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40.- EL PODER FRENTE AL PODER

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Pedro sale de la Puerta del Cielo, acompañado de algunos obispos, sacerdotes y un pequeño grupo de personas.

Van a Roma a visitar algunas comunidades cristianas. Al llegar a  la Vía Apia, se topó con la comitiva de Nerón que se dirige a Anzio.

Tuvo que esperar a que el paso del cortejo despeje la vía que ha sido desbordada con un auténtico desfile.

Para apreciarlo mejor se suben sobre unos enormes peñascos que están a la orilla del bosque, a la vera del camino.

desfile triunfal romano

Pasó un destacamento de caballería númida, perteneciente a la guardia pretoriana.

Llevan uniformes amarillos, fajas rojas y enormes aretes, que dan reflejos dorados a sus caras negras.

Las puntas de sus lanzas destellan al sol.

Sigue otro destacamento de infantería, que se van colocando a lo largo del camino, para formar una valla que impide el acceso a la vía.

Vienen enseguida, innumerables carros custodiados por pequeños destacamentos de infantería y caballería pretoriana.
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En uno van los instrumentos musicales del césar y sus cortesanos. Arpas. Laúdes griegos, hebreos y egipcios. Liras, formingas, cítaras, flautas largas, címbalos y torcidos cuernos de búfalo.

Al contemplar aquellos instrumentos que dan al sol sus reflejos dorados por el oro, plata, bronce y piedras preciosas que los adornan; parecería que Apolo y Baco, acaban de emprender la marcha en un viaje por el mundo.

Después de los instrumentos siguen los carros de los danzantes, los músicos, los acróbatas y los actores.

Ambos sexos, forman grupos artísticos y llevan palmas en las manos.

Siguen multitud de esclavos destinados no al servicio, sino a la ostentación. Y niños vestidos con trajes de cupidos, que también son un adorno para la comitiva imperial.

Enseguida, otra cohorte especial de pretorianos: La Falange de Alejandro Magno.

Hombres de gigantesca estatura, de ojos azules, caras barbadas, cabellos muy rubios o rojos.

pretorianos

Parecen verdaderas máquinas militares, con sus pesadas armas. Y la tierra se cimbra ante su potente y mesurado paso.

Entre el ejército imperial, destacan las águilas romanas, que anuncian a la nación más poderosa del mundo…

A continuación  aparecen los conductores de los encadenados leones y tigres de Nerón, que a veces le gusta uncirlos a sus carros.

Las cadenas están entrelazadas con guirnaldas y aun así parece que las fieras son llevadas entre flores. Son fieras domesticadas por hábiles domadores.

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Miran a la muchedumbre con ojos brillantes y somnolientos; por momentos alzan sus gigantescas cabezas y aspiran dilatando ruidosamente sus narices, con potentes resoplidos.

Se relamen con sus ásperas lenguas los hocicos y bostezan abriendo sus poderosas fauces.

Otra cohorte de pretorianos, una multitud de esclavos y luego el César, cuya presencia fue recibida con aclamaciones.

Viene sentado en un carro que tiran seis hermosos corceles blancos, con herraduras de doradas. El carro tiene la forma de una tienda abierta a los costados, para poder apreciar mejor la figura del emperador que va solo; acompañado por dos enanos arlequines.

Viste una túnica blanca, bordada con hilos de plata y perlas. Una toga de color amatista, la cual da tintes azulados a su rostro de piel muy blanca. Sobre su cabeza luce una corona de laurel y su cuerpo obeso hace que su cara ancha, aumente el volumen de su papada y también hace que su boca parezca estar más cerca de su nariz.

Trae protegido su corto y grueso cuello, con un pañuelo de seda que ajusta constantemente, con una mano blanca y gorda, cubierta de vello rojo. La expresión de su semblante tiene un aire de aburrimiento y contrariedad.

En conjunto, su persona es a la vez terrible y vulgar.

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Mientras avanzan, vuelve a uno y a otro lado la cabeza, escuchando los gritos de la multitud que le aplaude.

–          ¡Salve, divino César!

–          ¡Salve, conquistador!

–         ¡Salve, incomparable!

–         ¡Salve hijo de Apolo!

Estas aclamaciones le hacen sonreír.

Pero hay otras que son francamente ofensivas:

–            ¡Enobarbo, Enobarbo! ¡Matricida!

–            ¡Orestes! ¡Alcmeon! ¿Dónde está Octavia?

–            ¡Asesino! ¡Entrega la púrpura!

–            ¿Dónde está tu barba llameante?

–         ¿Temes acaso que se incendie Roma?

Y los que gritan así, no saben que en esa burla sangrienta, se encierra una tremenda profecía.

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A Popea que viene inmediatamente detrás de él, le gritan:

–           ¡Flava coma! (Pelirrubia, epíteto aplicado a las prostitutas)

Al experto oído del César llegan estos insultos y levanta su cristal pulimentado para ver si con sus ojos miopes, alcanza a descubrir a sus autores…

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Mientras hace esto; su mirada se cruza con la de Pedro.

Han llegado al Arco de Augusto y la comitiva imperial se detiene un poco, antes de seguir avanzando.

Y estos dos hombres se contemplan mutuamente…

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Y a ninguno de los integrantes de aquel brillante séquito, ni de la inmensa multitud, se les ocurrió pensar que en aquel momento, se encuentran frente a frente, los dos poderes más grandes de la Tierra…

 Uno de ellos,  pronto se desvanecerá, como un sueño fatídico de horror y de sangre.

El otro empezará la Conquista y la posesión Eterna, fundando su Sede en  la ciudad desde la cual irradiará su poder y su Luz, los cuales envolverán a todo el mundo.

La comitiva reanuda su marcha y Nerón desaparece de la vista de Pedro.

Detrás viene el carro de Popea, la emperatriz aborrecida por el pueblo.

Vestida como Nerón, con traje de color amatista; inmóvil, indiferente, pensativa; parece una hermosa y maligna divinidad.

Detrás de ella vienen los augustanos.

En primer lugar, Petronio con Aurora, Marco Aurelio y su séquito personal.

La muchedumbre lo recibe con aclamaciones y aplausos, pues es un personaje lleno de simpatía para el pueblo y éste lo ama.

Al parecer, Petronio es muy conocido y el pueblo lo ama por su munificencia.

Y su popularidad se ha extendido y ha aumentado, desde la vez que habló ante el César, para oponerse a la sentencia de muerte dictada contra la ‘familia’, (incluidos sirvientes, libertos y esclavos) del prefecto Albino Floro,  sin distinción de edad, ni de sexo.  Porque uno de ellos asesinó a ese monstruo de crueldad, cegado por la desesperación.

Petronio protestó por aquel bárbaro sacrificio, diciendo: ‘A tal señor, tal criado’.

Y el pueblo, que se había indignado ante aquella matanza, desde aquel día, amó más a Petronio.

Éste a su vez, no hace mucho caso de tales manifestaciones. Recuerda que el pueblo también había amado a Británico, envenenado por Nerón. Y piensa que la gente es hipócrita y voluble.

Y como el escéptico ‘Árbitro de la Elegancia’, es también supersticioso, considera el favor popular como el peor de los presagios.

Tigelino va en un carro tirado por yeguas adornadas con plumas blancas y rojas. A él y a Haloto, los recibieron con abucheos.

Entre otros, la multitud recibió a Vitelio con risas. A Trhaseas, con aplausos. Y a los demás, con indiferencia.

A Amino Rebio, con silbidos.

A Vespasiano y a sus hijos, con aplausos.

A Séneca, a Nerva, a Plinio, a Lucano y a Marcial, con admiración y aplausos…

A las mujeres célebres por su riqueza, su hermosura y sus vicios, con admiración.

Los ojos de la multitud pasan de los grandes personajes a los arneses; a las extrañas indumentarias de los sirvientes que vienen de todas las regiones del imperio.

En aquella procesión de orgullo, ostentación y grandeza; todo está hecho para deslumbrar, con el poder y la magnificencia, de la Roma Invencible, ante quién se inclina el mundo…

Y la comitiva prosigue su marcha, perdiéndose entre nubes de polvo.

Pedro reflexiona en la inmensidad y el poderío de aquella metrópoli, a la cual ha venido a anunciar el Evangelio.

Nunca había contemplado el portentoso dominio de Roma como ahora que los acaba de ver, personificados en Nerón, en sus legiones y en su imperio.

Concentrados en aquella ciudad enorme, depravada, depredadora, rapaz, desenfrenada e inabordable en su poder terrenal.

Y en aquel César desquiciado por su megalomanía. Convertido en parricida, matricida, fratricida, uxoricida.

Que arrastra tras de sí un séquito de sangrientos espectros, aún más grande que el número de los integrantes del séquito imperial.

Ese libertino. Ese bufón. Es a la vez el comandante de un poco más de treinta legiones y mediante ellas, Amo del Mundo.

Esos cortesanos cubiertos de oro y escarlata. Llenos de las incertidumbres del mañana, temblorosos por su propia integridad, pero más poderosos que reyes.

Al contemplar a Nerón y su séquito imperial; Pedro pensó que en realidad estaba viendo reunido en todo su esplendor, el Infernal Reino de Iniquidad de Satanás que ostenta el dominio de la tierra, que con mano de hierro tiene sometida a todas las naciones.

Y Roma, el corazón del imperio, debe ser conquistada para Cristo.

El Apóstol oró… y entregó a Dios aquella ciudad; aquel imperio y a todos sus habitantes.

Solo Dios sabe cómo algún día Roma será el Corazón de la Cristiandad…  

crepúsculo ROMA-VATICANO

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONÓCELA

40.- EL PODER FRENTE AL PODER

Pedro sale de la Puerta del Cielo, acompañado de algunos obispos, sacerdotes y un pequeño grupo de personas. Van a Roma a visitar algunas comunidades cristianas. Al llegar a  la Vía Apia, se topó con la comitiva de Nerón que se dirige a Anzio. Tuvo que esperar a que el paso del cortejo despeje la vía que ha sido desbordada con  en un auténtico desfile. Para apreciarlo mejor se suben sobre unos enormes peñascos que están a la orilla del bosque, a la vera del camino.

Pasó un destacamento de caballería númida, perteneciente a la guardia pretoriana. Llevan uniformes amarillos, fajas rojas y enormes aretes, que dan reflejos dorados a sus caras negras. Las puntas de sus lanzas destellan al sol. Sigue otro destacamento de infantería, que se van colocando a lo largo del camino, para formar una valla que impide el acceso a la vía. Vienen enseguida, innumerables carros custodiados por pequeños destacamentos de infantería y caballería pretoriana.

En uno van los instrumentos musicales del césar y sus cortesanos. Arpas. Laúdes griegos, hebreos y egipcios. Liras, formingas, cítaras, flautas largas, címbalos y torcidos cuernos de búfalo. Al contemplar aquellos instrumentos que dan al sol sus reflejos dorados por el oro, plata, bronce y piedras preciosas que los adornan; parecería que Apolo y Baco, acaban de emprender la marcha en un viaje por el mundo.

Después de los instrumentos siguen los carros de los danzantes, los músicos, los acróbatas y los actores. Ambos sexos, forman grupos artísticos y llevan palmas en las manos. Siguen multitud de esclavos destinados no al servicio, sino a la ostentación. Y niños vestidos con trajes de cupidos, que también son un adorno para la comitiva imperial.

Enseguida, otra cohorte especial de pretorianos: La Falange de Alejandro Magno. Hombres de gigantesca estatura, de ojos azules, caras barbadas, cabellos muy rubios o rojos. Parecen verdaderas máquinas militares, con sus pesadas armas. Y la tierra se cimbra ante su potente y mesurado paso. Entre el ejército imperial, destacan las águilas romanas, que anuncian a la nación más poderosa del mundo…

A continuación  aparecen los conductores de los encadenados leones y tigres de Nerón, que a veces le gusta uncirlos a sus carros. Las cadenas están entrelazadas con guirnaldas y aun así parece que las fieras son llevadas entre flores. Son fieras domesticadas por hábiles domadores. Miran a la muchedumbre con ojos brillantes y somnolientos; por momentos alzan sus gigantescas cabezas y aspiran dilatando ruidosamente sus narices, con potentes resoplidos. Se relamen con sus ásperas lenguas los hocicos y bostezan abriendo sus poderosas fauces.

Otra cohorte de pretorianos, una multitud de esclavos y luego el César, cuya presencia fue recibida con aclamaciones. Viene sentado en un carro que tiran seis hermosos corceles blancos, con herraduras de doradas. El carro tiene la forma de una tienda abierta a los costados, para poder apreciar mejor la figura del emperador que va solo; acompañado por dos enanos arlequines. Viste una túnica blanca, bordada con hilos de plata y perlas. Una toga de color amatista, la cual da tintes azulados a su rostro de piel muy blanca. Sobre su cabeza luce una corona de laurel y su cuerpo obeso hace que su cara ancha, aumente el volumen de su papada y también hace que su boca parezca estar más cerca de su nariz. Trae protegido su corto y grueso cuello, con un pañuelo de seda que ajusta constantemente, con una mano blanca y gorda, cubierta de vello rojo. La expresión de su semblante tiene un aire de aburrimiento y contrariedad. En conjunto, su persona es a la vez terrible y vulgar. Mientras avanzan, vuelve a uno y a otro lado la cabeza, escuchando los gritos de la multitud que le aplaude.

–          ¡Salve, divino César! ¡Salve, conquistador! ¡Salve, incomparable! ¡Salve hijo de Apolo!

Estas aclamaciones le hacen sonreír. Pero hay otras que son francamente ofensivas:

¡Enobarbo, Enobarbo! ¡Matricida! ¡Orestes! ¡Alcmeon! ¿Dónde está Octavia? ¡Asesino! ¡Entrega la púrpura! ¿Dónde está tu barba llameante? ¿Temes acaso que se incendie Roma?

Y los que gritan así, no saben que en esa burla sangrienta, se encierra una tremenda profecía.

A Popea que viene inmediatamente detrás de él, le gritan:

–           ¡Flava coma! (Pelirrubia, epíteto aplicado a las prostitutas)

Al experto oído del César llegan estos insultos y levanta su cristal pulimentado para ver si con sus ojos miopes, alcanza a descubrir a sus autores… Mientras hace esto; su mirada se cruza con la de Pedro; han llegado al Arco de Augusto y la comitiva imperial se detiene un poco, antes de seguir avanzando. Y estos dos hombres se contemplan mutuamente…

Y a ninguno de los integrantes de aquel brillante séquito, ni de la inmensa multitud, se les ocurrió pensar que en aquel momento, se encuentran frente a frente, los dos poderes más grandes de la Tierra: Uno de ellos,  pronto se desvanecerá, como un sueño fatídico de horror y de sangre. El otro empezará la conquista y la posesión eterna, fundando su sede en  la ciudad desde la cual irradiará su poder y su Luz, los cuales envolverán a todo el mundo.

La comitiva reanuda su marcha y Nerón desaparece de la vista de Pedro.

Detrás viene el carro de Popea, la emperatriz aborrecida por el pueblo. Vestida como Nerón, con traje de color amatista; inmóvil, indiferente, pensativa; parece una hermosa y maligna divinidad.

Detrás de ella vienen los augustanos. En primer lugar, Petronio con Aurora, Marco Aurelio y su séquito personal. La muchedumbre lo recibe con aclamaciones y aplausos, pues es un personaje lleno de simpatía para el pueblo y éste lo ama. Al parecer, Petronio es muy conocido y el pueblo lo ama por su munificencia.

Y su popularidad se ha extendido y ha aumentado, desde la vez que habló ante el César, para oponerse a la sentencia de muerte dictada contra la ‘familia’, (incluidos sirvientes, libertos y esclavos) del prefecto Albino Floro,  sin distinción de edad, ni de sexo. Porque uno de ellos asesinó a ese monstruo de crueldad, cegado por la desesperación. Petronio protestó por aquel bárbaro sacrificio, diciendo: ‘A tal señor, tal criado’. Y el pueblo, que se había indignado ante aquella matanza, desde aquel día, amó más a Petronio.

Éste a su vez, no hace mucho caso de tales manifestaciones. Recuerda que el pueblo también había amado a Británico, envenenado por Nerón. Y piensa que la gente es hipócrita y voluble. Y como el escéptico ‘Árbitro de la Elegancia’, es también supersticioso, considera el favor popular como el peor de los presagios.

Tigelino va en un carro tirado por yeguas adornadas con plumas blancas y rojas. A él y a Haloto, los recibieron con abucheos. Entre otros, la multitud recibió a Vitelio con risas. A Trhaseas, con aplausos. Y a los demás, con indiferencia. A Amino Rebio, con silbidos. A Vespasiano y a sus hijos, con aplausos. A Séneca, a Nerva, a Plinio, a Lucano y a Marcial, con admiración y aplausos…

A las mujeres célebres por su riqueza, su hermosura y sus vicios, con admiración. Los ojos de la multitud pasan de los grandes personajes a los arneses; a las extrañas indumentarias de los sirvientes que vienen de todas las regiones del imperio.

En aquella procesión de orgullo, ostentación y grandeza; todo está hecho para deslumbrar, con el poder y la magnificencia, de la Roma Invencible, ante quién se inclina el mundo…

Y la comitiva prosigue su marcha, perdiéndose entre nubes de polvo.

Pedro reflexiona en la inmensidad y el poderío de aquella metrópoli, a la cual ha venido a anunciar el Evangelio. Nunca había contemplado el portentoso dominio de Roma como ahora que los acaba de ver, personificados en Nerón, en sus legiones y en su imperio. Concentrados en aquella ciudad enorme, depravada, depredadora, rapaz, desenfrenada e inabordable en su poder terrenal.

Y en aquel César desquiciado por su megalomanía. Convertido en parricida, matricida, fratricida, uxoricida. Que arrastra tras de sí un séquito de sangrientos espectros, aún más grande que el número de los integrantes del séquito imperial.

Ese libertino. Ese bufón. Es a la vez el comandante de un poco más de treinta legiones y mediante ellas, amo del mundo.

Esos cortesanos cubiertos de oro y escarlata. Llenos de las incertidumbres del mañana, temblorosos por su propia integridad, pero más poderosos que reyes.

Al contemplar a Nerón y su séquito imperial; Pedro pensó que en realidad estaba viendo reunido en todo su esplendor, el Infernal Reino de Iniquidad de Satanás que ostenta el dominio de la tierra, que con mano de hierro tiene sometida a todas las naciones. Y Roma, el corazón del imperio, debe ser conquistada para Cristo.

El Apóstol oró… y entregó a Dios aquella ciudad; aquel imperio y a todos sus habitantes. Solo Dios sabe cómo algún día Roma será el corazón de la cristiandad…  

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA