costado de que manan ríos de vivísima luz.

El rostro de María se nimba con esa luz, pues está envuelto en sus rayos. Besa una y otra vez la herida, mientras Jesús la acaricia. No se cansa de besar. Parece un sediento que bebe de un manantial y que bebe las linfas la vida misma, que iba perdiendo.
Jesús habla:

– “Ha terminado todo, Madre. Ahora no tienes más por qué llorar a tu Hijo. La prueba ha acabado. La redención se ha realizado. Madre, gracias por haberme concebido, alimentado, ayudado en la vida y en la muerte.

Tus plegarias llegaron hasta Mí. Fueron mi fuerza en el dolor, mis compañeros en mi viaje por la tierra y más allá. Conmigo fueron a la cruz y al limbo. Fueron el incienso que precedían al Pontífice que fue a llamar a sus siervos para llevarlos al templo que no muere: a mí Cielo. Fueron conmigo al paraíso, adelantándose cual voz angelical al cortejo de los redimidos a cuya cabeza iba para que los ángeles estuviesen prontos a saludarme corno al Vencedor, que regresaba a su reino.

El Padre y el Espíritu vieron, oyeron tus plegarias, que tuvieron la sonrisa de la flor más bella; que fueron más melodiosas que el más dulce cántico que en el paraíso hubiera brotado. Los patriarcas los nuevos santos, los primeros ciudadanos de mi Jerusalén las oyeron y te traigo ahora su agradecimiento. Madre, al mismo tiempo que el beso y bendición de nuestros parientes, te traigo los de tu esposo de alma; José…

Todo el cielo canta sus hosannas a ti, Madre mía, ¡Madre santa! Un hosanna que no muere, que no es falaz como el que hace pocos días me brindaron…

Ahora me voy al Padre con mi vestido humano. El Paraíso debe ver al Vencedor en su vestido de Hombre con el que vencí el pecado del hombre. Pero luego volveré otra vez. Debo confirmar en la fe a quien aún no cree y que tiene necesidad de creer para llevar a otros; debo fortificar a los pusilánimes que tendrán necesidad de mucha fortaleza para resistir el ataque del mundo.

Luego subiré al cielo. Pero no te dejaré sola. Madre, ¿Ves ese velo? En mi aniquilamiento, quise mostrarte una vez mi poder con un milagro, para que te consolase.

Ahora realizo otro. Me tendrás en el Sacramento, real como cuando me llevabas en tu seno. No estarás jamás sola. En estos días lo has estado.

Este dolor tuyo era necesario a mi redención. Mucho se le irá añadiendo porque seguirá aumentando el pecado. Llamaré a todos mis siervos para que coparticipen de esta redención. Tú eres la que sola harás más que todos los santos juntos. Por esto era necesario también este abandono. Ahora no más.

No estoy más separado del Padre. Tú no lo estarás más de tu Hijo. Y al tener al Hijo, tienes a nuestra Trinidad. Cielo viviente, llevarás sobre la tierra a la Trinidad entre los hombres y santificarás la Iglesia.

Tú, Reina del sacerdocio y Madre de los que creerán en Mí. Luego vendré a llevarte… No estaré ya más en ti, sino tú en Mí; en mi reino, para que hagas más bello mi Paraíso.

Ahora me voy, Madre. Voy a hacer feliz, a la otra María. Luego subiré a donde mi Padre y de ahí vendré a ver a quien no cree.

Madre, dame tu beso por bendición. Mi paz te acompañe. Hasta pronto.”
Jesús desaparece en el sol que baja a torrentes del cielo matinal y tranquilo.

Dice Jesús:

La vida comienza cuando parece que termina,. La Muerte, es sólo la dolorosa transición hacia la Verdadera Vida. El hombre fue creado para el Cielo. Destinado desde un principio a ser Templo Vivo de Dios; su paso por la tierra, es solo la preparación de ese magnífico destino.

            El Infierno fue creado para castigo de Satanás y sus ángeles rebeldes a Dios. Ahora lo comparten los hombres que rechazan mi Salvación y mi Doctrina; por más que se nieguen a creer que existe.

En la noche del Viernes Santo, después de una muerte cuyos tormentos sólo pueden compararse a los del Infierno; bajé a él para atraer del Limbo a los que aguardaban el momento de mi Triunfo, que les abriría las puertas del Cielo, para llevarlos Conmigo.

¡Cuánto dolor sentí al entrar en aquel lugar tan atroz! ¡Qué espantoso es el Fuego del Rigor de Dios! ¡Qué terrible es perder el Amor, para vivir y respirar Odio; que es lo único que palpita en aquel Reino Maldito!

SOY VUESTRO SEGUNDO CREADOR. El pecado mató la Gracia en el hombre y su alma profanada por Satanás, quedó convertida en un cadáver. Os amé hasta el extremo de querer conocer la vida y la muerte de la Tierra, para hacerme Alimento de vuestra debilidad y Sacramento, para permanecer entre vosotros. Me despojé de la Vida para daros la Vida. Me despojé de mi vestidura de Dios y me cubrí con la vuestra de Hombre. Y aun ésta la perdí, por vosotros; despué de probar todos sus horrores:

Dolores, hambres, traiciones, torturas, fatigas, agonía y muerte.

¡Oh Redención del Hombre, cuánto me costasteis! Reparación y Obsequio ofrecido a mi Padre Santísimo. Como Consagrante, Constructor y Víctima, tengo derecho a ser Sacerdote Supremo.

Esto es lo que constituye mi Gloria: haber restituido a Dios los Templos Vivos de vuestras almas de nuevo consagradas. Y de esta Gloria me revistió el Padre; otorgándome el Poder de ser Juez de todas las creaturas que hice mías, al Precio de un Sacrificio sin Límites.

El aguijón de mi Cuerpo Destrozado, redoblaba las plegarias ardientes de mi Madre y para consolar su corazón agonizante, anticipé el Milagro de mi Resurrección.

Al alba del tercer día, mi Espíritu bajó como un rayo poderoso: destruí los sellos de los hombres, tan inútiles ante el Poder de Dios. Derribé la piedra y aterroricé a los guardias puestos para vigilar al que Es Vida, a quién ninguna fuerza humana puede impedir que lo sea. Con su Fuego Divino, calentó los fríos restos de mi cadáver y el Nuevo Adán, se dijo a Sí Mismo: Vive. Lo quiero.

Y mi cadáver sintió que la Vida volvía a Él. Como un hombre que se despierta después de un profundo sueño, doy un gran respiro. Ni siquiera abro los ojos. Lentamente la sangre vuelve a llenar las venas vacías, vuelve a latir el corazón, da calor a los miembros. Las heridas se cierran, los moretones desaparecen. ¡Cuán herido estaba Yo! Pero la Fuerza entra en actividad. Estoy sanado.  Me he despertado. He vuelto a la Vida. Estuve muerto. AHORA VIVO. Ahora me levanto. Me quito las sábanas en las que estuve envuelto. Me libro de los ungüentos. Aparezco tal cual Soy: la Belleza Eterna. La Perfección Absoluta. Me pongo un vestido que no es de esta tierra; me lo tejió mi Padre, que es el que teje la delicadeza de os lirios. Estoy revestido de resplandor. Mis Llagas son mis adornos. No manan sangre, sino Luz. Esa Luz que será la alegría de mi Madre, de los bienaventurados y terror de los Malditos, de los demonios en la Tierra y en el Último Día.

El Ángel de mi vida terrestre y el Ángel que me acompañó en mi Dolor, están postrados ante Mí y adoran mi Gloria. Mis dos ángeles. Uno para sentirse Bienaventurado a la vista del Hombre a quién guardó, que no tiene ya más necesidad de protección angelical. El otro que vio mis Lágrimas para ver mi Sonrisa; que vio mi Lucha, para ver mi Victoria; que vio mi Dolor, para ver mi Alegría. Salgo al huerto lleno de flores. Los manzanos abren sus corolas para formar un arco sobre mi Cabeza de Rey. Las hierbas se doblan para servir de alfombra a mis pies que vuelven a pisar la Tierra Redimida. Me saludan los primeros rayos del sol; el aire abrileño; las nubecillas que pasan y los pájaros. Soy su Dios. ME ADORAN.

Paso entre los guardias semidormidos, símbolo de las almas en pecado mortal, que no sienten cuando pasa su Dios.

Es Pascua ¡El Paso del Ángel de Dios! Su paso de la Muerte a la Vida. Su paso para dar Vida a los que creen en su Nombre. Es la Paz que pasa por el mundo. Voy a ver a mi Madre.  Con mi vestido de Hombre Glorificado, con su resplandor sin igual y de diamantes. Ella me puede tocar porque es la Pura, la Hermosa, la Amada, la Bendita, la Santa de Dios. El Nuevo Adán va donde la Nueva Eva. El Mal entró en el mundo por la mujer y por la Mujer fue vencido. El Fruto de la Mujer ha desintoxicado a los hombres del veneno de Lucifer. Ahora SI QUIEREN, PUEDEN SALVARSE. Ha salvado a la mujer que quedó tan frágil, después de la herida mortal.

Después me presento a la MUJER REDIMIDA, a la representante de todas las mujeres a quienes he librado de la mordida de la Lujuria, para decirles que se acerquen a Mí para curarlas; que tengan fe en Mí; que crean en mi Misericordia que comprende y perdona. Que para vencer a Satanás, el Instigador de sus cuerpos, miren el mío adornado con sus Cinco Llagas.

No permito que me toque; todavía le falta mucho para purificarse con la penitencia. Pero su amor merece un premio. Supo resucitar por su voluntad del sepulcro de su vicio; deshacerse de Satanás que la tenía aferrada; desafiar al mundo por amor a su Salvador. Supo despojarse de todo lo que no fue amor; para no ser más que amor que arde por su Dios.

Y Dios la llama: ¡María!

Oye y responde: ¡Raboní!

Y en ese grito se oye su corazón. Le doy el encargo por haberlo merecido, de ser la Mensajera de mi Resurrección. Se le tacha de haber visto fantasmas; pero no le importa a María de Magdala, María de Jesús, el juicio de los hombres. Me ha visto Resucitado y esto le produce una alegría tal, que le impide cualquier otro sentimiento. AMO A LA QUE FUE CULPABLE, PERO QUISO SALIR DE SU CULPA.

Magdalena la resucitada a la Gracia, es la primera en verme.

 

PRIMER MISTERIO DE GLORIA I

Primera Parte. La plegaria de la Virgen

LA RESURRECCIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO

En el Calvario ha concluido el drama, Jesús está muerto…

Por el campo, por el monte, muros y más allá; vagan en medio de un aire pesado, algunos con cara de estúpidos… Hay gritos, gemidos, lamentos…

Entre los del Sanedrín…

Cananías grita:

–                       ¡Su Sangre se convirtió en fuego para nosotros!

Eleazar ben Annás:

–                       ¡Se apareció en medio de los rayos Yeové, para maldecir el Templo!

Doras, llorando:

–                       ¡Los sepulcros! ¡Los sepulcros!

José de Arimatea, al entrar a la ciudad agarra a uno que se está dando golpes contra la muralla. Es Simón Boeto…

Lo sacude y le pregunta:

–                       Simón, ¿Qué estás haciendo? ¿Qué deliras?

El Fariseo, con la mirada extraviada por el terror, contesta:

–                       ¡Déjame! ¡También tú, eres un muerto!  ¡Todos los muertos!… ¡Todos están afuera!… ¡También mi padre!… ¡Y me cubren de maldiciones!

Nicodemo dice:

–                       Ha enloquecido.

Lo dejan y siguen aprisa hacia el Pretorio.

La ciudad es presa del terror. Mucha gente va de un lado para otro, golpeándose el pecho. Muchos dan un salto para atrás y se vuelven espantados al oír voces o pasos. En una vuelta de una calle, Nicodemo se encuentra con otro Fariseo que primero al verlo intentó huir. Luego lo reconoció e impelido por un sentimiento extraño. Se le colgó del cuello llorando histérico…

José exclama:

–                       Pero, ¡Si es Simón de Cafarnaúm!

El hombre aúlla aterrorizado:

–                       ¡No me maldigas! ¡Mi madre se salió de la tumba diciéndome: ‘Eres un maldito para siempre!’ –y se encorva estremecido por los sollozos gritando-  ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!…

Tanto José como Nicodemo dicen al mismo tiempo:

¡¡Todos están locos!

Llegan al Pretorio. Mientras esperan a que el Procónsul los reciba, se enteran del porqué de tanto miedo. Por la fuerza del movimiento telúrico, muchos sepulcros se abrieron y hay quienes juran haber visto esqueletos que por momentos parecían seres humanos íntegros e iban acusando a los culpables del Deicidio y los maldecían…

Los dos amigos entran en el atrio del Pretorio sin escrúpulo alguno de contaminación y hablan con Poncio Pilatos…

Mientras tanto en el Calvario, Gamaliel va subiendo casi sin aliento, los últimos metros antes de llegar a la meseta de la cima. Sigue angustiado, golpeándose el pecho y cuando llega a la primera de las dos plazoletas, se postra sobre la tierra. La blancura de sus vestiduras sacerdotales, contrasta con lo amarillento del suelo. Y entre sollozos suplica:

–                       ¡La Señal!  ¡La Señal! ¡Dime que me perdonas! ¡Un gemido! ¡Tan sólo un gemido! ¡Para decirme que me escuchas y me perdonas!…

Un oficial romano le pega con un asta. Es el centurión Octavio y le ordena con  severidad:

–                       ¡Levántate y deja de hablar!  ¡De nada sirve ya! Deberías haberlo pensado antes. ¡Está muerto! Yo pagano, te lo aseguro que Éste, a quién habéis Crucificado; era realmente el Hijo de Dios.

Gamaliel levanta su cara angustiada y aterrorizada. Quiere ver más allá de lo que le permite la luz crepuscular y exclama:

–                       ¿Muerto? ¿Has muerto? ¡Oh!…

Mira hacia el cadalso. Se convence de que Jesús ha muerto. Ve el grupo piadoso que trata de consolar a María. A Juan, llorando de pie, a la izquierda de la Cruz.  A Longinos de pie a la derecha. Respetuoso.

Gamaliel se arrodilla. Extiende sus brazos, lloroso y exclama:

–                       ¡Eras Tú! ¡Eras Tú! Ya no podemos esperar perdón.  Pedimos que tu Sangre cayese sobre nosotros. Y ahora grita al Cielo y él nos maldice. Pero Tú eres la Misericordia. Yo te lo digo. Yo, el rabí envilecido de Judá: ‘Que tu Sangre, por piedad, caiga sobre nosotros. Rocíanos con ella porque es la única que puede alcanzarnos el Perdón… -Llora. Luego confiesa su secreto tormento-  Tengo la señal pedida. Pero siglos y siglos de ceguera espiritual se yerguen contra mi vista interior. Y contra mi voluntad de ahora, se levanta la voz de mi pensamiento soberbio de ayer… ¡Piedad de mí! Luz del Mundo. De las tinieblas que no te comprendieron. Envíame un rayo tuyo. Soy el viejo judío fiel, con o que creí que era justicia. Pero era error. Soy ahora un desierto desnudo, sin ninguno de los antiguos árboles de esa fe. Sin ninguna semilla o tallo de la Fe nueva. Soy un desierto seco. Haz el milagro de que nazca una flor que tenga tu Nombre, en el pobre corazón de este terco, viejo israelita. Penetra Tú, en mi pensamiento esclavo de las fórmulas. Tú que Eres el Libertador. Isaías lo dijo: “…Pagó por los pecadores y tomó sobre Sí, los pecados de muchos.” ¡Oh! ¡También los míos, Jesús de Nazareth!…

Se levanta. Mira la Cruz que se ve cada vez más clara, porque la luz está poco a poco, más fuerte… Y se va encorvado. Envejecido. Aniquilado…

Vuelve el silencio al Calvario, apenas interrumpido por el llanto de la Virgen. Regresan aprisa Nicodemo y José, diciendo que tienen el permiso de Pilatos. Longinos manda a Octavio, para cerciorarse de lo que debe hacer con los dos ladrones. Éste parte al galope y después regresa con la orden de que se debe entregar el cuerpo de Jesús a los judíos que traen el permiso y de hacer el crurifragio en los otros. Longinos llama  los verdugos y ordena que los acaben a golpes de cachiporra. Éstos obedecen. Dimas no dice nada. Se le golpea en las rodillas y luego en el corazón. En medio de ambos golpes, pronuncia el Nombre de Jesús y muere pronunciando este Nombre… el Otro ladrón continúa con sus maldiciones y así lo hace hasta morir con un lúgubre estertor…

Mientras tanto José y Nicodemo, junto con Juan, desclavan el Cuerpo de Jesús y lo bajan de la Cruz. Lo entregan en brazos de su Madre, que lo recibe sobre sus rodillas. Parece un niño cansado que durmiera sobre el pecho maternal. María, lo llama con una voz desgarradora. Lo llena de besos y lágrimas que derrama sobre sus múltiples heridas. Le arregla la barba con cuidado y trata de arreglarle los cabellos, que también están pegajosos de sangre. Al hacerlo se encuentra espinas y se pica al querer quitar la corona.

Y no permite que le ayuden. Parece que tuviera entre sus manos la cabeza de un recién nacido. Tanta es la delicadeza y la ternura con que lo hace. Cuando logra quitar la corona, se inclina a besar las heridas que las espinas produjeron. Con mano temblorosa separa los cabellos desordenados y llora, con un llanto casi silencioso que es más impresionante. Sus lágrimas caen sobre el Cuerpo de su Hijo, que está helado y ensangrentado…

Lo acaricia delicadamente en todos esos miembros heridos y tan amados… Y lo baña con sus lágrimas. Una y otra vez, lo llena de besos, de lágrimas y de caricias. Toca con tanto amor su rostro, los agujeros de sus manos. Las rodillas y las piernas. El tórax. Y al hacerlo, su mano encuentra el desgarro del costado. La pequeña mano delgada entra casi toda en la amplia abertura de la herida. María se inclina y ve el pecho abierto y el corazón de su Hijo. Grita como si una espada le hubiera atravesado el corazón. Y se tumba sobre el cuerpo de su Hijo. Parece como si Ella también hubiera muerto.

La socorren. La consuelan. Quieren quitarle el cadáver y como Ella grita:

–                       ¿Dónde te pondré, Hijo mío? ¿Dónde, dónde; que esté seguro y que sea digno de Ti?

José se inclina profundamente ante Ella y le dice con la mano sobre su pecho y  con mucha reverencia:

–                       ¡Consuélate! Mi sepulcro es nuevo y digno de un noble. Lo entrego a Él. Y mi amigo Nicodemo que ya está en el sepulcro, ha traído los aromas que él ofrece de su parte. Te ruego que nos permitas hacerlo porque ya es la Parasceve. ¡Permítenoslo! ¡Oh, Mujer Santa!

María consiente. Y en los mantos que sirven de camilla, los tres varones de la pequeña comitiva, trasladan el Cuerpo de Jesús. Todos van al sepulcro.

En el Calvario quedan las tres cruces. La de en medio ya no tiene el cuerpo. Las otras dos tienen su vivo trofeo que muere.

El sepulcro es un lugar excavado en la piedra. En el extremo de un huerto en flor. La cámara sepulcral tiene varios nichos vacíos. Anterior a ésta hay una cámara preparatoria, que no es muy grande. Y tiene en el centro una mesa de piedra para la unción. Sobre ella colocan a Jesús.

En un ángulo hay otra mesa más pequeña y sobre ella; mientras Nicodemo y José preparan los aromas, María no se cansa de acariciar los miembros fríos y rígidos de Jesús. Vuelve  ver la herida que le hicieran con la lanza y ahora sobre la mesa, se aprecia mejor la punta del corazón que aparece clara, entre el esternón y el arco izquierdo de las costillas. Y la cortada hecha con la punta de la lanza, en el pericardio y cardio como de un centímetro y medio de largo. Un grito ahogado la dobla sobre el cadáver y la retuerce en su Dolor.

¡Pobre Madre! ¡Cuántos besos llenos de lágrimas da sobre la herida de unas tres pulgadas, que está en el costado exterior derecho! El Corazón  de Jesús, atravesado por la lanza, es la prueba irrefutable que su Hijo murió… y llora. Llora con un lamento desgarrador:

–                       ¿Qué te han hecho, Hijo mío?…

No soporta verlo así: desnudo y tieso sobre la mesa de piedra. Lo arrulla como lo hacía en la gruta de Belén. Y en un coloquio maternal con el alma de su Hijo, expresa todo su Dolor y todo su amor…

Luego, Nicodemo y José se acercan trayendo todo lo que han preparado y una Sábana limpia. Una aljofaina con agua y lienzos para secarlo. Ponen todo en un extremo de la piedra. María los ve y en voz alta, pregunta:

–                       ¿Qué pretendéis? ¿Queréis prepararlo? ¿Para qué? Dejadlo en el regazo de su Madre. Si logro darle calor, resucitará antes. Si logro consolar al Padre y a Él, por el Odio Deicida, el Padre perdonará cuanto antes. Y Él también, cuanto antes resucitará. Vosotros no creéis en su Resurrección. ¿Para qué preparasteis los aromas? Pensáis que es solo un pobre cadáver, hoy frío y mañana corrupto, ¡Y por esto queréis embalsamarlo! Dejad vuestras cosas. Venid a adorar al Salvador, con el corazón puro de los pastores betlemitas. ¡Mirad! Sólo es un Niño grande que duerme. Los pastores adoraron al Salvador durmiente. Vosotros adoráis al Salvador en su sueño de Vencedor de Satanás. como los pastores, id a decir al Mundo: “¡Gloria Dios! ¡El Pecado ha muerto! ¡Satanás ha sido vencido! ¡Paz hay en la Tierra y en el Cielo; entre Dios y el hombre! Preparad el camino para su regreso. Os lo mando. Yo, a quién la Maternidad hace sacerdotisa del Rito. Soy la Madre de la Iglesia.” Id. He dicho que no quiero que… Lo he lavado con mis lágrimas. Basta. No es necesario lo demás. Le será más fácil resucitar, libre de esas fúnebres e inútiles cosas. ¿Por qué me miráis así? ¿No os acordáis? “A esta generación malvada y adúltera que pide una señal, no se le dará más que la de Jonás… Así el Hijo del Hombre estará tres días y tres noches, en el corazón de la tierra.” ¿No os acordáis? tercer día.” “El Hijo del Hombre está para ser entregado en las manos de los hombres que lo matarán; pero resucitará al tercer día.” ¿No recordáis? “Destruid este Templo del Dios Verdadero y en tres días lo levantaré.” El Templo es su Cuerpo, ¡Oh, hombres!… ¿Sacudes la cabeza? ¿Me compadeces? ¿Me tomas por una loca? Pero, ¿Cómo? ¡Resucitó a los muertos! ¿Y no podrá resucitarse a Sí Mismo? ¿Juan?…

El apóstol responde:

–                       ¡Madre!

María lo cuestiona:

–                       Sí. Llámame ‘madre’ No puedo vivir sin que así se me llame. Juan, tú estuviste presente cuando resucitó a la hija de Jairo y al Joven de Naím. Estaban muertos, ¿No es verdad? No se trataba de un sopor profundo, ¿Verdad? Responde.

–                       Estaban muertos. La niña había muerto dos horas antes. Daniel, un día y medio.

–                       ¿Y resucitaron a su mandato?

–                       Resucitaron.

–                       ¿Habéis oído vosotros dos?  ¿Por qué movéis la cabeza? Mi Niño es el Inocente. ¡Mi Hijo es Dios!

María mira con sus ojos inundados por la aflicción y la fiebre a los dos que preparan abatidos, pero inexorables; los lienzos mojados en los aromas. Pone delicadamente a su Hijo sobre la piedra. Da dos pasos y se inclina a los pies del lecho fúnebre, dónde de rodillas Magdalena. La toma por la espalda y la sacude…

La llama:

–                       María, responde. Estos piensan que Jesús no podrá resucitar porque es un hombre y está muerto. ¿Tu hermano no es mayor que Él?

Magdalena responde:

–                       Sí.

–                       ¿No estaba podrido antes de bajar al sepulcro?

–                       Sí.

–                       ¿Y no resucitó, después de cuatro días de asfixia y putrefacción?

–                       Sí.

–                       ¿Y entonces?

Un silencio profundo. Muy largo. Luego un grito aterrador de María. Ella vacila y se lleva una mano al corazón. Y parece rechazar a alguien que solamente Ella ve. Todos la miran asombrados ante lo que creen un delirio por la fiebre y el dolor.

Intentan acercarse para sostenerla, pero ella grita con autoridad:

–                       ¡Atrás! ¡Atrás, Cruel! ¡No ésta venganza! ¡Cállate! ¡No te quiero oír! ¡Cállate! ¡Vete! ¡En mí no hay nada que te pertenezca! ¡Nada! ¡Cállate!  ¡Ah que me muerde el corazón!

Juan pregunta:

–                       ¿Quién Madre?

María contesta:

–                       Satanás. Satanás está aquí y me dice: “No resucitará. Ningún profeta lo ha dicho.” ¡Oh, Dios Altísimo! Ayudadme todos. ¡Vosotros, espíritus buenos! ¡Mi razón vacila! No recuerdo más. ¿Qué dicen los profetas?  ¿Qué dice el Salmo? ¿Quién me repite las palabras que se refieren a mi Jesús?

Magdalena recita el Salmo 21 que se refiere a la Pasión del Mesías.

La Virgen llora más fuerte, sostenida por Juan.  Luego con voz entrecortada dice:

–                       María, David no dice… ¿Conoces a Isaías?

Magdalena repite el Cáp. 52 y 53 y termina con un sollozo:

–                       … Entregó su vida a la muerte y fue contado entre los malhechores; Él que quitó los pecados del Mundo y rogó por los pecadores”

María le grita al Jeque Árabe que sólo Ella ve:

–                       ¡Oh, cállate! ¡Muerte no! No entregado a la muerte. ¡No, no! ¡No te escucharé! ¡Mi Hijo es Dios! ¡Es el Profeta Supremo! ¡Yo creo y creeré siempre a las palabras que Él dijo! ¡Glorifica mi alma al Señor…!

Y se entrega a la Alabanza… Mientras Satanás huye furioso y derrotado…

Luego María dice:

–                       ¡No entregado a la muerte! ¡Él vencerá a Muerte! ¡Oh, que vuestra falta de Fe, unida con la Tentación de Satanás, me mete dudas en el corazón! ¿Y no creeré, Hijo? ¿No creeré a Tu Palabra Santa? ¡Dilo a mi corazón! Habla desde las riberas lejanas a donde has ido a liberar a los que esperaban tu llegada. Envía tu voz a mi alma, que está ansiosa de recibirla. Di a tu Madre que regresas. Di: “Al Tercer dia resucitare”  ¡Te lo suplico, Hijo y Dios! Ayúdame a proteger mi Fe. Satanás la envuelve en su espiral para ahogarla. Satanás ha quitado su boca de sierpe de la carne del hombre, porque Tú le arrebataste esta presa. Y ahora ha clavado sus dientes venenosos en la carne de mi corazón: paraliza sus movimientos, la fuerza, el calor. ¡Dios, Dios, Dios! ¡No permitas que yo desconfíe! ¡No permitas que la Duda me hiele! ¡No permitas a Satanás que me lleve a la desesperación! ¡Hijo, Hijo, introduce tu mano en mi corazón, para que arroje a Satanás! Introdúcela en mi cabeza. Os devolverá la Luz. Santifica con una caricia mis labios, para que fuertes digan: “¡Creo!” Creo aún contra todo un mundo que no cree. ¡Oh, qué dolor es no creer! ¡Padre! ¡Hay mucho que perdonar a quién no cree!  Porque cuando no se cree más… Cuando no se cree más… Es muy fácil caer en cualquier error. Lo digo porque estoy probando este tormento. ¡Padre! ¡Ten piedad de los que no tienen Fe! Dales, Padre Santo. Dales. Por esta Hostia Sacrificada y por mí, hostia que ahora se sacrifica… ¡Da tu Fe a los sin-fe! 

Sigue un prolongado silencio…

José y Nicodemo hacen una señal a Juan y a Magdalena. Éstos tratan de llevarla fuera del sepulcro.

María se yergue majestuosa y dice:

–                       Hacedlo. Pero Él resucitará. Inútilmente desconfiáis de mis palabras y no abría los ojos a la verdad que Él os dijo. Inútilmente trata Satanás de poner asechanzas a mi Fe. Para redimir al Mundo es necesaria aún la tortura, con la que Satanás Vencido, atormenta mi corazón. La sufro y la ofrezco por los que vendrán… ¡Adiós Hijo! ¡Adiós Amado mío! ¡Adiós Niño mío! Adiós Santo. Bueno. Amadísimo. Hermosura. ¡Adiós! ¡Adiós! ¡Señor, ten piedad de mí!

Y el tormento continuó hasta el Alba del Domingo. En su Pasión, Jesús fue tentado una sola vez. Pero María expía por la mujer, culpable de todos los males. Con ataques periódicos; Satanás, con centuplicada ferocidad ataca a la Vencedora, en el corazón y el espíritu de la Madre; muchas veces. Quiere que dude y que no crea. Pero es la única que continúa creyendo…

A María se la llevan y los sacerdotes con una esponja lavan el cuerpo de Jesús. Lo ponen sobre la sábana limpia. Luego lo untan con ungüentos, lo cubren con el Sudario y otros lienzos. Y salen al huerto silencioso en medio de la luz crepuscular, que va a dar paso a la noche. Se corre la pesada piedra del sepulcro que sella la entrada.

La pequeña comitiva sale del huerto, rumbo al Cenáculo. Van adelante José y Juan. Nicodemo va detrás con las mujeres…

Y se topan con Elquías que dice furioso y con sarcasmo:

–                       Todos saben que entraste a la casa de Pilatos, profanador de la Ley. Darás cuenta de ello. ¡La Pascua se te prohíbe! Estás contaminado…

José responde:

–                       También Tú, Elquías. Me tocaste y estoy cubierto todo con la sangre del Mesías y de su sudor mortal.

–                       ¡Ay horror! ¡Lejos! ¡Esa Sangre, lejos!

–                       No tengas miedo. Ya te abandonó. Y te maldijo.

–                       También tú eres un maldito. Y no vayas a pensar, ahora que andas del brazo con Pilatos, que podrás substraer el cadáver. Ya hemos tomado nuestras providencias para esta jugada tuya.

Las mujeres se detuvieron con Juan. Nicodemo se adelanta.

José replica:

–                       Ya veo. ¡Perversos! ¡Tenéis miedo aún de un muerto! Pero de mi huerto y de mi sepulcro hago lo que me plazca.

–                       Lo veremos.

–                       Lo veremos. Apelaré a Pilatos.

–                       Sí. Fornica ahora con Roma.

Nicodemo da un paso adelante y responde:

–                       Mejor con Roma que con el Demonio. Que con vosotros, ¡Deicidas! Por otra parte dime, ¿Cómo te sientes con alas? Hace poco huías presa del terror. ¿Ya se te está pasando? ¿No se incendió una casa tuya? ¡Tiembla! ¡El castigo no ha terminado! Apenas empieza y es como la Némesis de los paganos que está amenazándote. Ni guardias, ni sellos impedirán al Vengador de levantarse y castigar.

–                       ¡Maldito!

Elquías se vuelve violentamente y choca contra las mujeres. Comprende… Mira a la Virgen y le lanza un insulto soez.

Juan da un brinco de pantera; se le echa encima y lo arroja por tierra. Apretándolo con las rodillas y con las manos enclavadas en su garganta, le grita:

–                       Pídele perdón o te estrangulo, demonio.

Y no lo suelta hasta que el maltratado fariseo, oprimido y medio asfixiado, grita:

–                       Perdón.

Pero su grito atrae a la ronda.

El decurión pregunta:

–                       ¡Alto ahí! ¿Qué pasa? ¿Otra revuelta? Quietos todos o sois muertos. ¿Quiénes sois?

–                       José de Arimatea y Nicodemo a quienes el Procónsul dio licencia para sepultar al Nazareno. Regresamos del sepulcro con su Madre, sus familiares y unos amigos y éste ofendió a su Madre. Fue obligado a pedir perdón.

–                       ¿Sólo eso? ¡Debiste haberlo degollado! Idos. Soldados, ¡Arrestad a éste! ¿Qué más quieren estos vampiros? ¿Hasta el corazón de las madres? Salve judíos.

Y ahora le toca a Elquías, probar la justicia romana.

Llegan al Cenáculo y María dice a Juan:

–                       ¡Ví a Judas y ví al Demonio en él! Y huyó porque no soporta mi voz. ¿Lo habrá dejado ya, de modo que pueda hablar a ese muerto? ¿Y yo, la Madre vuelva a concebirlo, con la Sangre de un Dios, para parirlo a la Gracia? Juan, júrame que lo buscarás y que no serás cruel con él. No lo soy, ni aún cuando tengo razón…

Juan le besa la mano con amor y le dice:

–                       Te lo juro, Madre. Pero por ahora debes descansar…

–                       Dejadme entrar en esa sala, donde la Voz de mi Niño pronunció en paz sus últimas palabras…

1. La mañana de la resurrección
(Escrito el 1° de abril de 1945)

Las mujeres vuelven a ocuparse de los aceites que, en la noche, debido al fresco del patio, se han hecho una masa espesa.

Juan y Pedro están poniendo en orden el Cenáculo y conversan.

Juan dice:

–                       ÉL lo ha dicho.

Pedro contesta llorando:

–                       También dijo: «¡No durmáis»! Lo mismo que: «No seas soberbio, Pedro. Ten en cuenta que la hora de la prueba está por venir». Y… y añadió: «Tú me negarás…»-Pedro llora de nuevo mientras añade con gran dolor-  ¡Y yo renegué de El!»

–                       ¡Basta Pedro! Ya has tornado. ¡Basta de atormentarte!

–                       Jamás, jamás bastará. Aunque llegara a ser viejo como los primeros patriarcas, aunque viviese setecientos o novecientos años como Adán y Sus primeros descendientes no olvidaré jamás esta pena.

–                        ¿No confías en su misericordia?

–                       Sí. Si no confiase, sería como Iscariote, un desesperado. Pero aunque me perdone desde el seno del Padre a donde ha tornado, yo no me perdono. ¡Yo, yo! Yo que dije: «No lo conozco», porque en esos momentos era peligroso conocerlo, porque tuve vergüenza de ser su discípulo, porque he tenido miedo del tormento… El marchó a la muerte y yo… pensé en salvar mi vida, y para esto lo rechacé como rechaza una mujer pecadora el fruto de su seno, después de haberlo dado a luz, porque es peligro para ella, y lo hace antes de que regrese su marido que no sabe nada. He sido peor que una adúltera… peor que…

Magdalena atraída por los gritos entra y dice

–                       No hagas tanto ruido. María te está oyendo. ¡Está tan agotada! No tiene fuerzas para nada y todo le hace mal. Tus gritos inútiles y tontos vuelven a recordarle lo que habéis sido…

Pedro replica:

–                        ¿Ves? ¿Lo ves, Juan? Una mujer puede hacerme callar. Y tiene razón, porque nosotros los varones, los consagrados al Señor, no hemos sabido más que mentir o huir. Las mujeres han sido valientes. Tú, joven y puro que pareces una mujercilla, tuviste el valor de quedarte. Nosotros, nosotros, los fuertes, los hombres, huimos. ¡Oh, qué desprecio debe tener el mundo de mí! ¡Dímelo, dímelo, mujer! ¡Tienes razón! Ponme tú pie sobre la boca que mintió. Ponla bajo la suela de tu sandalia, donde habrá un poco de su sangre. Y solo esa sangre mezclada con el polvo del camino podrá perdonarme un poco, podrá dar un poco de paz al renegador. ¡Debo acostumbrarme al desprecio del mundo! ¿Qué soy yo? Decídmelo: ¿Qué soy?

Magdalena responde con calma:

–                        ¡Eres un gran soberbio? ¿Te duele? Puede ser. Pero tú crees que de las diez partes de tu dolor, cinco, para no ofenderte con decir seis, proceden del dolor de poder ser despreciado. Si continúas chillando, haciendo tonterías como una estúpida mujercilla, de veras que te despreciaré. Lo hecho, hecho está. Los gritos necios no pueden reparar nada, ni anular algo. No hacen más que atraer la atención y mendigar una piedad que no merecen. Sé varón en tu arrepentimiento. No chilles. Yo… tú sabes lo que fui… Pero cuando comprendí que era más despreciable que un vómito, no me entregué a convulsiones. Lo hice públicamente. Sin pedir excusas, sin dármela. ¿El mundo me iba a despreciar? Tenía la razón. Lo merecía. El mundo decía: «¿Un nuevo capricho de la prostituta?» ¿Y el seguir a Jesús lo llamaba con una blasfemia? Tenía razón. El mundo no podía olvidar mi conducta anterior, que justificaba todo lo que se pensaba de mí. ¿Y qué? El mundo ha tenido que convencerse que María no era más pecadora. Con los hechos he convencido al mundo. Haz también tú lo mismo, y cállate.

Juan objeta:

–                       Eres dura, María.

–                       Más para conmigo que para con los otros. Lo reconozco. No tengo la mano tan suave como la tiene la Madre de Jesús. Ella es el amor. Yo… he despedazado mi pasión con el azote de mi querer. Y lo haré más. ¿Crees que me haya perdonado de haberme entregado completamente a la lujuria? No. Pero no lo digo más que a mí misma, y siempre me lo repetiré. Moriré con este secreto sentimiento de haber sido la corruptora de mí misma, en medio de un dolor inconsolable, de haberme profanado y de no haber podido dar a El sino un corazón pisoteado… Mira… he trabajado más que todos en la preparación de los bálsamos… Y con más valor que las otras lo descubriré… ¡Oh, Dios, cómo estará ya! (Magdalena palidece al sólo pensarlo). Lo cubriré con nuevos bálsamos, quitando los que de seguro estarán ya fétidos sobre sus numerosas heridas… Lo haré, porque las otras parecerán clemátides después de un aguacero… Pero siento pena hacerlo con estas manos mías que regalaron tantas caricias lascivas, de acercarme con este cuerpo mío manchado junto a su santidad… Quisiera… Quisiera tener la mano de la Madre Virgen para hacer la última unción…

Pedro pregunta:

–                       ¿Dices tú que… tendrán miedo las mujeres?

Magdalena responde:

–                       No… Pero perderán su serenidad ante su cuerpo ciertamente ya corrupto… hinchado… negro. Y luego, esto es verdad, tendrán miedo de los guardias.

–                        ¿Quieres que vayamos con vosotras Juan y yo?

–                        ¡Ah, eso no! Nosotras todas vamos, porque fuimos las que estuvimos allá arriba. Por esto es justo que todas estén alrededor de su lecho de muerte. Tú y Juan quedaos aquí. Ella no puede quedarse sola…

–                        ¿No va Ella?

–                       No queremos que vaya.

–                       Está segura que resucitará… ¿Y tú?

–                       Yo, después de María, soy la que más creo. Siempre he creído que puede suceder así. Él lo ha dicho. El nunca miente… ¡El!… Antes lo llamaba Jesús, Maestro, Salvador, Señor… Ahora, ahora me lo imagino tan majestuoso que no, que no me atreveré a darle un nombre… ¿Qué le diré cuando lo vea?

–                       ¿Pero crees que resucitará?…

Magdalena replica segura:

–                       ¡No hay duda! Con seguiros diciendo que creo y con el oíros decir que no creéis, terminaré también como vosotros. He creído y sigo creyendo. He creído y desde hace tiempo le tengo preparada la vestidura. Para mañana, porque mañana es el tercer día, se la llevará. La tengo a la mano…

–                        ¡Acabas de decir que estará negro, hinchado, feo!

–                       Feo jamás. Feo es el pecado. ¡Sí, estará negro! ¡Y qué! ¿Lázaro no estaba ya corrupto?, y con todo resucitó. Su cuerpo quedó curado. ¡Pero si lo afirmo!… No digáis nada, ¡vosotros faltos de fe! También dentro de mí la razón humana me dice: «Ha muerto y no resucitará». Pero mi espíritu, «su» espíritu, porque El me dio un nuevo espíritu, grita, y parecen ser toques de trompetas doradas que dijeren: «¡Resucita! ¡Resucita! ¡Resucita!» ¿Por qué me arrojáis cual navecilla contra los arrecifes de vuestras dudas? ¡Yo creo! ¡Creo, Señor mío! Lázaro con profunda pena ha obedecido al Maestro y se ha quedado en Betania… Yo que sé quién es Lázaro de Teófilo: un valiente, no un cobardón, puedo medir su sacrificio de quedarse a la sombra y de no estar junto al Maestro. Pero ha obedecido. Más heroico obedeciendo de este modo que si lo hubiera arrancado de sus enemigos con las armas. He creído y creo. Y estoy aquí, en su espera. Dejadme ir. Se levanta el día. Tan pronto podamos .ver mejor, iremos al sepulcro…

Magdalena con su cara quemada del llanto se va. Va a donde la Virgen.

María está sentada en su silla afligidísima, exhausta  por tanto llorar. Y cuando la ve entrar le  pregunta:

–                        ¿Qué le pasó a Pedro?

–                       Una crisis de nervios. Ya se le pasó.

–                       No seas dura, María. El sufre.

–                       También yo sufro, pero no te he pedido ni siquiera una caricia. A él ya lo has curado… Y sin embargo yo pienso que la que necesita de ayuda eres tú, ¡Madre mía, santa, hermosa! Ten ánimos… Mañana es el tercer día. Nos encerraremos aquí dentro, nosotras dos, las dos que lo amamos tanto. Tú, la Enamorada santa, yo la pobre enamorada… que me esfuerzo en serlo. Lo esperaremos… A los que no creen los echaremos de aquella parte… Traeré aquí muchas rosas… Voy a hacer que traigan hoy el cofre… Pasaré por el palacio y le daré órdenes a Leví. ¡Largo todas esas cosas horribles! No las debe ver nuestro Resucitado… Muchas rosas… Tú te pondrás un nuevo vestido… No debes estar así. Te peinaré, te lavaré ese rostro que el llanto ha desfigurado. Joven eterna, te haré de madre… Finalmente tendré el consuelo de cuidar de alguien que es más inocente que un recién nacido.» Magdalena con su exuberancia cariñosa aprieta contra su pecho la cabeza de María que está sentada, la besa, la acaricia, le compone los cabellos detrás las orejas, le seca las lágrimas que siguen bajando por su vestido…

Entran las mujeres con lámparas, ánforas y vasos de bocas anchas.

María de Alfeo lleva un mortero pesado y dice:
–           No se puede estar afuera. Hace viento y se apaga la lámpara.

A la luz de lámparas de aceite preparan los aromas mezclándolos con sus lágrimas, pues todas traen los ojos enrojecidos por tanto llorar. Cuando terminan de preparar los bálsamos, se ponen los mantos.

También María se levanta, pero la rodean y le dicen que no debe ir. Sería muy cruel hacerle ver de nuevo a su Hijo que a estas horas del tercer día de muerto, estará ya todo negro por la putrefacción.  Además Ella está tan exhausta para poder caminar. No ha hecho más que llorar y orar. No ha comido nada, ni descansado.

María Salomé dice:

–                       No puedes estar de pie, María. Hace dos días que no tomas nada de alimento. Y sólo has bebido un poco de agua.

Magdalena confirma:

–                       Cierto, Madre. Vamos y pronto terminaremos. Regresamos inmediatamente.

Martha le dice:

–                       No tengas miedo. Lo embalsamaremos como a un rey. ¡Mira que bálsamos preciosos hemos preparado! ¡Y cuánto!…

María de Alfeo:

–                       No dejaremos miembro o herida. Lo haremos con nuestras propias manos. Somos fuertes y somos madres. Lo pondremos como se pone a un niño en la cuna. Los otros no tendrán que hacer sino cerrar su sepulcro.

La Virgen insiste:

–                       Es mi deber. Siempre yo tuve cuidado de El. Sólo en estos tres años que fue del mundo, lo cedí a los demás cuando estaba lejos de mí. Ahora que el inundo lo ha rechazado y renegado de El, nuevamente es mío. Torno a ser su sierva.

Al umbral se han asomado Pedro y Juan sin que las mujeres los vieran. Pedro al oír las últimas palabras se va. Se esconde en un rincón a llorar su pecado.

Juan no se mueve, pero no protesta. Quisiera ir también él, pero hace el sacrificio de quedarse junto a la Virgen.

Magdalena lleva nuevamente a María a su asiento. Se le arrodilla, la abraza en las rodillas, levantando su cara dolorosa y enamorada. Le dice:

–                       Él sabe y ve todo con su Espíritu. Pero a su cuerpo le diré tu amor, tu deseo con besos. Sé lo que es el amor. ¡Sé qué amargo aguijón es! ¡Qué hambre es! Qué nostalgia de estar con quién para nosotros es el amor. Y esto aun en los viles amores que parecen oro y no son más que fango. Ahora que la pecadora sabe lo que es el amor santo por la misericordia viviente, que los hombres no han logrado amar, mucho mejor puede comprender qué cosa sea tu amor, Madre… Todo lo que no he podido hacer por El, lo puedo hacer por ti aún… Madre a quien amo con todo mi corazón. Ten confianza en mí. Yo que supe tan dulcemente acariciar en la casa de Simón el fariseo sus santos pies; ahora, con mi alma que siempre se asoma a la gracia, sabré mucho mejor acariciar sus santos miembros, curar sus heridas, embalsamarlas más con mi amor sacado de mi corazón oprimido del amor y del dolor, que con los ungüentos. Y la muerte no tocará esos miembros que tanto amor manifestaron y tanto reciben. Huirá la muerte, porque el Amor es más fuerte que ella. El Amor es invencible. Yo, Madre, con tu perfecto amor y con el mío pleno, embalsamaré a mi Rey amado.

María besa a esta apasionada discípula que ha sabido encontrar a quien merece esta compasión y que cede a sus súplicas. Las mujeres salen llevando una lámpara. La última en salir es Magdalena, después de haber dado un último beso a la Virgen.
La casa queda oscura y silenciosa. La calle está solitaria.

Juan pregunta:

–                        ¿De veras no me necesitáis?

Magdalena responde:

–                       No. Puedes servir aquí. Hasta pronto.

Cuando Juan regresa donde María, murmura muy triste:

–                       No quisieron que las acompañara…

María lo anima:

–                       No te preocupes. Esas van donde Jesús, y tú te quedas conmigo, Juan. Oremos juntos un poco. ¿Dónde está Pedro?

–                       No sé. Por ahí ha de estar… No lo veo. Es… Creía yo que era más fuerte… También yo estoy afligido, pero él…

–                       Tiene en el corazón dos dolores. Tú uno solo. Ven. Oremos también por él.

María recita lentamente el «Padre nuestro». Acaricia a Juan y le dice:

–                       Ve donde Pedro. No lo dejes solo. Ha estado tanto en las tinieblas en estas horas, que no soporta ni siquiera la leve luz del mundo. Sé el apóstol de tu hermano extraviado. Empieza tu predicación con él. En tu camino que será largo, encontrarás siempre a muchos semejantes a él. Empieza tu trabajo con tu compañero…

–                       ¿Pero qué le debo decir?… No sé… Todo lo hace llorar…

–                       Repite su precepto de amor. Dile que quien sólo teme no conoce bien todavía a Dios, porque El es Amor. Si te replica: «He pecado», contéstale que Dios tanto ha amado a los pecadores que por ellos ha enviado a su Unigénito. Dile que a tanto amor se le corresponde con amor. El amor da confianza en el bondadísimo Señor. Esta confianza nos sostendrá en el juicio porque reconocimos la Sabiduría y Bondad divinas. Digamos: «Soy una pobre criatura. El lo sabe y me da a Jesús como prenda de perdón v columna de sostén. Mi miseria desaparece al unirme con Jesús». Todo se perdona en su nombre… Ve, Juan. Dile esto. Yo me quedo aquí, con mi Jesús…» y acaricia el Sudario.

Juan sale cerrando la puerta tras sí.

María se pone de rodillas como la noche anterior, mirando fijamente la santa Faz en el lienzo de la Verónica. Ora y habla con su Hijo. Muestra fortaleza para dar fuerzas a los demás. Pero cuando está sola se dobla bajo el aplastante peso de su cruz.

Sin embargo, ella lucha por levantar su alma hacia una esperanza que en Ella no puede morir, que más bien aumenta según las horas van pasando. Sus esperanzas las dirige al Padre. Sus esperanzas y su petición.

“ ¡Jesús, Jesús! ¿No vuelves todavía? Tu pobre Madre no sufre más el pensar que estás muerto allá. Tú lo dijiste y nadie te comprendió. ¡Pero yo sí! «Destruid el Templo de Dios y Yo lo reedificaré en tres días». Ha empezado el tercer día. ¡Oh, Jesús mío! No esperes que se termine para regresar a la vida, para regresar a tu Mamá que tiene necesidad de verte vivo para no morir recordándote muerto, que tiene necesidad de verte bello, triunfante, para no morir recordándote en ese sepulcro en que te he dejado.
¡Oh, Padre, Padre, devuélveme a mi Hijo! Que lo vea regresar como Hombre y no como un cadáver, como a Rey y no como a un sentenciado. Después, lo sé, El volverá a Ti, al cielo. Pero lo habré visto curado de tanto mal, lo habré visto fuerte después de su gran debilidad, lo habré visto triunfante después de su gran lucha, lo habré visto como a Dios después de que tanto sufrió por los hombres. Me sentiré feliz aun cuando no lo tenga cerca. Sabré que estará contigo, Padre Santo, sabré que para siempre está fuera del dolor. Pero ahora no puedo, no puedo olvidar que está en el sepulcro, está allí muerto por los dolores que le hicieron sufrir, que El, mi Hijo-Dios, está sujeto a la suerte de los hombres en la oscuridad de un sepulcro, El, tu Viviente.
Padre, Padre, escucha a tu sierva. Por aquel «sí»… Nunca te he pedido nada porque siempre he obedecido tu voluntad, tu voluntad que es la mía. Nada debía exigirte por haber sacrificado mi voluntad a Ti, Padre Santo. ¡Pero ahora, ahora, por aquel «sí» que di al Ángel mensajero ‘, escúchame, oh Padre!

Después de las crueldades que padeció por la mañana, sufrió aquella agonía de tres horas, y ahora está ya fuera del alcance del dolor. Pero yo hace tres días que estoy agonizando. Tú ves mi corazón v oyes su palpitar. Nuestro Jesús ha dicho que ningún pájaro pierde una pluma sin que Tú no lo veas, que no se marchita ninguna flor en el campo, sin que no consueles su agonía con tu sol y tu rocío. ¡Oh Padre, muero de este dolor! Trátame como al pajarito que revistes de nuevo plumaje, como a la flor que refrescas, que calmas su sed con tu piedad. Estoy yerta del dolor. No tengo más sangre en las venas. Hubo un tiempo en que se convirtió en leche para alimentar a tu Hijo y mío; ahora es todo llanto porque no lo tengo más. Me lo han matado, matado, Padre, y ¡Tú sabes en qué forma!

¡No tengo más sangre! La he derramado con El en la noche del jueves, en el terrible viernes. Tengo frío como el que se ha desangrado. No tengo más sol, porque El está muerto, mi santo Sol, mi Sol bendito, el Sol nacido de mi seno para alegría de su Mamá, para la salvación del mundo. No tengo más descanso porque no lo tengo más a El que es la más dulce de las fuentes para su Mamá que bebía su palabra, que calmaba su sed con su presencia. Soy como una flor en seco arenal. Me muero, me muero, Padre santo. No tengo miedo a morir, porque también mi Hijo ha muerto. ¿Pero qué harán estos pequeños, la pequeña grey de mi Hijo, tan débil, miedosa, voluble, si no hay quien la sostenga? No soy nada, Padre, pero por deseos de mi Hijo soy como un ejército armado. Defiendo, defenderé su doctrina, su herencia como una loba defiende a sus lobeznos. Yo, cordera, seré una loba para defender lo que es de mi Hijo y, por consiguiente, lo que es tuyo.

Tú lo has visto, Padre. Hace ocho días esta ciudad arrancó las ramas de sus olivares, de sus jardines, sacó de sus casas a sus habitantes que todos hasta enronquecer gritaron: «¡Hosanna al Hijo de David; bendito el que viene en el nombre del Señor!» Y mientras pasaba sobre alfombras de ramos, de vestidos, de telas, de flores, los habitantes se lo señalaban diciendo: «Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea. Es el Rey de Israel». Y cuando todavía no se habían secado esos ramos y las gargantas todavía estaban roncas de los hosannas, cambiaron sus gritos y se pusieron a acusar, a maldecir, a pedir su muerte; y con las ramas que emplearon para el triunfo hicieron garrotes para golpear al Cordero que llevaron a la muerte.
Si tanto han hecho cuando vivió entre ellos, les habló, les sonreía, los miraba con esos ojos que derriten el corazón, y hasta las mismas piedras se sienten conmovidas, les hacía bien, les enseñaba, ¿qué harán cuando El haya regresado a Ti?
Tú has visto cómo se portaron sus discípulos. Uno lo traicionó, los otros huyeron. Fue suficiente que hubiera sido aprehendido para que hubieran huido como ovejas cobardes; y no supieron estar a su alrededor cuando moría. Uno solo, el más joven, se quedó. Ahora viene el anciano. Renegó de El. Cuando Jesús no esté más aquí a defenderlo, ¿sabrá permanecer en la fe?

Yo soy nada, pero hay un poco de mi Hijo en mí, y mi amor suple lo que falta y lo anula. De este modo me convierto en algo útil a la causa de tu Hijo, a su Iglesia que no encontrará jamás paz y que tiene necesidad de echar raíces profundas para que los vientos no la arranquen. Seré yo quien cuide de ella. Como hortelana diligente vigilaré para que crezca fuerte y derecha en su amanecer. Después no me preocupará el morir. Pero no puedo vivir más si sigo sin Jesús.
¡Oh Padre!, que has abandonado a tu Hijo por el bien de los hombres, que después lo has consolado, porque ciertamente lo has aceptado en tu seno después de su muerte, no me dejes más en el abandono. Lo que sufro lo ofrezco por el bien de los hombres. Pero confórtame ahora, Padre. ¡Padre, piedad! ¡Piedad, Hijo mío! ¡Piedad, Espíritu divino! Acuérdate de tu Virgen.»
Después, postrada contra el suelo, parece orar. Realmente es un ser destrozado. Se parece a esa flor muerta de sed de que habló. Ni siquiera advierte el sacudimiento de un terremoto breve que hace gritar y huir a los dueños de la casa, mientras que Pedro y Juan, pálidos cual muertos, se arrastran hasta el umbral de la habitación.

Al ver a la Virgen tan absorta en su oración, lejana de todo lo que no sea Dios, se retiran cerrando la puerta, y espantados regresan al cenáculo.

EL DRAMA DEL CALVARIO III

Por un momento, Jesús suelta el cuerpo hacia delante y hacia abajo, como si ya estuviese muerto.  No jadea. La cabeza le cae inerte…

La Virgenlanza un trágico grito:

–                       ¡Ha muerto!

Jesús parece realmente muerto. Las mujeres hacen eco a María y hay una pequeña confusión. La luz es tan débil que parece que todos estuvieran envueltos en una nube de ceniza volcánica.

Los sacerdotes gritan:

–                       ¡No es posible! ¡Es un pretexto para que nos vayamos! Soldado, pícale con la lanza. Es un buen remedio para devolverle la voz.

Y como los soldados no les hacen caso. Una descarga de piedras vuelan haciala Cruz.Pegándolea Jesús y cayendo sobre las corazas romanas. I

Irónicamente el remedio produce su efecto. Una piedra dio en el blanco y Jesús lanza un gemido doloroso y vuelve en Sí. El tórax vuelve a respirar fatigosamente. Con gran esfuerzo, Jesús se apoya una vez más, sobre sus pies torturados; encontrando fuerza solo en su voluntad.

Superando con la fuerza de su voluntad de héroe; con el ansia de su alma angustiada, el impedimento de sus mandíbulas tiesas, su lengua abultada y el edema de su garganta; Jesús emite un fuerte grito:

–                       ¡Eloí, Eloí, lamma scebactani!

Siente morirse en medio de un completo abandono del Cielo y lo declara abiertamente. Este supremo tormento espiritual, que tortura a los condenados en el Infierno, provoca el lamento de cómo su Padre lo trata.

La chusma ríe y lo befa. Lo insulta:

–                       ¡Dios no sabe qué hacer contigo! ¡Él maldice a los demonios! ¡Veamos si Elías al que ha invocado, viene a salvarlo! Dadle un poco de vinagre para que se limpie la garganta. Sirve para limpiar la voz. Elías o Dios; porque no se sabe lo que ese loco quiere; están lejos… ¡Grita más para que te oigan!…

Y se carcajean como hienas endemoniadas.

Pero ningún soldado le da vinagre y nadie baja del Cielo para consolarlo. Es la agonía solitaria… Total… Cruel…  Hasta sobrenaturalmente cruel de Jesús-Víctima.

Torna el alud de dolor sin consuelo que en Getsemaní lo aplastó.

Tornan las olas de los pecados de todo el Mundo. Torna la avalancha de acusaciones de Satanás, que hace que se sienta convencido de ser un condenado y de estar separado de Dios para siempre. Es el Hombre Culpable. El Océano de culpas lo sumerge en su amargura. Torna sobre todo la sensación más dura que la misma Cruz. Más cruel que cualquier tormento; de que Dios lo ha abandonado y de que su plegaria no llega a Él…

Es el tormento extremo, el que apresura la muerte; porque exprime las últimas gotas de sangre de los poros. Porque machaca las restantes fibras del corazón. Porque acaba con el que el saberse abandonado había empezado: La Muerte.

Esta fue la primera causa de la muerte de Jesús.

¡Oh, Dos mío que lo castigaste por nosotros! Después de tu abandono… Por causa de él, ¿Qué es el hombre? O un loco o un muerto. Jesús no podía enloquecer, porque su inteligencia es divina. Y espiritual como es; la inteligencia se sobrepone al golpe recibido de Dios. Muere pues, el Inocente. El Santo muere. Muere El que Es la Vida.  Matado por el Abandono de Dios y por nuestros pecados.

La oscuridad es más densa. Jerusalén desaparece. El mismo Calvario parece como si no tuviera faldas. Solo la cima es visible. Como si las tinieblas la conservasen arriba para dejar pasar la última luz, ofreciéndola como un regalo con su trofeo divino y sobre un lago de ónix líquido, para que el odio y el amor la vean.

Entre la oscuridad se oye la voz lastimera de Jesús:

–                       ¡Tengo sed!

Se siente en verdad un viento que produce sed aún en los sanos. Un viento que se ha vuelto violento, lleno de polvo, frío. Un viento pavoroso. Que contribuye a torturar aún más al Agonizante.

Un soldado toma un vaso donde los verdugos echaron vinagre con hiel para que su amargor aumente la salivación de los condenados al suplicio. Toma la esponja que estaba dentro de la bebida; la pone sobre una caña delgada y la ofrece a Jesús, que la espera con ansia. Parece un niño hambriento que busca el seno materno.

María ve esto, llora y apoyándose en Juan, dice:

–                       ¡Oh! ¡Y yo ni siquiera le puedo dar una gota de llanto!… ¡Oh, seno mío que no tienes leche! ¡Oh, Dios! ¿Por qué, por qué nos abandonas? ¡Haz un milagro a favor de tu Hijo! ¿Quién me levanta para calmarle su sed con mi sangre, pues ya no tengo leche?…

Jesús que ha succionado ávidamente la agria y amarga bebida; tuerce su cabeza ante el desagradable sabor, que ha sido como un corrosivo en sus labios heridos y abiertos. Se retrae. Se encoge. Se suelta…

De las caderas para arriba está separado del palo y así se queda. La respiración se hace más jadeante y más parece un estertor que un respiro. De vez en cuando tose… y con la tos aparece en sus labios una espuma rojiza. La separación entre cada respiración se hace cada vez mayor. El abdomen no tiene movimientos. Sólo el tórax los tiene; pero fatigosos y separados. La parálisis pulmonar se acentúa mucho.

Y cada vez más débil, vuelve a repetir su lamento infantil:

–                       ¡Mamá!

María contesta:

–                       Aquí estoy tesoro mío.

Y cuando la vista se le nubla:

–                       ¡Mamá! ¿Dónde estás? Ya no te veo. ¿También tú me abandonas?

Su voz es un murmullo que María oye más con el corazón que con los oídos de quien recoge cada suspiro del Agonizante…

Ella responde:

–                       ¡No, no, Hijo! ¡No te abandono! Óyeme querido mío… Mamá está aquí… Aquí está… Sólo sufre por no poder llegar a donde estás…

Es un desgarro del alma… Juan llora abiertamente.

Jesús oye ese llanto, pero no habla…

Longinos ha tomado la actitud, como si estuviese junto al trono imperial. En sus ojos hay un brillo de lágrimas que controla la disciplina militar. Los otros soldados que estaban jugando a los dados, dejan el juego y se han puesto de pie. Todos están como estatuas.

Y se yergue como si estuviese sano. Alza su rostro, mirando con ojos bien abiertos, el Mundo extendido a sus pies… Piensa… Recuerda lo que le dijo su ángel en el Huerto de Getsemaní y  una luminosa sonrisa se dibuja en sus labios tan heridos… Cierra los ojos y los vuelve a abrir. Se queda mirando a lo lejos…

Y murmura con una voz casi inaudible:

+ “Mi mirada se internó a través de los siglos y os ví. Desde aquella hora os bendije… Desde aquellos momentos os he llevado en mi Corazón y cuando sonó el momento de que vinieseis a la tierra… Quise estar presente a vuestra llegada. Regocijándome al pensar que una nueva flor de amor había brotado en el mundo y que viviría para Mí…

¡Oh benditos míos! ¡Consuelo mío en mi agonía!… Mi Madre, mi apóstol, mis amigos pastores… Las mujeres piadosas que me acompañaron en mi amargura y mi Infinito Dolor… Todos los que están presentes y me aman, sabiendo que voy a morir… Pero también tú… Mis ojos agonizantes te miraron a través de los tiempos; junto con el rostro adolorido de mi Madre… Y los cerré gozoso porque había visto que os salvaríais… Que eres digno del Sacrificio de un Dios.”  +

Luego mira a  la ciudad que apenas se distingue toda blanca;  en medio de la lobreguez, que ha dejado la luz que ha huido. Y hacia el cielo negro cerrado. Que parece una laja de pizarra…

El silencio es absoluto.

Luego resuenan en la oscuridad completa, las palabras:

–                       ¡Todo se ha cumplido!

Pasa el tiempo…

Entre estertores que se van espaciando cada vez más. Luego se oye a Jesús que ora con infinita dulzura:

–                       ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!…

Y se viene la última contracción de Jesús. Una convulsión atroz que parece querer arrancar el cuerpo enclavado. Por tres veces empieza de los pies a la cabeza. Recorre los nervios torturados. Levanta el abdomen de un modo anormal. Es un arco tenso, vibrante y luego un grito fuerte con la primera sílaba de la palabra: ¡Ma-má!…

Y luego… Nada. La cabeza cae sobre el pecho. El cuerpo está hacia delante. El respiro termina…  Ha muerto.

Pasan unos segundos impactantes…

Y la tierra responde al grito del que acaba de morir, con un poderoso bramido… parece como si miles de gigantescas trompetas arrojasen un solo sonido y en este tenebroso acorde, se escuchan las notas separadas de los  relámpagos que rasgan el Cielo en todas direcciones, cayendo sobre la ciudad, sobre el Templo. Sobre la gente… Los rayos son la única luz intermitente que permite ver algo…

Y de repente, junto con las descargas fulmíneas, la tierra se sacude violentamente. Al terremoto le sigue un ciclón y se juntan para dar un castigo apocalíptico a los blasfemos. La cima del Gólgota se balancea y se mueve, como un plato en la mano de un loco. Las cruces danzan en tal forma que parece que van a saltar.

Todos se agarran de donde pueden para no caer.

Los soldados se refugian en el centro de la explanada. Para que los peñascos no los arrojen hacia abajo.

Los ladrones aúllan de terror.  La multitud igual y tratan de escapar, pero no pueden.

Caen unos sobre otros y se pisotean. Mientras que otros se precipitan por las hendiduras del terreno.

Por tres veces se sucede el terremoto y el ciclón…

Luego, todo queda inmóvil y en silencio.

Es impactante ver cómo relámpagos sin trueno, corren por el firmamento iluminando a los judíos que huyen enloquecidos por el terror.

Poco a poco la oscuridad disminuye y así es posible ver que hay muchos que fueron fulminados y yacen tirados en el suelo. Así como también, muchas casas están ardiendo.

Las llamas se elevan y son un punto rojo, en el verde ceniciento de la atmósfera.

María levanta su cabeza del pecho de Juan y mira a su Hijo. No lo distingue bien por la poca luz y porque sus ojos están anegados en lágrimas. Lo llama:

–                       ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!…

Es la primera vez que lo llama por su Nombre desde que está en la Cimadel Calvario.

Finalmente, al resplandor de un relámpago que refulge como una corona sobre la cresta del Gólgota, lo ve inmóvil, pendiente hacia delante. Con la cabeza inclinada en tal forma…

Que comprende y tiende sus brazos y sus manos temblorosas hacia la Cruz…  gime:

–                       ¡Hijo mío! ¡Hijo mío! ¡Hijo mío!…

Luego escucha…tiene la boca abierta, por el estupor. No puede creer que su Hijo haya muerto…

Juan, que ha comprendido que todo ha acabado, la abraza y le dice:

–                       Ya no sufre.

Ella grita:

–                       ¡No tengo más Hijo!  -y caería desvanecida si Juan no la sostuviera…

Las mujeres acuden llorando para auxiliarla…

Los soldados hablan entre sí…

–                       ¿Has visto a los judíos?

–                       ¡Ahora sí estaba aterrorizados!

–                       Y se golpeaban el pecho.

–                       Los más espantados eran los sacerdotes.

–                       ¡Qué miedo! He sentido otros terremotos. Pero como este… ¡Jamás!

–                       ¡Mira! La tierra está llena de hendiduras.

–                       Allí se ve el hundimiento del camino ancho.

–                       Hay muchos cuerpos…

–                       ¡Déjalos! Mientras menos sierpes, mejor.

–                       ¡Oh! ¡Hay otro incendio en la campiña!…

–                       Pero, es muy pronto. ¿De veras ha muerto?

–                       Y ¡No lo estás viendo!…

–                       ¿Todavía dudas?

Por detrás de la roca, se asoman José y Nicodemo. Se refugiaron detrás del baluarte del monte, para librarse de los rayos.

Se acercan a Longinos y le dicen:

–                       Queremos el cadáver.

Longinos contesta:

–                       Sólo el Procónsul lo concede. Id aprisa porque he oído que los judíos van a ir al Pretorio para pedir el crurifragio. No quisiera que a Él le rompan las piernas.

Nicodemo:

–                       ¿Cómo lo sabes?

–                       Informes del alférez. Id. Os espero.

Los dos corren camino abajo, por la abrupta pendiente. Desaparecen tras un enorme peñasco…

Ahora es Longinos el que se acerca a Juan y le dice algo en secreto.

Juan asiente con la cabeza…

Longinos pide a un legionario una lanza. Mira a las mujeres que están atendiendo a María que poco a poco recupera sus fuerzas.

Longinos pide a un legionario una lanza. Mira a las mujeres que están atendiendo a María que poco a poco recupera sus fuerzas.

Longinos se pone frente al Crucificado. Estudia bien el golpe y arroja la larga lanza, que penetra profundamente de abajo para arriba. De derecha a izquierda.

Juan, que se encuentra entre el deseo y el horror de ver, vuelve por un instante sus ojos…

Longinos dice:

–                       Está hecho, Amigo.  –y mirando a Juan concluye-  Es mejor así. Como a un valiente. Y sin romperle los huesos… ¡Era en realidad un hombre justo!

De la herida gotea mucha agua y un hilito insignificante de sangre, que tiende a coagularse.

Mientras que en el calvario no hay más que tragedia, José y Nicodemo bajan por una vereda que acorta mucho el camino al Pretorio y tratan de llegar más pronto. Están casi en la falda, cuando se encuentran con Gamaliel, que al parecer va a usar la vereda con el mismo propósito, pero hacia arriba…

Viene despeinado, sin capucho, sin manto. Con su vestidura que siempre está impecable y ahora está sucia de tierra, rasgada por las espinas de las zarzas del camino.

Un Gamaliel muy diferente del estirado de siempre. Un Gamaliel que corre subiendo jadeante. Con la manos en los cabellos ralos y muy canosos, propios de su avanzada edad. Conversan por unos momentos…

José y Nicodemo dicen asombrados:

–                       ¡Gamaliel! ¿Tú?

Gamaliel:

–                       ¿Y tú José? ¿Lo abandonas?

José:

–                       Yo no. Pero, ¿Por qué tú por aquí? ¿Y así?

Gamaliel exclama:

–                       ¡Cosas horribles! ¡Estaba yo en el Templo! ¡La señal…! ¡Los quicios de las Puertas del Templo abiertos! El velo de color púrpura y jacinto, está colgando, desgarrado de arriba abajo. ¡El Sancta Santorum al descubierto! ¡Anatema sobre nosotros!…

Ha hablado corriendo como loco hacia la cima; impresionado por la prueba de la que fue testigo…

Los dos lo miran irse… Se miran entre sí. Y dicen al mismo tiempo:

–                       “¡Estas piedras se estremecerán con mis últimas palabras…!”   ¡Se lo había prometido!…

Y continúan con su carrera…

PADRE NUESTRO…

DIEZ AVE MARÍA…

GLORIA…

INVOCACIÓN DE FATIMA…

CANTO DE ALABANZA…

EL DRAMA DEL CALVARIO II

El escenario del calvario está completo. los detractores de Jesús continúan con su ofensiva.

Eleazar ben Annás:

–                       ¡No heches a perder la cruz con los golpes de tu cabeza! Debe servir para tus secuaces. Una legión entera morirá sobre ella, te lo juro por Yeové. Y al primero que pondremos será a Lázaro. Veremos si lo libras entonces de la muerte.

Cananías, Sadoc y Elquías:

–                       Muy bien. Muy bien. Vamos a donde está Lázaro. Clavémosle en la parte posterior dela Cruz.

Y con una sorna satánica, remedan las palabras de Jesús:

–                       “Lázaro, amigo mío, ¡Ven fuera! Desligadlo y dejadle que ande…”

–                       ¡No! Dijo a Martha y a María, sus mujeres: “Yo soyla Resurrecciónyla Vida” ¡Ja, ja, ja!  ¡La Resurrecciónno puede arrojar de Sí la muerte! ¡Yla Vida, muere! ¡Ja, ja, ja!

Ismael ben Fabi, Félix y Nahúm:

–                       Allí están María y Martha. Vamos a preguntarles donde está Lázaro y lo buscamos.

Con un gran revuelo de vestidos, los seis se adelantan a donde están las mujeres y preguntan con arrogancia:

–                       ¿Dónde está Lázaro? ¿En su palacio?

Sólo unas cuantas se quedan en su sitio. Las romanas permanecen impasibles y las demás corren aterrorizadas a refugiarse detrás de los pastores…

María Magdalena da un paso adelante. Se levanta el velo, hallando en su dolor la antigua intrepidez de cuando era pecadora y dice desafiante:

–                       Id. Encontraréis en mi palacio a los soldados de Roma y a quinientos armados de nuestras tierras que os castrarán como a viejos cabrones, destinados para servir de alimento a los esclavos que trabajan en los molinos.

Nahúm y Sadoc exclaman furiosos:

–                       ¡Desvergonzada! ¿Así hablas a los sacerdotes de Jerusalén?

María explota con Ira:

–                       ¡Sacrílegos! ¡Sucios! ¡Malditos! ¡Volteaos! En vuestras espaldas estoy viendo llamas infernales…

Los cobardes se voltean realmente aterrorizados; pues la afirmación de Magdalena no deja lugar a ninguna duda.

Pero lo que tienen a sus espaldas son las lanzas puntiagudas romanas, porque Longinos ha dado la orden a los soldados que estaban en descanso, de entrar en acción y pican las nalgas de los primeros que encuentran.

Huyen gritando y maldiciendo; pero Roma es más fuerte…

La media centuria se queda para cerrar el paso de las dos entradas y para hacer de baluarte a la plazoleta.

Magdalena se baja el velo y regresa con las demás mujeres.

Gestas el ladrón de la izquierda, continúa los insultos desde su cruz. Parece como si compendiase las blasfemias de los demás. Concluye diciendo:

–                       Sálvate y sálvanos; si quieres que se te crea. ¿Tú el Mesías? ¡Eres un loco! El mundo es de los listos y Dios no existe. Yo existo. Es la verdad. Y para mí todo es lícito. ¿Dios?… Es una locura puesta para manteneros quietos. ¡Viva nuestro yo! ¡Solo él es el rey y dios!

Dimas el otro ladrón, que casi tiene a sus pies a María a quien mira más que a Jesús, le dice:

–                       ¡Es la Madre! ¡Cállate! ¿No temes a Dios ni siquiera ahora que sufres esto? ¿Por qué insultas a quién es Bueno? Él está en un suplicio mayor que el nuestro. Él no ha hecho nada malo…

Pero el otro ladrón sigue con sus imprecaciones.

Jesús sigue callado. Jadeando por el esfuerzo de la posición. Por la fiebre. Por el estado cardiaco y respiratorio, consecuencia de la atroz Flagelación y también por el infinito sufrimiento en el Getsemaní. Trata de encontrar alivio aligerando el peso que cae sobre los pies, colgándose de las manos y haciendo fuerza con los brazos, para evitar el calambre que siente en los pies y que se nota en el estremecimiento muscular.

Se nota el mismo temblor en los brazos helados en sus extremidades, porque están en alto y la sangre no circula por ellos. Llega apenas a las muñecas de donde mana sin llegar a los dedos; sobre todo en la mano derecha. Tienen ya un color cadavérico. No se mueven y se han doblado sobre la palma. También los dedos de los pies muestran su tormento: los pulgares se mueven para arriba y para abajo. Se abren.

El tronco se cansa sin encontrar alivio. Los riñones que fueron casi destruidos  y desdela Flagelacióndejaron de funcionar, incapaces de filtrar más; han causado que la urea se haya acumulado y esparce por todo su cuerpo una aguda intoxicación urémica, torturándolo con este sufrimiento que se agrega a los demás.

Las feroces contusiones de sus riñones, serán los agentes químicos más poderosos en el milagro del Sudario. Quien sea médico o haya estado enfermo de uremia, puede comprender cuales sufrimientos le están dando las toxinas urémicas tan abundantes y que serán el reactivo que trasudando su cadáver y mezclándose con los aromas; fijarán la impresión indeleble sobre la tela, haciendo que Dios conceda la prueba irrefutable dela Crucifixióny de las precedentes torturas…

Las costillas muy anchas y altas, porque la estructura del Cuerpo de Jesús es perfecta; se han dilatado más de lo imaginable por la posición del cuerpo y por el edema pulmonar. Y sin embargo no pueden aligerar el esfuerzo de respirar; tanto es así, que todo el abdomen ayuda con sus movimientos al diafragma, que poco a poco se va paralizando.

La congestión, la asfixia; aumentan minuto a minuto, como lo muestra el color azulado que ya se ve en los labios. El color rojizo de la fiebre, con matices de un rojo violeta que ya se distingue en el largo cuello, con las yugulares hinchadas. Los rasgos llegan hasta las mejillas, por las orejas y las sienes. La nariz se ha afilado exangüe. Los ojos se hunden cada vez más, dejando una lividez donde la sangre de la corona no los baña.

Bajo el arco izquierdo costillar, se destaca el golpe con que bate la punta cardiaca. Irregular pero fuerte. Y de vez en cuando, por una convulsión interna, el diafragma tiene un sacudimiento profundo, que se revela por una distensión total de la piel obligada al máximo; en este cuerpo herido y agonizante.

El rostro tiene la nariz torcida y el ojo derecho casi cerrado por la hinchazón. La boca está abierta con su herida en el labio superior, que ya es una costra. Teniendo en cuenta la pérdida de sangre, la fiebre, el sol, todo esto hace que la sed sea un martirio insoportable. Tanto que Él, maquinalmente, bebe las gotas de su sudor y de su llanto. Y también las de su sangre, que bajan por la frente hasta su bigote y que Él recoge con la lengua…

La corona de espinas le impide apoyarse al tronco de la cruz para poder sostenerse con los brazos y así poder aliviar sus pies. Los riñones y toda la espina se arquea hacia fuera; separando dela Cruzla pelvis, haciendo que cuelgue suspendido, el Cuerpo de Jesús.

Los judíos, arrojados más allá de la plazoleta; no dejan de insultar y Gestas el ladrón impenitente se hace eco.

Dimas el otro, que mira con mayor compasión a la Virgen, llora y le reprocha duramente cuando oye que también Ella es insultada soezmente:

–                       ¡Cállate! Acuérdate que naciste de una mujer. Piensa que nuestras madres han llorado por nosotros. Y fueron lágrimas que la vergüenza les arrancó… Porque somos unos criminales. Nuestras madres ya murieron… Quisiera pedirle perdón… ¿Lo podré? ¡Era una santa! ¡La maté con los dolores que le ocasioné! Soy un pecador. ¿Quién me perdona?…  –y volviéndose a María implora-  Madre. En Nombre de tu Hijo que agoniza, ruega por mí. Soy Dimas…

María levanta su rostro desgarrada por el dolor. Mira a este malvado que a través del recuerdo de su madre, se encamina hacia el arrepentimiento. Y parece como si lo acariciara con su mirada de paloma. Dimas llora recio, lo que provoca mucho más las befas de la chusma y de su compañero.

María levanta su rostro desgarrada por el dolor. Mira a este malvado que a través del recuerdo de su madre, se encamina hacia el arrepentimiento. Y parece como si lo acariciara con su mirada de paloma. Dimas llora recio, lo que provoca mucho más las befas de la chusma y de su compañero.

Una sonrisa ilumina su pobre boca herida y responde:

–                       Te digo esto: hoy estarás conmigo en el Paraíso.

Dimas, el ladrón arrepentido se tranquiliza y dice como si fuera una jaculatoria:

–                       Jesús Nazareno Rey de los Judíos, ten piedad de mí. Jesús Nazareno, Rey de los Judíos, espero en Ti. Jesús Nazareno Rey de los Judíos, creo en tu Divinidad.

El otro continúa con sus blasfemias.

El cielo se pone más lóbrego. Las nubes se cierran y no se abren para que pase el sol. Se amontonan unas sobre otras con copas plomizas, blanquecinas y verdosas. El viento las empuja y cabalgan sobre sí. Se enredan y desenredan, según las rachas de un viento frío que a intervalos, atraviesa ruidoso el firmamento y luego baja a la tierra. Más tarde se calla. Parece ser más siniestro cuando se calla, pesado y muerto; que cuando silba cortante y veloz. La luz que hasta ahora había sido fuerte, está tomando un tinte verdoso bastante extraño; casi como el que se ha visto alguna vez en un eclipse total de sol…

Las caras reflejan facciones estrambóticas…

Los soldados, bajo sus yelmos y corazas que antes brillaban; ahora se han empañado en la luz verdosa y bajo un firmamento cenizo, muestran sus perfiles duros y parecen estatuas esculpidas. Las de los judíos que en su mayoría tienen los cabellos negros; parecen ahogados de color térreo. Las mujeres parecen estatuas de nieve azulada por la palidez que la luz les va marcando.

Jesús se pone extremadamente lívido, como si ya hubiera muerto. La cabeza le cuelga sobre el pecho. Ya no tiene fuerzas. Tiembla pese a la fiebre que lo consume. En su debilidad murmura el nombre que antes solo ha dicho en o íntimo de su corazón:

–                       ¡Mamá! ¡Mamá!

Lo dice tan bajito que es como un suspiro en su delirio de agonizante.La Virgenlo escucha con el ansia inmensa, de extender sus brazos y socorrerlo.

La cruel gentuza se ríe de esas contracciones musculares y de quién las sufre. Los sacerdotes y escribas suben de nuevo hasta la plazoleta donde están los pastores. Y como los soldados quieren echarlos hacia abajo otra vez. Ellos protestan:

–                       ¿Están los Galileos? También nosotros debemos comprobar que se cumple la justicia. Y desde lejos, en medio de esta extraña luz, no podemos ver bien.

De hecho, muchos empiezan a impresionarse por la luz que va envolviendo todo y empiezan a sentir miedo.

También los soldados señalan el firmamento y una especie de cono color pizarra por lo oscuro; que se levanta como un pino detrás de una cima…   Parece una tromba marina.

Se levanta cada vez más y parece como si engendrara nubes cada vez más negras. En medio de esta luz crepuscular pavorosa, Jesús entrega la persona de Juan a María y viceversa.

Con la cabeza inclinada; porque su Madre se ha puesto más bajo la Cruz, para verlo mejor, le dice:

–                       Mujer, he ahí a tu hijo. Hijo, he ahí a tu Madre.

El rostro de María se desconsuela más después de estas palabras de Jesús que son su testamento. No tiene nada más que dejarle, más que a un hombre; El, que por amor al hombre la priva de Sí Mismo; de quién de Ella había nacido.

María llora calladamente. Las lágrimas brotan a pesar de sus esfuerzos por contenerlas; aun cuando trata de reflejar en su rostro desconsolado algo de serenidad, a fin de consolar a su Hijo…

Los sufrimientos son cada vez mayores. En esta luz azul-verdosa que disminuye lentamente, se dejan ver detrás de los judíos, Nicodemo y José de Arimatea que ordenan:

–                       ¡Haceos a un lado!

Los soldados preguntan:

–                       No se puede. ¿Qué queréis?

–                       Pasar. Somos amigos del Mesías.

Los del Sanedrín preguntan desdeñosamente:

–                       ¿Quién es el que atreve a declararse amigo del Rebelde?

José responde con valentía:

–                       Yo. José de Arimatea. El Anciano; noble miembro del Gran Consejo y conmigo Nicodemo. Jefe de los Judíos y Príncipe de los Sacerdotes.

Eleazar ben Annás:

–                       Quien se pone del lado del Rebelde, es un rebelde.

José:

–                       Y quien a favor de los asesinos, un asesino; Eleazar de Annás. He vivido como un justo. Estoy ya viejo y próximo a la muerte. No quiero ser malo cuando ya el Cielo desciende sobre mí. Y con él, el Juez Eterno.

–                       ¿Y tú, Nicodemo? ¡Me maravillo!

Nicodemo contesta firme:

–                       También yo. Una sola cosa me duele y es que Israel se haya corrompido tanto, que no sepa reconocer a Dios.

–                       Me causas asco.

–                       Entonces hazte a un lado y déjame pasar. Solo quiero eso.

–                       ¿Para contaminarte mucho más?

–                       Si no me he contaminado estando cerca de vosotros; ninguna otra cosa me puede contaminar.

José:

–                       Soldado, aquí tiene la bolsa y la contraseña, para que me dejéis pasar.

El decurión más cercano toma la bolsa y la tablilla encerada. Éste las mira y ordena:

–                       Dejadlos pasar.

José y Nicodemo se acercan hasta donde están los pastores. Los pasan y quedan una veintena de metros adelante de ellos… No se atreven a ir más allá.

Se sienten como si estuvieran ante el altar sagrado, ante el Santo de los Santos… Ven a Jesús… y lloran abiertamente con un inmenso dolor.

Sin importarles la lluvia de injurias e improperios que de parte del Sanedrín, ahora les llueven a ellos…

Los sufrimientos de Jesús se hacen más intensos. Su Cuerpo experimenta los primeros arqueos tetánicos y cada grito de la chusma debe molestarle muchísimo. La insensibilidad de sus tendones, se extiende desde las extremidades hasta el tronco y respira con mayor dificultad. La contracción del diafragma es cada vez más débil y el movimiento cardiaco se torna irregular. Su rostro pasa del rojo intenso a la palidez verdosa del que muere por desangramiento. Su boca se mueve con mayor fatiga; porque los nervios del cuello y la cabeza, que sirvieron de palanca a todo el cuerpo y lo dirigían  hacia el travesaño dela Cruz, extienden el calambre hasta las mandíbulas. La garganta hinchada con las carótidas obstruidas, extiende su edema a la lengua que se ve abultada y que apenas se mueve. La espina dorsal, aún en los momentos en que las contracciones tetánicas no la arquean completamente desde la nuca hasta las caderas, de dobla hacia delante cada vez más. Porque los miembros se hacen más pesados, a causa de las partes en donde ha empezado ya la muerte. La luz tan tenue hace que solo quién está cerca dela Cruz, pueda verlo todo.

EL DRAMA DEL CALVARIO I

Cuatro musculosos hombres que traen túnicas cortas y sin mangas, brincan de una vereda, al lugar del suplicio. Llevan en las manos clavos, martillos y cuerdas. Objetos que con gestos elocuentes, muestran a los sentenciados.

La multitud es presa de un sanguinario delirio…

El centurión presenta a Jesús la jarra, para que beba vino mirrado; que es como un ligero anestésico; pero no acepta. Los dos ladrones beben mucho. La jarra vacía la colocan cerca de una gran piedra, casi al borde del precipicio que está detrás.

Se ordena a los sentenciados que se desvistan. Los dos ladrones lo hacen sin ningún pudor. Uno de ellos insinúa gestos obscenos a la plebe y sobre todo, al grupo sacerdotal; que se distingue por sus vestiduras blancas. El otro está muy pensativo y en su rostro tiene una expresión reflexiva…

Los verdugos ofrecen tres pedazos de tela, para que se cubran las ingles. Los ladrones los toman de inmediato y uno, sigue maldiciendo…

Jesús, que se ha quitado sus vestiduras despacio, por el dolor de las heridas; lo rehúsa. Tal vez piensa que todavía puede conservar los paños menores que tuvo en la flagelación. Pero cuando le dicen que aún estos se quite, Él se angustia.

                       

 Extiende su mano al verdugo y le pide el pedazo de tela que rehusó, para poder cubrirse…

¡El Creador del Universo y de todo cuanto existe, Aniquilado a este nivel!…

Es realmente el ‘Nada’… Reducido a tener que mendigar un trapo a los delincuentes que van a acabar con su vida…

María lo ve… Se quita el largo y fino velo blanco que le cubre la cabeza, bajo el manto oscuro… Y que ha bañado con sus lágrimas… Se lo quita sin que se caiga el manto y se lo da a Juan. Éste lo pasa a Longinos y él se lo da a Jesús…

Él está desnudo, frente al lado escarpado donde no hay nadie…

Y muestra a todos, su Cuerpo llagado y deshecho por los golpes…  Lleno de heridas abiertas y sangrantes…

Cuando Longinos le da el velo de la Virgen; Jesús lo reconoce… Se lo pone cuidadosamente, para que no se caiga. Sobre este lino que hasta ahora estuvo bañado en lágrimas, caen ahora las primeras gotas de Sangre…

Jesús se vuelve hacia la plebe… Se ven los azotes en el pecho, los brazos y las piernas. A la altura del hígado; tiene un enorme moretón… Y bajo el arco costal izquierdo, se ven claras siete rayas, que terminan en siete pequeños golpes, que reventaron la piel y sangran… Un cruel golpe en esta zona tan sensible del diafragma…

Las rodillas, tan castigadas con las caídas; desde la detención y en la subida al Calvario; están negras de cardenales abiertos en la rótula. Sobre todo la derecha… Y también sangran…

La chusma se burla de Él en coro… Cantando, con el Cantar de los Cantares:

–                       ¡Oh, Bello! ¡El más Bello entre los hijos de los hombres! ¡Las hijas de Jerusalén te adoran!…  –y en tono de Salmo-   “Mi amado es blanco y rubio; diferente de miles y miles. Su cabeza es oro puro. Sus cabellos, racimos de palmeras. Sedosos como plumas de cuervo… Su Tronco es marfil, con vetas de zafiros. Sus piernas, perfectas columnas de blanco mármol, sobre pedestales de oro. Su Majestad es como la del Líbano, imponente… Es más alto que el más alto cedro. Su lengua está impregnada de dulzura y él es toda una delicia.

Se carcajean a placer…  Luego gritan:

–                       ¡El Leproso! ¡El leproso! ¡Fornicaste con un ídolo, pues Dios te castiga de este modo! ¡Oh, oh!…  ¡El Perfecto! ¿Eres el Hijo de Dios? ¡Que no!… ¡Eres un aborto de Satanás! Por lo menos él: Mammona, es poderoso y fuerte… Tú… Eres una piltrafa impotente y asquerosa…

Los ladrones están amarrados a las cruces y los colocan a cada lado, respecto al lugar destinado a Jesús. Hay gritos, maldiciones, blasfemias. Blasfeman de Dios. Dela   Ley.Delos romanos. De los judíos…

Es el turno de Jesús. Se extiende sobre el leño sin oponerse. Los dos ladrones se mostraron tan rebeldes que, no dándose abasto con cuatro verdugos; tuvieron que intervenir varios legionarios, para sujetarlos…  Para que no diesen de puntapiés a los verdugos, cuando les amarraban las muñecas. Para Jesús, no hay necesidad de nada de esto… Pone la cabeza donde le dicen que la ponga. Abre los brazos como se lo ordenan. Extiende las piernas, como le mandan. De lo único que se preocupa; es de acomodarse bien el velo…

Su largo…  delgado y blanco cuerpo; resalta sobre el leño negruzco y sobre el suelo amarillento. Dos verdugos se sientan sobre su pecho, para asegurarlo. ¿Cuál no habrá sido el dolor y la opresión que experimenta?…  Otro le toma el brazo derecho. Con una mano por el antebrazo y con la otra, las extremidades de los dedos…

El cuarto tiene un clavo largo, cuadrangular. Puntiagudo; remachado en la cabeza grande. Como de una pulgada de diámetro. Valora si el agujero hecho en el palo, corresponde a la coyuntura de radio de la muñeca…

Corresponde. El Verdugo coloca la punta del clavo en el pulso. Levanta el martillo y da el primer golpe…

Jesús. Que tenía los ojos cerrados… Al sentir el agudo dolor; da un grito… Y se contrae… Abre sus ojos que nadan en lágrimas. El clavo penetra; desgarrando la piel… destrozándole músculos, venas, nervios… Lastimándole los huesos…

María responde al grito de su Hijo; con otro que se parece al de un cordero degollado. Se inclina como destrozada; sosteniéndose la cabeza con las manos. Para no darle más aflicción, Jesús no grita más.

Pero los golpes se suceden…  Metódicos, duros; de hierro sobre hierro… Y pensar que debajo hay un miembro vivo que los recibe…

La mano derecha ha sido ya enclavada.

Y pasan a la izquierda… El agujero no corresponde a la muñeca. Toman un lazo. La amarran y la estiran, hasta dislocar la coyuntura… Arrancando tendones y músculos… Además de desgarrar aún más la piel, que las cuerdas habían rozado tan fuerte, cuando  lo apresaron. La otra mano también sufre, porque por reflejo se estira y el agujero del clavo se alarga. Ahora apenas si se llega a la muñeca. No les queda más, que clavar en medio del metacarpo. El clavo entra más fácilmente; pero con un dolor mucho más intenso; pues toca una red de nervios mucho más sensibles. Tanto es así, que los dedos se quedan inertes, mientras que los de la derecha se contraen y se doblan, mostrando su vitalidad.  Jesús no grita más.

Un lamento ronco desaparece entre sus labios. Las lágrimas, después de haber caído sobre el madero; ahora caen sobre la tierra.

Es el turno de los, pies. A más de dos metros de la punta dela Cruzhay una cuña que apenas basta para un pie. Los pies se ponen ahí para ver si la medida está bien hecha y como está un poco abajo y los pies no llegan; tiran de sus tobillos. El palo rugoso dela Cruzrestriega las heridas, mueve la corona que arranca más cabellos y está a punto de caer. De un manotazo, un verdugo la vuelve a colocar sobre la cabeza.

Los que estaban sentados sobre el pecho de Jesús, se levantan para luego sentarse sobre sus rodillas, porque Jesús en un acto reflejo, retiró las piernas al ver brillar el enorme clavo demasiado grande; más del doble de los que emplearon para las manos. Se apoyan sobre las rodillas desolladas. Aprietan los huesos de la pierna, mientras que los otros dos clavan…

Una labor más difícil, porque tratan de que las junturas correspondan a las de los tarsos. Aunque con cuidado; pretenden que los pies estén quietos y que el tobillo y los dedos, coincidan. El pie que está debajo, se mueve al penetrar el clavo y tienen que sacarlo… Después de que penetró en la parte blanda, ya había despuntado por haber perforado el pie derecho. Cambian la posición de los pies. Ahora el izquierdo arriba. Hincan el clavo un poco más al centro. Golpean, golpean…

Y la misma multitud que recibió los beneficios de los milagros de Jesús…

Está presente ahora…

No se oye más que el horrible golpeteo del martillo, sobre la cabeza del clavo, pues multitud que está presente en el Calvario tiene los ojos y los oídos atentos… Para captar cualquier gesto, cualquier ruido, para después reírse…

Al áspero sonido del martillo, contesta un levísimo gemido de paloma: el gemido de María que se inclina con cada golpe; como si el martillo diese sobre Ella. Y tiene razón en sentirse despedazada… Puesla Crucifixión; si es algo espantoso de describirse. Vivirla y sentirla Jesús…

Y que una Madre amorosísima como es Ella, tenga que soportar el presenciarla en su Hijo… Y es colocado el letrero que informa el crimen cometido y la causa de su sentencia…

Igual quela Flagelación, por lo que toca a la contracción involuntaria muscular; pero mucho más atroz. Porque se comprueba cómo el clavo se pierde en la carne viva. Eso sí, es más breve.La Flagelaciónes una tortura que debilita mucho, porque dura más tiempo.

Se arrastra ahorala Cruzal agujero, que debido a la desigualdad del suelo, se sacude violentamente… Y con ella, el Cuerpo de Jesús… Cuando intentan levantarla, no logran equilibrarla. Se les escapa de las manos y cae cuán pesada es…

Una vez más lo intentan. Se escapa de las manos de los verdugos y vuelve a caer… Esta vez, sobre el brazo derecho de la misma cruz. A la tercera vez, por fin se levanta la Cruz. Cada caída causa un horrendo dolor a Jesús, (Otro más) en todo su Cuerpo, porque el sacudimiento le afloja los miembros heridos.

Satanás observa su obra… 

Cuando dejan caer la cruz sobre el agujero y antes de que se le asegure con piedras y tierra, se balancea para todas direcciones, produciendo continuos desplazamientos del cuerpo suspendido con tres clavos. El sufrimiento es completo.

Todo el peso del cuerpo se desplaza para adelante y hacia abajo. Los agujeros se alargan. Sobre todo el de la mano izquierda. También el de los pies; en donde mana sangre con fuerza. La sangre que brota de los pies. Gotea por los dedos en tierra y corre bañando el palo.

La de las manos corre por los antebrazos, porque están más altos que las axilas. Baña las costillas bajando hacia la cintura. La corona que se movió cuandola Cruzse balanceaba antes de ser fijada, hundiendo en la nuca el grueso nudo de espinas; vuelve a encajarse hasta la frente; a la que rasga sin piedad.La Cruzha sido asegurada.

Ahora el tormento es estar enclavado.

Levantan también a los ladrones que gritan como si fuesen desollados; por el tormento de las cuerdas que rasgan sus muñecas y ennegrecen las manos, con las venas hinchadas por la falta de circulación sanguínea.

Jesús calla.

La plebe empieza su gritería infernal…

Ahora la cima del Gólgota tiene su trofeo y su guardia de honor…

En el lado más alto, la Cruz de Jesús. Flanqueada por las otras dos. Media centuria de soldados rodea la cima. Dentro de este círculo, los que se apearon del caballo, se juegan a los dados las vestiduras de los sentenciados.

De pié, entre la cruz de Jesús y la de la derecha, está Longinos. Parece como si montase guardia al Rey Mártir.

La otra media centuria, descansa en la plazoleta inferior, a la espera de que se les pueda necesitar. Los soldados muestran casi una indiferencia total. Como si estuvieran acostumbrados a estos espectáculos. Solo alguno levanta de vez en cuando su cara, a mirar a los crucificados.

Longinos mira todo atentamente y con interés. Piensa, compara, saca sus conclusiones. ¡Qué diferente es Jesús de los otros dos y de los espectadores!

Se lleva la mano sobre la frente, para taparse el sol que parece molestarlo. En realidad es un sol extraño, de color amarillo-rojizo de fuego. Es tan fuerte, que apenas si los ojos lo resisten. Ve ala Virgenque está en la explanada y mira a su Hijo con el rostro desgarrado por el Dolor.

Llama a uno de los soldados que juegan a los dados y le ordena:

–                       Si la Madre de Él quiere subir con su hijo que la acompaña, que vaya. Escóltala y ayúdala.

El joven militar obedece inmediatamente y va a donde está María con Juan.

Luego los tres suben por los escalones tallados en la roca. Pasan el cordón que forman los soldados y se acercan al pie de la Cruz. María se pone a una distancia, para que Jesús la vea bien. Ella lo mira tratando de darle algún consuelo, con un rostro heroico por el corren las lágrimas incontenibles.

La chusma suelta sus insultos ignominiosos contra Ella y contra Él.

La plebe, los sacerdotes, los herodianos, etc. Quieren divertirse. Y se ponen en fila, subiendo por la pendiente;  pasando por la elevación final del monte y bajando por el otro camino. Y viceversa.

Cuando pasan frente al patíbulo a los pies de la meseta, en la segunda plazoleta; lanzan sus blasfemias, en señal de homenaje contra el Agonizante.

Toda la suciedad, crueldad, odio, insensatez; de que los hombres son capaces, brotan de esas almas poseídas y con labios infernales…

Los más furiosos son los miembros el Templo con todos sus compinches…

Los miembros del Sanedrín:

–                       ¡Y bien! ¡Tú Salvador del género humano! ¿Por qué no te salvas? ¿Te ha abandonado tu rey Belzebú? ¿Te desconoció ya?

–                       Tú, que no hace ni tres días, con ayuda del Demonio hiciste decir al Padre… ¡Ja, ja, ja! Que te había glorificado. Entonces, ¿Por qué no le recuerdas que guarde su promesa?

–                       ¡Blasfemo! Ha salvado a los otros. ¡Y decía que con la ayuda de Dios! ¡Y no logra salvarse a Sí Mismo! ¿Quieres que se te crea? ¡Haz entonces el milagro! Ya no puedes, ¿Verdad? Ahora que tienes las manos clavadas y estás desnudo.

Algunos saduceos y herodianos a los soldados:

–                       ¡Cuidado con la hechicería! ¡Vosotros que tenéis sus vestidos! Contienen la señal del Infierno…

La gentuza en coro:

–                       ¡Baja dela Cruzy creeremos en Ti! Tú que destruyes el Templo… ¡Loco! Mira. Allá está el santo y glorioso Templo de Israel. ¡Es intocable! ¡Profanador! Te estás muriendo…

Calascebona, Simón Boeto y Félix:

–                       ¡Blasfemo! ¿Hijo de Dios Tú? Baja pues. Fulmínanos si eres Dios. No te tenemos miedo. Al contrario, te escupimos. Lo único que sabe es llorar. ¡Sálvate si en verdad eres el Elegido!

Los soldados:

–                       ¡Sálvate pues! Reduce a ceniza a estos bribones. –y volviéndose a los fariseos- Eso sois vosotros judíos. Sois los peores bandidos del imperio. Su hez. Baja. Roma te pondrá en el Capitolio y te adorará como una divinidad.

Simón de Cafarnaúm, Cornelio y Cananías.

–                       Eran más dulces los brazos de las mujeres, que los dela Cruz, ¿No es verdad? Pero mira: están ya prontas para recibirte tus… hetairas. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Toda Jerusalén te servirá de madrina de bodas.  –y silban como carreteros.

Otros del Sanedrín lanzan piedras y Félix grita:

–                       Cambia éstas en panes, Tú, multiplicador de ellos.

Los escribas y fariseos, remedando el Domingo de Ramos; avientan palmas gritando:

–                       ¡Maldito el que viene en el nombre del Demonio! ¡Maldito su reino! ¡Gloria a Sión que lo arranca de entre los vivos!

Doras se coloca frente ala Cruzy muestra el puño haciendo cuernos y gritando con odio feroz:

–                       ‘Te entrego al Dios del Sinaí’ Así dijiste, ¿No es verdad? Ahora el Dios del Sinaí te prepara para el fuego eterno. ¿Por qué no llamas a Jonás?…

CONTINUARÁ…

QUINTO MISTERIO DE DOLOR

CRUCIFIXION Y MUERTE DE JESÚS

(Juan, 19, 16-42)

Dice Jesús:

LA HORA DEL ODIO SATANICO

Juan que era el puro, fue el primero que se libró del influjo satánico, no me dejó y me llevó a mi Madre. Más que Job sumergido en un estercolero, podrido, para ocultar sus llagas; estuve Yo, cuando tomé sobre Mí, TODOS LOS PECADOS DEL Mundo.

Yo era más inocente que un bebé. Y de Mí, ¡SE HORRORIZÓ EL ALTÍSIMO!…  ESTA FUE MI PEOR TORTURA.

Un Diluvio de culpas sobre la Tierra. Un diluvio de maldiciones sobre el Culpable. No me atrevía a levantar los ojos al Cielo y gemía al sentir sobre Mí, el enojo del Padre acumulado en los siglos, además de las culpas por venir…

Cuando fui levantado en la Cruz, Yo ya estaba consumido de sufrimientos.

Mi Agonía comenzó mucho antes y se hizo completa, desde la Oración en el Huerto de Getsemaní. Todo sirvió para atormentar al Hijo de Dios, a vuestro Salvador. Me dislocaron los miembros, dejando al descubierto mis huesos, arrancando mis vestidos y causando a mi Pureza, la mayor de las torturas. Me enclavaron en un madero, levantándome como cordero degollado en garfios del carnicero; aullando alrededor de mi agonía, cual una manada de lobos hambrientos que al olor de la sangre se hacen más furiosos. Suspendido al sol, con tanta fiebre; que me golpeaba las venas, cual si fueran innumerables martillos.

Más no eran éstos los dolores más acerbos. Era la agonía del corazón y del espíritu, lo que más me atormentaba. Y mucho más atormentadora que esa: la certeza de que era inútil mi sufrir, para millones y millones de hombres. A pesar de tal certeza, no disminuyó ni un ápice mi voluntad de padecer por vosotros.

YO COMPRÉ CON MI SANGRE TODAS LAS ALMAS, realizando el pago por anticipado. Yo me di a Mí Mismo, para que vosotros me tuvieseis. ¿Quién puede negarme a Mis Hijos amadísimos?

TRAICIONADO, ACUSADO, VENDIDO, CONDENADO, NEGADO, MUERTO Y ABANDONADO También de Dios, porque sobre Mí estaban los crímenes que había tomado. Me vi más pobre que un mendigo a quien los bandidos hubieran robado. No se me dejó ni siquiera mi vestido, con qué cubrir mi amoratada desnudez de mártir; porque se las repartieron.

Ni siquiera después de muerto dejaron de insultarme. Sumergido bajo el fango de todos vuestros pecados. Arrojado al fondo tenebroso del Dolor. Levantando mis ojos al Cielo sin que nadie respondiese a mi mirada de agonizante, ni a mi última súplica:

DIOS MÍO, ¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO?

Parece a veces que Dios abandona. Más no es así; sino que se esconde para que aumente la expiación y concede así mayor perdón. ¿Puede el hombre lamentarse con ira de ello, cuando él abandonó infinitas veces a Dios? ¡Qué de cosas pusisteis en vuestro corazón que no eran Dios!

Imitadme lanzando este grito, con nota de mansedumbre y humildad. Y no de blasfemia y reproche: ‘¿Por qué me has abandonado, si sabes que sin Ti nada puedo? Ven Padre. Ven a salvarme y haz que te sienta Padre…’

Isaías da la razón de tanto dolor: “¡Y con todo eran nuestras dolencias las que ÉL llevaba y nuestros dolores los que soportaba!… Él soportó el castigo que nos trae la paz y con sus Llagas hemos sido sanados.”

Sí. Por vosotros los llevé, para darles dulzura, para aliviarlos, para anularlos.

“Fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados” Dice Isaías que con su mirada profética vio al Hijo del Hombre hecho un cuerpo amoratado, para sanar el de los hombres. ¡Si sólo hubiesen sido heridas de mi carne!…

Lo que más me heristeis, fue mis sentimientos y mi espíritu. De uno y otro hicieron el hazmerreír y el blanco. Fui golpeado a través de Judas, en la amistad depositada en vosotros. En la fidelidad, en las negaciones de Pedro. En la gratitud, por medio de los que había sanado y luego gritaron: ¡Crucifícale! En mis sentimientos a través del amor, por la angustia y las ofensas  infligidas a mi Madre. Por la religión, cuando me declararon Blasfemo.

Yo, qué por amor a la causa de Dios me había puesto en manos de los hombres al Encarnarme; padeciendo durante toda mi vida y entregándome a la ferocidad humana sin protestar, ni lamentarme. Hubiera bastado una mirada a mis acusadores, jueces y verdugos; para reducirlos a cenizas. No lo hice porque quise voluntariamente cumplir el Sacrificio como Cordero, pues Soy el Cordero de Dios, para la Eternidad. Me dejé llevar para ser despojado y matado. Para hacer de mi Carne Alimento para daros la Vida.

En todo esto deberíais pensar cuando sufrís. Y comparando vuestras imperfecciones con mi Perfección; mis dolores, con los vuestros;  VEREIS QUE EL PADRE OS AMA MAS QUE A MI EN AQUELLA HORA…

Y POR LO TANTO DEBERIAIS AMARLO CON TODO VUESTRO SER…

COMO YO LO AMÉ A PESAR DE SU SEVERIDAD.

Y con mi Sacrificio de Hombre y de Dios, os engendré a la Gracia; para devolveros a mi Padre y haceros reinar de nuevo: sobre el Mal, sobre las enfermedades y sobre la Muerte.

Compré el Cielo para vosotros. No os fijéis en el suplicio de aquel día; fue menos doloroso, que la resistencia que aun hacéis a mis llamados. Rechazáis mi Doctrina y os negáis a amar y a perdonar. A aceptar la Voluntad de Dios y a obedecer su Ley. No queréis renunciar a vuestro egoísmo y por lo tanto, al no negaros a vosotros mismos; rechazáis la Cruz y así se aumenta vuestro sufrimiento.

¿Cuál amor es más grande que aquel que sabe amar a quién lo tortura? Y sin embargo Yo os he amado así. AMAOS COMO YO OS HE AMADO. El Odio extingue la Luz. Aun el simple rencor, ofusca la paz. Dios es Paz, es Luz, porque Dios es Amor. PERO SI NO AMÁIS COMO YO OS HE AMADO, NO PODRÉIS TENER A DIOS.

Adán y Eva convirtieron al hombre en esclavo de Satanás, que negó a Dios la alegría de ser el Padre, de TODOS los hombres. Yo y mi Madre devolvimos al hombre, la dignidad perdida. Llevamos la Obediencia hasta el heroísmo y amamos cómo ningún otro ha amado.

Eva maldijo a Caín por haber matado a Abel. María sabía que Judas era el Caín de su Jesús y no maldice: ama y perdona llorando al Traidor. Pero judas cerró su corazón a la Gracia y NO QUISO CREER EN EL PERDÓN. Por eso se ahorcó.

Eva cargada de culpa, trasmitió a su hijo cuanto había en ella: Caín nació con un carácter duro, envidioso, iracundo, lujurioso, perverso y soberbio. Negando reverencia a Dios, a quien consideraba su Enemigo. Satanás lo empujaba a burlarse de Dios. Ese germen del Mal, aún se encuentra en el hombre. Y SI NO OS ARREPENTÍS Y NO OS ABRAZÁIS DE DIOS, NO PODRÉIS CAMBIAR, NI VENCEROS.

En la Cruz yo vencí a Satanás y OS DÍ LAS ARMAS PARA VENCERLO. Con mi Muerte, os di la Vida.

Mi Madre también luchó durante tres días y expió por la mujer, que era  la más culpable. Satanás la atormentó con dos llagas sobrepuestas: Mi Muerte y Ella también experimentó el Abandono del Padre; abriendo así  la Tercera Llaga: el terror de faltarle la FE, al atormentarla con la Duda. Si Ella hubiese dudado, habría caído en la Tentación del Demonio y hubiera dicho: ‘No es posible que resucite.’ NEGANDO A DIOS, SE HUBIERA CONVERTIDO EN NADA, TANTA REDENCIÓN. Ella, la Nueva Eva, habría mordido la manzana de la soberbia y habría deshecho la Magna Obra de mi Redención. Al final venció la Tentación más grande:

FUE LA ÚNICA QUE CONTINUÓ CREYENDO QUE YO RESUCITARÍA.

BENDITA SEA POR ESTA FE.

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Oración:

Amado Padre Celestial: Tú que Eres Infinitamente Bueno, Infinitamente Poderoso, Infinitamente Misericordioso; en el Nombre Santísimo de Jesús, te pedimos que llenes nuestro corazón de esa FE, con la que nuestra Benditísima Madre María, venció a Satanás; para que podamos ser verdaderos hijos tuyos, con humildad, mansedumbre y amor. Mensajeros de tu Amor y tu Misericordia. Gracias ABBA. Seas Bendito, Santificado y Alabado por los infinitos siglos de los siglos. Amen

PADRE NUESTRO…

DIEZ AVE MARÍA…

GLORIA…

INVOCACIÓN DE FÁTIMA…

CANTO DE ALABANZA…