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40 EXAMEN EN EL TEMPLO

40 CONOCER A DIOS, ES EMPEZAR A AMARLO

 Preparativos para la mayoría de edad de Jesús y salida de Nazaret.

Veo a María encorvada hacia un barreño de barro, mezclando algo que despide vapor en el aire frío y sereno que llena el huerto de Nazaret.

Es pleno invierno.

Lo deduzco del hecho de que, menos los olivos, todos los árboles están deshojados y exhaustos.

Arriba, un cielo tersísimo y un sol que aun siendo radiante no logra templar la tramontana que hay, que sopla y hace chocar unas con otras las desnudas ramas…

U ondular las ramitas entre grises y verdes de los olivos.

La Virgen María lleva un vestido tupido de color marrón casi negro, que la cubre enteramente.

Se ha colocado delante una tela basta, a manera de mandil, para protegerlo.

Saca de la tina el palo conque estaba removiendo el contenido.

Veo que del palo caen gotas de un bonito color bermejo.

María observa, se moja un dedo con las gotas que caen…

Y prueba el color en el mandil.

Parece satisfecha.

Entra en la casa y vuelve a salir con muchas madejas de blanquísima lana y las echa, una a una, en la tina, con paciencia y cautela.

Mientras está haciendo esto, su cuñada María de Alfeo sale del taller de José.

Se encuentran y se saludan empezando a conversar…

Maria de Alfeo pregunta:

 –    ¿Queda bien?

María responde:

–     Espero que sí.

–     Me aseguró esa gentil que se trata de la misma tinta y del mismo sistema de teñir, que utilizan en Roma.

Si me lo dio es porque se trataba de tí y por haber hecho aquellas labores.

Ella dice que no hay quien borde como tú, ni siquiera en Roma. Debes haber perdido la vista haciéndolas…

María sonríe y hace un movimiento de cabeza como diciendo:

–     ¡Son cosas sin importancia!.

La cuñada mira las últimas madejas de lana antes de pasárselas a María.

 Y exclama:

–     ¡Qué bien las has hilado!

Son hilos tan finos y uniformes que parecen cabellos. Tú todo lo haces bien…

Y ¡Qué rápida! ¿Estas últimas serán más claras?

–     Sí, para la túnica; el manto es más oscuro.

Las dos mujeres se ponen a trabajar juntas:

Primero, en la tina.

Luego sacan las madejas, ya de un lindo color purpúreo…

Y corren veloces a sumergirlas en el agua helada que llena el pilón, colocado bajo la fina vena que mana y cae…

Produciendo notas de risitas apenas perceptibles.

Aclaran una y otra vez…

Y luego extienden las madejas sobre unas cañas aseguradas a los árboles, de unas ramas a otras.

María cleofás dice:

–     Con este viento se secarán bien y rápido.  

María aconseja: 

–     Vamos donde José.

Hay lumbre. Debes estar helada.

Has sido buena conmigo ayudándome. He acabado pronto y con menos esfuerzo. Gracias.

–     ¡Oh! ¡María!

¿Qué no haría yo por tí! Estar a tu lado es motivo siempre de gozo.

Además… todo este trabajo es por Jesús. Y, ¡Es tan encantador tu Hijo!…

Ayudándote a ti para la celebración de su mayoría de edad, me parecerá sentirme yo también madre suya.

Y las dos mujeres entran en el taller, lleno de ese olor a madera cepillada que es típico de los talleres de carpintero.

Y la visión sufre una interrupción… 

Para continuar después, en el momento de la partida de Jesús para Jerusalén a los doce años.

Su figura es bellísima.

Está tan desarrollado, que parece un hermano menor de su joven Madre, pues ya le llega a María a los hombros.

Su cabeza, rubia y ensortijada, de melena hasta más abajo de las orejas, ya no tiene el pelo corto, como en los primeros años de su vida, parece un casco de oro repleto de relucientes bucles laborados.

Va vestido de rojo, un bonito rojo de rubí claro: una túnica que le llega hasta los tobillos dejando ver sólo los pies, calzados con sandalias; es una túnica suelta, de mangas largas y amplias.

En el cuello, en los bordes de las mangas y en la base, grecas tejidas con colores sobrepuestos, muy bonitas…

Veo el momento en que Jesús entra, acompañado de su Madre, en el comedor de la casa de Nazaret.

Jesús tiene doce años.

Es un muchacho alto, bien formado, fuerte, aunque no gordo.

Parece, por su complexión, más adulto de lo que realmente es.

Le llega ya a su Madre a la altura de los hombros.

Su rostro es todavía redondeado y rosado, es todavía el rostro de Jesús niño. 

Rostro que con el paso del tiempo, con la edad juvenil y viril, se alargará.

Y tomará un cromatismo indefinido, una tonalidad como la de ciertos alabastros delicados que tienden apenas al amarillo- rosa.

Sus ojos son todavía ojos de niño.

Son grandes y miran bien abiertos, con una chispa de alegría perdida en la seriedad de la mirada.

Pasado el tiempo, ya no estarán tan abiertos…

Los párpados descenderán hasta medio cerrar los ojos, para velarle al Puro y Santo, el exceso de mal que hay en el mundo.

Solamente en los momentos de los milagros…

O cuando ponga en fuga a los demonios o a la muerte, o para curar las enfermedades y los pecados…

Solamente entonces los abrirá y centellearán, aún más que ahora.

Pero, ni siquiera entonces tendrán esta chispa de alegría, mezclada con la seriedad..

La muerte y el pecado estarán cada vez más cerca y más presentes.

Y con ambos, el conocimiento, con su faceta humana de la inutilidad del sacrificio, a causa de la voluntad contraria del hombre.

Sólo en rarísimos momentos de alegría, por estar con los redimidos…

Y especialmente con los puros, generalmente niños, brillarán de júbilo estos ojos santos y buenos.

Ahora, estando con su Madre, en su casa, y con San José frente a Él, sonriéndole con amor…

Y con esos primitos suyos que le admiran.

Y con su tía, María de Alfeo, que le está acariciando, se siente feliz.

Mi Jesús tiene necesidad de amor para sentirse feliz.

Y en este momento lo tiene.

Está vestido con una túnica suelta, de lana, de color rojo rubí claro, suave.

Perfectamente tejida, fina y compacta al mismo tiempo.

En el cuello, por la parte de delante, en la base de las mangas largas y amplias, y en la base de la túnica, que llega hasta abajo dejando apenas ver los pies…

Tiene una greca, no bordada, sino tejida en un color más oscuro sobre el color rubí de la túnica.

Lleva sandalias nuevas y bien hechas — no las usuales suelas sujetas al pie con unas correas.  

Deduzco que debe ser obra de su Madre, porque la cuñada la admira y alaba.

Su bonito pelo rubio tiene ya una tonalidad más cargada que cuando era un niño pequeño, con reflejos cobrizos en los aros de los bucles que terminan bajo las orejas;

Ya no son esos ricitos cortos y vaporosos de la infancia…

Pero tampoco es la melena de la edad adulta, ondulada, que termina a la altura de los hombros en delicada forma tubular.

De todas maneras ya tiende a ésta, en color y forma. 

María levanta con su mano derecha la izquierda de Jesús…

Y dice:

– He aquí a nuestro Hijo.

Parece como si se lo quisiera presentar a todos y confirmar la paternidad del Justo, que sonríe.

Y añade:

–     Bendícelo, José, antes de partir para Jerusalén.

No fue necesaria la bendición para su inicio en la escuela, primer paso en la vida.

Hazlo ahora que Él va al Templo para ser declarado mayor de edad.

Y bendíceme también a mí. Tu bendición… (María contiene el llanto) lo fortalecerá a Él y me dará fuerza a mí para separarme de Él un poco más…

José le dice dulcemente:

–     María, Jesús será siempre tuyo.

La fórmula no lesionará nuestras mutuas relaciones. Yo no te voy a disputar a este Hijo, amado nuestro.

Ninguno merece como tú el guiarlo en la vida, ¡Oh Santa mía!

María se inclina, toma la mano de José y la besa: es la esposa,

Y ¡Qué respetuosa y amante de su consorte!

José acoge este signo de respeto y de amor con dignidad.

Más luego alza esa misma mano y la deposita sobre la cabeza de su Esposa,

diciéndole:

–     Sí.

Te bendigo, Bendita. Y a Jesús contigo.

Venid, mis únicos tesoros, honor y finalidad míos.

José se muestra solemne:

Con los brazos extendidos y las palmas vueltas hacia abajo sobre las dos cabezas inclinadas, igualmente rubias y santas.

Pronuncia la bendición:

«El Señor os guarde y os bendiga, tenga misericordia de vosotros y os dé paz. El Señor os dé su bendición».

Y luego dice:

–     En marcha.

La hora es propicia para el viaje.

María coge un manto amplio, de color granate oscuro y en elegantes pliegues lo dispone sobre el cuerpo de su Hijo.

¡Y cómo lo acaricia al hacerlo!

Salen.

Cierran.

Se ponen en marcha.

Otros peregrinos van en la misma dirección.

Fuera del pueblo, las mujeres se separan de los hombres.

Los niños van con quien quieren.

Jesús se queda con su Madre.

Los peregrinos caminan, la mayoría entonando salmos, por las campiñas llenas de hermosura en el más jubiloso tiempo de primavera.

Frescos prados, tiernos cereales, frescos follajes en los árboles hace poco florecidos. 

Hombres cantando por los campos y por los caminos, cantos de pájaros en celo entre las frondas.

Límpidos arroyos, espejo de las flores de las orillas; corderitos saltarines al lado de sus madres…

Paz y alegría bajo el más hermoso cielo de abril.

La visión cesa así.

14 LLEGADA A NAZARETH

14 CONOCER A DIOS, ES EMPEZAR A AMARLO

Los Esposos llegan a Nazaret.

El más azul de los cielos de un apacible febrero se extiende sobre las colinas de Galilea.

Las suaves colinas que no he visto nunca en este ciclo de la Virgen niña, y que me son ya tan familiares al ojo como si hubiera nacido entre ellas.

La calzada principal, refrescada por lluvia reciente, caída quizás la noche anterior, no tiene polvo, mas tampoco barro.

Presenta aspecto compacto y limpio, como si fuera una calle de ciudad, y avanza, sinuosa, entre dos hileras de espino albar en flor: una nevada con sabor amargoso y a bosque,

interrumpida una y otra vez por las monstruosas aglomeraciones de los cactus, con sus hojas carnosas en forma de paleta, erizadas de pinchos y decoradas con los enormes granates de sus originales frutos,

crecidos sin tallo sobre las hojas, las cuales, por su color y forma, evocan siempre en mí profundidades marinas y bosques de corales y medusas, u otros animales de los mares profundos.

Las hileras de espino sirven como cercas de las propiedades privadas, por lo cual se extienden en todas las direcciones formando un caprichoso trazado geométrico de curvas y de ángulos,

de rombos, cuadrados, semicírculos, triángulos con las más inverosímiles formas agudas u obtusas; es un trazado enteramente asperjado de blanco: como una cinta llena de fantasía que hubieran extendido así,

por diversión, a lo largo de los campos; sobre ella vuelan, pían, cantan, a centenares, pajaritos de toda especie, sintiendo la alegría del amor y dedicados a rehacer sus nidos.

Al otro lado de las hileras de espino están los campos, con los trigos todavía verdes, pero aquí ya más altos que en los campos de Judea, y prados llenos de flores,

y en ellos — como contrapunto de las ligeras nubecillas del cielo, que el ocaso tiñe de rosa o de un lila tenue o violeta o de un opalino colorado de azul o de un naranja-coral —, a centenares,

las nubes vegetales de los árboles frutales, blancas, rosadas, rojas, en todas las tonalidades del blanco, rosa y rojo.

Con el suave viento de la tarde, caen revoloteando de los árboles florecidos los primeros pétalos: parecen bandadas de mariposas buscando polen en las flores del campo.

Entre árbol y árbol, festones de vid aún desnuda: sólo en la parte alta de los festones, en la parte donde más da el sol, las primeras hojitas se abren, inocentes, extrañadas, palpitantes.

El Sol se pone, sereno, en el cielo — ¡qué apacible con ese azul suyo que la luz hace aún más claro! — y a lo lejos titilan, reflejándolo, las nieves del Hermón y de otras cumbres lejanas.

Un carro avanza por la calzada, el carro que lleva a José y a María y a los primos de Ella; el viaje está tocando a su fin.

María mira con el ojo ansioso de quien quiere conocer, o mejor, reconocer, aquello que ya un día vio, pero no lo recuerda,

y sonríe cuando una sombra de recuerdo vuelve y se posa, como una luz, en esta o aquella cosa, en este o aquel punto.

Isabel le ayuda a recordar, y también Zacarías y José, señalando esta o aquella cumbre, esta o aquella casa. Casas, sí.

Porque Nazaret ya aparece extendida sobre la ondulación de su colina.

Recibiendo por la izquierda el Sol ya ocultándose, muestra, con pinceladas de rosa, el color blanco de sus casitas, anchas y bajas, culminadas por una terraza.

Algunas de ellas, al darles el sol de lleno, parecen, de lo rojas que se han puesto las fachadas, estar al lado de un fuego.

Y el sol enciende también el agua de los bajos pozos, que no tienen casi brocal, de donde suben, chirriando, los cubos para la casa o los odres para la huerta.

Niños y mujeres se acercan al borde de la calzada, queriendo ver el interior del carro, y saludan a José, que es muy conocido en el lugar. 

Pero luego se muestran titubeantes y tímidos ante las otras tres personas. Sin embargo, dentro ya de la pequeña ciudad, no hay titubeos ni temor.

Mucha, mucha gente de todas las edades está a la entrada del pueblo bajo un rústico arco hecho con flores y ramas,

y nada más que el carro aparece por detrás del recodo de la última casa de campo, que está colocada oblicuamente,  se produce un verdadero gorjeo de voces agudas y un agitarse de ramas y flores.

Son las mujeres, las chiquillas y los niños de Nazaret que saludan a la novia. Los hombres, más contenidos, están detrás de este seto agitado y gorjeante, y saludan con gravedad.

María, ahora que la cortina ha sido quitada, dejando al descubierto el carro — lo habían hecho ya antes de llegar al pueblo, porque el sol ya no molestaba, y para permitirle a María el ver bien su tierra natal — aparece en su belleza de flor.

Blanca y rubia como un ángel, sonríe con bondad a los niños, que le echan flores y besos, a las jóvenes de su edad, que la llaman por el nombre, a las mujeres casadas, a las madres, a las ancianas, que la bendicen con sus voces cantadoras.

Inclina su cabeza ante los hombres, y especialmente ante uno de ellos, que quizás es el rabino o la personalidad principal del pueblo.

El carro prosigue por la calle principal a paso lento, seguido de la muchedumbre por un buen trecho, muchedumbre para la que esta llegada es un acontecimiento.

–     Esa es tu casa, María- dice José señalando con el látigo una casita que está justo en la base de una ondulación de la colina,

y que tiene en la parte de atrás un hermoso y amplio huerto, exuberante, que termina en un pequeño olivar. Más allá, la consabida cerca de espino albar y cácteas señala el límite de la propiedad.

Las tierras, que fueron de Joaquín, están al otro lado…  

Zacarías dice:

–     Te ha quedado poco, ¿Ves?

La enfermedad de tu padre fue larga y económicamente cara. Y caros fueron también los gastos para reparar el daño que hizo Roma. ¿Lo ves?

La calle le ha cortado a la casa sus tres principales habitaciones. Se ha quedado más pequeña. Para ampliarla sin gastos excesivos, se cogió una parte del monte que forma una gruta;

Joaquín tenía en ese lugar las provisiones y Ana sus telares. Haz con esto lo que creas más oportuno.

María dice:

–     ¡Que sea poco no importa!

Siempre me será suficiente. Me pondré a trabajar… 

José interviene:

–     No, María.

Yo seré quien trabaje. Tú sólo tejerás y coserás las cosas de la casa. Soy joven y fuerte y soy tu esposo. No me atormentes viéndote trabajar.

–     Haré como tú quieras.

– Sí, en esto yo quiero.

Para todas las demás cosas tu deseo es ley, pero en esto no.

Ya han llegado. El carro se detiene.

Dos mujeres y dos hombres, respectivamente de unos cuarenta y cincuenta años, están a la puerta, y muchos niños y jovencitos están con ellos.

El hombre más anciano dice:

–     Dios te dé paz, María.

Una de las mujeres se acerca a María, la abraza y la besa.

José dice:

–     Es mi hermano Alfeo, y María, su mujer, y éstos son sus hijos.

Han venido expresamente para recibirte y felicitarte y decirte que su casa es tuya, si así lo deseas.  

María de Alfeo dice:

 –     Sí, ven, María, si te resulta penoso vivir sola.

El campo es bonito en primavera y nuestra casa está en medio de campos floridos. Tú serás su más hermosa flor.  

María contesta:

–      Gracias, María.

Yo iría con mucho gusto, y alguna vez iré; iré, sin duda, para la boda… Pero, deseo vivamente ver, reconocer mi casa. La dejé siendo muy pequeña y se me ha desdibujado su imagen…

Ahora esta imagen la encuentro de nuevo… y me parece como si encontrara de nuevo a mi madre perdida, a mi padre amado, el eco de las palabras de ellos… y el aroma de su último respiro.

Siento como si ya no fuera huérfana, porque me abrazan de nuevo estas paredes… Compréndeme, María –

Aparece un poco el llanto en la voz de María, y también en sus pestañas.

María de Alfeo responde:

–     Querida mía, como tú quieras.

Quiero que me sientas hermana y amiga y un poco madre incluso, porque soy mucho más mayor que tú.

La otra mujer, que se ha acercado entretanto,

dice:

–     María, quiero saludarte.

Soy Lía, la amiga de tu madre. Te vi nacer. Este es Alfeo, sobrino de Alfeo y muy amigo de tu madre.

Lo que hice por tu madre, si quieres, lo haré por ti. Mira, mi casa es la que está más cerca de la tuya y tus parcelas de terreno son ahora nuestras.

Pero, si quieres venir hazlo cuando te apetezca, en cualquier momento. Abrimos un paso en el cercado y así estaremos juntas, sin dejar de estar cada una en su casa. Este es mi marido.

–     Os doy las gracias a todos y por todo;

por todo el amor que habéis tenido a los míos, y por todo el amor que me tenéis a mí. Que Dios todopoderoso os bendiga por ello.

Descargan los pesados baúles y los meten en la casa. Entran.

Reconozco ahora que es la casita de Nazaret, como será luego, durante la vida de Jesús.

José toma de la mano — un gesto habitual en él — a María, y entra así.

Pero en el umbral de la puerta le dice:

–     Ahora, aquí, en el umbral de esta puerta, quiero de ti una promesa:

Que cualquier cosa que te suceda, o cualquier cosa que necesites, tu único amigo, la única persona en quien pienses para solicitar ayuda, sea yo, y que, bajo ningún motivo, debas sufrir sola ninguna pena.

Yo estoy a tu entera disposición, y para mí será una satisfacción el hacerte feliz el camino, y, dado que la felicidad no siempre está en nuestra mano, al menos, hacértelo tranquilo y seguro.

–     Te lo prometo, José.

La siguiente cosa es abrir puertas y ventanas… El último sol entra curioso. María se ha quitado el manto y el velo.

Menos las flores de mirto, todavía va vestida como en los esponsales.

Sale al huerto, que presenta un aspecto exuberante.

Mira, sonríe, y, todavía de la mano de José, da un paseo. Se la ve como quien volviera a tomar posesión de un lugar perdido.

José le muestra el resultado de sus trabajos:

–     Mira, aquí he cavado para recoger el agua de la lluvia, porque estas cepas están siempre sedientas.

A este olivo le he vuelto a cortar las ramas más viejas para darle vigor; y he plantado estos manzanos, porque dos estaban muertos; y luego, allí he plantado unas higueras.

Cuando crezcan resguardarán a la casa del sol excesivo y de las miradas curiosas. La pérgola es la misma que había; lo único que he hecho ha sido cambiar los palos que estaban deteriorados, y también una labor de poda.

Espero que dé muchas uvas. Y aquí, mira…

– y la lleva, orgulloso, hacia el terreno en pendiente que resguarda la casa por detrás y que es límite del huerto por el lado de tramontana

–     Y aquí he excavado una pequeña gruta, y la he reforzado, y, cuando agarren estas plantas, será casi igual que la que tenías. Falta el manantial… pero, espero hacer llegar aquí desde el manantial un regatillo.

Pienso trabajar durante las largas tardes de verano cuando venga a verte…  

Alfeo dice:

–     ¿Cómo es eso?

¿No vais a celebrar la boda este verano?

–     No. María quiere tejer los paños de lana, que es lo único que le falta a su ajuar.

Y a mí eso me satisface. María es tan joven, que el esperar un año o más no es nada. Entretanto se ambienta a la casa…

–     ¡Bueno! Tú siempre has sido un poco distinto de los demás, y lo sigues siendo.

José responde con una sonrisa sutil:

–     Alegría muy esperada, alegría más intensamente gustada.

El hermano se encoge de hombros y dice:

–     ¿Y entonces?

Según tus planes, ¿Cuándo vas a pensar en la boda? 

–     Cuando María cumpla dieciséis años.

Después de la fiesta de los Tabernáculos. ¡Dulces serán las tardes de invierno para los recién casados!…

Y sigue sonriendo mirando a María: una sonrisa que conlleva un pacto secreto y delicado; de una castidad fraterna consoladora.

Luego continúa caminando y explicando:

–     Ésta es la habitación grande que había en el monte.

Si te parece bien, cuando venga, instalaré en ella mi taller. Está unida, pero no forma parte de la casa. Así no molestaré con los ruidos, o creando otros trastornos.

No obstante, si no quieres que sea así…

–     No, José; así está muy bien.

Vuelven a entrar en la casa. Encienden las lámparas.

José dice:

–     María está cansada.

Dejémosla tranquila con sus primos.

Saludos de todos los que se marchan…

José se queda todavía unos minutos y habla con Zacarías en voz baja.

Luego dice a María:

–     Tu primo te deja a Isabel durante un poco.

¿Contenta? Yo sí, porque te ayudará a… ser una perfecta ama de casa; con ella podrás colocar como quieras tus cosas y tu ajuar. Y yo vendré todas las tardes a ayudarte.

Con ella podrás conseguir lana y todo lo que necesites, y yo me encargaré de los gastos.

Acuérdate de que has prometido que recurrirías a mí para todo. Adiós, María. Duerme el primer sueño de señora en esta casa tuya, y que el ángel de Dios te lo haga sereno.

Que el Señor sea siempre contigo.

–     Adiós, José.

Queda tú también bajo las alas del ángel de Dios.

– Gracias, José, por todo.

En la medida en que pueda, te pagaré por tu amor, con el mío.

José saluda a los primos y sale.

Y con él cesa la visión.

13 LOS ESPONSALES

13 CONOCER A DIOS, ES EMPEZAR A AMARLO

Esponsales de la Virgen y José

Que fue instruido por la Sabiduría para ser custodio del Misterio.

¡Qué hermosa está María, rodeada de sus amigas y sus maestras jubilosas, vestida para los esponsales!

Entre aquéllas está también Isabel. Va toda vestida de blanquísimo lino, tan seríceo y fino que parece de preciosa seda.

Ciñe su grácil cintura un cinturón burilado de oro y plata, hecho todo de medallones unidos por delgadas cadenas, cada uno de los medallones es una filigrana engastada en la pesada plata bruñida por el tiempo.

Y quizás porque es demasiado largo para Ella, que todavía es una delicada jovencita, le pende por delante con los tres últimos medallones, cayendo entre los pliegues del vestido amplísimo, que a su vez termina en una pequeña cola debido a su largura.

Calzan sus pequeños pies, unas sandalias de piel blanquísima con hebillas de plata.

El vestido está sujeto al cuello por una cadenita de rosetas de oro y de filigrana de plata, que presentan en pequeño el mismo motivo del cinturón.

La cadenita pasa a través de los anchos ojales del amplio cuello del vestido, acortándolo, por tanto, en frunces que forman como una pequeña puntilla.

El cuello de María sobresale entre ese candor fruncido, con la gracia de un tierno tallo fajado con una gasa preciada, y así parece aún más grácil y blanco:

un tallito de azucena culminado por su rostro de lirio, el cual, por la emoción, se ve aún más pálido y más puro: un rostro de hostia purísima.

El pelo ya no le pende sobre los hombros.

Está graciosamente dispuesto en nudo de trenzas. Unas valiosas horquillas de plata bruñida, con un trabajo de filigrana que cubre enteramente la parte superior del arco, sujetan las trenzas.

El velo materno se apoya sobre ellas y desciende, formando lindos pliegues, por debajo del estrecho aro que lleva ajustado a la frente blanquísima;

desciende hasta las caderas, porque María no tiene la altura de su madre y el velo le llega más abajo de ellas, mientras que a Ana le llegaba sólo a la cintura.

No lleva anillos en las manos; en las muñecas, unas pulseras. Pero estas muñecas son tan delgadas, que las pesadas pulseras maternas se apoyan sobre el dorso de las manos y quizás, si sacudiera las manos, se caerían al suelo.

Las compañeras la miran absortas desde todos los puntos, y con maravilla. Con sus preguntas y con sus frases de admiración crean un festivo trinar de gorrioncillos.

–     ¿Son de tu madre?

–     Antiguas, ¿Verdad?

–     ¡Qué bonito, Sara, ese cinturón!

–    ¿Y este velo, Susana?

¡Mira que finura! ¡Fíjate estas azucenas tejidas en el velo!

–     ¡Déjame ver las pulseras, María!

¿Eran de tu madre?

–     Las llevó ella, pero son de la madre de Joaquín, mi padre.

–    ¡Oh, mira!

Tienen el sigilo de Salomón entrelazado con sutiles ramitas de palma y olivo, y entre ellas hay azucenas y rosas.

–     ¡Oh! ¿Quién habrá realizado un trabajo tan perfecto y minucioso?

María explica: 

–     Son de la casa de David.

Hace ya siglos que las llevan las mujeres de esta estirpe cuando se van a casar, y van pasando a las herederas.

–    ¡Ah, ya! Tú eres hija heredera…

–     ¿Te han traído todo de Nazaret?

–     No.

Cuando murió mi madre, mi prima se llevó a su casa el ajuar para conservarlo sin que se dañase. Ahora me lo ha traído.

–    ¿Dónde está?

—    ¿Dónde está?

–     Enséñanoslo a las amigas.

María no sabe qué hacer… Quisiera ser amable, pero no querría remover todas las cosas, que están ordenadas en tres pesados baúles.

Vienen en su ayuda las maestras:

–     El novio está para llegar.

No es el momento de crear confusión. Dejadla. Que la cansáis. Id a prepararos».

El hablador enjambre se aleja un poco enfadado.

María puede así gozar en paz de la compañía de sus maestras, las cuales le dirigen palabras de alabanza y bendición.

Isabel también se ha acercado, y, dado que María, emocionada, llora porque Ana de Fanuel la llama hija y la besa con un afecto verdaderamente maternal,

le dice:

–     María, tu madre no está presente, pero sí está presente.

Su espíritu se regocija junto al tuyo, y, mira, las cosas que llevas te traen de nuevo su caricia. En ellas sientes aún el sabor de sus besos. Un día ya lejano, el día en que viniste al Templo, me dijo:

“Le he preparado los vestidos y el ajuar para cuando se case, porque quiero ser yo la que le haya hilado las telas y le haya hecho los vestidos, para no estar ausente en el día de su alegría”.

Mira, al final, cuando yo la asistía, ella quería todas las noches acariciar tus primeros vestidos y este que llevas ahora,

y decía: “Aquí siento el olor de jazmín de mi pequeñuela, aquí quiero que Ella sienta el beso de su mamá”. ¡Cuántos besos dio a este velo que cubre tu frente! ¡Más besos que hilos tiene!…

Y, cuando uses estas telas hiladas por ella, piensa que más que la estambre los ha hecho el amor de tu madre.

Y estas joyas… Tu padre las salvó para ti incluso en los momentos difíciles, para que te embellecieran, como corresponde a una princesa de David, en este momento.

Alégrate, María. No estás huérfana; los tuyos están contigo, y quien va a ser tu marido es tan perfecto, que es para ti padre y madre…

María exclama:

–     ¡Oh, sí!

¡Eso es verdad! No puedo quejarme de él, ciertamente. En menos de dos meses ha venido dos veces, y hoy viene por tercera vez, desafiando a las lluvias y al tiempo ventoso, declarándose sujeto a mí…

Fíjate: ¡sujeto a mí! ¡Yo, que soy una pobre mujer, y mucho más joven que él! Y no me ha negado nada. Es más, ni siquiera espera a que yo pida. Parece como si un ángel le dijera lo que deseo…

Y me lo dice él antes de que yo hable. La última vez me dijo: “María, creo que preferirás estar en tu casa paterna. Dado que eres hija heredera, lo puedes hacer, si lo ves oportuno.

Yo iré a tu casa. Solamente para observar el rito, tú vas durante una semana a casa de Alfeo, mi hermano. María te quiere ya mucho. De allí partirá la tarde de la boda el cortejo que te llevará a casa”.

¿No es amable por su parte? No le ha importado ni siquiera el dar pie a la gente para decir que él no tiene una casa que me guste… A mí me hubiera gustado en todo caso, por estar él, que es tan bueno, en ella.

Pero sin duda prefiero la mía… por los recuerdos… ¡Oh, José es bueno!

–    ¿Qué dijo del voto?

Todavía no me has comentado nada.

–     No puso ninguna objeción.

Es más, conocidas las razones del mismo, dijo: “Uniré mi sacrificio al tuyo”.

Ana de Fanuel dice:

–     Es un joven santo!

El “joven santo” entra en este momento, acompañado de Zacarías.

Su figura es, literalmente hablando, espléndida.

Todo de amarillo oro, parece un soberano oriental. Bolsa y puñal penden de un espléndido cinturón: aquélla, de tafilete bordado en oro; el puñal, en una vaina con guarniciones bordadas en oro, también de tafilete.

Cubre su cabeza un turbante, la típica faja de tela como la llevan todavía ciertos pueblos de África, los beduinos por ejemplo; lo sujeta en torno un valioso arito de oro, delgado, que ciñe unos ramitos de mirto.

Viste majestuosamente un manto completamente nuevo con muchas franjas. Está radiante de alegría. En las manos lleva unos ramitos de mirto en flor.

Saluda diciendo:

–    ¡A ti la paz, mi prometida!

Paz a todos.

Recibido el saludo de respuesta, dice:

–     Vi tu alegría el día en que te di la ramita de tu huerto.

He pensado traerte este mirto que procede de la gruta que tanto estimas. Quería haberte traído las rosas que están enfrente de tu casa, las primeras que están floreciendo ahora; pero las rosas no duran varios días de viaje…

Habría llegado trayendo sólo espinas, y yo a ti, dilecta mía, te quiero ofrecer sólo rosas,

y quiero sembrar tu camino de flores blandas y perfumadas, para que apoyes tu pie sobre ellas y no encuentres ni inmundicias ni asperezas.  

María responde:

–     ¡Oh, gracias, hombre de corazón bueno!

¿Cómo has logrado que llegara fresco?.

–     He atado a la silla un recipiente y he metido dentro estas ramitas con las flores todavía en capullo. Durante el viaje han florecido.

Tómalas, María. Que tu frente se enguirnalde de pureza, símbolo de la mujer prometida; aunque siempre será mucho menor que la pureza que hay en tu corazón.

Isabel y las maestras engalanan a María con la florida guirnaldita que se forma al fijar en el precioso aro los ramitos cándidos del mirto, e intercalan unas pequeñas, cándidas rosas, que había en un jarrón encima de un arca.

María hace ademán de coger su amplio manto cándido para colocárselo prendido a los hombros. Pero su prometido le precede en el gesto y le ayuda a fijar con dos hebillas de plata, en los hombros, este amplio manto suyo.

Las maestras disponen los pliegues con amor y gracia. Todo está preparado. Mientras esperan a no sé qué, José dice, lo dice apartándose un poco con María:

–     He pensado este tiempo en tu voto.

Ya te dije que lo comparto. Pero, cuanto más pienso en ello, más me doy cuenta de que no es suficiente el nazireato temporal, aunque se vaya renovando.

Yo te he comprendido, María. No merezco todavía la palabra de la Luz, pero sí me llega un murmullo de su voz, y ello me pone en condiciones de leer tu secreto, al menos en sus líneas maestras.

Soy un pobre ignorante, María. Soy un pobre obrero. Ni sé de letras ni tengo tesoros, mas a tus pies pongo mi tesoro, para siempre.

Mi castidad absoluta, para ser digno de estar a tu lado, Virgen de Dios, “hermana mía, novia, cerrado huerto, fuente sellada”, como dice el Antepasado nuestro, que quizás escribió el Cantar viéndote a ti…

Yo seré el guardián de este huerto de perfumes en que se dan las más preciadas frutas, donde mana una vena de agua viva con ímpetu suave:

¡Tu dulzura, prometida mía, que con tu candor — ¡oh, llena de hermosura! — me has conquistado el espíritu! ¡Oh, tú, más hermosa que una aurora; Sol, que resplandeces porque te resplandece el corazón;

¡Oh, toda amor para con tu Dios y para con el mundo al que quieres dar el Salvador con tu sacrificio de mujer! ¡Ven, mi amada!

Y coge delicadamente su mano para guiarla hacia la puerta.

Los siguen todos los demás.

Afuera se añaden las joviales compañeras, enteramente de blanco todas ellas y con velos.

Van por patios y pórticos, entre la muchedumbre observadora, hasta llegar a un punto que ya no pertenece al Templo;

parece, más bien, una sala dada para el culto, como se deduce de la existencia en ella de lámparas y rollos de pergaminos como en las sinagogas.

Los novios caminan hasta llegar frente a un alto atril (casi una cátedra), y esperan.

Los demás, perfectamente en orden, se ponen detrás de ellos.

Otros sacerdotes y gente simplemente curiosa se agolpan en el fondo de la sala.

Entra, solemne, el Sumo Sacerdote.

Rumor de los curiosos:

–    ¿Es él el que los casa?

–     Sí, porque es de casta real y sacerdotal.

La novia es flor de David y Aarón, y virgen del Templo; el novio, de la tribu de David.

El Pontífice pone la mano derecha de la novia en la del novio y los bendice solemnemente:

–     El Dios de Abraham, Isaac y Jacob esté con vosotros.

Que El os una y se cumpla en vosotros su bendición, dándoos su paz y una numerosa descendencia con larga vida y muerte beata en el seno de Abraham.

Luego se retira, solemne como había entrado.

Se lleva a cabo la promesa recíproca. María es la prometida-esposa de José.

Todos salen y, en perfecto orden, van a una sala, en la cual se redacta el contrato de matrimonio, donde se dice que María, hija heredera de Joaquín de David y Ana de Aarón,

da como dote a su prometido-esposo su casa y bienes anejos y su ajuar personal así como cualquier otro bien heredado de su padre.

Todo queda cumplido. Los esposos salen al patio, lo atraviesan, van hacia la salida, que está cerca de la sección de las mujeres dedicadas al Templo.

Los está esperando un carro cómodo y voluminoso. Va provisto de una cortina protectora. En él ya están colocados los pesados baúles de María.

Despedidas, besos y lágrimas, bendiciones, consejos, recomendaciones…

María sube con Isabel y se pone en el interior del carro; en la parte de delante se ponen José y Zacarías.

Se han quitado los mantos de fiesta y se han envuelto en unas capas oscuras.

El carro se pone en marcha, al trote pesado de un caballo oscuro.

Los muros del Templo se alejan, y luego los de la ciudad.

Ya se ve el campo, nuevo, fresco, florido bajo los primeros soles de la primavera, con los trigos ya levantados  un buen palmo del suelo,

que parecen esmeraldas transformadas en hojitas ondulantes bajo una brisa ligera con sabor a flores de melocotonero y manzano, con sabor a tréboles en flor y a hierbabuenas silvestres.

María llora en voz baja, al amparo de su velo, y, de vez en cuando, corre un poco la cortina y mira una vez más al Templo lejano, a la ciudad dejada…

La visión cesa así.

Dice Jesús:

–     ¿Qué dice el libro de la Sabiduría al cantar sus alabanzas?:

“En la sabiduría está presente, efectivamente, el espíritu de inteligencia, santo, único, múltiple, sutil”.

Y continúa enumerando sus dotes, para terminar el período con estas palabras: “… que todo lo puede, todo lo prevé; que comprende a todos los espíritus, inteligente, puro, sutil.

La sabiduría penetra con su pureza, es vapor de la virtud de Dios… por ello en ella no hay nada impuro… imagen de la bondad de Dios.

Es única y, no obstante, lo puede todo; es inmutable y da vida nueva a todas las cosas; se comunica a las almas santas; forma a los amigos de Dios y a los profetas”.

Ya has visto cómo José, no por cultura humana, sino por instrucción sobrenatural, sabe leer en el libro sellado de la Virgen sin mancha;

y cómo se acerca extremamente a las verdades proféticas con ese su “ver”  un misterio sobrehumano donde los demás veían únicamente una gran virtud.

Impregnado de esta sabiduría, que es vapor de la virtud de Dios y emanación cierta del Omnipotente, se conduce con espíritu seguro por el mar de este misterio de gracia que es María,

se armoniza con Ella con espirituales contactos — en que se hablan, más que los labios, los dos espíritus en el sagrado silencio de las almas — donde sólo Dios oye voces que perciben también los que le son gratos por servirle con fidelidad y por estar llenos de Él.

La sabiduría del Justo, que aumenta por la unión con la Toda Gracia y por la cercanía a Ella, le prepara a penetrar en los secretos más altos de Dios y a poderlos tutelar y defender de insidias humanas y demoníacas.

Y contemporáneamente lo va renovando. Del justo hace un santo; del santo, el custodio de la Esposa y del Hijo de Dios. Sin quitar el sello de Dios, él, el casto, que ahora lleva su castidad a heroísmo angélico,

puede leer la palabra de fuego escrita sobre el diamante virginal por el dedo de Dios, y en él lee aquello que su prudencia no dice, y que es mucho más grande que lo que leyó Moisés en las tablas de piedra.

Y a fin de que ningún ojo profano alcance este Misterio, él se pone, como sello sobre el sello, como arcángel de fuego, a la entrada del Paraíso, dentro del cual el Eterno encuentra sus delicias

“paseando al fresco del atardecer” y hablando con Aquella que es su amor, bosque de azucena en flor, aura perfumada de aromas, viento suave de frescura matutina, hermosa estrella, delicia de Dios.

La nueva Eva está allí, en su presencia. No es hueso de sus huesos ni carne de su carne; sí, compañera de su vida, Arca viva de Dios.

Él la recibe para tutelarla, y a Dios debe restituírsela, pura como la ha recibido.  “Desposada con Dios” estaba escrito en ese libro místico de inmaculadas páginas…

Y cuando la duda, sibilante, en la hora de la prueba, le sugirió su tormento, él, como hombre y como siervo de Dios, sufrió, como ninguno, por causa del temido sacrilegio. 

Pero ésta fue la prueba futura. Ahora, en este tiempo de gracia, él ve y se pone a sí mismo al servicio más auténtico de Dios.  

Luego vendrá la tempestad de la prueba, como para todos los santos, para ser probados y venir así a ser ayudantes de Dios.

¿Qué se lee en el Levítico? “Di a Aarón, tu hermano, que no entre en cualquier tiempo en el santuario que está detrás del Velo, ante el Propiciatorio que cubre al Arca, para no morir

— pues Yo apareceré en la nube sobre el oráculo —, si no hace antes estas cosas: ofrecerá un novillo por el pecado y un carnero como holocausto; llevará la túnica de lino y con calzones de lino cubrirá su desnudez”.

Y verdaderamente José entra, cuando Dios quiere y cuanto Dios quiere, en el santuario de Dios; y traspasa el velo que cela el Arca sobre la cual está suspendido el Espíritu de Dios;

y se ofrece a sí mismo y ofrecerá al Cordero, holocausto por el pecado del mundo, expiación de tal pecado?

Y esto lo hace, vestido de lino, mortificados los miembros viriles para abolir su sensualidad, la cual, una vez, al inicio de los tiempos, triunfó, lesionando el derecho de Dios sobre el hombre;

mas ahora será conculcada en el Hijo, en la Madre y en el padre adoptivo, para restituir a los hombres a la Gracia y devolverle a Dios su derecho sobre el hombre.

Esto lo hace con su castidad perpetua. ¿No estaba José en el Gólgota? ¿Os parece que no está en el número de los corredentores? En verdad os digo que fue el primero de ellos,

y que grande es, por tanto, ante los ojos de Dios. Grande por el sacrificio, la paciencia, la constancia y la fe.

¿Qué fe será mayor que ésta, que creyó sin haber visto los milagros del Mesías?

Sea alabado mi padre adoptivo, ejemplo para vosotros de aquello que en vosotros más falta: pureza, fidelidad y perfecto amor.

Gloria al magnífico lector del Libro sellado, que fue instruido por la Sabiduría para saber comprender los misterios de la Gracia

y que fue elegido para tutelar la Salvación del mundo contra las insidias de todos los enemigos.

UNA ESTIRPE DIVINA 1

Diciembre 21 2020

 Dios quiso un Seno sin mancha

Dice Jesús:

La pureza tiene un valor tal, que un seno de criatura pudo contener al Incontenible, porque poseía la máxima pureza posible en una criatura de Dios.

La Santísima Trinidad descendió con sus perfecciones, habitó con sus Tres Personas, cerró su Infinito en pequeño espacio, no por ello se hizo menor,

porque el amor de la Virgen y la voluntad de Dios, dilataron este espacio hasta hacer de él un Cielo.

Y se manifestó con sus características:

El Padre, siendo Creador nuevamente de la Criatura como en el sexto día y teniendo una “hija” verdadera, digna, a su perfecta semejanza.

La impronta de Dios estaba estampada en María tan nítidamente, que sólo en el Primogénito del Padre era superior.

María puede ser llamada la “segundogénita” del Padre,

Porque, por perfección dada y sabida conservar, y por dignidad de Esposa y Madre de Dios y de Reina del Cielo,

viene segunda después del Hijo del Padre y segunda en su eterno Pensamiento, que ab aeterno en Ella se complació.

El Hijo, siendo también para Ella “el Hijo” enseñándole, por misterio de gracia, su verdad y sabiduría cuando aún era sólo un Embrión que crecía en su seno.

El Espíritu Santo, apareciendo entre los hombres por un anticipado Pentecostés, por un prolongado Pentecostés,

Amor en “Aquella que amó”, Consuelo para los hombres por el Fruto de su seno, Santificación por la maternidad del Santo.

Dios, para manifestarse a los hombres en la forma nueva y completa que abre la Era de la Redención,

NO eligió como trono suyo un astro del cielo, ni el palacio de un grande.

No quiso tampoco las alas de los ángeles como base para su pie.

Quiso un seno sin mancha.

Eva también había sido creada sin mancha.,

Mas, espontáneamente, quiso corromperse.

María, que vivió en un mundo corrompido – Eva estaba, por el contrario, en un mundo puro – NO QUISO lesionar su candor ni siquiera con un pensamiento vuelto hacia el pecado.

Conoció la existencia del pecado y vio de él sus distintas y horribles manifestaciones.

Las vio todas, incluso la más horrenda: el Deicidio. 

Pero las conoció para expiarlas y para ser eternamente,

Aquella que tiene piedad de los pecadores y ruega por su redención.

Este pensamiento será introducción a otras santas cosas que daré para consuelo tuyo y de muchos.

 Joaquín y Ana hacen voto al Señor

En una habitación llena de claridad, en el interior de una casa… 

Sentada a un telar hay una mujer ya de cierta edad.

Viéndola con su pelo ahora entrecano, antes ciertamente negro, y su rostro sin arrugas; pero lleno de esa seriedad que viene con los años,

Parece tener alrededor de cincuenta y cinco años, no más, con una madurez de sufrimiento en su mirada.

La luz penetra por la puerta, abierta de par en par, que da a un espacioso huerto – jardín.

Parece ser  una pequeña finca campirana, porque se prolonga onduladamente sobre un suave columpiarse de verdes pendientes.

Ella es hermosa, de rasgos hebreos.  Sus ojos negros y profundos, con  una gallardía de reina, son dulces, como si su centelleo de águila estuviera velado de azul. 

Ojos dulces, con un trazo de tristeza, como de quien pensara nostálgicamente en cosas perdidas.

El color del rostro es moreno muy claro.

La boca, ligeramente ancha, está bien proporcionada, detenida en un gesto austero pero no duro. La nariz es larga y delgada, ligeramente combada hacia abajo, con una nariz aguileña que va bien con esos ojos.

Es fuerte, mas no obesa. Bien proporcionada. A juzgar por su estatura estando sentada, parece que es muy alta.

 Está tejiendo una cortina o una alfombra. Las canillas multicolores recorren rápidas, la trama marrón oscura.

Lo ya hecho muestra una vaga entretejedura de grecas y flores en que el verde, el amarillo, el rojo y el azul oscuro se intersecan y funden como en un mosaico.

La mujer lleva un vestido sencillísimo y muy oscuro: un morado – rojo que parece copiado de ciertas trinitarias.

Oye llamar a la puerta y se levanta. Es alta realmente. Abre.

Una mujer le dice:

–     Ana, ¿Me dejas tu ánfora? Te la lleno.

La mujer trae consigo a un chicuelo de cinco años, que se agarra inmediatamente al vestido de Ana.

Ésta le acaricia mientras se dirige hacia otra habitación, de donde vuelve con una bonita ánfora de cobre. Se la da a la mujer,

Diciendo:

–     Tú siempre eres buena con la vieja Ana.

Dios te lo pague, en éste y en los otros hijos que tienes y que tendrás. ¡Dichosa tú!.

Ana suspira. La mujer la mira y no sabe qué decir ante ese suspiro. Para apartar la pena, que se ve que existe,

dice:

–     Te dejo a Alfeo, si no te causa molestias; así podré ir más deprisa y llenarte muchos cántaros.  

 

Alfeo está muy contento de quedarse y se ve el porqué una vez que se ha ido la madre:

Ana le coge en brazos y lo lleva al huerto, lo eleva hasta una pérgola de uva de color oro como el topacio y dice:

–     Come, come, que es buena» 

Y le besa en la carita embadurnada del zumo de las uvas que está desgranando ávidamente.

Luego, cuando el niño, mirándola con dos ojazos de un gris azul oscuro muy abiertos,

dice:

–     ¿Y ahora qué me das?

Ella se echa a reír con ganas y al punto, parece más joven, borrados los años por la bonita dentadura y el gozo que llena su rostro.

Y ríe y juega, metiendo su cabeza entre las rodillas,

y diciendo:

–     ¿Qué me das si te doy… si te doy?… ¡Adivina!

Y el niño, palmoteando todo sonriente,

dice:

–     ¡Besos, te doy besos, Ana guapa, Ana buena, Ana mamá!….

Ana, al sentirse llamar “Ana mamá”, emite un grito de afecto jubiloso y abraza estrechamente al pequeñuelo,

diciendo:

–     ¡0h, tesoro! ¡Amor! ¡Amor! ¡Amor!

Y por cada “amor” un beso va a posarse sobre las mejillitas rosadas.

Luego van a un bazar y de un plato bajan tortitas de miel.  

Mientras ella dice:

–     Las he hecho para ti, hermosura de la pobre Ana, para ti que me quieres.

Dime, ¿Cuánto me quieres?

Y el niño, pensando en la cosa que más le ha impresionado,

dice:

–     Como al Templo del Señor.

le da más besos: en los ojitos avispados, en la boquita roja.

Y el niño se restriega contra ella como un gatito.

La madre va y viene con un jarro colmado y ríe sin decir nada.

Les deja con sus efusiones de afecto.

Entra en el huerto un hombre anciano, un poco más bajo que Ana, de tupida cabellera completamente cana, rostro claro, barba cortada en cuadrado, dos ojos azules como turquesas, entre pestañas de un castaño claro casi rubio.

Está vestido de un marrón oscuro.

Ana no lo ve porque da la espalda a la puerta.

El hombre se acerca a ella por detrás diciendo:

–     ¿Y a mí nada?

Ana se vuelve y dice:

–    ¡Oh, Joaquín!

¿Has terminado tu trabajo?

Mientras tanto el pequeño Alfeo ha corrido a sus rodillas,

diciendo:

–      También a ti, también a ti.

Y cuando el anciano se agacha y le besa, el niño se le ciñe estrechamente al cuello despeinándole la barba con las manitas y los besos.

También Joaquín trae su regalo: saca de detrás la mano izquierda y presenta una manzana tan hermosa que parece de cerámica.

Y sonriendo, al niño que tiende ávidamente sus manecitas,

le dice:

–     Espera, que te la parto en trozos.

Así no puedes. Es más grande que tú.

Y con un pequeño cuchillo que tiene en el cinturón (un cuchillo de podador) parte la manzana en rodajas, que divide a su vez en otras más delgadas.

Y parece como si estuviera dando de comer en la boca a un pajarillo que no ha dejado todavía el nido, por el gran cuidado con que mete los trozos de manzana en esa boquita que muele incesantemente. 

Ana dice:

–    ¡Te has fijado qué ojos, Joaquín!

¿No parecen dos porcioncitas del Mar de Galilea cuando el viento de la tarde empuja un velo de nubes bajo el cielo

Ana ha hablado teniendo apoyada una mano en el hombro de su marido y apoyándose a su vez ligeramente en ella:

gesto éste que revela un profundo amor de esposa, un amor intacto tras muchos años de vínculo conyugal

Joaquín la mira con amor,

y asiente diciendo:

–    ¡Bellísimos!

¿Y esos ricitos? ¿No tienen el color de la mies secada por el sol?

Mira, en su interior hay mezcla de oro y cobre. -¡Ah, si hubiéramos tenido un hijo, lo habría querido así, con estos ojos y este pelo!…. –

Ana se arrodillado.

Y con un fuerte suspiro, besa esos dos ojazos azul – grises.

Joaquín también suspira. 

Y queriéndola consolar, le pone la mano sobre el pelo rizado y canoso,

y le dice:

–     Todavía hay que esperar.

Dios todo lo puede. Mientras se vive, el milagro puede producirse, especialmente cuando se le ama y cuando nos amamos».

Joaquín recalca mucho estas últimas palabras.

Mas Ana guarda silencio, descorazonada, con la cabeza agachada…  

para que no se vean dos lágrimas que están deslizándose y que advierte sólo el pequeño Alfeo…

El cual, asombrado y apenado de que su gran amiga llore como hace él alguna vez, levanta la manita y enjuga su llanto. 

Joaquín, rápidamente agrega:

–     ¡No llores, Ana!

Somos felices de todas formas. Yo por lo menos lo soy, porque te tengo a ti. 

Ella contesta desconsolada:

–     Yo también por ti.

Pero no te he dado un hijo… Pienso que de alguna forma he entristecido al Señor, porque ha hecho infecundas mis entrañas…

–     ¡Oh, esposa mía!

¿En qué crees tú, santa, que has podido entristecerlo?

Mira, vamos una vez más al Templo y por esto, no sólo por los Tabernáculos, hacemos una larga oración…

Quizás te suceda como a Sara… o como a Ana de Elcana: esperaron mucho y se creían reprobadas por ser estériles.

Y sin embargo, en el Cielo de Dios, estaba madurando para ellas un hijo santo.

Sonríe, esposa mía. Tu llanto significa para mí más dolor que el no tener prole…

Llevaremos a Alfeo con nosotros. Le diremos que rece. Él es inocente… Dios tomará juntas nuestra oración y la suya y se mostrará propicio. 

–     Sí. Hagamos un voto al Señor.

Suyo será el hijo; si es que nos lo concede… ¡Oh, sentirme llamar “mamá”!.

Y Alfeo, espectador asombrado e inocente,

dice:

–     ¡Yo te llamo “mamá”!.

–     Sí, tesoro amado… pero tú ya tienes mamá.

Y yo… yo no tengo niño….