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12.- LA ASCENSIÓN

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Es una esplendorosa mañana en el Getsemaní. Los pétalos de las flores y las hojas de los olivos, todavía conservan el rocío matinal.

Jesús dice:

–           Ahora vamos a darnos el beso de despedida, amigos míos queridísimos.

Se pone en pie para abrazarlos.

Todos hacen lo mismo.

Pero mientras que Jesús tiene una sonrisa pacífica de una hermosura totalmente  divina, ellos lloran llenos de turbación…

Juan, echándose sobre el pecho de Jesús, en medio de los fuertes espasmos a causa de los sollozos que le rompen el pecho de tan lacerantes como son; solicita por todos, intuyendo el deseo de todos…

Juan suplica sollozando:

–           ¡Danos al menos tu Pan! ¡Haz que nos fortalezca en este momento!

Jesús le responde:

–           ¡Así sea!

Entonces toma un pan, lo ofrece, lo bendice y  repite las palabras rituales. Y lo mismo hace con el vino, repitiendo después:

–           Haced esto en memoria mía – añadiendo: -De mí que os he dejado esta prenda de mi amor para seguir estando y estar siempre con vosotros hasta que vosotros estéis conmigo en el Cielo.

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Los bendice y dice:

–          Y ahora vamos.

Salen de la habitación, de la casa…

Jonás, María y Marcos están afuera. Se arrodillan y adoran a Jesús.

Jesús les dice:

–           La paz permanezca con vosotros, y el Señor os compense de todo lo que me habéis dado – dice Jesús bendiciéndolos al pasar.

Marcos se levanta y dice:

–           Señor, los olivares que hay a lo largo del camino de Betania están llenos de discípulos que te esperan.

Jesús ordena:

–           Ve a decirles que se dirijan al Campo de los Galileos.

Marcos se echa a correr con toda la velocidad de sus jóvenes piernas.

Los apóstoles dicen entre sí:

–          Entonces, han venido todos.

Más allá, sentada entre Marziam y María Cleofás, está la Madre del Señor. Y viéndolo acercarse se levanta y lo adora con todo el impulso de su corazón de madre y de fiel.

Jesús las invita:

–           Ven Madre y también tú, María…

Ellas están paralizadas por la majestad resplandeciente que emana de Él, como en la mañana de la Resurrección.

Jesús no quiere apabullar con esta majestad suya así que, afablemente pregunta a María de Alfeo:

–           ¿Estás sola?

–           Las otras… las otras están adelante… con los pastores y… con Lázaro y toda su familia… Pero nos han dejado a nosotras aquí, porque… ¡Oh, Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!… ¿Cómo soportaré el no verte Jesús bendito, Dios mío; yo que te quise incluso antes de que nacieras y que tanto lloré por ti cuando no sabía dónde estabas después de la matanza…?

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¿Yo que tenía mi sol y todo, todo mi bien en tu sonrisa desde que volviste?… ¡Oh, cuánto bien! ¡Cuánto bien me has dado!… ¡Ahora sí que voy a ser verdaderamente pobre, viuda, ahora sí que voy a estar verdaderamente sola!…

¡Estando Tú, teníamos todo!… Aquella tarde creí conocer todo el dolor… Pero el propio dolor, todo aquel dolor de aquel día me había ofuscado y… sí, era menos fuerte que ahora… Y además… estaba el hecho de que ibas a resucitar. Me parecía no creerlo, pero ahora me doy cuenta de que sí lo creía, porque no sentía lo que siento ahora… – llora.

Y tanto la ahoga el llanto, que jadea.

–           María buena, verdaderamente te afliges como un niño que crea que su madre ya no lo quiere y que lo haya abandonado por haber ido a la ciudad, a comprarle regalos que lo harán feliz y pronto volverá a él para cubrirlo de caricias y regalos. ¿No es esto acaso, lo que Yo hago contigo? ¿No voy a prepararte la alegría? ¿No voy para volver y decirte: «Ven, pariente y discípula mía amada, madre de mis amados discípulos»? ¿No te dejo mi amor? ¡Te doy mi amor, María! ¡Bien sabes que te quiero! No llores así. Exulta más bien, porque ya no me verás vilipendiado y fatigado, ni perseguido, ni sólo rico del amor de pocos. Y con mi amor te dejo a mi Madre.

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Juan será para ella hijo. Tú sé para Ella buena hermana, como siempre. ¿Lo ves? Mi Madre no llora. Sabe que, si bien la nostalgia de mí será la lima que consumirá su corazón, la espera será en todo caso breve respecto a la gran alegría de una eternidad de unión.  Y sabe también que esta separación nuestra no será tan absoluta que le haga exclamar: «Ya no tengo Hijo».

Ése fue el grito de dolor del día del Dolor. Ahora en su corazón canta la esperanza: «Sé que mi Hijo sube al Padre, pero no me dejará sin sus espirituales amores». Créelo así también tú y todos… Ahí están los otros y las otras. Ahí están mis pastores.

Y las caras de Lázaro y sus hermanas, en medio de todos los domésticos de Betania y la cara de Juana, semejante a una rosa bajo un velo de lluvia. Y las de Elisa y Nique, ya marcadas por la edad y ahora las arrugas se hacen más profundas a causa del dolor: dolor de cualquier modo, para la criatura humana, aunque el alma se alegre por el triunfo del Señor.  Y la cara de Anastática y las caras de azucena de las primeras vírgenes.  Y el ascético rostro de Isaac, el inspirado de Matías, el rostro viril de Mannaém, los austeros de José y Nicodemo… Caras, caras, caras…

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Jesús llama a los pastores, a Lázaro, a José, a Nicodemo, a Mannaém, a Maximino y a los otros de los setenta y dos discípulos. Les dice que se acerquen, porque quiere tener especialmente cerca a los pastores.

Dice a éstos:

–           Venid aquí. Vosotros, que estuvisteis junto al Señor cuando vino del Cielo, y que os inclinasteis ante su anonadamiento, estad ahora cerca del Señor cuando vuelve al Cielo, exultando en vuestro espíritu por su glorificación. Habéis merecido este puesto porque habéis sabido creer contra toda circunstancia desfavorable y habéis sabido sufrir por vuestra fe. Os doy las gracias por vuestro amor fiel.

A todos os doy las gracias. A ti, Lázaro amigo. A ti, José y a ti Nicodemo, compasivos con el Cristo cuando serlo podía significar un gran peligro. A ti, Manaém, que por ir por mi camino has sabido despreciar los sucios favores de un inmundo.

A ti Esteban, florida corona de justicia que has dejado lo imperfecto por lo perfecto y serás coronado con una corona que todavía no conoces pero que te será anunciada por los ángeles.

A ti Juan, por breve tiempo hermano mío en el pecho purísimo y venido a la Luz más que a la vista. A ti Nicolái, que siendo prosélito has sabido consolarme por el dolor de los hijos de esta nación. Y a vosotras discípulas buenas y más fuertes que Judit, sin por ello dejar de ser dulces.

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Y a ti Marziam niño mío, que tomarás a partir de ahora el nombre de Marcial, en memoria del niño romano matado en el camino y puesto delante del cancel de Lázaro con el rótulo de desafío: «Y ahora di al Galileo que te resucite, si es el Cristo y si ha resucitado. «Marcial, último de los inocentes que en Palestina perdieron la vida por servirme a Mí, aun inconscientemente, y primero de los inocentes de todas las naciones.

De los inocentes que por haberse acercado a Cristo. Serán odiados y recibirán prematura muerte, como capullos de flores arrancados de su tallo antes de abrirse.

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Que este nombre Marcial, te señale tu destino futuro: sé apóstol en tierras bárbaras y conquístalas para tu Señor, como mi amor conquistó al niño romano para el Cielo.

A todos, a todos os bendigo en este adiós invocando al Padre, invocando para vosotros la recompensa de los que han consolado el doloroso camino del Hijo del hombre.

Bendita sea la Humanidad en esa porción selecta suya, que está en los judíos y está en los gentiles y que se ha manifestado en el amor que ha tenido hacia mí.

Bendita sea la Tierra con sus hierbas y sus flores; benditos sus frutos, que me procuraron delicia y alimento muchas veces. Bendita sea la Tierra con sus aguas y con su calor; por las aves y los animales, que muchas veces superaron al hombre en confortar al Hijo del hombre.

Bendito seas tú Sol, bendito seas tú mar, benditos seáis vosotros montes, colinas, llanuras; benditas vosotras, estrellas que me habéis acompañado en la nocturna oración y en el dolor. Y tú, Luna, que has sido luz para mis pasos durante mi peregrinaje de Evangelizador.

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Benditas seáis todas vosotras, criaturas obras del Padre mío, compañeras mías en este tiempo mortal; amigas de Aquel que había dejado el Cielo para quitar a la atribulada Humanidad las espinas de la Culpa que separa de Dios.

Jesús con su última bendición, dirá después a  la Madre Santísima… Que devolvió bondad y santidad a todas las cosas de la Creación…

Jesús continúa:

–           ¡Benditos seáis también vosotros, instrumentos inocentes de mi tortura: espinas, metales, madera, cuerdas trenzadas, porque me habéis ayudado a cumplir la Voluntad del Padre mío!

¡Qué voz tan resonante tiene Jesús! Se expande por el aire templado y sereno como tono de bronce golpeado; se propaga en ondas sobre el mar de rostros que lo miran desde todas las direcciones.

Constituyen centenares las personas que rodean a Jesús, que sube con aquellos a quienes más quiere hacia la cima del Monte de los Olivos. Pero Jesús, al llegar al principio del Campo de los Galileos, despoblado de tiendas en este período situado entre las dos fiestas…

Jesús ordena a los discípulos:

–           Ordenad a la gente que se detenga dónde está. Luego seguidme.

Sigue subiendo hasta la cima del monte, la que está más cerca de Betania y no de Jerusalén, cima que domina todo. Muy cerca de Él, están su Madre; los apóstoles, Lázaro, Mannaém, los pastores y Marziam. Más allá en semicírculo, manteniendo a distancia a la muchedumbre de los fieles, los otros discípulos.

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Jesús está en pie sobre un peñasco que sobresale sobre el claro, entre la verde hierba mostrando su blancura. El sol toca sus vestiduras y las hace resplandecer como nieve y brillar como si fueran de oro, sus cabellos. Sus ojos de zafiro, centellean con luz divina.

Abre los brazos en ademán de abrazar: parece querer estrechar contra su pecho a todas las multitudes de la Tierra, que su espíritu ve representadas en esa pequeña multitud

Con esa voz que no puede olvidarse, da la última orden:

–           ¡Id! ¡Id en mi Nombre, a evangelizar a las gentes hasta los extremos confines de la tierra!  Dios esté con vosotros. Que su amor os conforte, su luz os guíe, su paz more en vosotros hasta la vida eterna.

Se transfigura en belleza. ¡Hermoso! Tanto y más hermoso que en el Tabor.

Caen todos de rodillas, adorando. Él, elevándose ya de la piedra en que se apoyaba, busca una vez más el rostro de su Madre, y su sonrisa alcanza una potencia que nadie podrá jamás representar… Es su último adiós a su Madre.

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Sube, sube… El Sol, aún más libre para besarlo, ahora que no hay frondas que intercepten el camino de sus rayos; toca con sus resplandores sobre el Dios-Hombre que asciende con su Cuerpo santísimo al Cielo y evidencia sus Llagas gloriosas, que resplandecen como rubíes vivos.

El resto es un perlado mar de luces. Es verdaderamente la Luz que se manifiesta en lo que es, en este último instante como en la noche natalicia.

Centellea la Creación con la luz del Cristo que asciende. Una luz que supera a la del Sol. Una luz sobrehumana y beatísima. Una luz que desciende del Cielo al encuentro de la Luz que asciende…

Y Jesucristo, el Verbo de Dios, desaparece para la vista de los hombres en este océano de esplendores…

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En la tierra dos gritos se escuchan en medio del profundo silencio de la muchedumbre extática:

El grito de María cuando El desaparece: « ¡Jesús!» y el que precede al copioso llanto de Isaac.

Los demás están enmudecidos por religioso estupor y permanecen allí, como en espera de algo…  Hasta que dos luces angélicas candidísimas, en forma mortal aparecen y dicen las palabras recogidas en el primer capítulo de los Hechos Apostólicos:

–          Hombres de Galilea, ¿Por qué estáis mirando al Cielo? Este Jesús, que os ha sido ahora arrebatado y que ha sido elevado al Cielo su eterna morada, vendrá del Cielo en su debido tiempo, tal y como ahora se ha marchado.

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HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA